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Homilía en el aniversario de la dedicación de la Iglesia Parroquial del Beato Josemaría Escrivá Roma, 9-III-1997 (IV Domingo de Cuaresma)

El 9 de marzo de 1997, durante la ceremonia del primer aniversario de la solemne dedicación de la parroquia del Beato Josemaría Escrivá, en Roma, el Obispo Prelado del Opus Dei, S.E.R. Mons. Javier Echevarría, pronunció la siguiente homilía.

1. Hoy, Domingo IV de Cuaresma, la Santa Misa comienza con estas palabras: Alégrate, Jerusalén, y todos los que la amáis, reuníos. Regocijaos con ella todos los que participabais de su duelo, saciaos con la abundancia de sus consuelos[1].

Está ya a las puertas la solemnidad de la Pascua, memorial perenne de la Redención del género humano, y la Iglesia prorrumpe desde este momento en un grito de exultación incontenible: no puede y no quiere refrenar su conmoción ante un don tan grande, que supera las más atrevidas esperanzas. Alegrémonos de verdad, porque el Hijo de Dios, levantado en la cruz, nos ha curado de las mordeduras del maligno y nos ha dado la riqueza de su gracia, para que, renovados en el espíritu, podamos corresponder a su eterno e infinito amor[2].

La alegría que fluye de los textos litúrgicos de hoy es como un reflejo de los sentimientos de esta comunidad parroquial. Mañana, en efecto, se cumple un año de la dedicación a la Santísima Trinidad, en honor del Beato Josemaría Escrivá, de esta iglesia y de este altar, hecha por el Santo Padre Juan Pablo II. Sólo cuatro años antes, Su Excelencia Mons. Álvaro del Portillo, mi predecesor al frente de la Prelatura del Opus Dei, había ofrecido al Santo Padre el don de una iglesia en la ciudad de Roma, como signo tangible de agradecimiento a Dios por la beatificación del Fundador.

Con la ayuda divina, los trabajos de construcción siguieron un ritmo intenso. El 6 de junio de 1993, no hace aún cuatro años, se celebraba la Santa Misa en esta parroquia, por vez primera, en un pequeño prefabricado de apenas 150 metros cuadrados de superficie. Al año siguiente, el 15 de mayo de 1994, Su Eminencia el Cardenal Ruini, Vicario del Papa para la diócesis de Roma, bendecía la primera piedra del nuevo templo. Por fin, el pasado 10 de marzo, tuvimos la inmensa alegría de recibir al Santo Padre, que quiso dedicar personalmente, de forma solemne, el templo ya construido.

Verdaderamente podemos hacer nuestras las palabras del profeta antes citadas: ¡alegraos, regocijaos, saciaos con la abundancia de sus consuelos! En un plazo de tiempo tan breve, el Señor ha derramado sobre vosotros su benevolencia infinita, y ha realizado obras admirables en vuestra parroquia. Entre las muchas maravillas que se han cumplido en medio de vosotros en estos años, pensad sólo en una: los millares de Misas que se han sucedido una detrás de otra. Delante de vuestros ojos, a poca distancia de vuestras casas, miles de veces, Cristo ha presentado al Padre el sacrificio de su Cuerpo y su Sangre por vosotros, por vuestras familias, por toda la Iglesia, por el mundo entero. En estos años, muchos recién nacidos han obtenido, en las aguas regeneradoras del Bautismo, el perdón del pecado original y la gracia de la filiación divina. Gracias al sacramento de la Penitencia, administrado solícitamente por los sacerdotes de la parroquia y sus colaboradores, muchos fieles han experimentado la paz que invade al alma cuando implora con humildad el perdón de sus pecados.

Grupos de muchachos y de muchachas han recibido el don del Espíritu Santo en la Confirmación, acrecentando de este modo las fuerzas para luchar como cristianos coherentes. Aquí, decenas de hombres procedentes de variados países han sido ordenados sacerdotes, recibiendo la potestad de obrar en nombre y con la autoridad de Cristo para la edificación de la Iglesia. Aquí habéis visto nacer nuevas familias cristianas mediante la celebración festiva del sacramento del Matrimonio.

Los sacerdotes han llevado a vuestras casas el don de la bendición pascual. Y no faltan las familias con parientes ancianos o enfermos que han acogido con fe el alivio del sacramento de la Unción. Entre estos muros os habéis reunido a veces tristes, pero con la certeza de encontraros para siempre en la eternidad, a la hora de dar el último saludo a quienes nos han precedido en el viaje a la morada definitiva.

Y mucho más. ¡Cuántas horas dedicadas a la catequesis de niños y de adultos! ¡Cuánta generosidad en el empleo del tiempo y de los recursos disponibles para sostener los proyectos de solidaridad cristiana que la parroquia ha emprendido! ¡Cuánto empeño de los monaguillos para aprender a ayudar bien a la Santa Misa y participar decorosamente en las ceremonias litúrgicas! ¡Cuánta delicadeza por parte de las personas que se ocupan del cuidado material, la limpieza y la conservación del templo! No podemos olvidar en este elenco la calidad de la música sagrada, característica de vuestra parroquia, gracias al espléndido órgano que manos maestras saben tocar.

Todo ha sido hecho con amor, que es, en último término, lo que de verdad cuenta delante de Dios: el amor que cada uno sabe derrochar en el culto divino y en el servicio a los hermanos. Gracias a la fuerza de esta caridad, la parroquia del Beato Josemaría ha cosechado copiosos frutos en un tiempo tan breve.

Por eso, y ante todo, hoy damos gracias al Padre celestial por su bondad inmensa. Como dice San Pablo en la segunda lectura de la Misa, todo es don de Dios. Tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda presumir, porque somos hechura de Dios, creados por medio de Cristo Jesús, para hacer el bien que Dios ha dispuesto que hagamos[3]. Le damos gracias también por los beneficios que aún nos son desconocidos, porque —como recuerda el Prefacio— en verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno[4]. Agradecemos al Señor, de modo especial, el regalo de este bello y acogedor templo, donde todo invita a rezar, donde la oración parece fluir con espontaneidad, confiada y serenamente. Aquí es fácil sentirse atraídos a recibir a Jesús en los sacramentos, a formarse cristianamente, a crecer en responsabilidad hacia los que tienen menos, no sólo desde el punto de vista económico, sino espiritual. Pensad que en Roma hay muchos barrios que esperan todavía la construcción de una iglesia. Recemos al Señor para que sus habitantes tengan pronto la alegría de poder reunirse en torno al altar, para celebrar los santos misterios y reforzar los lazos de la caridad fraterna.

En nuestra acción de gracias, no podemos olvidar a las innumerables personas que, en todo el mundo, han contribuido generosamente a la construcción de este templo, impulsados por la gratitud al Beato Josemaría Escrivá por los favores obtenidos mediante su intercesión.

2. En el Evangelio, hemos escuchado unos párrafos de la conversación que una vez, ya de noche, Jesucristo mantuvo con Nicodemo, un hombre culto y devoto entre los judíos. Aquel día, el Maestro reveló a Nicodemo la necesidad de renacer espiritualmente a una vida nueva, mediante el Bautismo, y añadió: tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna[5].

¡Hermanas y hermanos queridísimos! Además de con palabras, nuestro agradecimiento a Dios ha de expresarse sobre todo con obras. ¿Y cuáles son los hechos que el Señor espera de nosotros? ¿Qué podemos ofrecerle? Obras que sean fruto de la fe y de la caridad, virtudes divinas que —con nuestra cooperación voluntaria a la gracia— nos permiten reproducir la vida de Cristo en nosotros. Para poner en movimiento en nuestra alma el dinamismo de la gracia, es indispensable frecuentar los sacramentos —la Confesión, la Comunión eucarística—; es necesario el empeño sincero por hablar confiadamente con el Señor y escucharle en la oración; es preciso no olvidarse de ofrecer a Dios el trabajo de nuestra inteligencia o de nuestras manos; hay que brindar la ayuda adecuada a las personas que tenemos a nuestro lado y demostrar una solicitud verdadera hacia los más necesitados. Bien sé que éstas y otras decisiones florecen ya en vuestra parroquia. Me basta pensar, por ejemplo, en la colaboración entusiasta que muchos de vosotros prestan a la misión ciudadana en preparación para el gran Jubileo del año 2000.

El Señor nos quiere santos: sed vosotros perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial[6], nos anima Jesucristo en el Evangelio de San Mateo. Dios os llama a ser santos en la vida cotidiana: en el trabajo y en el estudio, hechos con perfección humana, por amor de Dios; en las relaciones familiares, profesionales y sociales, entretejidas de verdadera caridad; en las circunstancias gozosas o dolorosas de cada día, que cuando se viven en unión con Jesucristo, se transforman en estupendas ocasiones de progreso espiritual. Con las mismas palabras del Beato Josemaría, que el Santo Padre citaba en la homilía de la Misa de la dedicación, hace un año, os recuerdo que «Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir»[7].

3. Sois una parroquia joven, casi recién nacida, pero ya sois fuertes para ayudar a otros. Es tarea de todos los cristianos llevar la buena nueva de Cristo a otros corazones. Habéis recibido en el Bautismo una participación en el sacerdocio de Cristo, que os capacita para desarrollar sin temor esta misión apostólica. Lo subrayó el Papa el año pasado, cuando —con el Apóstol Pedro— recordó que cada bautizado es una piedra viva para la construcción del edificio espiritual de la Iglesia[8]. Vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido en propiedad, para que pregonéis las maravillas de Aquel que os llamó de las tinieblas a su admirable luz[9].

El Señor os concede las gracias necesarias para que le llevéis a vuestros amigos, parientes, compañeros de trabajo, mediante el ejemplo de vuestra conducta cristiana y el consejo afectuoso que proviene de una amistad sincera. Se necesita tiempo y paciencia para que las almas se decidan a dar pasos concretos en la vida cristiana. Lo decía a menudo el Beato Josemaría: «Las almas son como el buen vino, que madura con el tiempo». Y lo volvió a confirmar el Santo Padre en la homilía que pronunció aquí el año pasado: «Sabemos bien que el diálogo con las almas, si se realiza de modo profundo, se desarrolla lentamente. No dejéis de llevar a cabo este apostolado fundamental; sus frutos concretos, aunque tarden, ciertamente llegarán»[10].

Ya sois testigos de muchas cosas hermosas en los pocos años transcurridos, pero vendrán frutos aún mayores. ¡Soñad y os quedaréis cortos! Vuestro patrono, el Beato Josemaría, solía usar esta expresión para animar a emprender proyectos audaces por la gloria de Dios. Os la repito yo ahora. Pasarán los años y el Señor premiará vuestra fe y vuestra caridad operativa: en esta parroquia, «lugar privilegiado de agregación humana, además de cristiana»[11], encontrarán consuelo y ayuda espiritual muchas personas sedientas de Dios. Hombres y mujeres, ancianos y niños, familias enteras, recibirán la luz que les permitirá descubrir el rostro amabilísimo de Cristo y seguir el camino que lleva al Cielo.

También yo alimento estos sueños en mi oración. Deseo, y lo pido a Dios por intercesión del Beato Josemaría, que todos los hombres y las mujeres de esta parroquia descubran el proyecto de santidad que Dios ha preparado para ellos. A la mayor parte, el Señor los llamará a santificarse en medio de las ocupaciones profesionales, familiares y sociales, en la vida matrimonial y en el celibato apostólico. Pero hoy, en unión con vosotros, quiero rezar para que otras muchas personas sean llamadas a la santidad en el sacerdocio y en la vida religiosa. Esta variedad de vocaciones será el signo más claro de la madurez espiritual que deseo para esta querida parroquia.

Para terminar, os pido que sintáis con fuerza la responsabilidad de ayudar al Santo Padre y de apoyar sus intenciones con vuestra plegaria, con el ofrecimiento generoso de vuestro trabajo y de las inevitables contrariedades de la vida. Que la lápida conmemorativa de su visita, visible en el atrio de la iglesia, os recuerde constantemente, cada vez que entréis o salgáis del templo, este gozoso deber de piedad filial hacia el Padre común de los cristianos.

Os aconsejo, además, que cultivéis una confianza sincera en la intercesión del Beato Josemaría. Invocad su ayuda en vuestras necesidades, espirituales y materiales; bajo el altar tenéis algunas reliquias suyas. Estará muy contento de interceder por vosotros, sus queridos feligreses, y confiará vuestras súplicas a San José y a la Virgen —tratad de dar un aire mariano a toda vuestra jornada—, para que ellos las bendigan y las presenten delante de su Hijo Jesús. Así sea.

[1] Antífona de entrada (cfr. Is 66, 10-11).

[2] Cfr. Oración colecta (B).

[3] Segunda lectura (B) (Ef 2, 9-10).

[4] Prefacio I de Cuaresma.

[5] Evangelio (B) (Jn 3, 16).

[6] Mt 5, 48.

[7] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Conversaciones, n. 114.

[8] Cfr. 1 Pet 2, 5.

[9] 1 Pet 2, 9.

[10] JUAN PABLO II, Homilía en la dedicación de la iglesia del Beato Josemaría, 10-III-1996.

[11] Ibid.

Romana, n. 24, Enero-Junio 1997, p. 76-80.

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