envelope-oenvelopebookscartsearchmenu

Homilía en el tercer aniversario del fallecimiento de Mons. Álvaro del Portillo (Basílica de San Eugenio, 22-III-1997)

El 22 de marzo de 1997, víspera del tercer aniversario del fallecimiento de Mons. Álvaro del Portillo, el Prelado del Opus Dei ha ofrecido la Santa Misa en sufragio por su predecesor, en la Basílica romana de San Eugenio.

1. Han transcurrido ya tres años desde que Mons. Álvaro del Portillo, al regreso de una peregrinación a Tierra Santa, fue llamado desde este mundo a la presencia del Padre celestial. Me gusta pensar que Dios le dirigió aquellas palabras evangélicas llenas de afecto: muy bien, siervo bueno y fiel (...), entra en el gozo de tu Señor[1]. Hoy, anticipando un día el aniversario de su dies natalis, que este año coincide con el Domingo de Ramos, nos reunimos una vez más para ofrecer el Santo Sacrificio de la Misa en sufragio del alma elegida de quien, por tantos años, ha guiado la Prelatura del Opus Dei como Padre y Pastor.

En estos momentos acuden a mi mente muchos recuerdos de mi predecesor, que fue un hombre y un pastor verdaderamente ejemplar. Recuerdos vivos y precisos, situados en tiempos y lugares diversos pero con un denominador común: la caridad pastoral de don Álvaro. Efectivamente, atento a las enseñanzas del Beato Josemaría, primero como sacerdote y luego como obispo, Mons. del Portillo siguió tan fielmente la huellas de Cristo que encarnó con plenitud en su persona la imagen del Buen Pastor[2] que nos transmite el evangelio de San Juan. Su vida y su estilo de gobierno pastoral reflejan admirablemente la figura del Obispo que encontramos descrita en el Concilio Vaticano II: «Enviado por el Padre de familia a gobernar su familia, el Obispo tenga siempre ante los ojos el ejemplo del Buen Pastor, que vino no a ser servido, sino a servir (cfr. Mt 20, 28; Mc 10, 45) y a dar la vida por sus ovejas (cfr.Jn 10, 11)»[3].

Se podrían mencionar innumerables episodios que constituyen otros tantos testimonios de la dedicación ejemplar de Mons. Álvaro del Portillo a las almas. Muchos de vosotros lo habéis conocido y conserváis recuerdos personales inolvidables, porque las señales del amor no se borran nunca en el alma y don Álvaro ha dejado en todos nosotros la huella de un cariño humano y sobrenatural inmenso.

¿Cómo no recordar su predilección por los que sufrían, la facilidad con que llegaba al corazón de todos, para inflamarlos en el amor de Dios; o su capacidad de hacerse entender por cualquier persona, a pesar de las diferencias de edad o cultura, o el celo apostólico que transmitía con sus palabras a los que le escuchaban? Verdaderamente se le podía aplicar la exclamación del Apóstol: Caritas Christi urget nos[4], me empuja el amor de Cristo. Con San Pablo, habría podido decir de sí mismo: me hice débil con los débiles, para ganar a los débiles. Me he hecho todo para todos, para salvar de cualquier manera a algunos[5]. No puedo olvidar, por ejemplo, un día en que, encontrándonos de viaje, no dudó en hacer una desviación de algunos centenares de kilómetros con tal de visitar a dos enfermos graves, movido por el deseo de ofrecerles su ayuda y de aprender de ellos a amar el dolor.

2. Estamos recorriendo el primer año de la preparación inmediata al gran Jubileo del año 2000. Para disponernos mejor a este acontecimiento, la ciudad de Roma está viviendo la misión ciudadana querida por el Santo Padre Juan Pablo II. Se nos exhorta a reflexionar especialmente sobre Cristo, Verbo encarnado y Redentor del hombre. Profundizar en su figura y en su misión, a través de la meditación del Evangelio, nos ayudará a comprender la gran verdad que el Beato Josemaría proclamaba con estas palabras: «Cuando se paladea el amor de Dios se siente el peso de las almas. No cabe disociar la vida interior y el apostolado, como no es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El Verbo quiso encarnarse para salvar a los hombres, para hacerlos con Él una sola cosa. Esta es la razón de su venida al mundo: por nosotros y por nuestra salvación, bajó del cielo, rezamos en el Credo»[6].

Desde joven, Mons. del Portillo asimiló a fondo esta componente esencial de la vida cristiana. Cuando Dios le mostró su vocación cristiana concreta en la Iglesia, como fiel del Opus Dei, don Álvaro sintió inflamarse su alma con el deseo de llevar muchas almas al Señor. Había aprendido del Fundador del Opus Dei que «el apostolado es amor de Dios, que se desborda, dándose a los demás» y que «el afán de apostolado es la manifestación exacta, adecuada, necesaria, de la vida interior»[7].

Este ardiente celo apostólico que se manifiesta en toda la vida de don Álvaro adquirió un relieve nuevo con la ordenación sacerdotal y luego con la ordenación episcopal. El ansia de llevar todos los hombres a Dios, que le quemaba en el alma, era signo de esa caridad pastoral a la que antes me refería. El Espíritu Santo le hacía experimentar vivamente que —como enseña San Pablo— la espera ansiosa de la creación anhela la manifestación de los hijos de Dios. Y no sólo ella, sino que nosotros, que poseemos ya las primicias del Espíritu, también gemimos en nuestro interior aguardando la adopción de hijos, la redención de nuestro cuerpo[8].

Siguiendo las huellas de Cristo, don Álvaro sentía la solicitud por toda la Iglesia; de modo especial, de acuerdo con las enseñanzas conciliares, advertía las necesidades de «aquellas regiones del orbe terrestre en las que todavía no ha sido anunciada la palabra de Dios o donde, principalmente por el escaso número de sacerdotes, se hallan los fieles en peligro de apartarse de los mandamientos de la vida cristiana y aun de perder la fe misma»[9]. Lo demuestra, entre otras cosas, su empeño en secundar los proyectos pastorales del Romano Pontífice para la nueva evangelización de los países cuya antigua tradición cristiana se había ofuscado. Lo testimonian también los numerosos y agotadores viajes que realizó en los cinco continentes con el fin de animar a los fieles de la Prelatura en las fatigas apostólicas de cada día, abriendo ante sus ojos nuevos horizontes de servicio a la Iglesia y a las almas. Con la oración, con el sacrificio generoso y trabajando sin tregua, don Álvaro siguió fielmente el ritmo impreso por el Beato Josemaría desde el principio en la expansión de la Prelatura del Opus Dei.

Citaba antes un texto del Concilio Vaticano II sobre la dedicación a las almas a que está llamado el Obispo. Después de explicar que la caridad pastoral le espolea a dar la vida por sus ovejas, el Concilio prosigue: «Siendo él mismo, como San Pablo, deudor de todos, esté dispuesto a evangelizar a todos (cfr. Rm 1, 14-15) y a exhortar a sus fieles a la actividad apostólica y misionera»[10]. Así se comportó don Álvaro. Yo he podido constatar cómo, en todos los momentos de la jornada —cuando recibía alguna noticia, mientras leía el periódico o estudiaba un expediente de gobierno, incluso en los momentos de descanso— sus anhelos de Pastor se extendían a todos los países del mundo: aquéllos en los que apenas ha comenzado el primer anuncio de Cristo, aquéllos en los que la Iglesia está conociendo las primicias de un florecer lleno de promesas, y aquéllos, recientemente liberados del dominio comunista, que aguardan nuevas iniciativas evangelizadoras.

3. ¡Hermanas y hermanos míos! Al recordar brevemente todas estas cosas, querría exhortaros —me lo digo también a mí mismo— a pedir a la Santísima Trinidad un celo apostólico tan ardiente como el de don Álvaro. Para esto, como escribió el mismo don Álvaro en una ocasión, «hemos de acudir a la Virgen Santísima y a San José, para que nos enseñen a tratar a Jesús como le trataron ellos. Entonces, el celo apostólico crecerá impetuosamente en nuestras almas, y la labor será verdaderamente eficaz. No lo olvidéis nunca, hijas e hijos míos: sólo de Jesucristo escondido en el sagrario provienen los verdaderos frutos de apostolado»[11].

Se abrirán entonces ante nuestros ojos perspectivas apostólicas eminentemente operativas, que habremos de concretar en propósitos prácticos, capaces de estimularnos a sacar fruto de todas las situaciones de la vida diaria, ayudando a los demás en su camino hacia Dios. Por ejemplo, el propósito de aprovechar cualquier encuentro con amigos, parientes, colegas de trabajo, para entablar una conversación que los oriente hacia el Señor. El propósito de vencer los respetos humanos y hablar claramente del sacramento de la Penitencia, único lugar donde el alma puede encontrar la verdadera paz y tornar a la amistad con Dios. La decisión de proponernos todos los días un programa apostólico concreto. Preguntémonos con frecuencia: ¿qué he hecho hoy por las almas? Y recemos a diario para que el compromiso eclesial de todos los cristianos sea fecundo, sobre todo en lo referente a los proyectos del Romano Pontífice en relación al Año Santo. Pidamos a don Álvaro que nos ayude a tener un ánimo sensible a las necesidades de las almas, y fuerte, capaz de amar al prójimo sin reservas y de servir incluso a quienes niegan a Cristo y rechazan la solicitud leal y desinteresada de quien no alimenta más ambición que la de seguir el ejemplo del Maestro.

Confiemos nuestras súplicas a la Virgen y a San José. Invoquemos también la intercesión del Beato Josemaría para que, recorriendo en nuestra vida los mismos pasos que don Álvaro, llegue un día en el que podamos gozar para siempre —como este siervo bueno y fiel— de la visión y del amor de Dios. Así sea.

[1] Mt 25, 21.

[2] Cfr. Jn 10, 1 ss.

[3] CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 27.

[4] 2 Cor 5, 13.

[5] 1 Cor 9, 22.

[6] JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 122.

[7] Ibid.

[8] Segunda lectura (Rm 8, 19.23-24).

[9] CONCILIO VATICANO II, Decr. Christus Dominus, n. 6.

[10] CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 27.

[11] ÁLVARO DEL PORTILLO, Carta, 2-III-1985.

Romana, n. 24, Enero-Junio 1997, p. 80-83.

Enviar a un amigo