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Con ocasión del cuarto aniversario del tránsito de Mons. Álvaro del Portillo. Parroquia del Beato Josemaría, en Roma (21-III-1998)

1. Recuerdo muy bien la madrugada del 23 de marzo de 1994, cuando Mons. Álvaro del Portillo escuchó la llamada definitiva de Dios, para la que se había ido preparando durante toda su vida. No se borra de mi memoria, sobre todo, la expresión serena de su rostro.

Han transcurrido cuatro años y, de nuevo, nos reunimos en torno al altar para ofrecer el Santo Sacrificio por este siervo bueno y fiel[1]. Pero nos reúne también la convicción, cada vez más viva con el transcurso del tiempo, de que contamos con un poderoso intercesor ante el trono de Dios. Rezamos, pues, por don Álvaro y, al mismo tiempo, nos encomendamos privadamente a él, para que nos obtenga de la Trinidad Santísima todas las gracias que necesitamos.

Entre los objetivos principales de este segundo año de preparación al gran Jubileo del 2000, figura —como ha escrito el Santo Padre Juan Pablo II— «el redescubrimiento de la presencia y de la acción del Espíritu»[2]. Procuremos hoy, una vez más, tomar conciencia de esta presencia operativa del Paráclito en nuestra alma, e imploremos fervientemente a la Trinidad Santísima el don de sabernos y de sentirnos hijos muy queridos del Padre celestial.

2. Desde joven, Mons. del Portillo cultivó una gran devoción al Espíritu Santo. Esta devoción creció con fuerza al compás de su trato con el Fundador del Opus Dei, en la primera mitad de los años treinta. Cuando don Álvaro lo conoció, en efecto, el Beato Josemaría experimentaba en su vida interior un crecimiento impetuoso de la devoción al divino Paráclito, que lógicamente trataba de transmitir a cuantas personas tenía alrededor.

Hay un punto de Forja en el que el Fundador del Opus Dei nos da un consejo de capital importancia para nuestro trato con el Señor. «No te limites a hablar al Paráclito, ¡óyele!», escribe el Beato Josemaría. Y continúa, aludiendo a su propia historia personal: «en tu oración, considera que la vida de infancia, al hacerte descubrir con hondura que eres hijo de Dios, te llenó de amor filial al Padre; piensa que, antes, has ido por María a Jesús, a quien adoras como amigo, como hermano, como amante suyo que eres...»[3].

Detengámonos un momento, y reflexionemos sobre estas palabras. Es lógico, sobrenaturalmente lógico, que los cristianos nos acerquemos a Jesús por medio de María; y que por Cristo, con Cristo y en Cristo, descubramos la maravilla de sabernos hijos de Dios Padre. Éste es el camino normal, abierto a todos sin excepción, por el que el Señor desea conducir a las criaturas. ¿Y cuál es la fuerza que impulsa constantemente al alma en esa marcha hacia el Padre celestial? ¿Quién nos identifica con Jesucristo y nos lleva a saborear la dulzura de la filiación divina? ¡El Espíritu Santo! Lo recuerda San Pablo en la segunda lectura de la Misa, que hemos escuchado hace unos momentos. Hermanos, los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. En efecto, no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ¡Abba, Padre! Pues el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios[4].

Volvamos al punto de Forja, al consejo de escuchar al Espíritu Santo. Qui-zá nos suceda lo que escribe el Bea-to Josemaría: «al recibir este consejo, has comprendido que, hasta ahora, sabías que el Espíritu Santo habitaba en tu alma, para santificarla..., pero no habías “comprendido” esa verdad de su presencia. Ha sido precisa esa sugerencia: ahora sientes el Amor dentro de ti; y quieres tratarle, ser su amigo, su confidente..., facilitarle el trabajo de pulir, de arrancar, de encender...»[5].

¿No es verdad que no hemos ahondado suficientemente en el misterio de la inhabitación de la Santísima Trinidad en nosotros? ¿No es cierto que muchas veces nos olvidamos de que somos templos del Espíritu Santo? Si consideráramos frecuentemente esta enseñanza de San Pablo, ¡cuántas cosas cambiarían en el comportamiento diario! ¡Qué cuidado pondríamos para que esta morada de Dios, que somos cada uno, no quede manchada por ningún pecado! Y como es imposible que la debilidad humana no ofenda en algo al Señor, ¡con qué sincero dolor acudiríamos al sacramento de la Penitencia, donde se borran los pecados y el alma se embellece para acoger con decoro al Espíritu!

Es, pues, el momento de redescubrir de modo vivo la presencia y la acción del Espíritu Santo en nosotros. Como sugería don Álvaro en una fiesta de Pentecostés, «procuremos aumentar la intimidad con el Paráclito. Renovemos el propósito de hablarle mucho, mucho. ¡Que no sea para nosotros el Gran Desconocido, el ignorado!»[6].

Quizá nos resulte difícil tratar al Espíritu Santo, porque se nos presenta menos familiar que el Padre o el Hijo. Pero preguntémonos, con sinceridad: ¿nos hemos propuesto seriamente conocerle, tratarle, amarle? ¿Le suplicamos que tome posesión completa de nuestro ser? ¿Estamos dispuestos a dejarle dirigir el rumbo de nuestra existencia? No debemos engañarnos con excusas. Lo importante no es lo que podamos hacer nosotros, sino lo que el Paráclito realizará, si le dejamos. Porque Él, como predicaba Mons. del Portillo,«es quien nos empuja a clamar Abba, Pater!, y nos lleva a paladear el dulzor de la filiación divina. Es el Abogado que nos defiende en las batallas de nuestra vida interior, y nos fortalece con las virtudes infusas y con sus dones, que aseguran nuestra fidelidad y la perseverancia en las buenas obras. Es el Consolador que nos alcanza el gaudium cum pace, la alegría y la paz que hemos de sembrar hasta los últimos confines de la tierra»[7].

Hemos de querer, de verdad, que el Espíritu Santo gobierne todo nuestro ser y toda nuestra conducta. Y ese querer se manifestará en la invocación frecuente y en la docilidad a sus inspiraciones. Así aprenderemos a tratarle, iremos entrando en su intimidad, y nos sentiremos impulsados —cada día con más ardor— a recorrer la senda abierta por Jesucristo en la tierra.

3. Una vez tomada la decisión —fruto ya de la gracia— de tratar al Espíritu Santo, Él mismo se ocupa de poner en nuestro corazón y en nuestros labios las palabras oportunas. El Espíritu acude en ayuda de nuestra flaqueza: pues no sabemos lo que debemos pedir como conviene; pero el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que sondea los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, porque intercede según Dios en favor de los santos[8].

Al mismo tiempo, hemos de esforzarnos por dirigirnos al Paráclito, recurriendo a jaculatorias y a las oraciones que la Iglesia ha recogido en su liturgia, que tanto pueden ayudarnos a mantener encendido el deseo de tratar al que es Luz de los corazones[9]. Si las pronunciamos despacio, con espíritu de fe, tratando al mismo tiempo de penetrar en su contenido, no tardaremos en advertir que van llenando de claridad nuestra alma, por la acción del Espíritu Santo.

Retornemos al texto de Forja que estábamos comentando. El Beato Josemaría nos asegura: «óyele, te insisto. Él te dará fuerzas, Él lo hará todo, si tú quieres..., ¡que sí quieres!»

«—Rézale: Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía, Amor: que sepa agasajarte, y escuchar tus lecciones, y encenderme, y seguirte y amarte»[10].

Cobra aquí particular relieve la segunda condición a la que antes me refería: la docilidad a las inspiraciones del Paráclito. Cuando un alma le invoca y le busca con perseverancia, el Espíritu Santo le hace experimentar su respuesta en forma de mociones interiores, de sugerencias que se advierten como una cariñosa invitación a ser más delicados en el trato con Jesucristo en la Eucaristía, a confesarse con mayor dolor de los pecados, a realizar mejor el trabajo, a cumplir con generosidad los deberes familiares, a compadecerse del prójimo en sus necesidades espirituales y materiales...

Estas luces pueden encenderse en los momentos más imprevistos: en la quietud de la oración personal, en el fragor de la calle, en medio de un trabajo absorbente, con ocasión de un contratiempo, en la enfermedad..., porque el Espíritu de Dios actúa siempre. Si prestamos atención a sus inspiraciones, si nos esforzamos en ponerlas por obra, la presencia escondida del Consolador se transforma —como advirtió Nuestro Señor a la mujer samaritana— en una fuente que mana hasta la vida eterna[11]: la vida sobrenatural crece a raudales, informa cada una de las acciones del cristiano, y acaba por desbordarse en un afán constante de trato con Dios y de servicio al prójimo, porque el Paráclito nos conforma más y más con Jesucristo, consumido de celo por las almas.

Don Álvaro recorrió con fidelidad este camino que en Cristo, por el Espíritu Santo, conduce a Dios Padre. Todos los que vivíamos cerca de él pudimos contemplar sus frutos: caridad, gozo, paz, longanimidad, benignidad, bondad, fe, mansedumbre...[12]. ¿No os trae a la memoria, esta enumeración del Apóstol, la figura inolvidable del primer sucesor del Beato Josemaría?

Termino con un texto escrito por mi predecesor en 1982, una sugerencia válida para todos los cristianos. «Nuestra gratitud a Dios, por cuanto hemos recibido, se ha de concretar en un decidido empeño por conocer mejor, tratar y amar al Espíritu Santo. Hemos de entrar todos, más intensamente aún, por caminos verdaderamente espirituales, por caminos de intensa vida interior, que nos descubren dentro del alma la morada y acción poderosa del Espíritu Santo. Y desde ahí hemos de emprender la marcha con un paso de amor confiado, de amistad, con una disponibilidad total a la acción de Dios, porque en esta disponibilidad a los planes divinos se concreta la característica específica de las almas que tratan al Espíritu Santo: el Gran Desconocido ha de ser para nosotros el Gran Amigo; con Él haremos divinos los caminos de la tierra»[13].

Lo lograremos, estoy seguro, si, hacemos nuestro también otro consejo que don Álvaro había aprendido de nuestro santo Fundador: «que os acerquéis mucho a Santa María y a San José, grandes amigos de la Trinidad, los que mejor supieron secundar las inspiraciones del Espíritu Santificador, y los que más perfectamente recorrieron su camino tal como Dios quería»[14]. Así sea.

[1] Cfr. Mt 25, 21.

[2] JUAN PABLO II, Litt. apost. Tertio Millennio adveniente, 10-XI-1994, n. 45.

[3] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, n. 430.

[4] Segunda lectura (Rm 8, 14-16).

[5] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, n. 430.

[6] MONS. ÁLVARO DEL PORTILLO, 29-V-1977 (AGP, P01, 1977, p. 652).

[7] Ibid.

[8] Rm 8,26-27.

[9] Solemnidad de Pentecostés, Secuencia Veni, Sancte Spiritus.

[10] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, n. 430.

[11] Jn 4, 14.

[12] Gal 5, 22-23.

[13] MONS. ÁLVARO DEL PORTILLO, Carta 28-XI-1982, n. 56.

[14] Ibid.

Romana, n. 26, Enero-Junio 1998, p. 70-74.

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