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Servir, ideal para las almas grandes. (En memoria del Card. Ugo Poletti)

Con motivo del fallecimiento de Su Eminencia el Cardenal Ugo Poletti, el Obispo Prelado del Opus Dei escribió el artículo «Servir, ideal para las almas grandes», publicado en "L'Osservatore Romano" el 7 de marzo de 1997.

Traducción castellana del artículo publicado en "L'Osservatore Romano", 7-III-1997.

Euge serve bone et fidelis, leemos en el Evangelio (Mt 25, 31): bien, siervo bueno, fiel, siervo leal. La lealtad es la virtud que resume en sí los trazos principales de la figura y la obra del Card. Poletti. Virtud difícil, ya que, contrariamente a cuanto puede parecer a primera vista, es eminentemente creativa. La dinámica de la vida —y, con mayor razón, de la vida espiritual— no permite la simple reiteración de gestos rituales, la repetición de palabras ya dichas. Aun en la inmutabilidad del fin, la circunstancias cambian constantemente. Si alguien quisiera utilizar un prontuario de fórmulas para llevarlas a la vida quedaría condenado a la esterilidad. Lo enseña la historia de la Iglesia, que, con su extraordinaria flexibilidad y su capacidad de anticiparse a los tiempos, constituye la mejor prueba de la variedad creativa de los medios conducentes al fin. Una historia escrita por hombres que, precisamente por ser fieles, han ofrecido el testimonio más convincente de la perenne novedad del Evangelio.

Recuerdo al Card. Poletti, sobre todo, como ejemplo de lealtad. Sin esta virtud, la persona que es llamada a actuar, no en nombre propio, sino como representante de una instancia superior, no sólo fracasaría en su intento, sino que haría traición al mandato recibido. Durante los veinte largos años que trabajó como Vicario General de Su Santidad para la ciudad de Roma, fue el ejecutor de la voluntad de tres Papas: Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II, y al servicio de la Suprema Autoridad Apostólica supo derrochar todos sus talentos. Ninguna de estas palabras es superflua: he escrito "Suprema Autoridad Apostólica" para subrayar que, siendo directamente responsable ante Dios de la salvación de todas las almas, el Vicario de Cristo se ve impulsado por una solicitud pastoral que no le da tregua, de la que necesariamente son partícipes sus más directos colaboradores. Esta responsabilidad origina una tensión espiritual tan grande que sólo puede sustentarse mediante una intensísima vida de oración y de penitencia, una trabajo esforzado e inagotable, una fuerza interior que supera cualquier desafío. La lealtad es virtud de almas grandes. Su magnitud no reside tanto en la inmensidad de los esfuerzos requeridos por las empresas que se les han confiado, cuanto en la capacidad de amar, como ideal supremo, una vida de servicio: renunciar a brillar con luces propias, hacer y desaparecer, terminar y volver a empezar, sentirse plenamente recompensados por la obediencia.

Es una virtud de hombres que son grandes precisamente porque son humildes, hombres que están siempre en el puesto de combate, en la sombra, convencidos de que no pueden nada por sí mismos o con sus propias fuerzas, y, por esto, siempre atentos a leer el corazón y la mente de quien está por encima, siempre deseosos de unir con él a los que están debajo. Me parece que en esta óptica hay que leer las palabras del Santo Padre en la homilía de la Misa en sufragio por el Card. Poletti, cuando alababa el empeño del Cardenal por reavivar en la diócesis de Roma la conciencia del vínculo que la une al Romano Pontífice y, al mismo tiempo, el sabio modo con que supo introducir al Papa en la comprensión de la realidad ciudadana, ayudándole a entrar «en una sintonía cada vez más profunda» con los romanos. Precisamente por haber asumido completamente la solicitud pastoral del Papa, fue capaz —cito una vez más la homilía del Papa— de «imprimir a la diócesis de Roma, en sus diversas componentes, una vitalidad nueva».

Los párrocos de Roma pueden dar testimonio del entusiasmo con que el Card. Poletti, con su proverbial mansedumbre, preparaba las visitas del Santo Padre a las parroquias romanas, y de cómo les daba sugerencias para hacer duraderos, en los fieles, los frutos de la presencia del Papa. Yo recuerdo —se trata de un pequeño ejemplo— la prontitud con que acogió el deseo del Santo Padre de reunir a su alrededor todos los años, en una Misa de preparación para la Navidad, a los estudiantes de las universidades de Roma. Era preciso poner en marcha notables esfuerzos apostólicos para reavivar un sector de la pastoral diocesana particularmente difícil, en el que hasta entonces se habían recogido pocos frutos. Pero el Cardenal miraba hacia delante, como el Papa, y supo infundir nuevas energías en todas las personas que colaboraron en esta empresa. Recuerdo también la profunda adhesión con que respondió a la propuesta del Santo Padre de restaurar la tradicional procesión del Corpus Christi, en una ciudad que los pesimistas consideraban irremediablemente secularizada. Se podrían citar otros mil ejemplos bien elocuentes.

Todo esto se hizo posible gracias a que, como Pastor atento y sensible, el Card. Poletti sabía que el primer objeto de sus atenciones debían de ser los sacerdotes. ¿Cómo olvidar el verdadero asedio (afectuoso, ciertamente, lleno de confianza, pero verdadero asedio, visto con ojos humanos) a que le sometían en sus oficinas del Vicariato de Roma? Eran los sacerdotes, de modo particular, quienes recurrían a él, y en él encontraban sin falta al Pastor comprensivo y exigente, manso y fuerte. Quizá se encuentre aquí la explicación de esa nueva vitalidad a la que aludía Juan Pablo II con las palabras anteriormente citadas: a través de los sacerdotes, el Card. Poletti ha dado oxígeno a la entera diócesis de Roma. El mismo Papa lo pone de manifiesto en el telegrama de pésame enviado al Card. Camilo Ruini, cuando relaciona el recuerdo de la «fervorosa dedicación» del Pastor y la atención constate a «las necesidades del clero». Esta huella está destinada a permanecer largo tiempo, como parece demostrar el incremento de las ordenaciones sacerdotales que se registra desde hace algunos años.

Atención a los sacerdotes y a todos los fieles, uno a uno. El mismo Juan Pablo II ha afirmado que el secreto de los fecundos servicios rendidos por el Card. Poletti a la Iglesia se encuentra en su capacidad de establecer con todos «una relación personal y afectuosa», tan propia del buen sacerdote que sabe sacar energías renovadas de la paternidad espiritual en la que palpita su vocación. Aunque sufría físicamente desde hace años, el Card. Poletti ocultaba el dolor propio y se gastaba por los demás, sin pensar en sí mismo. Se trataba de molestias muy agudas, que no raramente suponían una verdadera tortura. Y, sin embargo, jamás se apagaba la sonrisa en sus labios mientras escuchaba serenamente a su interlocutor, ni daba la sensación de tener prisa o de estar sosteniendo un esfuerzo que necesariamente debía de ser costoso.

La vida de la Iglesia es rica en lecciones semejantes. No tendría que ser difícil aprender que la fecundidad reside en la obediencia, el éxito en el servicio; que la verdadera felicidad es sólo un reflejo de la felicidad que sabemos comunicar a los otros. Éste es el mensaje, actualísimo, de la lealtad.

+Javier Echevarría

Obispo Prelado del Opus Dei

Romana, n. 24, Enero-Junio 1997, p. 93-95.

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