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Amar «con todo el corazón» (Dt 6,5), Consideraciones sobre el amor del cristiano, en las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá

José María Yanguas

Profesor de Teología Moral

Pontificio Ateneo de la Santa Cruz

La tesis de que la Teología Moral no siempre ha valorado en su justa medida el papel de la afectividad en la vida cristiana, no encontrará probablemente excesivas objeciones. Es frecuente, en efecto, considerar que las personas dotadas de viva sensibilidad, de una afectividad fuerte, intensa, están expuestas a particulares peligros. La vehemencia de ciertos sentimientos se interpreta con excesiva precipitación como ausencia de control, del debido control que debemos ejercer sobre nosotros mismos. Se mira con cierto recelo, si no con abierta desconfianza o sospecha, la esfera afectiva de la persona, como si en ella acechasen especiales insidias o imperase un desorden más profundo que el producido por el pecado en la inteligencia o en la voluntad humanas. ¿A qué se debe tal recelo?

Las causas pueden ser diversas. De una parte, hay quienes consideran como ideal moral una especie de indiferencia estoica, acompañada de un elegante respeto de las formas, de las “buenas maneras”, alejadas de todo exceso. Se considera modélica una vida moral gobernada por la máxima del ne quid nimis, del evitar a toda costa cualquier tipo de “exageraciones”; una vida en cierto modo neutral, “objetiva”. Un ideal de vida moral en el que difícilmente podría encajar una escena como aquella en la que Jesús expulsa a los mercaderes del templo (cfr. Mt 21, 12ss).

La sospecha puede nacer también de la posibilidad nada irreal de que en la vida de una persona con una intensa afectividad, el corazón invada el campo propio de la inteligencia o de la voluntad, permitiendo así que sea él quien decida sobre la verdad o el error y quien mueva en última instancia la voluntad a actuar[1]. Ante tal peligro se prefiere hacer enmudecer el corazón, impedir que se pronuncie. Sentimientos y afectos pertenecerían al mundo ciego de lo pasional que exige no sólo control, sino constante represión y, si es posible, supresión.

De ese modo se pasa por alto que la perfección del hombre implica el desarrollo armónico de todo lo auténticamente humano, y por eso depende también de la cualidad de su vida afectiva. La persona humana no es sólo inteligencia o voluntad. Una persona dotada de preclara inteligencia y de férrea voluntad, pero falta de corazón o dotada de un corazón duro e incapaz de amar, posee una personalidad mutilada, no reproduce en absoluto la imagen de Jesucristo que se revela en el Evangelio.

Se ha podido así decir que: «Es verdaderamente buena la vida del sujeto que no sólo sabe elegir rectamente, sino que también participa emotivamente en la buena conducta: se apasiona por el bien y por el mal moral; desea uno y rechaza el otro también apasionadamente; siente amor u odio, placer o tristeza, esperanza o temor, etc.»[2]. La perfección moral de las acciones humanas, la plenitud de bondad de que son capaces, requiere, pues, la participación de las emociones o sentimientos adecuados; pide que su realización sea acompañada por el sentimiento o la emoción “debida”, es decir, la que corresponde a la cualidad moral de la acción que se cumple, la que es “concorde” con la misma. A la rectitud del juicio de la inteligencia y a la bondad del acto de la voluntad se debe añadir, por así decir, la rectitud del mundo afectivo de la persona, la tonalidad típicamente humana que colorea nuestros actos y que los hace inconfundibles con los de cualquier otra persona.

La “concordancia” de la afectividad con el acto intencional que la motiva y en el que de alguna manera inhiere, es en sí misma valiosa: sorprendería no poco en una persona de gran altura moral que “sintiera” un movimiento de tristeza ante un gran bien; o que la alegría que puede despertar en él un hecho trivial, superase en intensidad y, sobre todo, en profundidad, la que experimenta ante la conmovedora acción de quien da generosamente la vida por otro.

Este estudio se mueve en esta misma dirección: la de mostrar que el amor a Dios y al prójimo alcanza su plenitud cuando, en mayor o menor grado, abraza en su radio de influencia la afectividad humana, el mundo de los sentimientos. La gracia divina, en efecto, está llamada a permear todo el hombre, no sólo la inteligencia y la voluntad; también la afectividad. Ese amplio y variado mundo que define y caracteriza en buena medida a cada persona, no debe ser ni sofocado ni suprimido, sino ordenado, reordenado, e integrado en el proceso de “cristificación”, es decir, en el empeño del cristiano, guiado y sostenido por la gracia, por identificarse totalmente con Cristo.

Para ponerlo en evidencia me serviré de la doctrina teológico-ascética del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, pues un punto clave de sus enseñanzas es éste: que el amor sobrenatural, la caridad, tiene en nosotros una insuprimible dimensión humana; se trata del amor de una criatura que no es sólo espíritu, sino cuerpo y alma en unidad sustancial.

Con ese fin, trataré de mostrar en primer lugar cómo se presentan en la doctrina del Beato Josemaría dos graves deformaciones de la afectividad que pueden minar la autenticidad de la vida cristiana: el sentimentalismo y el ideal de la indiferencia estoica (I). Pasaré después a poner de relieve el horizonte doctrinal en el que se sitúa la doctrina del Beato Josemaría sobre el puesto de la afectividad en la vida del cristiano (II), para centrarme a continuación en el modo de entender la virtud de la caridad característico del Beato Josemaría (III).

I. Sentimentalismo e indiferencia estoica

Enseña la fe cristiana que el pecado rompió la armonía de la creación, de manera particular la armonía interna del hombre. Cuando el Concilio Vaticano II quiere definir el pecado lo presenta como ruptura, como factor creador de desorden, dentro y fuera del hombre[3]. Como recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica: «La armonía interior de la persona humana, la armonía entre hombre y mujer, la armonía en fin entre la primera pareja y toda la creación constituía la condición llamada de ‘justicia original’»[4]. Con el pecado de nuestros primeros padres dicha situación resultó profundamente alterada, de manera que «la armonía en la que habían sido puestos, gracias a la justicia original, queda destruida; se rompe el dominio de las facultades espirituales del alma sobre el cuerpo...»[5]. Todas las potencias del alma, como sostiene Santo Tomás, quedaron de algún modo privadas del orden que les es propio y por el que se ordenan naturalmente a la virtud; la naturaleza humana quedó herida[6], pero gracias al Bautismo, lavado de la regeneración, los hombres son renovados en el Espíritu Santo[7], hechos una nueva criatura[8]. Permanecen sin embargo en el bautizado algunas consecuencias temporales del pecado, entre ellas la inclinación al mal que llamamos “concupiscencia”, una cierta debilidad en la armonía restablecida, armonía que es preciso ir consolidando con la gracia de Dios y el empeño personal.

Sentimentalismo e indiferencia estoica son dos modos equivocados de situarse en este cuadro general apenas diseñado. Se trata de dos peligros que acechan por igual al cristiano, alterando profundamente la adecuada integración de esas fuerzas del hombre que englobamos bajo el nombre genérico de afectividad.

a) Sentimentalismo pietista

De una parte la afectividad, y la misma vida moral, puede ser identificada y grotescamente reducida al mundo cambiante de los sentimientos, privilegiándolos indebidamente en la vida del cristiano y consintiendo que invadan las áreas propias del entendimiento y de la voluntad; el sentimiento se convierte así en criterio de verdad y en el principal motivo que pone en movimiento la voluntad. La verdad objetiva desaparece al quedar reducida a sentimiento, como ocurre en algunas modernas corrientes de Ética, y la voluntad se debilita perdiendo el vigor que debe caracterizarla.

El ideal de vida cristiana que se perfila en las obras del Beato Josemaría es de muy distinto tenor. Reacciona con energía contra lo que define con trazos rápidos y eficaces, de sabor impresionista, como «manifestaciones de ese sentimentalismo ineficaz, ayuno de doctrina, con empacho de pietismo»[9]; es decir, una vida cristiana que no se apoya en una sólida formación en la fe, que la confunde e identifica con una piedad que se agota en múltiples manifestaciones puramente externas de piedad. «Urge adquirir doctrina, y vivir de fe, para poder darla, y evitar así que las almas caigan en los errores de la ignorancia o en el pietismo, que desfigura con su devoción vana, sensiblera o supersticiosa, el rostro de la verdadera piedad»[10].

Legitimar el papel de la afectividad en la vida cristiana no significa en absoluto fomentar sentimientos pasajeros «que traen la emoción o las lágrimas»; no es cuestión de sensiblería superficial, de falta de calado personal, de una espiritualidad epidérmica que no es «profundamente humana»[11]. Un modo de entender la vida cristiana en la que se concede demasiado espacio a la afectividad, al sentimiento, y que resulta compatible con un «cumplimiento rutinario» de los propios deberes, «con el hastío o con la apatía»[12], con una «entrega anodina» que no se propone en absoluto animar la entera existencia con la luz de la fe y la fuerza del amor.

Sentimentalismo y pietismo van frecuentemente de la mano, según el Fundador del Opus Dei, y son una caricatura de la verdadera piedad cristiana, una especie de carnavalesco «disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres»[13]; apariencia de vida cristiana, que en realidad reduce la verdadera piedad a un añadido —«armatoste externo de piedad»[14]—, a «entusiasmo fácil»[15], a «devoción sensible»[16], carente de sólida raíz doctrinal y no raramente acompañada de una vistosa falta de cualidades humanas. Una suerte de piedad que no valora suficientemente las virtudes humanas y que no es raro se vea acompañada de un déficit de humanidad en personalidades poco armoniosas. Es una falsa piedad que el Beato Josemaría define como “beatería” y describe así:

«La beatería no es más que una triste caricatura pseudo-espiritual, fruto generalmente de la falta de doctrina, y también de cierta deformación en lo humano: resulta lógico que repugne, a quienes aman lo auténtico y sincero»[17].

b) Indiferencia estoica

De otra parte, la afectividad puede ser intencionadamente sofocada, dando paso a una especie de ideal moral de impronta estoica que se esfuerza por conseguir la indiferencia o supresión de la afectividad, ideal inhumano de quien se ruboriza al tener que admitir la presencia de afectos en su vida, que se avergüenza de sentirlos, que los considera escoria de la vida moral que debe ser eliminada para que ésta última pueda resplandecer en toda su pureza; los afectos, se piensa, humanizarían demasiado la vida cristiana. Se da paso así al ideal de corte kantiano en el que la intervención de la afectividad parece minar la autenticidad propia del comportamiento moral: la del cumplimiento del deber por el propio deber, sin permitir que ningún otro móvil la falsifique o contamine.

No se muestra más indulgente el Beato Josemaría con este otro modo errado de entender la afectividad, característico de un cierto tipo de laicismo moral. Aquí la vida cristiana pierde viveza, calor; aparece como algo encorsetado, rígido. Los sentimientos constituyen un peligro, el amor se degrada hasta convertirse en «caridad oficial, seca y sin alma»[18]; se da por sentado que «conservar un corazón limpio, digno de Dios, significa no mezclarlo, no contaminarlo con afectos humanos»[19]; y se corre el grave riesgo «de volvernos tiesos, sin vida, como una muñeca de trapo», el peligro de que la vida moral adquiera «la rigidez del cartón»[20].

Aquí la indiferencia no es ya desapego de los bienes terrenos, que no significa desprecio de los mismos, sino justa apreciación de los mismos, afirmación de la supremacía absoluta de Dios, único Señor. Se trata más bien de la indiferencia propia de una «razón fría» y de una «voluntad de puro espíritu»[21], propia de quien sólo sabe vivir una caridad “oficial” extrañamente compatible con una indiferencia heladora, que se expresa en palabras, gestos o comportamientos que parecen exigencia de un guión, recitación de un papel asignado, realización artificial de un gesto, ejercicio burocrático de una función. Este tipo de indiferencia cercana, sino idéntica, a la “desafección” — cualidad de un ánimo insensible incapaz de conmoverse —, es, con el odio, el enemigo mortal de la caridad[22].

Esta visión de las cosas parece más bien consecuencia de una mentalidad deís-ta, incapaz de pensar en un Dios cercano, que tiene un nombre, un Dios que es «Padre y muy Padre», como reza un conocido punto de Camino[23], concretando con poético acierto lo que nos enseña la Revelación. Sólo en el horizonte gris, anónimo, de una idea deísta de Dios cabe la indiferencia de un «corazón seco»[24]. Algo que nada tiene que ver con los momentos de frialdad o de cansancio por los que puede pasar una persona[25], ni con el «decaimiento físico» o el «cansancio interior» que pueden hacer perder brillo, frescor, a la vida interior, sin que por eso se pueda hablar de indiferencia. La diferencia aparece clara en este punto de Camino:

«¿Que te da todo igual? —No quieras engañarte. Ahora mismo, si yo te preguntara por personas y por empresas, en las que por Dios metiste tu alma, habrías de contestarme, ¡briosamente!, con el interés de quien habla de cosa propia.

No te da todo igual: es que no eres incansable..., y necesitas más tiempo para ti: tiempo que será también para tus obras, porque, a última hora, tu eres el instrumento»[26].

Es también característico de este planteamiento convertir la vida cristiana en un «entramado agobiante de obligaciones, que deja al alma sometida a una tensión exasperada»[27], con el peso sobreañadido de deber controlar, sofocar o extirpar sentimientos y afectos profundos, sobre los que, sin embargo, no poseemos dominio. Se da así lugar a la formación de espíritus internamente violentos, preocupados convulsamente de poder exhibir una inmaculada hoja de servicios prestados, de obediencia sin tacha.

II. Horizonte doctrinal de la enseñanza del Beato Josemaría

1) La Humanidad Santísima de Jesucristo

Si queremos que la afectividad, el variado mundo de los sentimientos superiores ocupe en la vida cristiana el lugar que le corresponde, sin caer en ninguno de los dos extremos apenas señalados, no tenemos otro camino sino fijar la mirada en Jesucristo. Sí, porque la equivocación que está en la base de esos errores no es otro que el desconocimiento del significado exacto y completo de la Encarnación del Verbo eterno de Dios, el misterio de Jesucristo Señor nuestro como verdadero Dios y verdadero hombre. «Cierta mentalidad laicista y otras maneras de pensar que podríamos llamar pietistas, coinciden en no considerar al cristiano como hombre entero y pleno. Para los primeros, las exigencias del Evangelio sofocarían las cualidades humanas; para los otros, la naturaleza caída pondría en peligro la pureza de la fe. El resultado es el mismo: desconocer la hondura de la Encarnación de Cristo, ignorar que el Verbo se hizo carne, hombre, y habitó en medio de nosotros (Ioh I,14)»[28].

Tomar en serio que el Hijo de Dios se ha hecho carne y que habitó entre nosotros, significa para el Beato Josemaría que los hijos de Dios, que han de imitar a Cristo, han de ser muy humanos y muy divinos. Eso explica la insistencia con que recuerda que «vivir en cristiano no es dejar de ser hombre», y el vigor con el que invita a no «abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo»[29].

La importancia que las virtudes humanas poseen en el modo característico del Beato Josemaría de vivir el Evangelio, hunde sus raíces en la profunda intuición de la centralidad del misterio de la Encarnación para la vida cristiana. Con frase incisiva afirmaba:

«Nuestra fe confiere todo su relieve a estas virtudes que ninguna persona debería dejar de cultivar. Nadie puede ganar al cristiano en humanidad»[30].

El misterio de la Encarnación desautoriza de raíz cualquier intento de vida cristiana que no haga del bautizado un ser «íntegramente humano»[31]. Cuando afirmamos la perfecta Humanidad de Jesucristo nos estamos refiriendo a una persona con inteligencia y voluntad, pero también con un rico mundo de sentimientos y afectos. «Tened en vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús»[32], escribe San Pablo.

Es lo que descubrimos apenas abrimos los Evangelios. Enseguida advertimos que «la indiferencia no es tener el corazón seco... como Jesús no lo tuvo»[33]. Tiene «un corazón de carne como el nuestro»[34], como lo demuestran las numerosas escenas de la vida del Señor a las que el Beato Josemaría recurría para poner de manifiesto cómo es el amor de Cristo: la resurrección del hijo de la viuda de Naín, que pone al descubierto toda su capacidad de compasión; la curación del paralítico; el llanto por la muerte de Lázaro; la compasión por las multitudes que lo siguen y no tiene que comer; su trato con los pecadores...[35] Con trazos apretados nos ofrece un cuadro del mundo íntimo de Cristo:

«Nos narran los Evangelios que Jesús no tenía donde reclinar la cabeza, pero nos cuentan también que tenía amigos queridos y de confianza, deseosos de acogerlo en su casa. Y nos hablan de compasión por los enfermos, de su dolor por los que ignoran y yerran, de su enfado ante la hipocresía. Jesús llora por la muerte de Lázaro, se aíra con los mercaderes que profanan el templo, deja que se enternezca su corazón ante el dolor de la viuda de Naín»[36].

Lo más extraordinario y conmovedor en este punto es que en esos gestos humanos podemos descubrir los gestos de Dios, porque Cristo es Dios hecho hombre, hombre perfecto: «en lo humano nos da a conocer la divinidad»[37]; en las manifestaciones de amor del Corazón de Cristo tiene lugar la definitiva manifestación del amor de Dios a los hombres:

«(...) el amor de Jesús a los hombres es un aspecto insondable del misterio divino, del amor del Hijo al Padre y al Espíritu Santo. El Espíritu Santo, el lazo de amor entre el Padre y el Hijo, encuentra en el Verbo un Corazón humano. (...) el Amor, en el seno de la Trinidad, se derrama sobre todos los hombres por el Amor del Corazón de Jesús»[38].

Esta es la verdadera escuela donde el Beato Josemaría, según sus mismas palabras, ha aprendido a amar y donde los hombres debemos aprender a liberar nuestros corazones del odio y de la indiferencia. El modo de amar de Cristo será siempre el modelo para el amor del cristiano[39]. Sólo así nuestra conducta recordará a Jesús y evocará su «figura maravillosa»[40].

2) La unidad de la persona, cuerpo y espíritu, gracia y naturaleza

El Beato Josemaría no ha formulado ciertamente una teoría antropológica ni propugna una determinada noción de hombre. La concepción del hombre que subyace en sus enseñanzas es la que suministra la fe y la buena teología, una idea profundamente unitaria. Cuerpo y espíritu, como naturaleza y gracia, no son realidades que se superponen o entran en contacto esporádicamente. Son realidades distintas e inconfundibles, pero de tal manera entrelazadas en la persona del cristiano que ésta es real e indivisiblemente una. El alma informa todo el cuerpo; la unión substancial de ambos tiene sus efectos tanto en el mundo espiritual como en el corporal. Por su parte, la gracia sana, perfecciona y eleva la naturaleza humana: el hombre entero, cuerpo y espíritu, inicia una nueva existencia. Pero el acto de fe es acto del entendimiento humano y el acto de caridad es acto de la voluntad y del corazón humano. La semilla de la gracia está llamada a permear toda nuestra humanidad y nuestra entera existencia. Como la gota de aceite se extiende sobre el papel, así irá extendiendo la gracia su radio de influjo, primero a nuestra inteligencia y voluntad, raíz y sede de la libertad; después, si no se opone resistencia, terminará por alcanzar nuestros sentimientos, nuestra afectividad.

La doctrina del Beato Josemaría es necesaria conclusión de esta visión del hombre sugerida por la Revelación y encuentra en sus palabras enérgica y, al mismo tiempo, delicada expresión:

«Para que se os metiera bien en la cabeza esta verdad, de una forma gráfica, he predicado en millares de ocasiones que nosotros no poseemos un corazón para amar a Dios, y otro para querer a las criaturas: este pobre corazón nuestro, de carne, quiere con un cariño humano que, si está unido al amor de Cristo, es también sobrenatural»[41].

Es esta una doctrina que repetirá frecuentemente en sus obras. Esa profunda compenetración de naturaleza y gracia que le lleva a decir y a repetir frecuentemente a sus hijos en el Opus Dei que sólo siendo muy humanos podrán ser muy divinos[42]. De ahí que debamos dirigirnos a Dios nuestro Señor con todo los que somos: «nuestra alma, nuestros sentimientos, nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones, nuestros trabajos y nuestras alegrías»[43].

Con gran fuerza proponía esta enseñanza en clave ascética en el año 1967, en el curso de la homilía que pronunció en la Santa Misa celebrada en el campus de la Universidad de Navarra:

«¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser — en el alma y en el cuerpo— santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales»[44].

III. El amor de Dios en las enseñanzas del Beato Josemaría

La pregunta que el escriba hace a Jesús, el joven Maestro que predicaba con singular autoridad, acerca del primer mandamiento de la ley (cfr. Mc 12, 28ss), el primero y principal de todos los mandamientos, posee en boca de quien la plantea mayor trascendencia de la que puede parecer en un primer momento. Es la cuestión de lo que ocupa el primer puesto en la voluntad de Dios[45]. La respuesta de Jesús inicia con la cita del texto de Dt 6, 4-5: «Escucha Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas la fuerzas». La profesión de fe en el único Dios, su solemne reconocimiento como único soberano del hombre, tiene como inmediata consecuencia el deber de amarlo. El sujeto de dicho deber es la persona en su totalidad: todo lo que ella es, con su entera existencia y con todo lo que posee[46].

a) La caridad principal exigencia de la santidad

En perfecto acuerdo con toda la tradición cristiana, el Beato Josemaría ha visto en la identificación con Cristo la clave de la santidad, la esencia de la vida cristiana: «Ser santo es ser buen cristiano: parecerse a Cristo. El que más se parece a Cristo, ese es más cristiano, más de Cristo, más santo»[47]. La identificación con Cristo se logra ante todo por la gracia recibida en los sacramentos, pero exige, además, correspondencia a la gracia, empeño por conocer y amar al Señor, por reproducir sus mismos sentimientos, siguiendo el ejemplo de San Pablo (Gal 2, 20).

La caridad, el amor de Dios y del prójimo, juega pues un papel decisivo en la vida cristiana. El Beato Josemaría subraya con acentos vivos esta verdad. La vida cristiana se edifica sobre la caridad: «Los hijos de Dios nos forjamos en la práctica de este mandamiento nuevo»[48], dirá con frase vigorosa. La vía trazada por Jesucristo, camino de muerte y resurrección que debe recorrer quien desea seguirlo de cerca, «se resume en una única palabra: amar»[49]. Si la conciencia de que la santidad no es privilegio sólo de algunos, de que la vocación a la plenitud de la vida cristiana es verdaderamente universal, no termina por inducir al desánimo al contemplar la propia debilidad, se debe en buena parte a que el primer requisito y la primera y principal exigencia de la santidad consiste en amar, algo «bien conforme a nuestra naturaleza»[50].

La originalidad de las enseñanzas del Beato Josemaría sobre la virtud de la caridad aflora en el modo de presentar esta virtud. «Dios mío, te amo, pero... ¡enséñame a amar!»[51], reza un punto de Camino. ¿Cómo ha respondido Dios nuestro Señor a dicha oración? ¿Cuál es la tonalidad peculiar que presenta la caridad en las enseñanzas y en la vida del Beato Josemaría?

b) Caridad sobrenatural y amor humano

En su doble vertiente, el amor a Dios y el amor al prójimo, la virtud de la caridad, es amor de un corazón humano, elevado, transformado por la gracia, pero siempre corazón humano. Análogamente a como hablamos de acciones “teándricas” en Jesucristo, acciones humano-divinas, porque quien las realiza es, al mismo tiempo, Dios y hombre verdadero; así en el caso del cristiano, del hombre elevado al orden de la gracia, divinizado, “cristificado”, sus acciones son también, en cierto modo, humano-divinas. No se trata de acciones humanas que reciben una especie de barniz externo que las ennoblece, una pátina de gracia externa a la acción misma: tienen como sujeto un hombre nuevo, un principio agente que ha sido transformado en lo más íntimo de su ser y que da por tanto origen a acciones radicalmente nuevas, aunque no lo parezcan si se las contempla sólo en su aspecto exterior. Se trata de una enseñanza que forma parte de lo que podríamos llamar las “constantes” de la predicación del Fundador del Opus Dei:

«(...) este pobre corazón nuestro, de carne, quiere con un cariño humano que, si está unido al amor de Cristo, es también sobrenatural. Esa, y no otra, es la caridad que hemos de cultivar en el alma, la que nos llevará a descubrir en los demás la imagen de nuestro Señor»[52].

Es una consecuencia más de la economía sacramental en la que se desarrolla la vida del cristiano. La elevación del hombre al orden de la gracia, hace que las realidades humanas sean transformadas desde dentro y elevadas a un nivel más alto.

c) Caridad y “cariño”

Se entiende así muy bien el modo de presentar la virtud de la caridad característico del Beato Josemaría. En sus enseñanzas se subraya fuertemente esa dimensión humana de la virtud teologal —divina en cierto modo— de la caridad. Quizás el ejemplo más frecuente, de una parte, y más logrado y bello, de otra, sea la presentación de la caridad como “cariño”: la caridad es afecto humano, “cariño” elevado al orden sobrenatural. Como se decía en el texto apenas citado: el cariño humano, si está unido al amor de Cristo, es también sobrenatural. Con expresión que no deja lugar a dudas, afirma rotundamente en otro momento:

«Esa dilectio, esa caridad, se llena de matices más entrañables cuando se refiere a los hermanos en la fe, y especialmente a los que, porque así lo ha establecido Dios, trabajan más cerca de nosotros (...). Si no existiese ese cariño, amor humano noble y limpio, ordenado a Dios y fundado en Él, no habría caridad»[53].

El amor cristiano al prójimo, que no es vacío sentimiento, ni chata camaradería, ni simple filantropía, no puede tampoco quedar reducido a una de sus más peligrosas falsificaciones, la de una «caridad oficial, seca y sin alma», muy distinta de «la verdadera caridad de Cristo, que es cariño, calor humano»[54]. El desprestigio que en algunas mentes puede tener el concepto mismo de caridad se debe en buena parte a esta mixtificación, contra la que reaccionaba con vehemencia el Beato Josemaría calificándola de “caricatura” e incluso de “aberración”, consistente en privar a la caridad de su linfa vital que es el cariño. Con un ejemplo muy gráfico grababa esta idea en el corazón de quienes lo escuchaban:

«Expresaba bien esta aberración la resignada queja de una enferma: aquí me tratan con caridad, pero mi madre me cuidaba con cariño. El amor que nace del Corazón de Cristo no puede dar lugar a esa clase de distinciones»[55].

Es justamente de Dios, del amor de Dios y del amor a Dios, de donde nace esta caridad que es ternura, afecto, cariño[56]. Si no existe este cariño, si no se “mete”, si no se «pone el corazón»[57] en el trato, en el servicio a los demás — como gustaba decir el Beato Josemaría —, no se podrá hablar de caridad auténtica; de ahí que considere una desgracia «no tener corazón», la incapacidad de «amar con ternura»[58].

d) «¿No te conmueve...?»

Frecuentemente invitaba el Beato Josemaría a quienes lo escuchaban a dejarse “invadir”, a acoger sin reservas — mente, voluntad y sentimientos —, verdades de fe o escenas del Evangelio que no pueden ser plenamente creídas, contempladas o pensadas, sin que “toda” la persona se sienta de alguna manera, en mayor o menor grado, afectada. En la medida en que la gracia de Dios vaya transformando la entera existencia del hombre y restableciendo el orden y la unidad rotos por el pecado, se “acompasarán” necesariamente inteligencia, voluntad y afectividad; porque no es índice de perfección moral, sino más bien de lo contrario, que el conocimiento del bien no se vea acompañado por el deseo de realizarlo y por la colaboración del corazón que se complace en el bien.

De ahí que el Beato Josemaría afirmase repetidamente que se sentía “conmovido”, “removido” ante un gesto de Nuestro Señor o ante un episodio de su vida, e interpelase a quien lo escuchaba con frases como ésta: «¿No os conmueve esa caridad ardiente...?»[59], invitando de ese modo a percibir toda la altura, la fuerza o la belleza del motivo de tal conmoción. Conmover significa aquí «tocar el alma», «encender»[60], penetrar hasta lo más hondo de la persona, resultado de haber dejado entrar en nosotros, de no haber opuesto resistencia a la luz de una verdad o a la belleza de un valor, percibidos en sus justas dimensiones.

Junto a esas expresiones, el Beato Josemaría utilizaba otras que tienen más o menos idéntico alcance: «Tanto me enamora, decía por ejemplo, la imagen de Cristo...», o «¿No os enamora ese modo de proceder de Jesús?»[61]

Y si la caridad está en el centro de la vida cristiana, su inicio viene a ser una especie de “enamoramiento”, y toda la existencia del cristiano una «afirmación de amor»[62]; todo en ella debe estar como impregnado de amor que es también y al mismo tiempo cariño humano: la oración[63], el apostolado[64], la perseverancia[65]... Un amor que «embriaga»[66], que se hace «apasionado»[67], «locura» o «chifladura»[68], «entusiasmo»[69].

e) La caridad cristiana: ni insensibilidad indiferente ni sentimentalismo

En la doctrina del Beato Josemaría, la caridad, el amor de Dios es, pues, algo bien lejano de la insensibilidad, de la ausencia o de la dureza de corazón. Como lo es igualmente la piedad auténtica, «que nace de la filiación divina», virtud que regula las relaciones humanas al interno de la gran familia de los hijos de Dios y que constituye como la entraña y la forma del amor:

«... actitud profunda del alma que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos»[70].

Una virtud que permite presentar el auténtico rostro, cálido, humano, “cordial” del cristianismo; que empuja suavemente a vivirlo y termina por resultar un camino fascinante de progreso humano y sobrenatural, aunando así las dimensiones humana y divina de la perfección cristiana.

Caridad, piedad cristiana que es «una actitud viva» que produce frutos de entrega y de cumplimiento de la voluntad de Dios[71] que nada tiene que ver con posturas ritualistas, sin compromiso, con un sentimentalismo centrado en sí mismo, hijo de la concupiscencia, que termina frecuentemente en deformaciones patológicas de la sensibilidad. El amor cristiano auténtico es siempre y necesariamente comprensión, afecto, compasión; reacciona ante la injusticia, se esfuerza por aliviarla[72], mueve a trabajar por Dios[73]. «Amor significa recomenzar cada día a servir, con obras de cariño»[74].

f) La purificación del corazón

Purificación, porque la justa valoración del papel de la afectividad en la vida moral no significa ignorar que el pecado ha introducido la cizaña del desorden también en este campo. Por eso, con el realismo de la fe y con el que nace de la experiencia personal y de la labor de almas, el Beato Josemaría afirmaba:

«El verdadero amor de Dios — la limpieza de vida, por tanto — se halla igualmente lejos de la sensualidad que de la insensibilidad, de cualquier sentimentalismo como de la ausencia o dureza de corazón»[75].

Es ahora el «peso de las pasiones» en su sentido negativo lo que se subraya[76]; la necesidad de «depurar» los afectos, de quemar sus «escorias»[77]; de que al «derrochar ternura»[78] no se introduzcan sentimientos menos legítimos que signifiquen «apegos» del corazón[79] que no se quieren cortar o afectos que «atan a la tierra»[80]; de combatir porque el afecto se hace «tentación» o no se corresponde con la cualidad de la acción a la que acompaña[81]. Por eso, en perfecta coherencia con su propia enseñanza, la oración del Beato Josemaría discurre así en este ámbito concreto de la vida cristiana:

«No te digo que me quites los afectos, Señor, porque con ellos puedo servirte, sino que los acrisoles»[82].

El modo de hacerlo no es otro, no puede ser otro que hacer pasar por el crisol del corazón de Cristo los afectos del propio corazón[83].

[1] En relación con cuanto se acaba de decir, se puede leer con provecho la obra de D. von HILDEBRAND, El corazón, Palabra, Madrid 1996, especialmente las pp. 103-131. Conviene advertir que cuando hablamos de corazón en el presente artículo —donde se pretende comentar algunas enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá— lo entendemos sencillamente como símbolo de toda la intimidad afectiva de la persona.

[2] G. ABBÁ, Felicità, vita buona e virtù, Libreria Ateneo Salesiano, Roma 1989, cap. IV, 19.

[3] Cfr. Gaudium et spes, n. 13.

[4] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 376.

[5] Ibidem, n. 400.

[6] Cfr. S.Th. I-II, q.85, a.3, c.

[7] Cfr. Tit 3,5.

[8] Cfr. II Cor 5,17.

[9] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, Rialp, 34ª ed., Madrid 1997, n. 163. Para referirnos a esta obra utilizaremos en adelante sólo el título seguido del número marginal.

[10] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Carta 31-V-1943, n. 8.

[11] Es Cristo que pasa, n. 165.

[12] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, Rialp, 23ª ed., Madrid 1997, n. 31. En adelante citaremos sólo el título seguido del número marginal.

[13] Es Cristo que pasa, n. 167.

[14] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Surco, Rialp, 15ª ed., Madrid 1997, n. 652. En adelante citaremos el título y el número.

[15] Ibidem, n. 298.

[16] Ibidem, n. 769.

[17] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Conversaciones, Rialp, 18ª ed., Madrid 1996, n. 102. En adelante citaremos sólo el título, seguido del número.

[18] Es Cristo que pasa, n. 167.

[19] Ibidem.

[20] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, Rialp, 9ª ed., Madrid 1996, n. 156; ibidem, 492: «Somos enamorados del amor. Por eso el Señor no nos quiere secos, tiesos, como una cosa sin vida...». En adelante se citará como Forja, seguido del número.

[21] Es Cristo que pasa, n. 166.

[22] Cfr. Es Cristo que pasa, n. 166.

[23] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, Rialp, 66ª ed., Madrid 1997, n. 267.

[24] Ibidem, n. 769.

[25] Forja, n. 485.

[26] Camino, n. 723.

[27] Amigos de Dios, n. 137.

[28] Amigos de Dios, n. 74.

[29] Ibidem, n. 75.

[30] Ibidem, n. 93.

[31] Ibidem, n. 164.

[32] Phil 2,5.

[33] Camino, n. 769.

[34] Es Cristo que pasa, n. 179.

[35] Cfr. Es Cristo que pasa, nn. 166 y 146.

[36] Ibidem, n. 108.

[37] Es Cristo que pasa, n. 109. Es lo mismo que nos dice en la bellísima homilía El Corazón de Cristo, paz de los cristianos, cuando afirma que esos gestos y escenas «han removido siempre los corazones de las criaturas: ya que no entrañan sólo el gesto sincero de un hombre que se compadece de sus semejantes, porque presentan esencialmente la revelación de la caridad inmensa del Señor. El Corazón de Jesús es el Corazón de Dios encarnado, del Enmanuel, Dios con nosotros» (ibidem, n. 169).

[38] Ibidem.

[39] Cfr. ibidem, n. 166; Amigos de Dios, n. 125.

[40] Es Cristo que pasa, n. 122.

[41] Amigos de Dios, n. 229. «Hemos de amar a Dios con el mismo corazón con el que queremos a nuestros padres, a nuestros hermanos, a los otros miembros de nuestra familia, a nuestros amigos o amigas: no tenemos otro corazón» (Es Cristo que pasa, n. 142).

[42] Cfr. Es Cristo que pasa, n. 166.

[43] Ibidem, n. 164.

[44] Conversaciones, n. 114.

[45] Cfr. R. PESCH, Il Vangelo di Marco, II, Paideia, Brescia 1982, pp. 358-359.

[46] Según B. Gerhardsson, ya la abundante literatura rabínica sobre el texto de Dt 6,5 sería prácticamente unánime en subrayar que los diversos elementos del mandamiento significan la total implicación del hombre entero («the total involvement of the whole man»), indicando con la expresión “con todo el corazón” el corazón indiviso con que debemos amar a Dios, que lleva a seguir la inclinación buena que lleva a Dios y a refrenar y disciplinar la que de Él nos aleja; con la fórmula “con toda el alma” se significaría el deber de amar a Dios aun cuando el amor pueda comportar sufrimientos e incluso la muerte; y puesto que, en fin, para algunos hombres los bienes que poseen son más preciosos que la misma vida, se añade la cláusula “con todas las fuerzas”, es decir, con todos los bienes que se poseen (cfr. The Shema in the New Testament, Novapress, Lund 1996, pp. 19-20, 28).

[47] Forja, n. 10.

[48] Amigos de Dios, n. 230.

[49] Es Cristo que pasa, n. 158. «Querer alcanzar la santidad — a pesar de los errores y de las miserias personales, que durarán mientras vivamos—, significa esforzarse, con la gracia de Dios, en vivir la caridad, plenitud de la ley y vínculo de la perfección» (Conversaciones, n. 62). «La existencia del cristiano —la tuya y la mía— es de Amor» (Amigos de Dios, n. 6). Así, con mayúscula, acostumbra a escribir esta palabra el Bea-to Josemaría, queriendo seguramente indicar que el amor del cristiano, cuando es auténtico, es una participación del Amor divino.

[50] Ibidem, n. 6.

[51] Camino, n. 423.

[52] Amigos de Dios, n. 229.

[53] Amigos de Dios, n. 231. Cfr. ibidem, nn. 266,290,291,108,162; Forja, nn. 863,877; Surco, nn. 803,821,859.

[54] Es Cristo que pasa, n. 167.

[55] Amigos de Dios, n. 229. «Nos hemos convencido de que la caridad nada tiene que ver con esa caricatura que, a veces, se ha pretendido trazar de la virtud central de la vida del cristiano» (ibidem, n. 236).

[56] Cfr. ibidem, nn. 233,227.

[57] Amigos de Dios, n. 228; cfr. Es Cristo que pasa, n. 165.

[58] Amigos de Dios, n. 183.

[59] Cfr. Amigos de Dios, nn. 1,23,72,125,131,224,253; Forja, nn. 243,268,1028; Surco, nn. 234,481.

[60] Amigos de Dios, n. 112.

[61] Cfr. Amigos de Dios, nn. 1,56,102.

[62] Surco, n. 94; Forja, nn. 547,495,737,492.

[63] Cfr. Forja, nn. 432,495. «Siempre he entendido la oración del cristiano como una conversación amorosa con Jesús, que no debe interrumpirse ni aun en los momentos en los que físicamente estamos alejados del Sagrario, porque toda nuestra vida está hecha de coplas de amor a lo divino..., y amar podemos siempre» (Forja, n. 435).

[64] Cfr. Forja, nn. 31,375,985.

[65] «¿Que cuál es el secreto de la perseverancia? El Amor. —Enamórate, y no ‘le’ dejarás» (Camino, n. 999).

[66] «¡Oh Jesús..., fortalece nuestras almas, allana el camino y, sobre todo, embriáganos de Amor!: haznos así hogueras vivas, que enciendan la tierra con el divino fuego que Tú trajiste» (Forja, n. 31).

[67] Cfr. Amigos de Dios, nn. 137,35.

[68] Surco, n. 799; Camino, nn. 402,438,808,834,910,916; Forja, nn. 12,57,210,825,879; «La entrega es el primer paso de una carrera de sacrificio, de alegría, de amor, de unión con Dios. —Y así, toda la vida se llena de una bendita locura, que hace encontrar la felicidad donde la lógica humana no ve más que abnegación, padecimiento, dolor» (Surco, n. 2).

[69] «Para caldear a los tibios, es preciso que les rodee el fuego del entusiasmo. Muchos podrían gritarnos: ¡no os lamentéis de mi estado!, ¡enseñadme el camino para salir de esta situación, que tanto os entristece!» (Surco, n. 736).

[70] Amigos de Dios, n. 146.

[71] Cfr. Es Cristo que pasa, n. 163.

[72] Cfr. Es Cristo que pasa, n. 167.

[73] Cfr. Amigos de Dios, n. 143.

[74] Amigos de Dios, n. 31. Cfr. Es Cristo que pasa, nn. 172,182.

[75] Amigos de Dios, n. 183.

[76] Ibidem, n. 194; Surco, n. 851; Forja, nn. 204,315,414.

[77] Surco, n. 828.

[78] Camino, n. 61.

[79] Forja, n. 356.

[80] Camino, n. 786.

[81] Cfr. Camino, nn. 726,727; Surco, nn. 166,174.

[82] Forja, n. 750.

[83] Cfr. Forja, nn. 98,872,204. «Poniendo el amor de Dios en medio de la amistad, este afecto se depura, se engrandece, se espiritualiza; porque se queman las escorias, los puntos de vista egoístas, las consideraciones excesivamente carnales. No lo olvides: el amor de Dios ordena mejor nuestros afectos, los hace más puros, sin disminuirlos» (Surco, n. 828).

Romana, n. 26, Enero-Junio 1998, p. 144-157.

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