envelope-oenvelopebookscartsearchmenu

La formación de la conciencia en materia social y política según las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá

1. Introducción

Una presentación completa, realizada con método científico, del pensamiento del Beato Josemaría sobre la acción social y política del cristiano requeriría el estudio detenido del abundantísimo material constituido por sus escritos y su predicación oral. Tratándose de un material que responde a un período de casi 50 años de intensa actividad, sería necesario en algunos casos un paciente trabajo de catalogación, datación, investigación de las fuentes y, sobre todo, del propósito y del exacto contexto de los documentos disponibles. Este trabajo permitiría, por ejemplo, entender mejor cómo se conjuga en las enseñanzas del Beato Josemaría la reflexión atenta sobre la evolución del magisterio social de la Iglesia con el planteamiento de cuestiones y de perspectivas claramente innovadoras o anticipadoras, derivadas en último término del carisma fundacional recibido de Dios. A todo esto habría que añadir el examen de los testimonios escritos del elevado número de personas que lo han tratado, que han escuchado sus enseñanzas y que han sido testigos de su actividad, y también la revisión de la bibliografía existente[1].

Un importante estudioso de las publicaciones del Fundador del Opus Dei advierte que en ellas no se delinea «un programa teórico de acción», sino que se comunica una «vida»[2]. Significa esto que no nos encontramos con una exposición académica que distingue analíticamente los principios y las conclusiones que de ellos se derivan, sino con una síntesis vital, profundamente meditada y madurada durante años, de principios teológicos y espirituales, tamizados a la luz del carisma fundacional, que al estudioso corresponde comprender, distinguir y en algún caso explicitar. En definitiva, sería preciso hacerse cargo de la entera experiencia espiritual, pastoral y de reflexión teológica que fundamenta estas enseñanzas, tarea ciertamente ingente, pero que resulta necesaria para disponer de los principios hermenéuticos adecuados[3].

En este breve estudio no podemos realizar ninguna de las tareas mencionadas, que requerirían entre otras cosas un conjunto de instrumentos históricos (una biografía científica, edición crítica de las obras completas o al menos estudios histórico-críticos sobre las más importantes para nuestro tema, etc.) que todavía no han sido publicados. Nos limitaremos por eso a individuar, con un método sustancialmente sincrónico, los aspectos centrales del tema tratado y a indicar el contexto en el que, a nuestro juicio, conviene colocarlos para llegar a su exacta comprensión.

2. La formación de la conciencia cristiana como contexto de las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá sobre materia social y política

En los escritos del Fundador del Opus Dei existen abundantes reflexiones teológico-morales sobre la acción de los cristianos en el terreno social y político[4], pero no encontramos en ellos lo que comúnmente se entiende por «ideas u opiniones políticas». Este hecho responde a una línea de conducta reflexivamente asumida y constantemente respetada. El Beato Josemaría afirmó repetidas veces: «yo no hablo nunca de política»[5]. Con estas palabras quería declarar su máxima de no proponer ni sugerir «la solución concreta a un determinado problema, al lado de otras soluciones posibles y legítimas, en concurrencia con los que sostienen lo contrario»[6]. Se negaba de este modo a intervenir en el común debate político, en el juego de las opiniones que suelen determinar la adscripción de los ciudadanos a los diversos partidos políticos, sindicatos, movimientos culturales, etc., con el propósito de concurrir noblemente a la configuración política de nuestra vida en común. Y nunca permitió que sus palabras o su actividad fuesen interpretadas en sentido político.

¿Por qué adoptó el Beato Josemaría esta línea de conducta? El estudio de sus escritos permite aducir varios motivos. Mencionamos en primer lugar el carácter completa y exclusivamente sacerdotal[7] que quiso dar a toda su actividad («mi misión como sacerdote es exclusivamente espiritual»[8]), y la vivísima conciencia de la misión sobrenatural de la Iglesia, que le impedía concebir el Cristianismo como una «corriente político-religiosa —sería una locura—, ni siquiera aunque tenga el buen propósito de infundir el espíritu de Cristo en todas las actividades de los hombres»[9]. Cosa bien diversa es que el Fundador del Opus Dei haya afirmado siempre el derecho y el deber de la Jerarquía de la Iglesia de pronunciar juicios morales sobre asuntos temporales, cuando ello era exigido por la fe o la moral cristianas[10]. Es más, enseñó constantemente que los fieles tienen entonces la obligación moral de aceptar interna y externamente esos juicios doctrinales[11], e incorporó a sus enseñanzas orales y escritas los contenidos fundamentales del magisterio pontificio y episcopal en materia social. Pero tal actitud no hizo más que reforzar su habitual línea de conducta: el derecho y el deber de enjuiciar moralmente los nuevos problemas planteados por el creciente cambio social o por los avances tecnológicos corresponde a la Jerarquía eclesiástica.

Un segundo motivo de la mencionada línea de conducta surge de la naturaleza y de la espiritualidad específica del Opus Dei y, por tanto, de la misión del Beato Josemaría como fundador y pastor de almas. El Opus Dei tiene una misión exclusivamente espiritual[12]. Por eso, la Obra no propone ni sugiere a sus miembros «ningún camino concreto, ni económico, ni político, ni cultural. Cada uno de sus miembros tiene plena libertad para pensar como le parezca mejor en este terreno [...]: caben en el Opus Dei personas de todas las tendencias políticas, culturales, sociales y económicas que la conciencia cristiana puede admitir [...] Ese pluralismo no es, para la Obra, un problema. Por el contrario, es una manifestación de buen espíritu, que pone patente la legítima libertad de cada uno»[13]. Y por si quedasen dudas, el Beato Josemaría no tuvo dificultad en afirmar: «Si alguna vez el Opus Dei hubiera hecho política, aunque fuera durante un segundo, yo —en ese instante equivocado— me hubiera marchado de la Obra»[14].

Las consideraciones que acabamos de hacer son verdaderas e importantes, pero incompletas, ya que nos dicen únicamente lo que las enseñanzas del Beato Josemaría no son y lo que el Opus Dei no es. ¿Cuáles son entonces las enseñanzas sobre la acción política y social del cristiano que innegablemente encontramos en sus escritos? ¿Cómo las podemos calificar positivamente? La respuesta debe buscarse a la luz de una aclaración de capital importancia sobre la finalidad del Opus Dei y, por tanto, de las enseñanzas de su Fundador: «La actividad principal del Opus Dei consiste en dar a sus miembros, y a las personas que lo deseen, los medios espirituales necesarios para vivir como buenos cristianos en medio del mundo. Les hace conocer la doctrina de Cristo, las enseñanzas de la Iglesia; les proporciona un espíritu que mueve a trabajar bien por amor de Dios y en servicio de todos los hombres. Se trata, en una palabra, de comportarse como cristianos: conviviendo con todos, respetando la legítima libertad de todos y haciendo que este mundo nuestro sea más justo»[15]. Es decir, las enseñanzas del Beato Josemaría se proponen dar la formación necesaria para vivir como buenos cristianos en medio del mundo. Acertadamente se ha escrito que esas enseñanzas constituyen una apremiante llamada «a una plenitud de vida cristiana que, por verificarse en medio del mundo, connota constantemente frutos de transformación social, de instauración de la justicia, de fraternidad, de paz (la fe y el amor deben desbordarse en vida y manifestarse en obras; y la gracia puede y debe producir frutos de Redención en el presente histórico); pero que, a la vez e inseparablemente, trasciende esas realizaciones, ya que la existencia humana posee horizontes que van más allá del tiempo y de la historia, y las presenta como efectos que advienen a modo de redundancia o añadidura, respecto de la realidad central: la radical identificación con Cristo, la plena entrega a Dios»[16].

Hemos de concluir, por tanto, que el contexto de las enseñanzas que estamos estudiando es la formación de la conciencia de los cristianos que viven en el mundo y que desean santificarse en el mundo, animando cristianamente las realidades en las que se desenvuelve su vida: realidades profesionales, culturales, sociales, políticas, etc. En función de esa finalidad el Fundador del Opus Dei transmitía «la doctrina de Cristo» y «las enseñanzas de la Iglesia» (en nuestro tema, la Doctrina social de la Iglesia)[17]. Pero, en sus escritos, esa doctrina y esas enseñanzas adquieren acentos, perspectivas e intencionalidades específicas y muchas veces altamente originales, que por eso no siempre fueron bien comprendidas, incluso por parte de observadores bien intencionados. Sobre estos acentos, perspectivas e intencionalidades se centrarán ahora nuestras reflexiones.

3. El marco teológico fundamental

En los escritos del Beato Josemaría se advierte claramente la presencia constante y unificante de «una comprensión singularmente rica y coherente del misterio de Cristo, perfecto Dios y perfecto hombre», que permite encontrar en la «Encarnación del Verbo el fundamento perennemente actual y operativo de la transformación cristiana del hombre y, a través del trabajo humano, de todas las realidades creadas»[18]. Glosando las enseñanzas de la Epístola a los Colosenses (1, 19-20), el Fundador del Opus Dei afirma: «No hay nada que pueda ser ajeno al afán de Cristo. Hablando con profundidad teológica, es decir, si no nos limitamos a una clasificación funcional; hablando con rigor, no se puede decir que haya realidades —buenas, nobles, y aun indiferentes— que sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre los hijos de los hombres, ha tenido hambre y sed, ha trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia, ha experimentado el dolor y la muerte»[19]. Y, refiriéndose de modo más directo al tema que nos ocupa, añade: «La tarea apostólica que Cristo ha encomendado a todos sus discípulos produce, por tanto, resultados concretos en el ámbito social. No es admisible pensar que, para ser cristiano, haya que dar la espalda al mundo, ser un derrotista de la naturaleza humana [...]. El cristiano ha de encontrarse siempre dispuesto a santificar la sociedad desde dentro»[20].

El principio cristológico que acabamos de mencionar determina la visión que el Beato Josemaría tiene de lo que significa para un cristiano estar en el mundo y vivir en el mundo o, con otras palabras, su concepción de la secularidad. Esta se traduce en lo que podríamos llamar el principio de responsabilidad y de participación: vivir en el mundo significa sentirse responsable de él, asumiéndose la tarea de participar en las actividades humanas para configurarlas cristianamente. «Estad presentes sin miedo en todas las actividades y organizaciones de los hombres —escribía en 1959—, para que Cristo esté presente en ellas. Yo he aplicado a nuestro modo de trabajar aquellas palabras de la Escritura: ubicumque fuerit corpus, illic congregabuntur et aquilae (Matth. XXIV, 28), porque Dios Nuestro Señor nos pediría cuenta estrecha, si, por dejadez o comodidad, cada uno de vosotros, libremente, no procurara intervenir en las obras y en las decisiones humanas, de las que depende el presente y el futuro de la sociedad»[21]. Late en estas palabras una aguda percepción del sentido ético y religioso de la interdependencia entre los hombres y entre los pueblos, que en la sociedad moderna ha adquirido una dimensión mundial. Desde los inicios de su actividad, el Fundador del Opus Dei advirtió la necesidad de no encerrar en límites estrechos, provincianos, la solidaridad cristiana, a la vez que, con prudente realismo, aclaraba que la solidaridad comienza con los que están más cerca. La preocupación santa de un cristiano —escribía en 1933— «empieza por lo que tiene a su alcance, por el quehacer ordinario de cada día, y poco a poco extiende en círculos concéntricos su afán de mies: en el seno de la familia, en el lugar de trabajo; en la sociedad civil, en la cátedra de cultura, en la asamblea política, entre todos sus conciudadanos de cualquier condición social sean; llega hasta las relaciones entre los pueblos, abarca en su amor razas, continentes, civilizaciones diversísimas»[22].

Particularmente interesante y complejo es el modo en el que, según el Fundador del Opus Dei, esta responsabilidad por el mundo debe actuarse. En muchas de sus reflexiones se advierte el eco del Sermón de la Montaña, que contiene un mensaje caracterizado por una novedad que no implica ruptura, sino cumplimiento[23]: las enseñanzas del Señor no rompen con los contenidos más nobles de la ley de Moisés y de la moral simplemente humana, sino que los llevan a su plenitud, los interiorizan y radicalizan, conduciéndolos así a su más cumplida expresión, libre de extenuantes casuísticas. Esta perspectiva, que refleja fielmente la lógica de la Encarnación, tiene numerosas aplicaciones en los escritos que examinamos; de muchas de ellas, como son —por ejemplo— la convicción de que entre la fe y la ciencia existe una perfecta armonía, o la alta estima de las virtudes humanas, no podemos ocuparnos ahora. Por lo que respecta a nuestro tema, interesa destacar el alto valor que se reconoce y concede a las realidades creadas y, más concretamente, a la libertad personal, principal don natural concedido por Dios al hombre, y a la autonomía y consistencia propia de las realidades terrenas[24].

La autonomía y consistencia de las realidades temporales implica, en los escritos del Beato Josemaría, el imperativo de conocer y respetar su dinámica intrínseca, fruto de la racionalidad que la Sabiduría del Creador ha impreso en sus obras, y por consiguiente una exigencia de competencia técnica y profesional, presupuesto imprescindible de cualquier proyecto apostólico para la santificación del mundo desde dentro. «El cristiano, cuando trabaja, como es su obligación, no debe soslayar ni burlar las exigencias propias de lo natural. Si con la expresión bendecir las actividades humanas se entendiese anular o escamotear su dinámica propia, me negaría a usar esas palabras. Personalmente no me ha convencido nunca que las actividades corrientes de los hombres ostenten, como un letrero postizo, un calificativo confesional. Porque me parece, aunque respeto la opinión contraria, que se corre el peligro de usar en vano el nombre santo de nuestra fe, y además porque, en ocasiones, la etiqueta católica se ha utilizado hasta para justificar actitudes y operaciones que no son a veces honradamente humanas»[25].

Esta misma perspectiva, cuando se despliega en el ámbito social, da lugar a una comprensión profunda de la naturaleza y consistencia propia de las relaciones sociales. Dios no crea sólo individuos, crea también relaciones sociales —como es, por ejemplo, la familia—, cuya dinámica ha de ser conocida, apreciada y respetada, si es que queremos también redimirla. Podríamos quizá precisar más: Dios no crea individuos, crea personas, y por eso crea también relaciones. Durante muchos años ha sido dominante en las ciencias sociales la tendencia a definir la existencia humana como una polaridad entre el individuo, entendido como un átomo, y el Estado; a lo más, se admitía un tercer polo: el mercado. Sólo recientemente, con el desarrollo de la sociología del tercer y cuarto sector, se está superando ese estrecho planteamiento[26]. El Fundador del Opus Dei nunca entró en debates metodológicos con las ciencias sociales, pero sus enseñanzas y sus iniciativas en el ámbito de la familia, de la enseñanza, de la promoción social, de los medios de comunicación social, etc., demuestran que poseía una visión de los «sujetos sociales»[27] mucho más amplia de la que era habitual en muchos estudiosos de lo social. Probablemente esta sensibilidad procedía de su profunda meditación y de su personal elaboración de los presupuestos de la Doctrina social de la Iglesia, aunque un juicio definitivo sobre esta hipótesis sólo lo podremos formular cuando sea posible realizar un estudio detenido sobre la génesis y fuentes de su concepción de la especificidad de lo social, en cuanto realidad diversa de lo estatal y de lo simplemente privado[28].

El Fundador del Opus Dei poseía también una clara conciencia de que las actividades sociales y políticas no son simples enunciaciones de principios perennes, sino concretas realizaciones de bienes humanos y sociales en un contexto histórico, geográfico y cultural determinado, marcadas por una contingencia al menos parcialmente insuperable, que por otra parte es característica de todo lo práctico. Por eso, afirmaba que «nadie puede pretender en cuestiones temporales imponer dogmas, que no existen. Ante un problema concreto, sea cual sea, la solución es: estudiarlo bien y, después, actuar en conciencia, con libertad personal y con responsabilidad también personal»[29]. Pero con esto no pretendía decir que todo lo que hay en esta tierra es contingente, ya que propagaba a los cuatro vientos, sin respetos humanos, las exigencias éticas universalmente válidas. Su pensamiento queda claramente reflejado en el n. 275 de Surco: «No me olvides que, en los asuntos humanos, también los otros pueden tener razón: ven la misma cuestión que tú, pero desde distinto punto de vista, con otra luz, con otra sombra, con otro contorno. —Sólo en la fe y en la moral hay un criterio indiscutible: el de nuestra Madre la Iglesia»[30].

Este sentido de la limitación de todo proyecto humano de realización concreta de valores influyó notablemente en su modo de entender el principio de libertad, así como en su resistencia a tolerar la imposición de criterios únicos sobre problemas que admitían diversas soluciones igualmente compatibles con la conciencia cristiana: «son arbitrarias e injustas las limitaciones a la libertad de los hijos de Dios, a la libertad de las conciencias o a las legítimas iniciativas. Son limitaciones que proceden del abuso de autoridad, de la ignorancia o del error de los que piensan que pueden permitirse el abuso de hacer discriminaciones nada razonables. Ese modo injusto y antinatural de proceder —porque va contra la dignidad de la persona humana— no puede nunca ser camino para convivir, ya que ahoga el derecho del hombre a obrar según su conciencia, el derecho a trabajar, a asociarse, a vivir en la libertad dentro de los límites del derecho natural»[31]

Al principio de libertad ya hemos aludido, aunque desde una perspectiva muy limitada. Hemos dicho, en efecto, que la conciencia del carácter exclusivamente espiritual de su misión sacerdotal y de la finalidad del Opus Dei le llevó a no expresar opiniones ni a sugerir soluciones sobre problemas concretos. Los que le seguían y los que le escuchaban eran libres de tener cualquier opinión compatible con la fe y la moral cristianas. Esta línea de conducta se ve ulteriormente reforzada por el sentido de la autonomía y la consistencia específica de las realidades temporales y, además, por la inevitable dosis de contingencia e incertidumbre de las soluciones prácticas que un determinado problema puede recibir aquí y ahora. Pero para comprender el significado que el principio de libertad tiene en el pensamiento del Beato Josemaría se han de dar varios pasos más.

La libertad, en efecto, aparece en sus escritos como un valor sustancial, indisolublemente unido al principio de responsabilidad y, por tanto, a la participación y a la solidaridad. La presencia del principio de responsabilidad permite entender que la libertad no es para él ni un valor meramente formal, ni solamente procedimental, ni mucho menos es la expresión de una concepción individualista-atomista del hombre; pero el que la responsabilidad sea vista como inseparablemente unida al principio de libertad, lleva a rechazar cualquier tipo de providencia social que lesione o suprima la «subjetividad» de las formaciones sociales, es decir, que elimine la libertad o que de un modo u otro genere irresponsabilidad. Nos parece, en definitiva, que si quisiéramos expresar en una fórmula sintética la perspectiva que unifica el pensamiento del Beato Josemaría Escrivá sobre la acción social y política del cristiano, esa fórmula no sería otra que la del nexo indisoluble entre la libertad personal y la correspondiente personal responsabilidad.

4. Libertad, responsabilidad, participación y solidaridad

Podemos abordar esta temática con un texto que relaciona de modo sintético diversos aspectos del principio de libertad. En primer lugar, la afirmación clara del valor natural y cristiano de la libertad unida a la responsabilidad: «Y existe un bien que [el cristiano] deberá siempre buscar especialmente: el de la libertad personal. Sólo si defiende la libertad individual de los demás con la correspondiente personal responsabilidad, podrá, con honradez humana y cristiana, defender de la misma manera la suya. Repito y repetiré sin cesar que el Señor nos ha dado gratuitamente un gran regalo sobrenatural, la gracia divina; y otra maravillosa dádiva humana, la libertad personal, que exige de nosotros —para que no se corrompa, convirtiéndose en libertinaje— integridad, empeño eficaz en desenvolver nuestra conducta dentro de la ley divina, porque donde está el Espíritu de Dios, allí hay libertad (2 Cor III, 17). El Reino de Cristo es de libertad [...] Sin libertad, no podemos corresponder a la gracia; sin libertad, no podemos entregarnos libremente al Señor, con la razón más sobrenatural: porque nos da la gana. Algunos de los que me escucháis me conocéis desde muchos años atrás. Podéis atestiguar que llevo toda mi vida predicando la libertad personal, con personal responsabilidad. La he buscado y la busco, por toda la tierra, como Diógenes buscaba un hombre. Y cada día la amo más, la amo sobre todas las cosas terrenas: es un tesoro que no apreciaremos nunca bastante»[32].

Inmediatamente después, la reivindicación del carácter ético, y no político en el sentido de política de partido, de cuanto ha afirmado anteriormente: «Cuando hablo de libertad personal, no me refiero con esta excusa a otros problemas quizá muy legítimos, que no corresponden a mi oficio de sacerdote. Sé que no me corresponde tratar de temas seculares y transitorios, que pertenecen a la esfera temporal y civil, materias que el Señor ha dejado a la libre y serena controversia de los hombres. Sé también que los labios del sacerdote, evitando del todo banderías humanas, han de abrirse sólo para conducir las almas a Dios, a su doctrina espiritual salvadora, a los sacramentos que Jesucristo instituyó, a la vida interior que nos acerca al Señor sabiéndonos sus hijos y, por tanto, hermanos de todos los hombres sin excepción»[33]. Y, por último, el despliegue del principio de libertad sobre el ámbito de la participación y de la convivencia: «Amemos de verdad a todos los hombres; amemos a Cristo, por encima de todo; y, entonces, no tendremos más remedio que amar la legítima libertad de los otros, en una pacífica y razonable convivencia»[34]. Veamos más detenidamente los diversos aspectos.

a) Libertad, responsabilidad, pluralismo

Para el Beato Josemaría amar la libertad implica necesariamente amar «el pluralismo que la libertad lleva consigo»[35]. Pluralismo no es sinónimo de conflicto o de tensión: «Mi respuesta no puede ser más que una: convivir, comprender, disculpar. El hecho de que alguno piense de distinta manera que yo —especialmente cuando se trata de cosas que son objeto de la libertad de opinión— no justifica de ninguna manera una actitud de enemistad personal, ni siquiera de frialdad o de indiferencia. Mi fe cristiana me dice que la caridad hay que vivirla con todos, también con los que no tienen la gracia de creer en Jesucristo»[36]. Cuando se trata de solucionar concretamente problemas sociales y políticos, el ámbito de lo opinable es bastante amplio. Es verdad —escribía en 1948— «que vuestra fe os tiene que guiar, al juzgar sobre los hechos y las situaciones contingentes de la tierra»; pero también es verdad que «la doctrina católica no impone soluciones concretas, técnicas, a los problemas temporales; pero sí os pide que tengáis sensibilidad ante esos problemas humanos, y sentido de responsabilidad para hacerles frente y para darles un desenlace cristiano»[37]. En este último texto, que propone una reflexión hoy comúnmente aceptada, pero que en 1948 no era frecuente oír, se ve cómo la afirmación de la libertad en lo opinable aparece siempre unida a la de la responsabilidad.

En otro documento, esa relación aparece de forma todavía más explícita, junto a la observación de que no todo es opinable y que, por tanto, la libertad de un cristiano tiene evidentes límites: «Debéis, por tanto, sentiros libres en todo lo que es opinable. De esa libertad nacerá un santo sentido de responsabilidad personal, que haciéndoos serenos, rectos y amigos de la verdad, os apartará a la vez de todos los errores: porque respetaréis sinceramente las legítimas opiniones de los demás [...]. Sin embargo, rechazaremos siempre lo que sea contrario a cuanto enseña la Iglesia. Ya que, precisamente por ese amor a la verdad y por esa rectitud de intención, queremos ser fortes in fide (I Petr. V, 9), fuertes en la fe, con una fidelidad gozosa y firmísima»[38]

El sentido de la libertad y de la responsabilidad personales informa el modo de contribuir a que «el amor y la libertad de Cristo presidan todas las manifestaciones de la vida moderna»[39], y lleva a descubrir la «compenetración recíproca» que existe entre «el apostolado y la ordenación de la vida pública por parte del Estado»[40]. Esta compenetración abre horizontes apostólicos importantes, pero que deben llevarse a la práctica «con libertad personal y con personal responsabilidad»[41]. Es decir, salvo en circunstancias excepcionales en las que la legítima autoridad de la Iglesia aconsejase otra cosa, la sincera intención de informar cristianamente las actividades temporales no autoriza a identificar la solución que se considera óptima con la solución católica o cristiana tout court, ni a pensar que todos los ciudadanos católicos tienen el deber moral de aceptarla y, por tanto, de llevarla a la práctica monolíticamente. En un texto que se ha hecho célebre por su claridad, afirmaba que a ese ciudadano cristiano bien intencionado «jamás se le ocurre creer o decir que él baja del templo al mundo para representar a la Iglesia, y que sus soluciones son las soluciones católicas a aquellos problemas [...]. Esto sería clericalismo, catolicismo oficial o como queráis llamarlo. En cualquier caso, es hacer violencia a la naturaleza de las cosas. Tenéis que difundir por todas partes una verdadera mentalidad laical, que ha de llevar a tres conclusiones: a ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia responsabilidad personal; a ser lo suficientemente cristianos, para respetar a los hermanos en la fe, que proponen —en materias opinables— soluciones diversas a la que cada uno de nosotros sostiene; y a ser lo suficientemente católicos, para no servirse de nuestra Madre la Iglesia, mezclándola en banderías humanas»[42].

Esta última consideración merecería un amplio comentario, que aquí no podemos hacer. Quizá algún lector piense que ese modo de proceder llevaría a debilitar la presencia de los cristianos —y de los valores que para los cristianos son importantes— en la vida social y política. Cuanto diremos más adelante sobre la participación y la solidaridad ayudara a entender que no es así. Nos parece que las palabras antes citadas del Beato Josemaría están inspiradas por una justa aversión hacia la mentalidad del «partido único y obligatorio» que, por querer imponer una única opinión sobre asuntos contingentes, llevaría a desunir a los cristianos en lo que, en cambio, es verdaderamente irrenunciable. «Así ocurre con frecuencia —escribía en 1946— que se ven católicos que sienten con mucha más fuerza la afinidad ideológica con otros hombres —aun enemigos de la Iglesia— que el mismo vínculo de la fe con sus hermanos católicos; y que, a la vez que disimulan las diferencias en lo esencial que les separan de personas de otras religiones, o sin religión ninguna, no saben aprovechar el denominador común que tienen con los demás católicos, para convivir con ellos y no exasperar las posibles diferencias de opinión en lo contingente»[43].

b) Libertad y formación cristiana

El énfasis del Fundador del Opus Dei en el principio de libertad y de responsabilidad personales presupone en el ciudadano cristiano la preocupación de adquirir una sólida formación, de manera que su actividad constituya efectivamente una positiva contribución al recto orden de la vida social. Ya en un escrito de 1932, mencionaba la necesidad de proporcionar a todos esa formación.«Os diré, a este propósito, cuál es mi gran deseo: querría que, en el catecismo de la doctrina cristiana para los niños, se enseñara claramente cuáles son estos puntos firmes, en los que no se puede ceder, al actuar de un modo o de otro en la vida pública; y que se afirmara, al mismo tiempo, el deber de actuar, de no abstenerse, de prestar la propia colaboración para servir con lealtad, y con libertad personal, al bien común. Es éste un gran deseo mío, porque veo que así los católicos aprenderían estas verdades desde niños, y sabrían practicarlas luego cuando fueran adultos»[44]. Ese deseo hoy se ha hecho realidad, pues el Catecismo de la Iglesia Católica y otros catecismos nacionales conceden la debida atención a los temas sociales y políticos[45]. El problema es de capital importancia, porque de la adecuada formación de los laicos depende que su presencia en la vida pública dé como resultado la ordenación cristiana del mundo, y no la «mundanización» de los cristianos, como manifestó en cierta ocasión el Beato Josemaría a un grupo de Padres y Peritos del Concilio Vaticano II que habían ido a conversar con él.

Cuando se habla aquí de formación, no se entiende propiamente la comunicación de soluciones concretas prefabricadas e irreformables, cerradas al diálogo constructivo. Formar es más bien promover una sensibilidad hacia las exigencias del bien común, así como estimular un pensamiento que, a la luz de la fe, permita progresar en la comprensión de la realidad y del cambio social. El Fundador del Opus Dei veía en esta formación una fuente y un motivo de solidaridad, es decir, de participación solidaria en la empresa colectiva de búsqueda de la verdad. «En este ayudarse los unos a los otros ocupa un puesto importante el contribuir a conocer, a descubrir, la verdad. Nuestra inteligencia es limitada, sólo podemos —con esfuerzo y dedicación— llegar quizá a distinguir una parcela de la realidad, pero son muchas las cosas que se nos escapan. Una manifestación más de la solidaridad entre los hombres es hacer comunes los conocimientos, participar a los otros las verdades, que hemos llegado a encontrar, hasta constituir así ese patrimonio común que se llama civilización, cultura»[46].

c) Libertad y participación

La conexión entre el principio de libertad y el de participación es sin duda la idea más presente en las reflexiones del Beato Josemaría sobre materias sociales y políticas. Sobre ella vuelve una y otra vez, presentándola desde distintos puntos de vista, y con propósitos diversos según el contexto en el que en cada ocasión se mueven sus reflexiones. En todo caso, siempre parece tener presente que la pasividad, la pereza, el «dejar hacer», constituye una tentación continuamente al acecho, ya que el trabajo en favor del bien común requiere empeño y sacrificio. «Vuestro amor a todos los hombres —escribía en 1948— os debe llevar a afrontar los problemas temporales con valentía, según vuestra conciencia. No tengáis miedo al sacrificio, ni a asumir cargas pesadas. Ningún acontecimiento humano puede seros indiferente, antes al contrario todos deben ser ocasión para hacer bien a las almas y facilitarles el camino hacia Dios»[47]. Y en otra ocasión, con el propósito de ejemplificar la responsabilidad apostólica con que deben ser afrontadas las relaciones naturalmente ligadas a la actividad profesional y a la condición secular de las personas a las que se dirigía por escrito, especificaba: «No podéis estar ausentes —sería una criminal omisión—, de las asambleas, congresos, exposiciones, reuniones de científicos o de obreros, cursos de estudio, de toda iniciativa, en una palabra, científica, cultural, artística, económica, deportiva, etc. A veces las promoveréis vosotros mismos; la mayor parte de las veces habrán sido organizadas por otros y vosotros acudiréis. Pero, en todo caso, os esforzaréis por no asistir pasivamente, sino que, sintiendo la carga —amable carga— de vuestra responsabilidad, procuraréis haceros necesarios —por vuestro prestigio, por vuestra iniciativa, por vuestro empuje—, de forma que deis el tono conveniente e infundáis el espíritu cristiano en todas esas organizaciones»[48].

Esta presencia activa no era, en su mente, un «apostolado de penetración», aunque aceptaba valientemente el riesgo de que alguien lo entendiera así. Pero su idea era bien diversa: «Espero que llegue un momento en el que la frase los católicos penetran en los ambientes sociales se deje de decir, y que todos se den cuenta de que es una expresión clerical. En cualquier caso, no se aplica para nada al apostolado del Opus Dei. Los socios de la Obra no tienen necesidad de penetrar en las estructuras temporales, por el simple hecho de que son ciudadanos corrientes, iguales a los demás, y por tanto ya estaban allí. Si Dios llama al Opus Dei a una persona que trabaja en una fábrica, o en un hospital, o en el parlamento, quiere decir que, en adelante, esa persona estará decidida a poner los medios para santificar, con la gracia de Dios, esa profesión. No es más que la toma de conciencia de las exigencias radicales del mensaje evangélico, con arreglo a la vocación específica recibida»[49]. Tampoco presupone la elaboración desde arriba de especiales tácticas. Los primeros cristianos —aclaraba en 1959— no tenían particulares programas sociales que cumplir, «pero estaban penetrados de un espíritu, de una concepción de la vida y del mundo, que no podía dejar de tener consecuencias en la sociedad en que se movían»[50].

El pensamiento del Fundador del Opus Dei se desarrollaba en realidad por caminos bien diferentes. Él pensaba simplemente en el ciudadano que cumple sus deberes cívicos y ejercita sus derechos[51], y tanto en un caso como en el otro es coherente con su concepción del mundo, del hombre y del bien común político, asociándose libremente con quienes —cristianos o no— comparten esas ideas y están dispuestos a realizarlas. Por eso, cuando hablaba de participación, no quería referirse a los ciudadanos, siempre pocos, que se dedican profesionalmente a la política, ni tampoco quería decir que convenía dedicarse a ella, lo que no sería bueno para los que carecen de las aptitudes necesarias; «yo os hablo de la participación que es propia de todo ciudadano, que sea consciente de sus obligaciones cívicas. Vosotros os debéis sentir urgidos a actuar —con libertad y responsabilidad personales—, por todas y las mismas razones nobles que mueven a vuestros conciudadanos. Pero, además, os sentís urgidos de modo particular, por vuestro celo apostólico y por el deseo de llevar a cabo una labor de paz y de comprensión en todas las actividades humanas»[52]. En este sentido, lamentaba que es frecuente «aun entre católicos que parecen responsables y piadosos, el error de pensar que sólo están obligados a cumplir sus deberes familiares y religiosos, y apenas quieren oír hablar de deberes cívicos. No se trata de egoísmo: es sencillamente falta de formación, porque nadie les ha dicho nunca claramente que la virtud de la piedad —parte de la virtud cardinal de la justicia— y el sentido de la solidaridad cristiana se concretan también en este estar presentes, en este conocer y contribuir a resolver los problemas que interesan a toda la comunidad»[53].

Parte de esa conciencia ciudadana es naturalmente la sensibilidad hacia el valor representado por el Estado. Recordaba la obligación de dar buen ejemplo «también como ciudadanos. Debéis poner empeño en cumplir vuestros deberes y en ejercitar vuestros derechos. Por eso, al desarrollar la actividad apostólica, observamos como ciudadanos católicos las leyes civiles con el mayor respeto y acatamiento, y dentro del ámbito de esas leyes nos esforzamos siempre por trabajar»[54]. Quería evitar que el hecho de dedicarse generosamente a actividades sin fines de lucro, de voluntariado, etc., pudiera llevar a alguno a sentirse eximido de respetar el marco legal con el que el Estado regula esas actividades. Consideraba deseable, en cambio, procurar que ese marco legal fuese cada vez más justo, al menos en el sentido de que reconozca el interés social y público —en la acepción jurídicamente más rigurosa del término— de las iniciativas de promoción que surgen en el seno de la sociedad.

En 1959 notaba a este propósito que la creciente expansión del aparato estatal —a la que entonces no todos daban importancia— se debe en buena parte «a la inhibición de los ciudadanos, a su pasividad para defender los derechos sagrados de la persona humana. Esta inactividad, que tiene su origen en la pereza mental y en la voluntad inerte, se da también en los ciudadanos católicos, que no acaban de ser conscientes de que hay otros pecados —y más graves— que los que se cometen contra el sexto precepto del Decálogo». Frente a esta deformación —todavía hoy frecuente—, insistía a renglón seguido en la necesidad de interesarse «en las actividades sociales, que brotan de la misma convivencia humana o que ejercen en ella un influjo directo o indirecto: debéis dar aire y alma a los colegios profesionales, a las organizaciones de padres de familia y de familias numerosas, a los sindicatos, a la prensa, a las asociaciones y concursos artísticos, literarios, deportivos, etc.». A la vez recordaba que esa exigencia, de carácter propiamente ético, ha de ser mediada por el principio de la libertad y responsabilidad personales: «cada uno de vosotros participará en esas actividades públicas, de acuerdo con su propia condición social y del modo más adecuado a sus circunstancias personales y, por supuesto, con plenísima libertad, tanto en el caso de que actúe individualmente, como cuando lo haga en colaboración con aquellos grupos de ciudadanos, con quienes haya estimado oportuno cooperar»[55].

Bajo este punto de vista se ocupó en varias ocasiones de la libertad de enseñanza. Glosando las palabras de Pío XI, pensaba que «es una gran equivocación, fruto quizá de la mentalidad deformada de algunos, pretender que la enseñanza [...] sea un derecho exclusivo del Estado: primero, porque esto lesiona gravemente el derecho de los padres y de la Iglesia (cfr. Pío XI, Litt. enc. Divini illius Magistri, 31-XII-1929); y además, porque la enseñanza es un sector, como muchos otros de la vida social, en el que los ciudadanos tienen derecho a ejercitar libremente su actividad, si lo desean y con las debidas garantías en orden al bien común»[56]. Existe todavía hoy la idea de que defender la libertad de enseñanza es querer que exista un doble sistema escolar: las escuelas estatales, de pobres y para pobres, y las escuelas privadas, de ricos y para ricos. Con esta idea en la cabeza muchos han desfilado alegremente por las calles de las principales ciudades de Europa. Pero, si se reflexiona serenamente, no es difícil entender que no existe ninguna razón para que el Estado, con la ingente cantidad de dinero público que maneja, sólo sea capaz de hacer escuelas pobres y para pobres —a no ser que se diera por supuesto que el dinero público debe ser necesariamente mal administrado—, a la vez que la experiencia enseña que existen muchas escuelas no estatales que tienen el enorme interés social de ofrecer formación académica o profesional a estudiantes de baja condición económica de modo casi gratuito. No se puede excluir que en algún caso aislado se puedan dar abusos, que el Estado debe corregir siempre que el bien común lo exija. Pero es siempre un abuso que los padres que desean una determinada educación para sus hijos sean penalizados con la obligación de pagar la enseñanza por partida doble: primero a través de los impuestos y, después, con las tasas de matrícula que algunas instituciones escolares necesitan cobrar para poder seguir ejerciendo una actividad que, como se ha dicho antes, tiene un evidente interés público.

El estudio de los textos del Beato Josemaría muestra que veía en este problema ante todo una importante cuestión de libertad y de justicia. «La libertad de enseñanza no es sino un aspecto de la libertad en general. Considero la libertad personal necesaria para todos y en todo lo moralmente lícito. Libertad de enseñanza, por tanto, en todos los niveles y para todas las personas. Es decir, que toda persona o asociación capacitada, tenga la posibilidad de fundar centros de enseñanza en igualdad de condiciones y sin trabas innecesarias. La función del Estado depende de la situación social: es distinta en Alemania o en Inglaterra, en Japón o en Estados Unidos, por citar países con estructuras educacionales muy diversas. El Estado tiene evidentes funciones de promoción, de control, de vigilancia. Y eso exige igualdad de oportunidades entre la iniciativa privada y la del Estado: vigilar no es poner obstáculos, ni impedir o coartar la libertad»[57]. Y descendiendo a detalles más concretos, relativos a la enseñanza universitaria, añadía: «Algunas manifestaciones, para la efectiva realización de esta autonomía, pueden ser: libertad de elección del profesorado y de los administradores; libertad para establecer los planes de estudio; posibilidad de formar su patrimonio y de administrarlo. En una palabra, todas las condiciones necesarias para que la Universidad goce de vida propia. Teniendo esta vida propia, sabrá darla, en bien de la sociedad entera»[58].

El Beato Josemaría defendió el derecho de la Iglesia Católica a ejercer la enseñanza —e igualmente defendió el derecho del Estado—, pero ni para ella ni para el Opus Dei pidió privilegios o concesiones que de algún modo fueran más allá de lo que la justicia exige. Animó a los padres de familia que lo deseaban a asociarse para fundar escuelas, pero nunca promovió escuelas secundarias de carácter confesional, aunque a veces esta opción implicase un claro perjuicio económico. Entre las instituciones universitarias que también inspiró, tienen jurídicamente un cierto grado de confesionalidad católica sólo aquéllas situadas en países cuya legislación no ofrecía otra posibilidad. Tanto en un caso como en otro, se trata de centros docentes abiertos a estudiantes de todas las creencias religiosas, y también a los que no aceptan ninguna fe religiosa. Su insistencia no estaba en el problema de la confesionalidad, que en cualquier caso respetaba, sino en la exigencia ética de que el ordenamiento jurídico estatal no suprima la existencia o la libre actividad de auténticos «sujetos sociales», como son la familia y los diversos tipos de asociaciones. Es una exigencia ligada inseparablemente a una recta concepción del bien común político, y que incide inmediata y notablemente en la cualidad ética de la convivencia.

d) Participación, verdad y caridad

Ya hemos dicho que el Beato Josemaría Escrivá consideraba que la pluralidad de opciones sociales y políticas, es decir, el hecho de que otros ciudadanos propusiesen —para un determinado problema— una solución diversa de la propia, no debe ser considerado negativamente: el pluralismo es una realidad, ineliminable por otra parte, que debe ser amada como la libertad humana en la que tiene su origen. Ahora hemos de hablar de un problema diferente. En la vida social puede existir, además del pluralismo de opciones políticas, una diversidad de creencias religiosas y de ideas morales: en un mismo Estado, en una misma ciudad, en el seno de una misma familia, frecuentemente conviven y colaboran personas que tienen creencias religiosas o morales diversas de las que en conciencia consideramos verdaderas y objetivamente vinculantes. Esta convivencia puede crear y crea de hecho tensiones y problemas de varia naturaleza. La doctrina de la Iglesia Católica sobre el derecho a la libertad religiosa[59], sobre la cooperación al mal[60] o sobre el comportamiento ante las leyes injustas[61] por ejemplo, constituye un criterio de acción para algunas de las situaciones que pueden plantearse.

Los problemas históricamente ligados a las diferencias religiosas y morales, junto con factores de tipo ideológico, han originado la mentalidad, muy extendida en algunos ambientes, de que la convicción de que existe una verdad sobre el bien de la persona y de las comunidades humanas acaba traduciéndose en injustas relaciones de dominio o de violencia entre los hombres. De esa idea, que ahora no nos detenemos a valorar, pueden surgir diversas actitudes: unos consideran que una cierta dosis de agnosticismo o de relativismo es un bien, o al menos un mal menor, necesario para la convivencia democrática[62], por lo que piensan que de las verdades últimas es mejor no hablar en el ámbito público, llegando a veces a exigir, como condición para cualquier forma de diálogo, la disponibilidad del interlocutor a renunciar o, al menos, a poner entre paréntesis las convicciones constitutivas de la propia identidad; si alguien no está dispuesto a hacerlo, lo acusan de ser un mal ciudadano, un enemigo de la convivencia. Ante esta perspectiva, otros se cierran al diálogo, porque no quieren o no saben dar ciertas explicaciones, por miedo o porque se sienten sometidos a un chantaje moral, o bien entienden que el diálogo es un bien por el que vale la pena ceder, es decir, renunciar, al menos externa y tácticamente, a la propia identidad, aunque esta actitud implique una cierta doblez, poco leal tanto hacia las propias convicciones como hacia los mismos interlocutores.

Es éste un problema hacia el que el Fundador del Opus Dei demostró, desde los inicios de su actividad, una sensibilidad muy delicada. Dos enseñanzas neotestamentarias están en la base de sus reflexiones: la advertencia del Señor de que no existe un verdadero dilema entre lo que se debe a Dios y lo que se debe al César[63], y la enseñanza de San Pablo de que la verdad ha de ser expuesta con caridad, sin herir[64].

El Beato Josemaría expresó repetidamente su convencimiento de que no existe «una contraposición entre el servicio a Dios y el servicio a los hombres; entre el ejercicio de nuestros deberes y derechos cívicos, y los religiosos; entre el empeño por construir y mejorar la ciudad temporal, y el convencimiento de que pasamos por este mundo como camino que nos lleva a la patria celeste»[65]. Esta convicción descansa en el hecho de que él no tenía dificultades para armonizar el derecho a mantener su propia identidad intelectual y espiritual y el deber de hablar sencillamente o de colaborar con quien tiene ideas diversas. «Siempre suelo insistir, para que os quede bien clara esta idea, en que la doctrina de la Iglesia no es compatible con los errores que van contra la fe. Pero ¿no podemos ser amigos leales de quienes practiquen esos errores? Si tenemos bien firme la conducta y la doctrina, ¿no podemos tirar con ellos del mismo carro, en tantos campos?»[66].

Sin duda pensaba que la colaboración con personas de diversas creencias podía ser en muchas ocasiones una oportunidad de difundir la verdad y de disipar prejuicios y malentendidos. En todo caso, era imperativo mantener una línea de conducta evangélica; de ahí «la cristiana preocupación por hacer que desaparezca cualquier forma de intolerancia, de coacción y de violencia en el trato de unos hombres con otros. También en la acción apostólica —mejor: principalmente en la acción apostólica—, queremos que no haya ni el menor asomo de coacción. Dios quiere que se le sirva en libertad y, por tanto, no sería recto un apostolado que no respetase la libertad de las conciencias»[67].

Distinguió con extrema claridad la relación íntima de la conciencia personal con la verdad de la relación entre personas. La primera está presidida por el poder normativo de la verdad, porque nunca es honrado no ser coherente con lo que en conciencia se juzga verdadero; la segunda, por la justicia y por las exigencias inalienables de la dignidad de la persona. Y por eso hablaba, pensando en la primera de esas dos relaciones, de la santa intransigencia, término con el que denominaba la coherencia, la sinceridad, a la que se opone la villanía, es decir, la actitud de quien estando convencido de que dos más dos son cuatro dice que son tres y medio por debilidad o por comodidad. Pero siempre añadía que la intransigencia referida a un aserto doctrinal no es santa si no va unida a la transigencia amable con la persona que sostiene una posición diversa de la nuestra y que consideramos errónea. Vale la pena citar enteramente unas palabras escritas en 1933, cuando no era habitual hablar del derecho a la libertad religiosa: «Junto a la santa intransigencia, el espíritu de la Obra de Dios os pide una constante transigencia, también santa. La fidelidad a la verdad, la coherencia doctrinal, la defensa de la fe no significan un espíritu triste, ni han de estar animadas por un deseo de aniquilar al que se equivoca. Quizá sea ése el modo de ser de algunos, pero no puede ser el nuestro. Nunca bendeciremos como aquel pobrecito loco que —aplicando a su modo las palabras de la Escritura— deseaba sobre sus enemigos ignis, et sulphur, et spiritus procellarum (cf. Ps. X, 7); fuego y azufre, y vientos impetuosos. No queremos la destrucción de nadie; la santa intransigencia no es una intransigencia a secas, cerril y desabrida; ni es santa, si no va acompañada de la santa transigencia. Os diré más: ninguna de las dos son santas, si no suponen —junto a las virtudes teologales— la práctica de las cuatro virtudes cardinales [...] Debemos vivir, en una palabra, en una conversación continua con nuestros compañeros, con nuestros amigos, con todas las almas que se acerquen a nosotros. Ésa es la santa transigencia. Ciertamente podríamos llamarla tolerancia, pero tolerar me parece poco, porque no se trata sólo de admitir, como un mal menor o inevitable, que los demás piensen de modo diferente o estén en el error»[68].

Su actitud en este punto era firme y clara, y no admitía excepciones. Consideraba la intolerancia una injusticia ante la que se debía reaccionar. «Por eso, cuando alguno intentara maltratar a los equivocados, estad seguros de que sentiré el impulso interior de ponerme junto a ellos, para seguir por amor de Dios la suerte que ellos sigan»[69]. Supo vivir de modo práctico estas enseñanzas; ello es un hecho histórico, pues en 1950 obtuvo el permiso de la Santa Sede para que el Opus Dei admitiese como cooperadores a hombres y mujeres no católicos y no cristianos[70], y así se ha hecho desde entonces. Con razón pudo decir en una entrevista concedida en 1967: «Ya le conté el año pasado a un periodista francés —y sé que la anécdota ha encontrado eco, incluso en publicaciones de hermanos nuestros separados— lo que una vez comenté al Santo Padre Juan XXIII, movido por el encanto afable y paterno de su trato: 'Padre Santo, en nuestra Obra siempre han encontrado todos los hombres, católicos o no, un lugar amable: no he aprendido el ecumenismo de Vuestra Santidad'. El se rió emocionado, porque sabía que, desde 1950, la Santa Sede había autorizado al Opus Dei a recibir como asociados Cooperadores a los no católicos y aun a los no cristianos»[71].

Todo esto hace ver, en definitiva, que el Beato Josemaría Escrivá fomentaba el diálogo abierto, leal y sincero. Creía en él como medio de cohesión social y como ocasión de entendimiento y de apostolado. Sin duda advertía que el bien común de la sociedad, y sobre todo de una sociedad compleja como la actual, exige relacionar adecuadamente un conjunto de instancias y puntos de vista diferentes, que no deben cerrarse en sí mismos ni obrar de modo puramente autorreferencial. Pero veía sobre todo que la condescendencia demostrada por Dios al querer que su Verbo eterno se hiciese también palabra humana, hacía del diálogo humano un criterio de conducta vinculante para la conciencia cristiana.

El espacio disponible no nos consiente tocar otros temas tratados por el Fundador del Opus Dei en sus escritos. Creemos, sin embargo, que con la explicación del principio de libertad y de responsabilidad queda expuesto suficientemente el hilo conductor de sus reflexiones sobre la formación de la conciencia en materia social y política.

Angel Rodríguez Luño

Profesor ordinario de Ética

Pontificio Ateneo de la Santa Cruz (Roma)

[1] La mayor parte de la bibliografía relativa a nuestro tema está recogida en el reciente estudio de J. M. PERO-SANZ, J. M. AUBERT, T. GUTIÉRREZ CALZADA, Acción social del cristiano. El Beato Josemaría Escrivá y la Doctrina social de la Iglesia, Palabra, Madrid 1996.

[2] Cfr. C. FABRO, La tempra di un Padre della Chiesa, en C. FABRO, S. GAROFALO, M. A. RASCHINI, Santi nel mondo. Studi sugli scritti del beato Josemaría Escrivá, Edizioni Ares, Milano 1992, p. 23.

[3] En este sentido resultan sumamente útiles los dos primeros capítulos del volumen de A. de FUENMAYOR, V. GÓMEZ-IGLESIAS, J. L. ILLANES, El itinerario jurídico del Opus Dei. Historia y defensa de un carisma, EUNSA, Pamplona 1989, pp. 24-80.

[4] Ver la amplia selección de textos contenida en el estudio de J. M. PERO-SANZ, J. M. AUBERT, T. GUTIÉRREZ CALZADA, Acción social del cristiano...,cit.

[5] Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 48 (en adelante se cita: Conversaciones). En idéntico sentido: Es Cristo que pasa, n. 183.

[6] Conversaciones, n. 76.

[7] Cfr. por ejemplo Es Cristo que pasa, n. 79.

[8] Conversaciones, n. 48.

[9] Es Cristo que pasa, n. 183.

[10] Cfr. Conversaciones, n. 11.

[11] Cfr. Conversaciones, n. 29. Cfr. Carta, 30-IV-1946, n. 18.

[12] Cfr. por ejemplo Es Cristo que pasa, n. 70. Es éste un punto enérgicamente reafirmado en multitud de ocasiones.

[13] Conversaciones, n. 48. Para el Fundador del Opus Dei existe también un legítimo pluralismo en lo teológico, y en ese sentido aclaró siempre que la Obra no tiene una opinión propia —una escuela— en las cuestiones teológicas opinables: cfr. Carta, 24-X-1965, n. 53.

[14] Citado por A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, 2 ed., Rialp, Madrid 1984, p. 295.

[15] Conversaciones, n. 27.

[16] El itinerario jurídico..., cit., p. 59.

[17] Cfr. Conversaciones, n. 27.

[18] C. FABRO, La tempra di un Padre della Chiesa, cit., p. 115. Sobre este punto véase también J. L., CHABOT, Responsabilità di fronte al mondo e libertà, en M. BELDA, J. ESCUDERO, J. L. ILLANES, P. O'CALLAGHAN, Santità e mondo. Atti del Convegno teologico di studio sugli insegnamenti del beato Josemaría Escrivá, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1994, pp. 197-198.

[19] Es Cristo que pasa, n. 112.

[20] Ibid., n. 125.

[21] Carta, 9-I-1959, n. 20; cfr. también Forja, n. 715. En muchas otras ocasiones, el Beato Josemaría hizo reflexionar sobre el fundamento cristológico del concepto de secularidad: «Se dan, a veces, algunas actitudes, que son producto de no saber penetrar en ese misterio de Jesús. Por ejemplo, la mentalidad de quienes ven el cristianismo como un conjunto de prácticas o actos de piedad, sin percibir su relación con las situaciones de la vida corriente, con la urgencia de atender a las necesidades de los demás y de esforzarse por remediar las injusticias. Diría que quien tiene esa mentalidad no ha comprendido todavía lo que significa que el Hijo de Dios se haya encarnado, que haya tomado cuerpo, alma y voz de hombre, que haya participado en nuestro destino hasta experimentar el desgarramiento supremo de la muerte. Quizá, sin querer, algunas personas consideran a Cristo como un extraño en el ambiente de los hombres. Otros —en cambio— tienden a imaginar que, para poder ser humanos, hay que poner en sordina algunos aspectos centrales del dogma cristiano, y actúan como si la vida de oración, el trato continuo con Dios, constituyeran una huida ante las propias responsabilidades y un abandono del mundo. Olvidan que, precisamente Jesús, nos ha dado a conocer hasta qué extremo deben llevarse el amor y el servicio. Sólo si procuramos comprender el arcano del amor de Dios, de ese amor que llega hasta la muerte, seremos capaces de entregamos totalmente a los demás, sin dejarnos vencer por la dificultad o por la indiferencia» (Es Cristo que pasa, n. 98).

[22] Carta, 16-VII-1933, n. 15.

[23] Cfr. por ejemplo Mt 5, 17 ss.

[24] Ya dijimos que no afrontamos en estas páginas el estudio diacrónico del pensamiento de nuestro autor. Pero no sería difícil demostrar que esta viva sensibilidad por la autonomía y consistencia de las realidades temporales está presente desde el principio de la actividad del Fundador del Opus Dei, es decir, desde el final de los años 20 de este siglo, mucho antes por tanto que la temática fuese tratada por la Const. Gaudium et spes del Concilio Vaticano II.

[25] Es Cristo que pasa, n. 184.

[26] Cfr. por ejemplo P. DONATI, Pensiero sociale cristiano e società post-moderna, Editrice A.V.E., Roma 1997; dirigida por el mismo autor, Sociologia del terzo settore, Nis, Roma 1996.

[27] Cfr. en este sentido JUAN PABLO II, Enc. Centesimus annus, nn. 46 y 49. Con la referencia a esta encíclica, y a la concepción en ella propuesta de la «subjetividad de lo social», queremos aclarar, entre otras cosas, que no nos referimos aquí al «corporativismo» defendido por algunas corrientes de pensamiento social de inspiración cristiana. Ésta concepción «corporativista» no aparece en los escritos del Fundador del Opus Dei.

[28] A cuanto decimos sobre la percepción de la especificidad de lo social no puede oponerse el hecho de que, cuando a partir de los años 60 diversos ambientes teológicos católicos se mostraban partidarios de aceptar el análisis social marxista como principio de hermenéutica teológica, el Fundador del Opus Dei insistiese, en sus conversaciones y en sus escritos, en el carácter personal de la salvación y de la liberación del pecado, oponiéndose a los que reducían el Cristianismo a un cambio de las estructuras sociales. Siguiendo las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia, el Beato Josemaría afirmaba la incompatibilidad del marxismo con la fe católica, a la vez que manifestaba su convicción de que «dentro del cristianismo hallamos la buena luz que da siempre respuesta a todos los problemas: basta con que os empeñéis sinceramente en ser católicos» (Amigos de Dios, n. 171). Mientras decía estas cosas, puso en marcha, especialmente en países en que advertía la existencia de llamativas desigualdades sociales, diversas obras de promoción social, en el ámbito de la formación profesional de jóvenes, campesinos, amas de casa, etc.

[29] Conversaciones, n.77.

[30] Surco fue publicado póstumamente (Rialp, Madrid 1986).

[31] Carta, 11-III-1940, n. 65.

[32] Es Cristo que pasa, n. 184.

[33] Ibidem.

[34] Ibidem.

[35] Conversaciones, n. 98.

[36] Ibidem.

[37] Carta, 15-X-1948, n. 28.

[38] Carta, 9-I-1951, nn. 23-25 (el primer subrayado es nuestro).

[39] Surco, n. 302.

[40] Cfr. Carta, 9-I-1932, n. 41.

[41] Ibid., n. 40.

[42] Conversaciones, n. 117.

[43] Carta, 30-IV-1946, n. 21.

[44] Carta, 9-I-1932, n. 45.

[45] Una preocupación semejante se advierte en JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Christifideles laici, nn. 59-60.

[46] Carta, 24-X-1965, n. 17.

[47] Carta, 15-X-1948, n. 28.

[48] Carta, 9-I-1959, n. 20. Cfr. Forja, n. 718.

[49] Conversaciones, n. 66.

[50] Carta, 9-I-1959, n. 22.

[51] Cfr. Forja, n. 697.

[52] Carta, 9-I-1959, n. 41.

[53] Carta, 9-I-1932, n. 46.

[54] Carta, 9-I-1932, n. 35.

[55] Carta, 9-I-1959, nn. 40-41.

[56] Carta, 2-X-1939, n. 8.

[57] Conversaciones, n. 79.

[58] Ibidem.

[59] Cfr. Concilio Vaticano II, Declaración Dignitatis humanae, 7-XII-1965.

[60] Cfr. por ejemplo JUAN PABLO II, Enc. Evangelium vitae, n. 74.

[61] Cfr. Ibid., nn. 71-73.

[62] Cfr. la valoración crítica de esa tesis contenida en la Enc. Centesimus annus, n. 46.

[63] Cfr. Mt 22, 15-22.

[64] Cfr. Efesios 4, 15; cfr. Forja, n. 559.

[65] Amigos de Dios, n. 165.

[66] Carta, 16-VII-1933, n. 14.

[67] Carta, 9-I-1932, n. 66.

[68] Carta, 16-VII-1933, nn. 8 y 12.

[69] Carta, 31-V-1954, n. 19.

[70] Cfr. Conversaciones, n. 29.

[71] Ibid., n. 22.

Romana, n. 24, Enero-Junio 1997, p. 162-181.

Enviar a un amigo