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Perfectus Deus, perfectus homo Reflexiones sobre la ejemplaridad del misterio de la Encarnación del Verbo en las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá

Giuseppe Tanzella-Nitti

Pontificio Ateneo de la Santa Cruz

La reflexión sobre el misterio del Verbo Encarnado, «mediador y plenitud de toda revelación»[1], representa el más importante lugar de comprensión de la historia de la salvación y del plano divino sobre la creación. Se trata de un misterio inagotable, «en el cual se hallan todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia escondidos»[2], capaz de capturar constantemente el estudio y la contemplación de los teólogos y de los santos. Precisamente éstos últimos, con la diversidad, pero también con la profunda consonancia con la cual han propuesto a lo largo de los siglos las modalidades de la sequela Christi, nos han ofrecido un ejemplo de cuántas luces, también para la reflexión teológica, derivan de la veneración sincera y afectiva al Hijo de Dios hecho hombre. El conocimiento de la Palabra revelada progresa de hecho no sólo mediante el estudio sino también «cuando comprenden internamente los misterios que viven»[3]. De Francisco de Asís a Catalina de Siena, de Ignacio de Loyola a Teresa de Ávila, de Tomás Moro a Alfonso de Ligorio, las páginas que los santos han dedicado a la meditación del misterio de Cristo han sido siempre tesoro de inestimable valor para la comprensión de la fe.

En cuanto a lo que se refiere a las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá, leemos en el Decreto Pontificio sobre la heroicidad de sus virtudes: «Gracias a una viva contemplación del misterio del Verbo Encarnado, el Siervo de Dios comprendió con hondura que el entramado de las realidades humanas se compenetra íntimamente, en el corazón del hombre renacido en Cristo, con la economía de la vida sobrenatural, convirtiéndose así en lugar y medio de santificación»[4]. En las obras del Fundador del Opus Dei hay huellas evidentes de cómo la consideración de la perfección divino-humana del Verbo Encarnado le condujo con sorprendente naturalidad a comprender y predicar de modo atrayente y profundo el núcleo esencial de la condición y de la vida cristiana. Su enseñanza ha sido una continua invitación a mirar a Jesucristo, para reconocer en Él al verdadero Dios y al verdadero hombre, y a través de la contemplación de su humanidad santísima, poder acceder al misterio de su divinidad[5]. Tal itinerario, así como nos viene mostrado en sus escritos, tiene origen en primer lugar en su oración personal. Esto se podría mostrar fácilmente, casi a modo de resumen, recordando la tierna devoción que, ya en los primeros años de trabajo sacerdotal, manifestó hacia una imagen del Niño Jesús propiedad de la comunidad de religiosas agustinas de las cuales él era el capellán: una imagen que le gustaba llevarse a casa, casi movido de la imperiosa necesidad de una presencia sensible que le ayudara en su oración[6].

En las enseñanzas del Beato Josemaría se encuentra con frecuencia la descripción de numerosas implicaciones ascéticas y doctrinales que derivan precisamente de la condición divino-humana de Cristo. En este trabajo nos proponemos explorar algunos de los principales contenidos teológicos asociados a tales implicaciones, limitándonos a los escritos publicados hasta ahora. Dada la amplitud de la temática —de hecho, las consecuencias de la Encarnación implican, directa o indirectamente, todos los aspectos de la fe cristiana— estas observaciones nuestras pueden tener sólo un valor indicativo y limitado. Esas se limitan además, como sugiere el título de nuestro estudio, a ofrecer una lectura del misterio de la Encarnación en clave esencialmente noética y hermenéutica, sin poder desarrollar las correspondientes reflexiones sobre su centralidad salvífica. Esta distinción, útil para el análisis teológico, no sería pertinente buscarla en la experiencia espiritual del Beato Josemaría, ya que la comprensión del valor salvífico del misterio de Jesucristo, la adhesión a su Persona y sus implicaciones para la vida cristiana —análogamente a cuanto sucede de hecho en la vida de cualquier creyente y de los santos en modo particular— preceden a cualquier reflexión objetiva sobre el contenido o el alcance cognoscitivo del misterio mismo.

Como pista principal para nuestra investigación utilizaremos las numerosas referencias a la expresión perfectus Deus, perfectus homo —a veces implícita— presentes en los escritos del Beato, para dirigirnos después a otros textos donde el Autor se detiene a comentar en modo intencional las facetas doctrinales o pastorales relacionadas con el misterio del Verbo Encarnado. Intentaremos finalmente organizar esos textos alrededor de los correspondientes contextos temáticos que resultan interesados. El tema que nos ocupa no es nuevo, pues ha sido afrontado en estudios precedentes, los cuales, bajo diversos enfoques, han puesto ya en evidencia otros aspectos importantes del cristocentrismo del Beato Josemaría[7].

1. El misterio del Verbo encarnado en la economía de la Revelación

Con el fin de introducir la cuestión, puede ser útil reepilogar brevemente cuáles son las principales coordenadas bíblicas y teológicas que permiten una lectura del misterio de la Encarnación como especificidad del cristianismo y principio hermenéutico de la relación entre Dios y el hombre.

En primer lugar el epistolario paulino nos presenta el plano salvífico divino como un misterio que pertenece al Padre, ocultado durante siglos, pero ahora revelado en el Hijo[8]. Este misterio es Cristo mismo en sus naturalezas humana y divina[9], condición de una mediación gracias a la cual se ha cumplido la redención, en sus dimensiones tanto de repacificación de Dios con la humanidad, como de recapitulación-reordenación de la creación con su Creador. La Encarnación del Verbo se presenta así como un evento sumamente revelador, no sólo, evidentemente, por la forma con que la Palabra de Dios viene entregada a la humanidad —palabra divina encarnada, expresada por las palabras y los gestos humanos del Verbo—, sino también por su capacidad de reasumir el entero contenido: todo lo que la Trinidad divina quiere revelar/donar a los hombres está recogido y cumplido en el don del Hijo eterno del Padre, hecho hombre por obra del Espíritu Santo. Mirando a Cristo se puede leer toda palabra que Dios dirige al hombre y, a causa de su mediación humana, las modalidades de la palabra con las que el hombre debe responder a Dios.

En segundo lugar, el hecho de que la plenitud de la revelación y de la donación de Dios al mundo —como nos recuerda el prólogo de Juan— se cumplan en la Persona del Verbo hecho hombre, caracteriza de modo determinante las relaciones entre Dios y el mundo, entre Dios y cada persona humana. En el misterio de Cristo se cumplen la obra de la creación y la de la redención. Él, al presentarse como la razón y el modelo de nuestra predestinación a la filiación divina y de nuestra participación a la vida trinitaria[10], se nos propone, ya en la economía presente, como el lugar de nuestra trascendencia[11]. Dicho en otras palabras, la relación entre lo humano y lo divino es esencialmente «cristiana». Este adjetivo tiene en sí la capacidad de originar y de iluminar de modo coherente todo un panorama teológico rico de facetas en el plano histórico, existencial e incluso cultural. En la relación entre lo humano y lo divino hay de hecho, implícitamente contenidos, muchos temas. Esto es representativo de la relación que intercorre entre naturaleza y gracia, entre inmanencia y trascendencia, entre historia y eternidad, entre signo y sacramento, entre razón y fe, entre el trabajo y la oración, entre la ciudad de los hombres y la ciudad de Dios. De nuestra comprensión de qué es la Encarnación no depende sólo la comprensión de la relación entre naturaleza y gracia, sino que allí se juega también nuestra comprensión del mundo y del hombre, y se decide nuestra concepción de Dios.

En tercer lugar, la centralidad del misterio de Cristo en el plan de la creación, no sólo en el de la redención, pone la Encarnación del Verbo en condiciones de revelar de manera privilegiada el proyecto de Dios sobre la creación misma[12]. En Él subsisten tanto las razones de la primera creación como las de la nueva creación. Más aún, precisamente porque de la creación Él constituye el sentido último y la razón de su ordenabilidad al Padre en el Espíritu, la condición divino-humana del Verbo Encarnado revela la capacidad que las realidades humanas y terrenas tienen de poder conducir a Dios y, por tanto, su implícito valor salvífico, cuando son leídas, pero sobre todo vividas, a la luz del evento terreno de Cristo, de manera particular a la luz de su misterio pascual[13]. En definitiva, el mundo creado pertenece al misterio del Verbo encarnado y puede ser plenamente comprendido, custodiado y conducido a su fin sólo en unión con Cristo, o sea, participando en su misterio y reproduciendo en nosotros su lógica salvífica.

2. El origen y el significado de la expresión perfectus Deus, perfectus homo

En los escritos del Fundador del Opus Dei publicados hasta la fecha, la referencia directa a la perfecta humanidad y a la perfecta divinidad de Jesucristo, mediante la conocida fórmula del Símbolo pseudoatanasiano Quicumque en su forma latina «perfectus Deus, perfectus homo»[14] o en su equivalente en lengua castellana, aparece de modo explícito 18 veces[15]. Si incluimos en el análisis de frecuencias la expresión equivalente «verdadero Dios y verdadero hombre» y las referencias directas a la «perfecta humanidad de Verbo encarnado», el número total de referencias asciende a 44[16]. Podemos por tanto afirmar que, junto a la expresión «alter Christus, ipse Christus» referida a la condición del cristiano, estamos ante una de las fórmulas conceptuales más frecuentes en la predicación del Beato Josemaría[17].

Pero, ¿cuál fue el origen de esta expresión en el magisterio de la Iglesia antigua y cuáles sus finalidades dogmáticas? Si hacemos abstracción por un momento del Símbolo Quicumque, surgido entre el fin del siglo V y el inicio del VI con objetivos catequéticos y litúrgicos, y en el cual el enunciado «perfectus Deus, perfectus homo» viene recogido junto a las principales afirmaciones trinitarias y cristológicas elaboradas anteriormente[18], una primera cita de una expresión de este género la encontramos en el año 374, en una carta del Papa Dámaso I. Estigmatizando contra los arrianos y los apolinaristas, él objetará el error de los primeros que del Hijo «dicen imperfecta la divinidad», y el de los segundos que de Jesucristo «afirman falsamente una humanidad imperfecta»[19].

Pero la formulación pseudoatanasiana aparece de modo explícito por vez primera en lengua griega, en el año 433, en el llamado Decreto de Unión. En él leemos: «Confesamos, consiguientemente, a nuestro Señor Jesucristo Hijo de Dios unigénito, Dios perfecto y hombre perfecto (theòn theleion kai ánthropon teleion) [compuesto] de alma racional y cuerpo, antes de los siglos engendrado del Padre según la divinidad, y el mismo en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, nacido de María Virgen según la humanidad, el mismo consubstancial con el Padre en cuanto a la divinidad, y consubstancial con nosotros según la humanidad»[20]. Hecho redactar por Sixto III, tal Decreto sancionaba la reunificación de los Obispos de la Iglesia de Antioquía con la confesión de fe ortodoxa, como natural consecuencia de la solución de la crisis nestoriana resuelta por el Concilio de Éfeso en el 431. La doctrina de este Concilio había definido dos años antes la presencia de ambas naturalezas, la divina y la humana, en el Hijo de Dios hecho hombre, explicando como su unión se daba en la hipóstasis, es decir en el sujeto del Verbo.

Como se sabe, las aclaraciones del magisterio de la Iglesia acerca de la «perfecta humanidad del Verbo encarnado» debieron prolongarse todavía durante más de dos siglos, desde el Concilio de Calcedonia (año 451) hasta el Concilio III de Costantinopla (año 681), por motivo de las frecuentes discusiones de parte de posiciones heréticas o, de cualquier forma, no plenamente ortodoxas[21]. Así, en una carta dirigida al obispo Flaviano de Constantinopla, el Papa León Magno puntualizará, contra Eutiques, que «en naturaleza, pues, íntegra y perfecta de verdadero hombre, nació Dios verdadero, entero en lo suyo, entero en lo nuestro (totus in suis, totus in nostris[22]. Pocos años después, el Concilio de Calcedonia, habiéndose finalmente establecido el término «persona», pudo fijar el vocabulario cristológico mediante la fórmula «una persona, dos naturalezas», precisando cómo estas últimas subsistían inconfuse, immutabiliter, indivise, inseparabiliter[23]. Será finalmente el Concilio III de Constantinopla el que defienda otra vez la perfecta humanidad de Cristo frente al error monotelita, respondiendo que en Cristo Jesús subsistía una verdadera voluntad humana, y que la asunción de la humanidad por parte del Verbo no disminuía ni —menos aún— anulaba tal voluntad, sino que incluso le daba autonomía, consistencia y fundamento: «Como, en efecto, su carne toda santa, inmaculada y animada, si bien deificada, no fue suprimida, sino que quedó en su propio estado y en su propio modo de ser, así su voluntad humana, aunque deificada, no fue anulada sino más bien salvada»[24].

Es la segunda Persona de la Santísima Trinidad quien, después de la Encarnación y «durante toda la economía de su vida encarnada, obró prodigios y sufrió dolores no aparentemente, sino realmente»[25].

No es difícil comprender el alcance y las consecuencias de esta profesión de fe ortodoxa[26]. La Iglesia naciente, así como el magisterio de los grandes Concilios de la antigüedad, sólidamente fundados sobre el mensaje evangélico, eran plenamente conscientes de que solamente la confesión de las dos perfectas naturalezas del Verbo encarnado, la divina y la humana, aseguraba a la redención todo su valor y realismo. Si Cristo no hubiera sido verdadero Dios, habría quedado desprovista de valor la eficacia universal y salvífica del sacrificio vicario; si no hubiera sido verdadero hombre, no habría sido comprendida la grandeza del amor de Dios por la humanidad, es decir la veracidad que era mostrada en aquel sacrificio, ni se habría instaurado una verdadera solidaridad con la naturaleza humana caída, prejuzgando el valor salvífico de la humanidad del Verbo como instrumento de la gracia divina[27]. El cumplimiento de la mediación, así como el auténtico significado de la alianza salvífica, requerían tanto la plenitud de la humanidad como de la divinidad: el Unigénito del Padre debía ser también el primogénito de los hombres[28]. Por otro lado, a la verdadera humanidad del Verbo encarnado estaba ligada su capacidad para ser verdadero modelo para todo ser humano, alguien de quien se puede de verdad tomar ejemplo[29].

La confesión del auténtico dogma cristológico es por lo tanto una condición necesaria e irrenunciable para que la misión de la Iglesia pueda comprenderse como la prolongación de la misión de Cristo y proponer así a todos los hombres la universalidad de Su mediación salvífica. En la confesión de una lex incarnationis, por la que es asumida por el verdadero Verbo divino una verdadera y perfecta humanidad, se contiene, en cierto modo, el fundamento mismo de la llamada universal a la santidad y de la ordenación a Dios de todas las realidades terrenas: Dios, haciéndose hombre en Cristo, «se ha unido en cierto modo a todo hombre»[30]. Ningún hombre puede sentirse extraño a Cristo, ningún suceso humano puede ser extraño a los eventos de Su historia terrena. Todo hombre está llamado a participar de la recapitulación con que el Hijo reconduce al Padre en el Espíritu la creación que Él mismo ha redimido tanto en virtud de su sujeto divino, cuanto en virtud de su verdadera humanidad. De aquí la particular sensibilidad de toda la Tradición cristiana —de la cual la experiencia y la enseñanza de los santos son intérpretes vivos— en reconocer en el perfectus Deus, perfectus homo una afirmación esencial para la proclamación y la eficacia de la universalidad de la misión salvífica de la Iglesia.

En el caso del Fundador del Opus Dei creemos poder afirmar que las consideraciones precedentes asumen un valor del todo particular. Recordar a toda persona la llamada universal a la santidad, la santificación y la santificabilidad de las realidades terrenas por medio de un trabajo llevado a cabo en unión con Cristo, de modo especial el trabajo ordinario que sigue el ejemplo de los treinta años de vida oculta de Jesús, constituyen el núcleo del mensaje del que se hizo portador en nuestros tiempos el Beato Josemaría[31]. Precisamente en esto consiste también la peculiar misión pastoral confiada al Opus Dei por la Iglesia, así como viene formulada en el momento de erigirla como Prelatura personal[32]. «Con sobrenatural intuición —afirmaba Juan Pablo II en la homilía de la Misa de la beatificación— el Beato Josemaría predicó incansablemente la llamada universal a la santidad y al apostolado. Cristo convoca a todos a santificarse en la realidad de la vida cotidiana; por tanto, el trabajo es también medio de santificación personal y de apostolado cuando es vivido en unión con Cristo, porque el Hijo de Dios, encarnándose, en cierto modo se ha unido a toda la realidad del hombre y a toda la creación. En una sociedad en la cual el deseo desenfrenado por la posesión de las cosas materiales las transforma en ídolos y en motivo de alejamiento de Dios y del ingenio humano, si se usan rectamente por la gloria del Creador y por el servicio de los hermanos, pueden ser camino para el encuentro de los hombres con Cristo»[33]. De hecho, la llamada a la imitación de la verdadera humanidad de Cristo y la exhortación a divinizar el trabajo ordinario mediante una vida plena y sinceramente filial, teniendo por fin la identificación con Cristo, acompañarán cada paso de la predicación del Beato Josemaría.

3. La Encarnación del Verbo, ley de condescendencia y fundamento de la santificabilidad de la vida ordinaria

En un primer grupo de textos del Fundador del Opus Dei que contienen la fórmula pseudoatanasiana (u otra equivalente a ella), la perfecta humanidad de Jesús, verdadero Dios pero también verdadero hombre, viene propuesta como modelo para la vida de todo cristiano. El contexto más frecuente es el de la catequesis moral sobre las virtudes, de la que hablaremos en la próxima sección, en modo particular aquellas relacionadas con el ejercicio del trabajo. Un segundo contexto, igualmente representativo, es aquél en el que la contemplación pausada de Cristo verdadero hombre «mueve» al cristiano a ponerse en relación con Dios, suscitando sentimientos de agradecimiento, pero también de contrición y deseo de correspondencia, porque la humanidad perfecta del Verbo «revela» la magnitud del amor de Dios por cada uno de nosotros.

Precisamente en este último contexto, la condición divino-humana del Hijo de Dios viene presentada como una ley de condescendencia, un misterio en el que «hay algo que debería remover a los cristianos»[34], algo que hace a los hombres más fácil la imitación de Cristo y el acceso al amor del Padre: «Cristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, para hacer llegar a los hombres su doctrina de salvación y manifestarles el amor de Dios, procedió de modo humano y divino. Dios condesciende con el hombre, toma nuestra naturaleza sin reservas, con excepción del pecado. Me produce una honda alegría considerar que Cristo ha querido ser plenamente hombre, con carne como la nuestra. Me emociona contemplar la maravilla de un Dios que ama con corazón de hombre»[35]. Desde la humanidad de Cristo a la Persona del Verbo: se traza así un recorrido ideal, capaz de revelar la divinidad a través de la contemplación del amor condescendiente manifestado en la asunción de una perfecta humanidad: «Cada uno de estos gestos humanos es gesto de Dios. Cristo es Dios hecho hombre, hombre perfecto, hombre entero. Y, en lo humano, nos da a conocer la divinidad. (...) Estamos descubriendo a Dios. Toda obra de Cristo tiene un valor trascendente: nos da a conocer el modo de ser de Dios, nos invita a creer en el amor de Dios, que nos ha creado y quiere conducirnos a su intimidad»[36].

Como es lógico, esta ley de condescendencia y de revelación toca el vértice de su llamada en la Pasión redentora: «¡Gracias, Jesús mío!, —leemos en Surco— porque has querido hacerte perfecto Hombre, con un Corazón amante y amabilísimo, que ama hasta la muerte y sufre; que se llena de gozo y de dolor; que se entusiasma con los caminos de los hombres, y nos muestra el que lleva al Cielo...»[37]. Y en el comentario al Via Crucis: «Nuestros pecados han sido la causa de la Pasión: de aquella tortura que deformaba el semblante amabilísimo de Jesús, perfectus Deus, perfectus homo. Y son también nuestras miserias las que ahora nos impiden contemplar al Señor, y nos presentan opaca y contrahecha su figura»[38].

El Beato Josemaría menciona en sus obras una costumbre muchas veces seguida en sus primeros años de sacerdocio, la de difundir el Evangelio y los libros sobre la Pasión del Señor; práctica que asociará una vez más al deseo de mover a otros a contemplar la perfección del amor divino-humano del Dios hecho hombre: «Para acercarnos a Dios hemos de emprender el camino justo, que es la Humanidad Santísima de Cristo. Por eso, aconsejo siempre la lectura de libros que narran la Pasión del Señor. Esos escritos, llenos de sincera piedad, nos traen a la mente al Hijo de Dios, Hombre como nosotros y Dios verdadero, que ama y que sufre en su carne por la Redención del mundo»[39]. Siempre en el contexto de la Pasión, la perfecta humanidad de Cristo será presentada como el motor del deseo, plenamente humano, de querer quedarse para siempre con sus discípulos, a pesar de la inminente separación; deseo que la perfecta divinidad de Jesús hará posible en el don de la Eucaristía[40].

La humanidad del Verbo, reveladora del amor del Hijo al Padre y del amor del Padre a todos los hombres en el Hijo, mueve al cristiano a tomar ejemplo de toda la vida de Jesús. De la consideración del episodio de sus tentaciones, nace un estímulo para saber luchar mejor contra nuestros límites y nuestras pasiones[41]; de la admiración de su accesibilidad, manifestada por un hambre, por una sed o por un cansancio en todo iguales a los nuestros, nace un empuje a hablar con el Señor, a establecer una relación personal con Dios en Cristo. «[El Evangelio] nos relata que Jesús, “volviendo a la ciudad, tuvo hambre, y descubriendo una higuera junto al camino se acercó allí” (Mt. 21,18-19). ¡Qué alegría, Señor, verte con hambre, verte también junto al Pozo de Sicar, sediento! (Jn. 4,7). Te contemplo perfectus Deus, perfectus homo, verdadero Dios, pero verdadero Hombre: con carne como la mía. “Se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo” (Fil. 2,7), para que yo no dudase nunca de que me entiende, de que me ama. “Tuvo hambre”. Cuando nos cansemos —en el trabajo, en el estudio, en la tarea apostólica—, cuando encontremos cerrazón en el horizonte, entonces, los ojos a Cristo: a Jesús bueno, a Jesús cansado, a Jesús hambriento y sediento. ¡Cómo te haces entender, Señor, cómo te haces querer!»[42]. Con palabras análogas, volverá en otra homilía sobre el mismo tema: «Tenía hambre. ¡El Hacedor del universo, el Señor de todas las cosas padece hambre! ¡Señor, te agradezco que —por inspiración divina— el escritor sagrado haya dejado ese rastro en este pasaje, con un detalle que me obliga a amarte más, que me anima a desear vivamente la contemplación de tu Humanidad Santísima! Perfectus Deus, perfectus homo, perfecto Dios, y perfecto Hombre de carne y hueso, como tú, como yo»[43].

La centralidad que la santificación del trabajo y de los deberes del propio estado ocupa en la predicación del Fundador del Opus Dei, le llevará a proponer insistentemente el valor redentor de la vida ordinaria de Jesús de Nazaret, cuyo fundamento teológico sitúa una vez más en la doble naturaleza, divina y humana del Hijo de Dios: «Si os fijáis, entre las muchas alabanzas que dijeron de Jesús los que contemplaron su vida, hay una que en cierto modo comprende todas...”Bene omnia fecit” (Mc. 7,37), todo lo ha hecho admirablemente bien: los grandes prodigios, y las cosas menudas, cotidianas, que a nadie deslumbraron, pero que Cristo realizó con la plenitud de quien es perfectus Deus, perfectus homo, perfecto Dios y hombre perfecto. Toda la vida del Señor me enamora. Tengo, además, una debilidad particular por sus treinta años de existencia oculta en Belén, en Egipto y en Nazaret. Ese tiempo —largo—, del que apenas se habla en el Evangelio, aparece desprovisto de significado propio a los ojos de quien lo considera con superficialidad. Y, sin embargo, siempre he sostenido que ese silencio sobre la biografía del Maestro es bien elocuente, y encierra lecciones de maravilla para los cristianos. Fueron años intensos de trabajo y de oración, en los que Jesucristo llevó una vida corriente —como la nuestra, si queremos—, divina y humana a la vez»[44]. Encontramos constantemente expresiones análogas, en las cuales se ilumina el valor redentor del trabajo ordinario —en especial, el escondido y hecho de cosas aparentemente poco importantes— cuando se lleva a cabo en unión con Cristo. Un buen número de ellas nacen precisamente de una referencia al misterio de la Encarnación o a la condición divino-humana de Jesús de Nazaret. Consideraciones a menudo propuestas con tonos llenos de emotividad, como de alguien que quiere desvelar un descubrimiento que ha caracterizado profundamente toda su vida: «Al comportarnos con normalidad —como nuestros iguales— y con sentido sobrenatural, no hacemos más que seguir el ejemplo de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre. Fijaos en que toda su vida está llena de naturalidad. Pasa seis lustros oculto, sin llamar la atención, como un trabajador más, y le conocen en su aldea como el hijo del carpintero (...) No había en Jesús ningún indicio extravagante. A mí, me emociona esta norma de conducta de nuestro Maestro, que pasa como uno más entre los hombres»[45].

4. La Encarnación en el horizonte de la relación entre naturaleza y gracia: nadie puede superar al cristiano en humanidad

Como se ha indicado antes, una significativa serie de referencias a la fórmula pseudoatanasiana aparece en el contexto de la enseñanza sobre las virtudes. Dentro de este tema, como otros autores han puesto ya de relieve, se contienen algunos aspectos importantes con respecto a una visión de la relación entre naturaleza y gracia precisamente a partir del misterio de la Encarnación[46].

En la homilía Las virtudes humanas, pronunciada en 1941 y recogida en Amigos de Dios, las alusiones a la fórmula pseudoatanasiana son al menos siete y los oyentes son explícitamente invitados, antes que cualquier otra cosa, a profundizar en el misterio del Verbo encarnado[47]. Su doble naturaleza es presentada como el paradigma de la armonía que debe existir entre virtudes humanas y sobrenaturales, entre naturaleza y gracia: «Cristo es Perfectus Deus, perfectus homo: Dios, segunda Persona de la Trinidad Beatísima, y hombre perfecto. Trae la salvación, y no la destrucción de la naturaleza»[48]. La misma idea será recogida en un punto de Surco: «Iesus Christus, perfectus Deus, perfectus homo... Muchos son los cristianos que siguen a Cristo, pasmados ante su divinidad, pero lo olvidan como hombre..., y fracasan en el ejercicio de las virtudes sobrenaturales —a pesar de todo el armatoste externo de piedad—, porque no hacen nada por adquirir las virtudes humanas»[49].

La relación entre naturaleza y gracia nos parece que debe ser leída en dos líneas, una ascendente y otra descendente. Según la primera, el recto ejercicio de las virtudes humanas constituye el fundamento de las virtudes cristianas (utilizamos el adjetivo cristiano a posta, en lugar de sobrenatural, a causa de su mayor carga noético-positiva). De ello, es un ejemplo explícito el siguiente texto: «En este mundo, muchos no tratan a Dios; son criaturas que quizá no han tenido ocasión de escuchar la palabra divina o que la han olvidado. Pero sus disposiciones son humanamente sinceras, leales, compasivas, honradas. Y yo me atrevo a afirmar que quien reúne esas condiciones está a punto de ser generoso con Dios, porque las virtudes humanas componen el fundamento de las sobrenaturales. Es verdad que no basta esa capacidad personal: nadie se salva sin la gracia de Cristo. Pero si el individuo conserva y cultiva un principio de rectitud, Dios le allanará el camino: y podrá ser santo porque ha sabido vivir como hombre de bien»[50].

En un sujeto que «conserva y cultiva un principio de rectitud», haciendo fructificar generosamente los talentos recibidos, la naturaleza se dispone a ser elevada por la gracia, empujada por aquella abnegación y por aquella generosidad que cada ejercicio virtuoso sincero y auténtico lleva consigo. Se requiere el ejercicio de la libertad, la orientación a no vivir ya para sí mismos sino por los demás; se requiere la capacidad de reconocer los valores buenos y nobles contenidos en tales realidades de la tierra. Sin esta base, el cristianismo quedaría desencarnado, puro espiritualismo incapaz de integrarse en una verdadera unidad de vida, inadecuado no sólo para afrontar los desafíos de la historia, sino también para asumir las tareas propias de la misión de la Iglesia en el mundo.

En su lectura descendente, la relación entre gracia y naturaleza a partir del principio de Encarnación nos dice que todo lo que Cristo propone al hombre es, precisamente por eso, una auténtica promoción de todo aquello que es profundamente humano. En todo creyente debe nacer entonces el deseo sincero de trabajar en las cosas del mundo sin complejos ni limitaciones, sin inhibiciones respecto a la propia fe, porque su ser cristiano es precisamente lo que puede hacer al mundo más humano: «El cristiano es uno más en la sociedad; pero de su corazón desbordará el gozo del que se propone cumplir, con la ayuda constante de la gracia, la Voluntad del Padre. Y no se siente víctima, ni capitidisminuido, ni coartado. Camina con la cabeza alta, porque es hombre y es hijo de Dios»[51]. El creyente es consciente de que conocer su condición de creado en Cristo, le ha desvelado definitivamente la verdad sobre la naturaleza humana[52], así como, la condición creada —o sea, referida ontológicamente a Dios— del mundo y de la historia, le desvela también el sentido y la verdad de todas las cosas. Aquí yace, a nuestro parecer, el sentido más profundo de aquella «naturalidad» que todo cristiano, precisamente en cuanto cristiano, está llamado a vivir en medio de un mundo humano[53].

La gracia y la luz recibidas de la Revelación no son para la naturaleza algo yuxtapuesto, ni mucho menos algo superfluo. Las virtudes cristianas desvelan a su fundamento, es decir, a las virtudes naturales, cuál es su origen y su fin — su tèlos—, en el sentido de pleno cumplimiento y significado. A imitación de Cristo, verdadero hombre, el cristiano es, por tanto, hombre completo. Sólo teniendo bien unidos estos dos polos y la armonía de estas dos vertientes, se puede dar razón de la verdad de la Encarnación: «Cierta mentalidad laicista y otras maneras de pensar que podríamos llamar pietistas, coinciden en no considerar al cristiano como hombre entero y pleno. Para los primeros, las exigencias del Evangelio sofocarían las cualidades humanas; para los otros, la naturaleza caída pondría en peligro la pureza de la fe. El resultado es el mismo: desconocer la hondura de la Encarnación de Cristo, ignorar que el Verbo se hizo carne, hombre, y habitó en medio de nosotros (Jn 1, 14)»[54].

El tema de las virtudes humanas como fundamento de las cristianas, de la naturaleza como presupuesto de la gracia, merece algunas precisaciones. La insistencia del Fundador del Opus Dei en las virtudes humanas —son conocidos, por ejemplo, su amor a la lealtad y la sinceridad, que reconocía como auténticos valores presentes en muchos ambientes, también no cristianos, o su insistencia en la necesidad del estudio y de la competencia profesional— no debe ser leída en sentido naturalista. Sería una falsa interpretación, de carácter semipelagiano, pensar que una naturaleza más noble y más fuerte constituya un mejor presupuesto para la acción de la gracia, justificando erróneamente un cuidado de la naturaleza como si fuera un fin para sí mismo. En una perspectiva de ese género, el horizonte virtuoso sería fácilmente interpretado como una mera forma de equilibrio o de eficacia humana. Cuando, en cambio, la naturaleza se pone en camino hacia un cumplimiento que va más allá de sí misma, y las cualidades humanas hacia una perfección que supera el interés individual de quien las ejercita, las virtudes humanas reconocen implícitamente su tèlos, no ya en la naturaleza misma, sino en algo que las trasciende, abriéndose así a la acción gratuita de la gracia divina. Es sólo desde esta última que, mediante la Revelación y la fe, puede llegar la verdadera luz que da significado pleno a todo valor humano: «Nuestra fe —afirmará el Beato Josemaría en la misma homilía sobre las virtudes humanas— confiere todo su relieve a estas virtudes que ninguna persona debería dejar de cultivar. Nadie puede ganar al cristiano en humanidad. Por eso el que sigue a Cristo es capaz —no por mérito propio, sino por gracia del Señor— de comunicar a los que le rodean lo que a veces barruntan, pero no logran entender: que la verdadera felicidad, el auténtico servicio al prójimo pasa sólo por el Corazón de Nuestro Redentor, perfectus Deus, perfectus homo»[55].

La economía divino-humana inaugurada por el evento de la Encarnación, cuyo misterio estaba y está presente en el orden histórico-real del plano divino sobre la creación, hace que existan sólo dos modos de vivir sobre la tierra: o se vive una vida divina, o una vida animal, más o menos ilustrada: «No olvidemos jamás que para todos —para cada uno de nosotros, por tanto— sólo hay dos modos de estar en la tierra: se vive vida divina, luchando para agradar a Dios; o se vive vida animal, más o menos humanamente ilustrada, cuando se prescinde de Él. Nunca he concedido demasiado peso a los santones que alardean de no ser creyentes: los quiero muy de veras, como a todos los hombres, mis hermanos; admiro su buena voluntad, que en determinados aspectos puede mostrarse heroica, pero los compadezco, porque tienen la enorme desgracia de que les falta la luz y el calor de Dios, y la inefable alegría de la esperanza teologal. Un cristiano sincero, coherente con su fe, no actúa más que cara a Dios, con visión sobrenatural; trabaja en este mundo, al que ama apasionadamente, metido en los afanes de la tierra, con la mirada en el Cielo»[56].

5. Las consecuencias de la lex incarnationis: estar en el mundo sin ser del mundo, para reconducir a Dios el mundo a través del trabajo

La lógica que nos ha sido entregada por el evento de la Encarnación revela que el mundo es en sí bueno, ordenable a Dios. En consecuencia, el cristiano debe estar presente en el mundo y en todas las actividades humanas mediante su trabajo, para alcanzar el cumplimiento de este ordenamiento en unión con Cristo. En la historia humana, marcada por el pecado, tal ordenamiento asumirá necesariamente también un carácter de redención. Como el Verbo ha asumido sobre Sí una naturaleza idéntica a la nuestra, excepto en el pecado, así el cristiano, plenamente inmerso en las realidades del mundo, las asume sobre sí mismo y debe compartirlas enteramente, excepto el pecado mismo. Sin embargo, del pecado, él —como Cristo— asume las consecuencias, las recoge como una materia que hay que purificar y reconducir en el álveo del proyecto divino, según un encargo que puede con razón llamarse corredención con Cristo de esas mismas realidades[57]: «No me cansaré de repetir, por tanto, que el mundo es santificable; que a los cristianos nos toca especialmente esa tarea, purificándolo de las ocasiones de pecado con que los hombres lo afeamos, y ofreciéndolo al Señor como hostia espiritual, presentada y dignificada con la gracia de Dios y con nuestro esfuerzo. En rigor, no se puede decir que haya nobles realidades exclusivamente profanas, una vez que el Verbo se ha dignado asumir una naturaleza humana íntegra y consagrar la tierra con su presencia y con el trabajo de sus manos. La gran misión que recibimos, en el Bautismo, es la corredención»[58]. El enlace entre trabajo humano y Encarnación del Verbo no se refiere, por tanto, solamente al plano ejemplar. El cristiano no está llamado a trabajar sólo porque Cristo mismo, verdadero hombre, ha querido trabajar en esta tierra. Esta motivación, aun siendo correcta, resultaría insuficiente. El trabajo pertenece al misterio de Cristo porque, a través de él, el cristiano reproduce en sí la misma economía salvífica inaugurada por la Encarnación, la del Hijo enviado por el Padre al mundo en una verdadera humanidad, para ligarse así a una creación que Él redime y salva. Y esto es especialmente verdadero para aquellos cristianos que trabajan en el saeculum como tarea propia, es decir los fieles laicos. Estas implicaciones de la lex incarnationis vienen resumidas por el Fundador del Opus Dei con palabras análogas a las precedentes: «No hay nada que pueda ser ajeno al afán de Cristo. Hablando con profundidad teológica, es decir, si no nos limitamos a una clasificación funcional; hablando con rigor, no se puede decir que haya realidades —buenas, nobles, y aun indiferentes— que sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre los hijos de los hombres, ha tenido hambre y sed, ha trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia, ha experimentado el dolor y la muerte. (...) Hemos de amar el mundo, el trabajo, las realidades humanas. Porque el mundo es bueno; fue el pecado de Adán el que rompió la divina armonía de lo creado, pero Dios Padre ha enviado a su Hijo unigénito para que restableciera esa paz. Para que nosotros, hechos hijos de adopción, pudiéramos liberar a la creación del desorden, reconciliar todas las cosas con Dios»[59].

A causa de aquella conciencia que deriva de la dimensión descendente de la relación entre gracia y naturaleza, entre lo que es cristiano y lo que es humano, no hay ámbitos de la vida cultural o social en los cuales los creyentes no puedan proponer, con la cabeza bien alta, las consecuencias y luces provenientes de su fe: «Sería lamentable que alguno concluyera, al ver desenvolverse a los católicos en la vida social, que se mueven con encogimiento y capitidisminución. No cabe olvidar que nuestro Maestro era —¡es!— “perfectus Homo” —perfecto Hombre»[60]. La apelación a una praxis cristiana que alcance a iluminar y a dejar huella en la esfera social es, en muchos textos del Beato Josemaría, explícita y precisa: «La tarea apostólica que Cristo ha encomendado a todos sus discípulos produce, por tanto, resultados concretos en el ámbito social. No es admisible pensar que, para ser cristiano, haya que dar la espalda al mundo, ser un derrotista de la naturaleza humana. Todo, hasta el más pequeño de los acontecimientos honestos, encierra un sentido humano y divino. Cristo, perfecto hombre, no ha venido a destruir lo humano, sino a ennoblecerlo, asumiendo nuestra naturaleza humana, menos el pecado: ha venido a compartir todos los afanes del hombre, menos la triste aventura del mal. El cristiano ha de encontrarse siempre dispuesto a santificar la sociedad desde dentro, estando plenamente en el mundo, pero no siendo del mundo...»[61].

El continuo referirse a la perfección divino-humana del Verbo, evitando cuidadosamente confundir los planos, pero teniéndolos bien enlazados en cuanto forman parte de la misma economía de la salvación, reviste gran interés precisamente con el fin de la recta comprensión de cuál ha de ser una autentica «praxis cristiana». Una convencida y simultánea afirmación del perfectus Deus, perfectus homo evita tanto el error del «materialismo» como el del «espiritualismo»[62]. Lo divino no puede ser absorbido por lo humano, hasta disolverse la gracia en la naturaleza, ni lo humano debe ser penalizado a cargo de lo divino, hasta perder su propia consistencia. Un trabajo que no sabe convertirse en oración cesará pronto de ser un trabajo cristiano, una conducta humana que no sabe nutrirse de los sacramentos de la gracia acabará por ocultar a Cristo, en lugar de hacerlo presente en el mundo. Por su parte, la naturaleza, para servir a la gracia, debe seguir siendo naturaleza, creada buena por las manos de Dios: la nueva creación no destruye la primera, sino que la reconcilia con el Padre, reconduciéndola a su verdadero fin; Jesús no abandona su cuerpo humano a la corrupción, por el contrario lo hace presente a la derecha del Padre.

En la predicación del Fundador del Opus Dei estos contenidos aparecen en numerosos contextos y con un lenguaje en ocasiones radical: él hablará por ejemplo de su “anticlericalismo”, o de un verdadero y propio “materialismo cristiano” opuesto tanto al clericalismo y a falsos espiritualismos, como a los materialismos cerrados a la acción del Espíritu, o también de “divinización buena” y “divinización mala”, para distinguir la bondad de una naturaleza que sabe abrirse a la acción de la gracia, de la situación de una naturaleza que, con el pretexto de unirse con lo divino, no respeta o descuida las exigencias y deberes que son propios de su estado[63]. Como otros autores previamente han puesto de relieve, la homilía Amar al mundo apasionadamente representa el lugar en el que tal enseñanza se expone con una sorprendente claridad y con mayor profundidad[64].

Las consecuencias de la lex incarnationis y el sentido de la analogía entre vida cristiana y condición divino-humana del Verbo, encuentran finalmente su acabada expresión cuando se dirige la atención desde la relación “objetiva” entre naturaleza y gracia hacia su dimensión “subjetiva”, esto es, cuando se reflexiona no ya sobre la doble naturaleza humana y divina, sino sobre la única Persona del Verbo. En la Persona de Jesús hay siempre el Yo divino que actúa, y es precisamente ésta la condición que hace de aquellas acciones unas acciones salvíficas. Por lo tanto las acciones del cristiano, si quieren participar plenamente de aquella economía y así poder corredimir, deben ser cumplidas en unión con la Persona de Cristo, casi como una prolongación de Su humanidad[65]. Esto ayuda a comprender porqué en la doctrina del Fundador del Opus Dei es prácticamente imposible separar todo lo hasta aquí dicho sobre el misterio del perfectus Deus, perfectus homo —con todas sus consecuencias sobre la santificación de la vida ordinaria y la reconducción del mundo a Dios— de su insistente exhortación a la identificación con Cristo, mediante su reclamo a la condición del cristiano como alter Christus, ipse Christus. Aquí también encuentra su lugar en la dogmática, como posterior determinación, la doctrina sobre la filiación divina, la cual no manifiesta sino la modalidad de esta identificación, esto es, como hijos en el Hijo. Quien reconduce el mundo al Padre en el único Espíritu es el mismo Hijo, y los cristianos pueden hacerlo sólo en la medida en que son «uno», por medio del Espíritu, con este Hijo[66].

6. Saber ser humanos para poder ser divinos: la condición divina y humana de Cristo como modelo de la unidad de vida del cristiano

En los escritos del Fundador del Opus Dei, así como en su predicación oral encontramos numerosas exhortaciones que impulsan a considerar al mismo tiempo la dimensión terrena-humana y la celeste-divina, propias de toda existencia cristiana. Estas dos dimensiones vienen unidas entre sí con naturalidad y singular riqueza expresiva, en testimonio no sólo de su posible coexistencia, sino también de su recíproco dinamismo. Frases como «ser contemplativos en medio del mundo», «hacer divinos los caminos de la tierra», «transformar en endecasílabos la prosa ordinaria», «tener un solo corazón para amar a Dios y a los hombres», «tener los pies en la tierra y la cabeza en el cielo», «ser humanos para poder ser divinos» —todas lo suficientemente conocidas y generosamente usadas como para ahorrarnos aquí las referencias puntuales— tienen en común, una vez más, la intuición de poder tomar, como ejemplo de vida y modelo de comprensión, la simultánea presencia de la naturaleza divina y de la naturaleza humana del Hijo de Dios hecho hombre. Nos lleva a pensar así el hecho de que muchos de los pasajes en los que dichas frases aparecen presentan con frecuencia una referencia al misterio de la Encarnación[67]. En una página de la ya citada homilía sobre las virtudes humanas, encontramos algunas de estas ideas explícitamente asociadas a una nueva mención de la fórmula pseudoatanasiana: «Si aceptamos nuestra responsabilidad de hijos suyos, Dios nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra. El precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo. El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de Nuestro Señor, que nos quiere —insisto— muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a El, que es perfectus Deus, perfectus homo»[68].

La convicción de que el cristiano deba saber conjugar el ser humano y el ser divino es sin duda una de las más radicadas en el pensamiento del Beato Josemaría. En un modo más preciso, estamos ante la certeza de que para poder ser divinos, es necesario saber ser muy humanos: «Él, perfectus Deus, perfectus Homo —perfecto Dios y perfecto Hombre—, que tenía toda la felicidad del Cielo, quiso experimentar la fatiga y el cansancio, el llanto y el dolor..., para que entendamos que ser sobrenaturales supone ser muy humanos»[69]. Y también: «Para ser divinos, para endiosarnos, hemos de empezar siendo muy humanos, viviendo cara a Dios nuestra condición de hombres corrientes, santificando esa aparente pequeñez»[70]. Además de la santificación de la vida ordinaria, uno de los lugares privilegiados donde se desarrolla tal paralelismo es en los comentarios acerca del corazón amante: «Pero fijaos en que Dios no nos declara: en lugar del corazón, os daré una voluntad de puro espíritu. No: nos da un corazón, y un corazón de carne, como el de Cristo (...) No me cansaré de repetirlo: tenemos que ser muy humanos; porque, de otro modo, tampoco podremos ser divinos»[71]. A esta línea ascendente (un corazón humano para poder amar de un modo divino), corresponde una descendente (un corazón lleno de Dios para poder amar de modo auténticamente humano), porque «no existe corazón más humano que el de una criatura que rebosa sentido sobrenatural»[72].

Pero, ¿qué se quiere decir con la expresión «saber ser humanos para poder ser divinos»? Se trata, en nuestra opinión, de un modo fecundo y sintético de reproducir una precisa visión de la relación entre naturaleza y gracia, una vez más centrado en el misterio de la Encarnación, que engloba muchos de los aspectos ya vistos anteriormente. Es necesario saber ser humanos, porque la «humanidad» es el lenguaje con el que Dios ha hablado al mundo, el lenguaje del trabajo y del padecimiento, de la vida ordinaria y de la fidelidad, del amor y de la muerte; sólo quien tiene experiencia de este modo humano de vivir y de comunicar puede comprender lo que Dios, en Cristo, ha querido revelarnos. Más todavía, es necesario saber ser humanos para ser divinos, porque la humanidad es el lugar de nuestra santificación, la materia que podemos ofrecer a Dios, la «condición» para podernos unir a Cristo en el trabajo y en el descanso, en la alegría y en el llanto. En definitiva, debemos ser humanos, si queremos ser divinos, porque «humano» es nuestro modo de reconocer el Amor y humano es nuestro modo de amar. El punto de interés —y el segundo paso que completa la circularidad del dinamismo— es que en el mismo momento en que comprendemos que todas estas realidades humanas no son insignificantes, porque Cristo mismo las ha vivido, y entonces nos esforzamos por vivirlas en unión con Él, ahora éstas adquieren un significado y hasta un status divino, son capaces de corredimir, asociadas al misterio de la redención. «Somos cristianos corrientes; trabajamos en profesiones muy diversas; nuestra actividad entera transcurre por los carriles ordinarios; todo se desarrolla con un ritmo previsible. Los días parecen iguales, incluso monótonos... Pues, bien: ese plan, aparentemente tan común, tiene un valor divino; es algo que interesa a Dios, porque Cristo quiere encarnarse en nuestro quehacer, animar desde dentro hasta las acciones más humildes»[73]. El trabajo, las virtudes, el corazón, el amor de una persona que vive en la gracia de la caridad filial no son ya un trabajo, las virtudes, un corazón o un amor humanos, sino que vienen transformados, divinizados, dando origen a un modo divino de trabajar, de amar, de vivir. Para que esta dinámica divino-humana se realice concretamente en la vida de cada uno, la identificación del cristiano con Cristo, como hemos señalado en la sección precedente, reviste un papel absolutamente central en cuanto constituye la condición de su misma posibilidad: «Cuando luchamos por ser verdaderamente ipse Christus, el mismo Cristo, entonces en la propia vida se entrelaza lo humano con lo divino. Todos nuestros esfuerzos —aun los más insignificantes— adquieren un alcance eterno, porque van unidos al sacrificio de Jesús en la Cruz»[74].

A la luz del misterio de la Encarnación, la particular coherencia con la que debe comportarse el cristiano que vive en el mundo puede denominarse con razón «unidad de vida». Que se manifiesta ya en ser conscientes de las implicaciones morales y teologales de su condición secular, ya en la armonía entre trabajo y oración, entre la dedicación a las realidades familiares, profesionales y sociales y el diálogo continuo con Dios[75]. Vive en unidad de vida el cristiano que sabe ser contemplativo en medio del mundo, que sabe hacer divinos los caminos de la tierra, que sabe estar contemporáneamente en la tierra y en el Cielo, tal vez con los vértigos de un hombre que se sabe embarcado en un trabajo divino, pero que no se queda por esto amedrentado: «Hemos de estar —y tengo conciencia de habéroslo recordado muchas veces— en el Cielo y en la tierra, siempre. No entre el Cielo y la tierra, porque somos del mundo. ¡En el mundo y en el Paraíso a la vez! Esta sería como la fórmula para expresar cómo hemos de componer nuestra vida, mientras permanezcamos in hoc saeculo. En el cielo y en la tierra, endiosados; pero sabiendo que somos del mundo y que somos de la tierra, con la fragilidad propia de lo que es tierra...»[76].

Enseñanzas análogas aparecerán en el contexto de la «presencia de Dios», esto es, de aquella forma de oración continua que sabe servirse de las cosas más materiales y ordinarias de la vida terrena para hacer de ellas ocasión de diálogo filial con Dios-Padre, elevándolas a un plano divino. También en este contexto la reflexión del fundador del Opus Dei se despliega sobre la polaridad tierra-Cielo, vida humana-vida divina, centrada con frecuencia en torno a una referencia cristológica[77]. Quizás el ejemplo más ilustrativo lo constituye su exhortación habitual a ser contemplativos en la vida ordinaria, utilizando como itinerario espiritual el que se dirige «de la trinidad de la tierra a la Trinidad del Cielo», de la santa Familia de Nazaret al misterio del Dios Uno y Trino: «Trato de llegar a la Trinidad del Cielo por esa otra trinidad de la tierra: Jesús, María y José. Están como más asequibles. Jesús, que es perfectus Deus y perfectus Homo. María, que es una mujer, la más pura criatura, la más grande: más que ella, sólo Dios. Y José, que está inmediato a María: limpio, varonil, prudente, entero. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué modelos! Sólo con mirar, entran ganas de morirse de pena: porque, Señor, me he portado tan mal... No he sabido acomodarme a las circunstancias, divinizarme. Y Tú me dabas los medios: y me los das, y me los seguirás dando..., porque a lo divino hemos de vivir humanamente en la tierra»[78]. Es interesante señalar que en esta analogía el quicio está representado por el mismo Cristo Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, asociado a través de su naturaleza humana a la vida de María y de José, y unido, a través de su naturaleza divina, al misterio de su vida intratrinitaria.

Si la caridad filial propia de la condición de hijos de Dios, en definitiva la gracia creada, es la causa formal intrínseca que hace posible tal unidad de vida, porque confiere una «forma filial» a toda acción del cristiano, la coexistencia de las dos naturalezas, humana y divina, del Verbo es de alguna manera la causa formal ejemplar: la unidad de vida es el reflejo de la vida de Cristo en el cristiano[79]. Unidad de vida, sentido de la filiación divina, condición del cristiano como alter Christus, ipse Christus y contemplación-imitación del perfectus Deus, perfectus homo, son en realidad modos diversos de acceder al más profundo y mismísimo núcleo de la existencia y de la praxis cristiana, admirablemente resumido por San Pablo en las palabras «Con Cristo estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí»[80]. El misterio de la Cruz será por esto el lugar privilegiado de esta identificación y, al mismo tiempo, de la plenitud de su revelación filial. Manifestando una implícita coherencia dogmática, la predicación del Beato Josemaría nos ofrecerá también numerosas páginas sobre esta última implicación[81].

7. Observaciones conclusivas

El cristocentrismo del Beato Josemaría Escrivá presenta una gran coherencia de fondo. Al cambiar la clave de lectura que se utiliza —el sentido de la filiación divina, la unidad de vida, la identificación con Cristo o el ejemplo que Él nos da como verdadero Dios y verdadero hombre— se encuentran inalterados los contenidos esenciales de su mensaje espiritual: de la vida de oración a la santificación del trabajo; de la llamada universal a la santidad al empeño por corredimir con Cristo. Más que hablar de diversas claves, sería más correcto hablar de una única clave de comprensión de la existencia cristiana en el mundo, Cristo mismo y el misterio de su Encarnación, al cual podemos acceder a través de varias líneas de fuerza paralelas.

Sostenemos que la reflexión sobre la perfecta humanidad y la perfecta divinidad del Verbo es, de estas líneas de fuerza, una de las más fecundas, bien por la alta frecuencia de las referencias presentes en sus obras, bien por la capacidad de abarcar los principales temas de su predicación y de sus enseñanzas. Ésta actúa sobre todo en el nivel de causalidad ejemplar, comprendida en sentido fuerte —totus in suis, totus in nostris, según la expresión leoniana— como intuición, referencia constante del razonamiento, analogía sobre la cual apoyar y desarrollar las diversas argumentaciones. Al mismo tiempo —es oportuno subrayarlo explícitamente— nos encontramos frente a un modelo vivo, no a una idea o un simple principio hermenéutico de lectura teórica. Los argumentos y las enseñanzas propuestos surgen de la contemplación de la vida de Cristo, del deseo de dialogar con Él y de unirse a Él, abrazando todo el horizonte de Su historia terrena, sin olvidarse nunca de Su condición eterna. Surgen de ahí provechosos usos de la lex incarnationis, entendida como ley de condescendencia de gran valor revelador, como modelo para la unidad de vida del cristiano, como paradigma para una visión de la relación entre naturaleza y gracia, como punto de referencia para iluminar una praxis histórica de compromiso en el mundo que pueda llamarse de veras «cristiana». La referencia al Verbo encarnado, perfectus Deus, perfectus homo, no llega nunca a ser un expediente para «resolver conceptualmente» dichas temáticas, sino por el contrario representa la manera más coherente para mostrar su contenido mistérico, es decir, su asociabilidad al misterio del Hombre-Dios. No se trata, por tanto, de un empobrecimiento del misterio con una fácil simplificación del evento cristiano, sino del reconocimiento de que todo lo que pertenece a ese evento —y a la historia originada de él— debe hacer necesariamente referencia al horizonte del misterio de Cristo.

Sería atrayente, pero no es ésta la sede, poner en relación muchas de las consideraciones desarrolladas por el Beato Josemaría sobre los temas apenas citados, con el magisterio del Concilio Vaticano II y con el de pontificados sucesivos, especialmente con las enseñanzas de Juan Pablo II. El interés de la comparación nace también del hecho de que las obras del Fundador del Opus Dei hasta ahora publicadas, utilizadas aquí como base para nuestro estudio, recogen en buena parte material escrito anteriormente a los años en los que tuvieron origen tanto aquel magisterio eclesial, como la discusión teológica que acompañó su preparación.

[1] CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Dei Verbum, n.2.

[2] Col 2,3.

[3] CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Dei Verbum, n.8.

[4] CONGREGACIÓN PARA LA CAUSA DE LOS SANTOS, Decreto pontificio sobre el ejercicio heroico de las virtudes del Siervo de Dios Josemaría Escrivá, 9.IV.1990. Citamos la traducción castellana aparecida en El Venerable Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer. Hoja informativa n. 12 (1990), pp. 4-8. El texto original en latín puede leerse en Romana 6 (1990), pp. 22-25.

[5] Es significativo, a este propósito, el testimonio directo de Mons. Álvaro del Portillo: «La profunda percepción de la riqueza del misterio del Verbo Encarnado fue el cimiento sólido de la espiritualidad del Fundador. Comprendió que, con la Encarnación del Verbo, todas las realidades humanas honestas se elevaban al orden sobrenatural: trabajar, estudiar, sonreír, llorar, cansarse, descansar, cultivar la amistad, etc., habían sido, entre tantas otras, acciones divinas en la vida de Jesucristo; podían compenetrarse perfectamente con la vida interior, y el apostolado: en una palabra con la búsqueda de la santidad. (A. DEL PORTILLO, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, realizada por Cesare Cavalleri, Rialp, Madrid 1993, p. 77)

[6] En las biografías del Fundador del Opus Dei, esa imagen viene comúnmente indicada como «el Niño de don Josemaría» y es todavía custodiada en el Patronato de Santa Isabel, en Madrid. Cfr. A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 1983, p. 150; A. SASTRE, Tiempo de caminar, Rialp, Madrid 1989, p. 138. Más recientemente, A. VÁZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, vol. I, Rialp, Madrid 1997, pp. 406-407. A esta imagen se refieren muy probablemente las palabras autobiográficas con las cuales el Fundador del Opus Dei comenta el tercer misterio gozoso del Rosario, en Santo Rosario, Rialp, Madrid 1983.

[7] En la imposibilidad de resumir todas las precedentes contribuciones de carácter teológico relacionadas de algún modo con el cristocentrismo del Beato Josemaría, hacemos un elenco de aquellas que a nuestro juicio tienen más que ver con nuestro tema: A. ARANDA, Il cristiano “alter Christus, ipse Christus”, en Santità e Mondo, Lib. Ed. Vaticana, Città del Vaticano 1994, pp. 101-147; J.L. CHABOT, Responsabilità di fronte al mondo e libertà, en ibid., pp. 197-217; P. RODRÍGUEZ, Vocación,trabajo, contemplación. II: El mundo como tarea moral y V: La economía de la salvación y la secularidad cristiana, EUNSA, Pamplona 1986, pp. 37-58 y 123-218; idem., “Omnia traham ad meipsum”. Il significato de Gv 12.32 nell’esperienza spirituale di mons. Escrivá de Balaguer, en Annales theologici 6 (1992), pp. 5-34; idem., Vivir santamente la vida ordinaria, en Josemaría Escrivá de Balaguer y la universidad, EUNSA, Pamplona 1933, pp. 197-258; J.L. ILLANES, Iglesia en el mundo: la secularidad de los miembros del Opus Dei, en El Opus Dei en la Iglesia, Rialp, Madrid 1993; C. FABRO, Virtù umane e soprannaturali nelle omelie di mons. Escrivá, en Studi Cattolici 27 (1983), n. 265, pp. 181-185; F. OCÁRIZ, I. DE CELAYA, Vivir como hijos de Dios. Estudios sobre el Beato Josemaría Escrivá, EUNSA, Pamplona 1993.

[8] Cfr. Rm 16, 25-26; Ef 1, 3-23; Ef 3,9; Col 1, 13-20.

[9] Cfr. Ef 3, 3-4; Col 2, 2-3.

[10] Cfr. Ef 1, 4-5; Rom 8,29; Col 1,18.

[11] Cfr. Ef 2, 6-7; Col 3, 1-4. Sobre este tema véase también H. SCHLIER, La lettera agli Efesini, Commentario Teologico del Nuovo Testamento, Paideia, Brescia 1973, p.63.

[12] Cfr. Jn 1, 1-3; Heb 1, 2-3; Ef 1, 9-10; Col 1, 16-17; 1 Cor 8,6.

[13] Cfr. 1 Cor 3, 21-23; Col 1, 24-27; Rom 8, 28-32.

[14] «Deus est ex substantia Patris ante saecula genitus, et homo est ex substantia matris, in saeculo natus; perfectus Deus, perfectus homo ex anima rationali [rationabili] et humana carne subsistens» (Símbolo Quicumque, DH, 76). Seguimos aquí las citas de la 37ª ed. del Enchiridion Symbolorum, antes DENZINGER-SCHÖNMETZER (DS) y ahora DENZINGER-HÜNERMANN (DH), Dehoniane, Bologna 1995. Para la versión en castellano disponemos de Denzinger-El Magisterio de la Iglesia (Dz), traducción realizada por Daniel Ruiz Bueno, Ed. Herder, Barcelona 1963.

[15] Cfr. Surco, nn. 652 y 687; Forja, n. 290; Es Cristo que pasa, nn. 13, 83, 89, 107, 117, 151; Amigos de Dios, nn. 50, 56, 73, 75, 93, 176, 201, 241; Via Crucis, estac. VI, n. 1. J.L. Chabot registra una frecuencia un poco inferior («non meno di quattordici volte», cfr. Responsabilità di fronte al mondo e libertà, o.c., p. 199). Para las obras del Beato Josemaría utilizaremos las siguientes ediciones castellanas: Camino-Surco-Forja, Rialp, Madrid 1992; Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid 1973; Amigos de Dios, Rialp, Madrid 1977; Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid 1987; Via Crucis, Rialp, Madrid 1981.

[16] A los pasajes elencados en la nota precedente se deben añadir por tanto los siguientes: Surco, nn. 421 y 813; Forja, n. 182; Es Cristo que pasa, nn. 13, 14, 61, 95, 96, 109, 120, 125, 164, 166, 168, 169, 180; Amigos de Dios, nn. 74, 77, 81, 83, 121, 274, 275, 281, 299; Via Crucis, estac. VI, n. 3. El número crecería más si se añadiesen también los pasajes donde se habla de manera indirecta de las naturalezas divina y humana del Verbo como razón para fundar una particular enseñanza de vida cristiana: cfr. por ejemplo, la homilía Amar al mundo apasionadamente, en Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, nn. 114-115.

[17] A. Aranda encuentra un total de 14 repeticiones para las expresiones Alter Christus, ipse Christus, y 16 repeticiones para una sola de ellas, separadamente: cfr. A. ARANDA, Il cristiano “alter Christus, ipse Christus”, o.c., pp. 124-125.

[18] Para una historia del Símbolo Quicumque, además de la edición critica realizada por C.H. TURNER, The Athanasian Creed, en The Journal of Theological Studies 11 (1910), pp. 401-411, se puede ver J.N.D. KELLY, The Athanasian Creed, A.& C. Black, London 1964.

[19] «Illi inperfectam divinitatem in Dio Filio dicunt, isti inperfectam humanitatem in hominis Filio mentiuntur. Quod si utique inperfectus homo susceptus est, inperfectus Deus munus est, inperfecta nostra salus, quia non est totus homus salvatus» (DÁMASO I, en DH 146)

[20] SIXTO III, Formula unionis, en Dz, 142b.

[21] Para una visión global del desarrollo del dogma cristológico en este periodo, cfr. M. SERENTHÀ, Gesù Cristo, oggi e sempre. Saggio di Cristologia, LDC, Torino-Leumann 1986, pp. 220-252.

[22] «In integra ergo veri hominis perfectaque natura verus natus est Deus, totus in suis, totus in nostris— nostra autem dicimus quae in nobis ab initio Creator condidit et quae reparanda suscepit» (Tomus Leonis, en Dz, 143).

[23] Cfr. Dz 148.

[24] CONCILIO III DE CONSTANTINOPLA, Ses. 18ª, Dz 291.

[25] Ibid., Dz 292.

[26] «Para redimirnos ha venido el mismo Hijo de Dios, no un ser celeste subordinado. Pero Él es verdaderamente y sin menoscabo un hombre de nuestra naturaleza y de nuestra estirpe; esto habían sostenido los antioquenos contra el docetismo y contra ciertas tendencias del origenismo alejandrino. El Redentor no es un ser intermedio, medio Dios y medio hombre; sino que, al mismo tiempo, el verdadero Dios es Creador y un hombre real. El hecho de que este hombre es Dios no significa limitación alguna de su humanidad, sino por el contrario la plena actuación de ésta».(P. SMULDERS, Sviluppo della cristologia nella storia dei dogmi e del magistero, in Mysterium salutis, vol. 5, Queriniana, Brescia 1971, p. 586).

[27] Se trata de implicaciones ya manifestadas en la citada carta del Papa Dámaso I (cfr. DH 146) y cuyo terreno de desarrollo teológico fue especialmente obra de los Padres Capadocios.

[28] Cfr. Jn 1, 18; Heb 1,6; Rom 8,29; Rom 5,14.

[29] Cfr. Mt 11,29; Jn 13, 15-34.

[30] CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes, n. 22.

[31] Una autorizada síntesis de este núcleo puede leerse por ejemplo en el Codex iuris particularis Operis Dei, n.3, § 1, en El Opus Dei en la Iglesia, o.c., Apéndice II. A título puramente ilustrativo, pueden también releerse algunas afirmaciones presentes en las obras del Fundador, como por ejemplo en Es Cristo que pasa, nn. 45, 122; en Conversaciones con Mons. Escrivá, nn. 24, 26 y en la homilía Amar al mundo apasionadamente, en ibid., n.116.

[32] Cfr. JUAN PABLO II, Const. apost. “Ut sit”, 28-XI-1982, en AAS 75 (1983), p. 423.

[33] JUAN PABLO II, Homilía en ocasión de la Beatificación de los siervos de Dios Josemaría Escrivá y Josefina Bakhita, 17-V-1992, en Romana 8 (1992), pp. 19-20.

[34] Es Cristo que pasa, n. 13.

[35] Ibid., n. 107.

[36] Ibid., n. 109.

[37] Surco, n. 813.

[38] Via crucis, VI estación, n. 1. Cfr. también Surco, n. 687. Véase también el uso del verbo mirar en el comentario a los misterios dolorosos del Santo Rosario.

[39] Amigos de Dios n. 299. Ver también Es Cristo que pasa, n. 107.

[40] «Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor. Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda El mismo» (Es Cristo que pasa, n. 83). La misma idea aparece en otros lugares: cfr. ibid., n. 151.

[41] Cfr. Es Cristo que pasa, n. 61; cfr. Forja, n. 182.

[42] Amigos de Dios, n. 201. Cfr. ibid., n. 176.

[43] Ibid., n. 50.

[44] Amigos de Dios, n. 56.

[45] Amigos de Dios, n. 121. Ver también, por ejemplo, los textos recogidos en Conversaciones con Mons. Escrivá, nn. 10 y 55; Es Cristo que pasa, nn. 20, 174, 183-184; Amigos de Dios, n. 81. También el trabajo ordinario de Santa María participa —y por un título especialísimo— de la misma economía humano-divina instaurada con la Encarnación: «Contemplemos ahora a su Madre bendita, Madre nuestra también. En el Calvario, junto al patíbulo, reza. No es una actitud nueva de María. Así se ha conducido siempre, cumpliendo sus deberes, ocupándose de su hogar. Mientras estaba en las cosas de la tierra, permanecía pendiente de Dios. Cristo, perfectus Deus, perfectus homo quiso que también su Madre, la criatura más excelsa, la llena de gracia, nos confirmase en ese afán de elevar siempre la mirada al amor divino» (Amigos de Dios, n. 241).

[46] Cfr. C. FABRO, Virtù umane e soprannaturali nelle omelie di mons. Escrivá, o. c.: «De ahí la expresión de Mons. Escrivá de que el cristiano debe ser “universal”: no sólo en el sentido de que su ideal de perfección debe abrazar a todas las clases sociales, desde el obrero hasta el alto funcionario, sino también porque esto le ofrece la posibilidad de practicar todas las virtudes en todo su fastuoso cortejo de virtudes morales y teologales; se trata de que el cristiano sea “un hombre completo”. A esto mira, porque es el fundamento de la intuición teológico-mística del Autor, el misterio central de la Encarnación» (p. 183). La traducción del italiano es nuestra.

[47] «Mientras yo hable, vosotros, por vuestra cuenta, mantened un diálogo con Nuestro Señor: rogadle que nos ayude a todos, que nos anime a profundizar hoy en el misterio de su Encarnación, para que también nosotros, en nuestra carne, sepamos ser entre los hombres testimonio vivo del que ha venido para salvarnos» (Amigos de Dios, n. 77).

[48] Amigos de Dios, n. 73.

[49] Surco, n. 652.

[50] Amigos de Dios, n. 74-75. Así comenta Cornelio Fabro este texto del Fundador del Opus Dei: «Esta página vale un tratado de ascética y mística, y expresa, a mi entender, la originalidad evangélica del Opus Dei, la cual no apunta a categorías abstractas sino a la entrega de la persona, que es un todo en tensión: de modo que, aunque estuviera lejos de la relación con Dios, basta un soplo y una ayuda de la gracia para despertarla a aquella vocación divina que ha sido puesta en ella como imagen de Dios en la creación, y transfigurada en la Pasión y Muerte de Cristo con la gracia santificante» (CORNELIO FABRO, Virtù umane e soprannaturali nelle omelie di Mons Escrivá, o.c., p. 184).

[51] Amigos de Dios, n. 93.

[52] Cfr. Ef 2, 10; Ef 4, 24; Rom 5, 14. Idea que se puede encontrar en numerosas y bien conocidas enseñanzas conciliares de la Gaudium et spes: «Cristo... manifiesta plenamente el hombre al propio hombre» (n. 22); «El que sigue a Cristo, Hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre» (n. 41), se trata de una perspectiva que incluye ciertamente la relación entre creación y redención y, en ámbito antropológico, incluye evidentemente la dimensión sanante de la gracia cristiana.

[53] Refiriéndose a las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá sobre la naturalidad de la condición del cristiano en el mundo, comenta José Luis Illanes: «Creación y redención son realidades de alcance universal, que se descubren la una a la otra y se entienden y comprenden con plenitud cuando se las contempla en su mutua referencia: la creación, el acto por el que Dios pone en el ser la totalidad del universo, no es un mero otorgar la existencia, sino el inicio de una historia, la llamada a un destino hacia el que Dios encamina lo creado y que, en Cristo, se nos desvela; la redención es la acción por la que Cristo, en obediencia al Padre, asume en sí la totalidad de la realidad para, liberándola del pecado, devolverle la armonía originaria y hacer posible, mediante el envío del Espíritu, que la historia sea efectivamente llevada al fin al que Dios la destina. La naturalidad, la conciencia cristiana sobre la pertenencia al mundo y sobre la posibilidad y el deber de actuar en él con espontaneidad no sólo en cuanto hombre, sino precisamente en cuanto cristiano, no es sino el reflejo existencial de una profunda verdad dogmática, del hecho de que redención y creación, santidad y mundo, eternidad y tiempo, no son dimensiones heterogéneas, sino realidades que se compenetran. (...) Vista y comprendida desde la Encarnación, desde la realidad de un Dios que hace suya la condición humana, la naturalidad se presenta como una realidad plenamente teológica, que implica tanto la normalidad, la pertenencia a una sociedad y a un ambiente, compartiendo cuanto los define, como el testimonio cristiano, la testificación ante esa sociedad y ante ese ambiente —mejor dicho, desde dentro de ellos— del mensaje evangélico, con toda su potencia vivificante» (P. RODRÍGUEZ, F. OCÁRIZ, J.L. ILLANES, El Opus Dei en la Iglesia, Rialp, Madrid 1993, pp. 239-241).

[54] Amigos de Dios, n. 74.

[55] Ibid., n. 93. Léase lo repropuesto en Surco, nn. 771, 772.

[56] Amigos de Dios, n. 206.

[57] El uso del concepto «corredención» es muy frecuente en toda la predicación del Beato Josemaría y su estudio atento merecería un trabajo expresamente dedicado. Véase, a título ilustrativo, los siguientes textos: Es Cristo que pasa, nn. 2, 3, 121, 126; Amigos de Dios, nn. 9, 49; Surco, nn. 255, 863, 945; Forja, nn. 26, 55, 374, 674; Via Crucis, comentario a las estaciones XI y XIV.

[58] Es Cristo que pasa, n. 120.

[59] Ibid., n. 112.

[60] Surco, n. 421. Comentando este aspecto de las enseñanzas del Fundador del Opus Dei, Pedro Rodríguez afirma que la renuncia a una cristianización de las estructuras de la sociedad «sería, en realidad, renuncia a la dimensión pública y social de lo cristiano. Pero esta dimensión es consecuencia insoslayable de la lex incarnationis, que se expresa en la vocación cristiana y en la doctrina de la santificación del trabajo. Si prosperase aquella renuncia, el cristianismo ya no sería la religión de Cristo, el Verbo hecho hombre, hombre verdadero, sino una religión espiritualista, de meras interioridades, a la que podría juzgarse por el viejo argumento soteriológico de los Padres griegos, a propósito de la integridad asumida por el Hijo de Dios: “lo que no ha sido asumido, no ha sido salvado”» (P. RODRÍGUEZ, Vocación, trabajo, contemplación, o.c., p. 58).

[61] Es Cristo que pasa, n. 125. Esta postura del cristiano, que no es otra cosa que su conciencia de ser ciudadano tanto de la ciudad de los hombres como de la ciudad de Dios, es presentada con singular viveza a lo largo de los puntos de Surco dedicados al capítulo “Ciudadanía” (nn. 290-322), los cuales podrían a su vez ser bien resumidos en estas palabras del Beato Josemaría: «Llegará un día en que los cristianos que viven en el mundo se decidan a ser consecuentes con su fe, a demostrar con las obras que se puede ser a la vez plenamente cristiano y plenamente fiel a la tarea humana» (palabras del 1948, citadas por P. RODRÍGUEZ, Vocación, trabajo, contemplación, o.c., p. 214).

[62] «Cristo aparece como el exemplar supremo y la existencia cristiana como exemplata en el Señor. De este modo, imitar a Cristo —esencia de la perfección cristiana— equivale a buscar en la vida ordinaria la unidad, la síntesis redentora de lo más divino y de lo más terreno; pero sin confundir los planos, sin manipular el uno desde el otro, como haría un “clericalista” de inspiración monofisita; y sin separarlos y yuxtaponerlos, a lo que propende un nestorianismo “espiritual”» (P. RODRÍGUEZ, Vocación, trabajo, contemplación, o.c., p. 125).

[63] Se trata de una enseñanza demasiado extensa para hacer aquí referencia a textos puntuales. A modo de ejemplo véanse las alusiones presentes en Es Cristo que pasa, nn. 160, 184; Amigos de Dios, nn. 94, 107; Camino, n. 337.

[64] La homilía está recogida en Conversaciones con Mons. Escrivá, nn. 113-123. Para un comentario teológico a esta homilía véase P. RODRÍGUEZ, Vivir santamente la vida ordinaria, o.c.. Reflexiones análogas, realizadas a partir de otras homilías, son presentadas por J.L. CHABOT, Responsabilità di fronte al mondo e libertà, o.c., pp. 198-210.

[65] Cfr. Es Cristo que pasa, nn. 96, 103-105, 112.

[66] Sobre la centralidad de la noción de filiación divina y de la identificación con Cristo en la predicación del Fundador del Opus Dei existen numerosos estudios. Para los aspectos que hemos tratado, véanse F. OCÁRIZ, La filiación divina, realidad central en la vida y en la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer, en Mons. J. Escrivá de Balaguer y el Opus Dei, EUNSA, 2ª ed., Pamplona 1985, pp. 173-214; A. ARANDA, Il cristiano “alter Christus, ipse Christus”, en Santità e mondo, o.c; C. BERMÚDEZ, Hijos de Dios Uno y Trino por la gracia: la filiación divina, fundamento y raíz de una espiritualidad, en Annales theologici 7 (1993), pp. 347-368; J. STÖHR, La vida del cristiano según el espíritu de filiación divina, en Scripta theologica 24 (1992), pp. 879-893; J, BURGGRAF, Il senso della filiazione divina, en Santità e mondo, o.c., pp. 85-99.

[67] Sobre el valor cristocéntrico de la exortación del Beato Josemaría a «ser muy humanos y muy divinos», cfr. I. CELAYA, Unidad de vida y plenitud cristiana, en Mons. Josemaría Escrivá y el Opus Dei, o.c., pp. 329-331.

[68] Amigos de Dios, n. 75.

[69] Forja, n. 290.

[70] Es Cristo que pasa, n. 172.

[71] Ibid., n. 166. Cfr. también Via Crucis, estac. VI, n. 3. Véase en este sentido toda la homilía El Corazón de Cristo, paz de los cristianos, dedicada a la fiesta del Sagrado Corazón, también para el aspecto “revelativo” del amor humano de Cristo: «No cabe en esta devoción más superficialidad que la del hombre que, no siendo íntegramente humano, no acierta a percibir la realidad de Dios encarnado» (Es Cristo que pasa, n. 164).

[72] Surco, n. 801.

[73] Es Cristo que pasa, n. 174. Cfr. ibid., nn. 14, 20.

[74] Via Crucis, estac. X, n. 5.

[75] Cfr. por ejemplo, Es Cristo que pasa, nn. 10, 126; Amigos de Dios, n. 165; Conversaciones con Mons. Escrivá, n. 114. Sobre la noción de “unidad de vida” en las enseñanzas del Fundador del Opus Dei, véase el estudio ya citado por I. CELAYA, Unidad de vida y plenitud cristiana, en Mons. Josemaría Escrivá y el Opus Dei, o.c., pp. 321-340.

[76] Meditación inédita Consumados en la unidad, 27-III-75. Citamos de S. BERNAL, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 1976, p. 319. Estas mismas palabras vendrán citadas por Mons A. del Portillo en la homilía pronunciada en la Misa solemne en honor del Beato Josemaría, 18-V-1992, en Romana 8 (1992), p. 30.

[77] Cfr. Es Cristo que pasa, nn. 126, 13; Surco, n. 292.

[78] Meditación Consumados en la unidad; citamos de nuevo de S. BERNAL, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer..., o.c., p. 319. Sobre el tema véase también lo dicho por J. BURGGRAF, Il senso della filiazione divina, o.c., pp. 93-94.

[79] «Esta “unidad de vida”, según el Fundador del Opus Dei, es el reflejo del misterio de Cristo en el cristiano. Por eso, el pasaje del Símbolo Quicumque que presenta a Jesucristo perfectus Deus, perfectus homo era habitual en su palabra y en su pluma para explicar la “unidad de vida”. El misterio de Cristo —formalmente: dualidad de naturalezas en la unidad salvadora de la Persona— es, visto desde este ángulo, como el exemplar supremum de la imagen del cristiano que nos presenta la doctrina espiritual de Mons. Escrivá de Balaguer: imitar a Cristo en la vida ordinaria es buscar continuamente —oración y lucha ascética— la unidad, la síntesis redentora de lo más divino y de lo más terreno» (P. RODRÍGUEZ, Vocación, Trabajo, contemplación, o.c., pp. 119-120).

[80] Gal 2, 19-20.

[81] «Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón —lo veo con más claridad que nunca— es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios (...). ¡La Cruz: allí está Cristo, y tú has de perderte en El! No habrá más dolores, no habrá más fatigas. No has de decir: Señor, que no puedo más, que soy un desgraciado... ¡No!, ¡no es verdad! En la Cruz serás Cristo, y te sentirás hijo de Dios». (Palabras citadas de A. ARANDA, Il cristiano “alter Christus, ipse Christus”, o.c., p. 103). Cfr. también Es Cristo que pasa, n. 96.

Romana, n. 25, Julio-Diciembre 1997, p. 360-381.

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