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El 1 de septiembre de 1997, durante la celebración de la Santa Misa en la Universidad de Los Andes, en Santiago de Chile, el Obispo Prelado del Opus Dei pronunció la siguiente homilía. Santiago de Chile (1-IX-1997)

Doy gracias a Dios, de todo corazón, por encontrarme en esta queridísima Universidad. Tenía verdadera impaciencia: ¡no podéis haceros cargo cuánta! Todavía no he podido contemplar el marco estupendo, ni estos edificios, pero he ofrecido esta espera para que en este lugar se sirva a la verdad y de aquí salgan mujeres y hombres que sean auténticos pregoneros de la Verdad de Dios en todas las ramas del saber y en todas las profesiones.

Hermanas y hermanos queridísimos:

En la escena del Santo Evangelio hemos contemplado a María, nuestra Madre, ofreciendo a su Divino Hijo a la adoración de los pastores de Belén[1]. Un poco más tarde, repetirá Ella ese mismo gesto conmovedor ante los magos de oriente que vienen a adorar al Rey de los judíos[2], a nuestro Rey. Realmente la vida de la Santísima Virgen se resume en ese acto supremo: dar a Cristo, dándose a sí misma al mundo.

Meses antes, tras recibir el anuncio, el mensaje de la anunciación, María, nuestra Madre, corrió a ayudar a su prima Isabel, —marchó de prisa a la montaña[3], dice San Lucas—, porque pensó que su parienta, anciana y embarazada, precisaría tantos servicios, el apoyo doméstico, un cariño amable, una atención constante. Y al darse de ese modo, llevando al Verbo recién encarnado en su propio seno, el Bautista nonnato saltó de gozo en el seno de su madre, Santa Isabel.

Años más tarde, en las bodas de Caná de Galilea, la Virgen conseguirá de su Hijo ese estupendo milagro de la conversión del agua en vino[4], que saca de apuros a los esposos y alegra el corazón de los invitados. Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra —¡qué consuelo da invocarla así!—, actúa siempre de esta manera: atenta a los demás, a sus necesidades materiales y espirituales. Dondequiera que está, se ocupa gozosamente de servir, gasta su tiempo con un olvido total de si misma, y al darse, nos da siempre a Cristo, el Sumo Bien.

Yo querría que todos —profesores, alumnos, personal administrativo—, nos propusiéramos este modelo altísimo para nuestra vida cotidiana, ahora y en el futuro: darse, darse a los demás, dándoles a Cristo; salir de todo posible egoísmo, apatía, pereza, abrazando —¡hoy mismo!— ideales grandes de dedicación al prójimo, con todo el ardor de nuestro espíritu cristiano que es y será siempre joven.

Una dimensión intrínseca del trabajo humano es el servicio a la sociedad; Cristo mismo nos lo pide para que nuestra profesión sea santificada; una idéntica entrega a los demás —queridísimos universitarios— debe orientar también el trabajo vuestro actual: el estudio. Habéis venido a la Universidad, para recibir una formación que exige —por justicia— vuestras mejores energías, pero que, lejos de cerraros sobre vosotros mismos, os abre ya a las necesidades del prójimo. Sólo así, os prepararéis para ser, con vuestra profesión futura, esas mujeres y esos hombres que sienten —nos lo dice Juan Pablo II— la necesidad de construir un mundo mejor, más justo y a la vez, más digno del hombre[5].

La Universidad de los Andes —me siento orgulloso diciendo la Universidad de los Andes—, se ha levantado con la voluntad de ofreceros lo mejor. Desde un alto nivel académico —que ha de crecer siempre— hasta la formación plena de vuestro ser personal que culmina en la espiritualidad; pasando por el trabajo —importantísimo— de quienes se ocupan de tantos quehaceres materiales, para que esta Alma mater tenga ese ambiente de familia que educa a todos. Pero se ha levantado y quiere ofreceros lo mejor, no para vuestro exclusivo provecho y satisfacción; aquí se pretende que seamos todos personas con formación y responsabilidad, personas que se ganen el sustento con su trabajo, que se santifiquen —tenemos todos obligación— entregando el corazón entero a ese Cristo que es también cada uno de vuestros prójimos. Con palabras del beato Josemaría Escrivá de Balaguer os repito que: «La Universidad no debe formar hombres que luego consuman egoístamente los beneficios alcanzados con sus estudios, debe prepararles para una tarea de generosa ayuda al prójimo, de fraternidad cristiana»[6].

En todo el mundo, la sociedad, y también la juventud, sufre la tentación del tedio, de la indiferencia, del egoísmo. Es el sueño aburguesado del mero bienestar material para ahora y para el futuro; es la torre de marfil que todos nos fabricamos, que se compone cada creatura, también el estudiante, que corre el riesgo de encerrarse en su estudio con miras exclusivas hacia sí mismo, en sus calificaciones, en sus caprichos, en sus autosatisfacciones. Os contaré que, por contraste, en mis viajes pastorales, contemplo con gozo en todas partes y —naturalmente también aquí, en este Chile queridísimo—, contemplo una generosidad de interesarse rectamente, cristianamente, por los otros.

Multitud de mujeres y hombres, jóvenes y ancianos, universitarios y universitarias, de vida sobria y sacrificada, alegre, que por amor a Cristo se han entregado a grandes ideales y que, en el desarrollo de esa tarea, dedicados como están a un trabajo, a un estudio serio y eficiente, saben procurarse el tiempo y las energías para poner en todas sus iniciativas, sabor apostólico. Es lo que recordábamos: dar a Cristo dándose a sí mismo; y se ocupan de obras de misericordia, de asistencia social en favor de los más pobres, de los niños, de los abandonados, de los enfermos, de empresas culturales y educativas, cívicas y profesionales, de bien público, que hemos de empapar, que hemos de impregnar de espíritu cristiano. Os recuerdo a todos, hijos míos, os lo recuerdo hermanos y hermanas mías, Chile ha nacido católico, no toleréis —es un deber, un grato deber— no toleréis que se pierda o que se agüe esta identidad.

Os invito a que nos preguntemos, con sinceridad, en la presencia de Dios: ¿soy afectuoso en mi hogar, coopero en el trabajo doméstico, enseño al que no sabe, me ocupo en una catequesis, en una ayudantía, en una labor social, soy de veras generoso con mis bienes materiales, me preparo a dar a mi vida un giro, tal vez menos rentable pero más apostólico, más entregado, más lleno de vocación de servicio?

Éstas y otras muchas posibilidades nos exigen, a todos, liberarnos de las ataduras circundantes del materialismo práctico, del consumismo, del hedonismo de la sociedad permisiva, pero —¡qué alegría da comprobarlo!— sólo en esa libertad encontraremos el gozo superior del olvido de sí mismo, la alegría insuperable de la entrega a Dios y al prójimo, la verdadera utilidad de nuestra propia existencia, dejando un surco sobrenatural y humano fecundo y para siempre.

Meditemos aquellas palabras iniciales de Camino: «Que tu vida no sea una vida estéril. —Sé útil. —Deja poso. —Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor. Borra con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. —Y enciende los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón»[7].

Os deseo a todos, os lo deseo vivamente, que cada uno, por el personal camino que Dios le asigne y su conciencia le descubra, os dediquéis con plena libertad a esos grandes ideales de heroísmo cristiano, en servicio del prójimo y que se nos presentan además en la vida cotidiana: nada grande realizaremos, nada grande hará cada una y cada uno de nosotros, si no vivimos la heroicidad de lo pequeño. Pido para vosotros, y para mí, esa generosidad vuestra, pido de todo corazón la intercesión maternal de la Virgen Santa, Trono de la Sabiduría, Esclava del Señor, Causa de nuestra Alegría.

¡Que Dios os bendiga!

[1] Cfr. Lc 2, 16.

[2] Cfr. Mt 2, 11.

[3] Lc 1, 39.

[4] Jn 2, 3-10.

[5] Cfr. JUAN PABLO II, Carta apostólica a los jóvenes en el Año Internacional de la Juventud, 31-III-1985, n. 15.

[6] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Conversaciones, n. 75.

[7] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 1.

Romana, n. 25, Julio-Diciembre 1997, p. 262-264.

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