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El 7 de septiembre, en la Basílica Pontificia de San Miguel, en Madrid, S.E. Mons. Javier Echevarría confirió el orden sacerdotal a cinco diáconos de la Prelatura. En el curso de la ceremonia pronunció la siguiente homilía. Madrid (7-IX-1997)

1. Queridísimas hermanas, queridísimos hermanos:

En el Evangelio de la Misa, acabamos de escuchar el relato de la institución de la Santísima Eucaristía[1], el sacramento que contiene verdadera, real y sustancialmente el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesucristo, el Verbo de Dios encarnado, y en el que el Señor se nos entrega como alimento, movido por una «locura de amor» hacia los hombres, como le gustaba decir al Beato Josemaría Escrivá[2]. Al referir los sucesos de la Última Cena, San Juan señala que, poco después, el Señor se dirigió a los Apóstoles y les dijo: Como el Padre me amó, así os he amado Yo (...) Vosotros sois mis amigos[3]; y a continuación: Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros, en cambio, os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer[4].

Este gozoso anuncio del Señor se aplica sin duda alguna a todos los hombres, pero Jesús lo pronunció de modo inmediato para los Apóstoles; y ahora, veinte siglos después, sigue siendo maravillosamente actual. Si todos los hombres y mujeres sin excepción somos destinatarios del amor de Dios, porque todos somos hijos suyos en Jesucristo, vosotros, que hoy vais a ser ordenados presbíteros, podéis tener la certeza de ser destinatarios de un amor divino de predilección. Con palabras del Santo Padre, os repito: «Sois los preferidos, los íntimos del Señor. En la sociedad del siglo XX sois los primeros amigos de Jesús»[5].

A lo largo de vuestra vida, habéis comprobado ya en muchas ocasiones el amor de Dios hacia vosotros: la gracia de nacer en una familia cristiana y de haber recibido desde niños el don de la fe mediante el Bautismo; el descubrimiento de la plenitud de vuestra vocación cristiana como fieles del Opus Dei; tantas otras dádivas del Cielo que cada uno conserva en su alma, y muchas otras desconocidas, que os han llegado en vuestro caminar terreno por intercesión de la Santísima Virgen. Ahora, Dios os manifiesta un nuevo signo de predilección: ¡vais a ser sacerdotes de Jesucristo!, ¡sus primeros amigos, sus amigos íntimos!

La vocación sacerdotal, desde luego, no supone una coronación de la vocación cristiana en el Opus Dei; pero, sin ninguna duda, es otro modo de tocar la confianza que Dios os muestra a cada uno de vosotros. Por eso, además de un sincero agradecimiento por tanto amor de Dios, es lógico que también sintáis en vuestras almas la responsabilidad de hacer crecer la semilla recibida: el Señor espera de cada uno de vosotros una respuesta generosa a esa manifestación divina de su trato, con la entrega total de vosotros mismos renovada a fondo. Desea que su amor a los hombres se descubra, en este final de siglo y en el nuevo milenio que estamos a punto de comenzar, también a través de vuestra vida sacerdotal. Éste es el significado concreto del gran Jubileo del año 2000 para los sacerdotes: difundir aún más entre los hombres el conocimiento y el amor de Cristo.

2. Hoy querría fijarme en un aspecto concreto de este gran amor de Dios por nosotros: su disposición constante para perdonar. Una de las páginas más impresionantes del Evangelio, la parábola del hijo pródigo, revela cómo nuestro Padre-Dios, por su infinita misericordia, está siempre dispuesto a acoger al pecador arrepentido: es decir, a cada hombre y a cada mujer que retorna a la casa del Padre, después de haberse separado —poco o mucho— del Señor. Y nos enseña que el cielo entero participa de la alegría divina del perdón[6].

Tan inagotable es su magnificencia, que Dios está dispuesto a borrar cualquier ofensa, sin poner nunca un límite. Entendemos que el Beato Josemaría afirmase que el sacramento de la Penitencia «es la manifestación más hermosa del poder y del Amor de Dios», porque —como le gustaba explicar— «un Dios Creador es admirable; un Dios, que viene hasta la Cruz para redimirnos, es una maravilla; ¡pero un Dios que perdona, un Dios que nos purifica, que nos limpia, es algo espléndido! ¿Cabe algo más paternal? (...). ¿Verdad que no? Así Dios Nuestro Señor, en cuanto le pedimos perdón, nos perdona del todo». Y concluía: «¡Es estupendo!»[7].

Hijos míos ordenandos: a partir del momento de vuestra ordenación sacerdotal, esta prueba divina incomparable de la Grandeza del Señor, que es el perdón, quedará depositada en vuestras manos, mediante la administración generosa y fiel del Sacramento de la Penitencia. Por voluntad de Cristo, los obispos y los sacerdotes, a pesar de nuestra personal miseria, somos los únicos ministros del sacramento de la Reconciliación[8]. Es Dios quien perdona, pero será vuestro juicio de padre y madre, de maestro y médico, ¡de pastor!, el que habrá de decidir sobre las condiciones necesarias para obtener la remisión del pecado mediante la absolución; y serán vuestras palabras, pronunciadas en nombre y con la autoridad de Cristo, las que ofrecerán al penitente contrito la certeza de que su alma ha sido limpiada. «Como en el altar donde celebra la Eucaristía y como en cada uno de los sacramentos, el sacerdote, ministro de la Penitencia, actúa in persona Christi. Hace presente a Cristo, quien, por su medio, realiza el misterio de la remisión de los pecados»[9].

Será ésta, junto con la celebración del Sacrificio eucarístico y la predicación de la Palabra de Dios, la principal tarea de vuestra misión de mediadores entre Dios y los hombres. Porque el sacerdote, escogido entre los hombres, está constituido en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados, y puede compadecerse de los ignorantes y extraviados ya que él mismo está rodeado de debilidad[10]. En este texto de la Epístola a los Hebreos se contiene claramente el doble aspecto de vuestra mediación entre Dios y los hombres. Por una parte, os corresponde ofrecer el perdón divino; por otra, conscientes de vuestra propia debilidad, debéis ser capaces de mover a los hombres a arrepentirse de sus faltas e ir al encuentro de la misericordia divina, que les espera.

Pedid a Dios —con sinceridad, hondamente— que os conceda entrañas de misericordia. Rogadle que os enseñe a formar en la responsabilidad personal a cada alma que acuda a vosotros, al tiempo que la movéis a la contrición sincera de sus pecados. Predicad con frecuencia sobre este sacramento. Esforzaos por encontrar exhortaciones nuevas y estimulantes, que muevan al arrepentimiento y a la conversión. Enseñad a todos cómo es la misericordia divina. Esforzaos por acoger, como Cristo lo haría, a esa alma que se acerca a recibir el perdón divino.

Meditad lo que Mons. Álvaro del Portillo, mi querido predecesor, aconsejaba a los fieles de la Prelatura que se preparaban para recibir el sacerdocio en 1980: «Tened mucha comprensión con quienes se acerquen a la Penitencia contritos y deseosos del perdón divino (...). Mostrad, como siempre nos enseñó nuestro Padre, la máxima misericordia, para que también el Señor se apiade de nosotros. Exigid en la lucha contra el pecado, pero consolad a las almas. Y no impongáis penitencias duras o difíciles de cumplir. Imitad a nuestro Fundador, que si alguna vez debía imponer una penitencia fuerte, porque así lo exigía la gravedad de los pecados, decía al penitente que hiciera, por ejemplo, una estación al Santísimo —no siete, como si uno fuera un empleado de ferrocarriles, añadía con gracia— y el resto de la satisfacción la cumplía él personalmente, tomando quizá unas buenas disciplinas...»[11].

¡Cuánta experiencia sacerdotal —de padre, de maestro, de amigo—, se esconde detrás de estos consejos! Rogad al Señor que os ayude a transmitir un afecto profundo y una veneración real por el sacramento de la Penitencia; suplicadle que sepáis explicar la necesidad de la Confesión frecuente, tan indispensable para progresar en la vida interior. Y no os limitéis a escuchar lo que os comunican los penitentes; preguntad con prudente delicadeza todo lo que sea necesario, para juzgar con claridad sobre sus disposiciones personales y poder así ejercer una verdadera dirección espiritual, que ayudará a tantas almas a descubrir su vocación concreta en el seno de la Iglesia[12] y a permanecer fieles a tan buena Madre.

3. Acabo de referirme a la necesidad de facilitar a las almas que conozcan el proyecto de vida que Dios quiere para cada una de ellas. Os invito a rezar cada día al Señor, a través de la Santísima Virgen, instándole con fuerza a que envíe a la Iglesia muchas y santas vocaciones sacerdotales. Aprovecho esta ocasión para saludar con afecto fraterno al Señor Arzobispo de Madrid y a sus Obispos auxiliares, y os invito a que los tengáis siempre muy presentes en vuestras oraciones.

Me gusta detenerme en el programa con que, como en tantas otras ocasiones, sintetizaba el Santo Padre, en tierra española, la gran labor del sacerdote. Decía: «Haced de vuestra total disponibilidad a Dios una disponibilidad para vuestros fieles. Dadles el verdadero pan de la palabra, en la fidelidad a la verdad de Dios y a las enseñanzas de la Iglesia. Facilitadles todo lo posible el acceso a los sacramentos y, en primer lugar, al sacramento de la Penitencia, signo e instrumento de la misericordia de Dios y de la reconciliación obrada por Cristo, siendo vosotros mismos asiduos en su recepción»[13].

El Santo Padre señalaba entonces, y me llena de alegría volver a considerar esas indicaciones, que debéis estar siempre disponibles para escuchar las confesiones de los fieles, sin escatimar las fuerzas, sin ceder al cansancio. Pensad que especialmente debéis prestar esta ayuda insustituible en la atención de los miembros de la Prelatura y de las personas que participan en sus apostolados: para esto os ordenáis, y así serviréis a la Iglesia entera.

Y, como aconseja el Concilio Vaticano II a los sacerdotes, no olvidéis que —para que las almas aprecien más este sacramento, y acudan con la frecuencia necesaria—, es preciso que nosotros mismos lo amemos cada día más, confesándonos con puntualidad y verdadera contrición[14].

A este propósito, ¡cómo no evocar de nuevo la figura del Beato Josemaría! Durante muchos años, mientras no se lo impidieron otras ocupaciones ineludibles, dedicó miles de horas al confesonario, y se prodigó hasta el final de sus días en predicar sobre la impresionante maravilla de amor que se esconde detrás de un Dios que perdona. Por eso —he sido testigo— acudió semanalmente con gran piedad a recibir el abrazo misericordioso de Dios en la Confesión. Al hilo de esa práctica de piedad, durante una de sus catequesis por América, no se recataba en comentar a los centenares de personas que le escuchaban: «Puede ser que vosotros no lo necesitéis, pero yo necesito confesarme todas las semanas. Y a veces, dos veces por semana»[15], porque en ese sacramento encontraba la fuerza para amar más y mejor.

Quiero referirme ahora, con un ruego, a todos los que llenáis esta basílica y, como es lógico, especialmente a los parientes más cercanos de los ordenandos: en particular, a los padres y a los hermanos. No dejéis de rezar por los nuevos sacerdotes o, con otros términos, no os dejéis engañar con el argumento de que son ellos, precisamente por ser sacerdotes —amigos íntimos de Jesucristo—, los que tienen que rezar por vosotros. Sin ninguna duda lo harán. Pero orad también vosotros por ellos, para que quieran y sepan, jornada tras jornada, dar todo el fruto que Dios espera y para que ese fruto sea duradero.

Y me atrevo a añadir que, si pensáis qué regalo más a su gusto podéis ofrecerles en esta fecha, no lo dudéis: una buena confesión —si fuera necesario—, de las que limpian a fondo el alma —porque todos necesitamos ese lavado— y dejan como poso la alegría de volver a la casa del Padre; o el propósito firme de confesaros con más frecuencia; o, si ya os acercáis frecuentemente a esta fuente de gracia, el propósito de practicarlo con más piedad, evitando todo asomo de rutina o superficialidad.

Termino diciéndoos que no dudo en afirmar que será éste también el regalo más agradable de todos vosotros, de todos nosotros, a la Santísima Virgen, en la víspera de la conmemoración litúrgica de su nacimiento, que dichosamente celebraremos mañana. Nuestra Madre —precisamente por ser Madre, ¡y qué Madre!— sabe perfectamente que eso —perdonar— es lo que colma de alegría el Corazón de Dios y produce un gozo inmenso en el Cielo. Así sea.

[1] Cfr. Lc 22, 14-20.

[2] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 432.

[3] Jn 15, 9.14.

[4] Ibid. 15.

[5] JUAN PABLO II, Alocución a sacerdotes y seminaristas, 8-XI-1982.

[6] Cfr. Lc 15, 11 ss.

[7] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Palabras en una reunión familiar, Madrid, 15-X-1972 (AGP, P04 1972, I, p. 147).

[8] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 7-XII-1965, nn. 2 y 5.

[9] JUAN PABLO II, Exhort. apost. Reconciliatio et pœnitentia, 2-XII-1984, n. 29.

[10] Segunda lectura (Heb 5, 1-3).

[11] ÁLVARO DEL PORTILLO, Palabras en una reunión familiar, 4-VII-1980.

[12] Cfr. JUAN PABLO II, Exhort. apost. Reconciliatio et pœnitentia, n. 32; CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 31-I-1994, n. 54.

[13] JUAN PABLO II, Homilía en una ordenación sacerdotal, 8-XI-1982.

[14] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 18; JUAN PABLO II, Exhort. apost. Reconciliatio et pœnitentia, 2-XII-1984, n. 31.

[15] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Palabras en una reunión familiar, Lima, 10-VII-1974 (AGP, P04 1974, II, p. 247).

Romana, n. 25, Julio-Diciembre 1997, p. 264-269.

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