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Con motivo de la inauguración del año académico 1998-99 de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, Roma (5-X-1998)

S.E.R. Mons. Javier Echevarría presidió, como Gran Canciller, el acto de apertura del año académico 1998-99 de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz. En esa ocasión, pronunció el siguiente discurso.

Excelencias,

Muy queridos profesores, alumnos y todos los que trabajáis en esta Pontificia Universidad,

Señoras y Señores.

A todos os saludo cordialmente y os manifiesto mi gratitud sincera por haber querido estar presentes en este solemne acto de apertura de un nuevo año académico. Si estas ocasiones son siempre para mí motivo de gratitud a Dios y de alegría, al ver crecer una iniciativa que ocupa un lugar muy especial en mi corazón, la ocasión presente lo es particularmente. La Divina Providencia ha querido que, en los días en que celebramos el septuagésimo aniversario de la fundación del Opus Dei, que tuvo lugar por querer de Dios el 2 de octubre de 1928, podamos celebrar también la concesión del título de Pontificia Universidad a nuestro Ateneo.

Damos gracias con todo el corazón al Santo Padre Juan Pablo II, que ha querido confirmar una vez más de este modo la esperanza y la confianza que deposita en esta Institución universitaria. Y ya que la gratitud se debe manifestar sobre todo con las obras, os invito a todos a rezar mucho por la Augusta Persona del Romano Pontífice y por sus intenciones. Este deber amable de los cristianos es hoy aún más grato, porque dentro de pocos días, el próximo 16 de octubre, se cumplirá el vigésimo aniversario de la elección de Juan Pablo II para ocupar la Sede de Pedro. Pidamos por tanto a Dios que sostenga a nuestro amadísimo Papa con el poder del Espíritu Santo, de modo que siga guiando la Iglesia hacia el tercer milenio para bien de la humanidad entera.

1. Con la elevación de nuestro Ateneo al rango de Universidad, nos econtramos ante una circunstancia importante que trae a la memoria el trabajo realizado en estos quince años con la ayuda de Dios y el empeño abnegado de muchas personas. La enumeración sería larga pero pienso que interpreto el pensamiento de todos recordando particularmente a mi predecesor, Mons. Álvaro del Portillo, fundador de esta Universidad.

La atención especial que el acontecimiento requiere me sugiere dirigiros algunas consideraciones, que deseo que inspiren nuestro trabajo universitario. Lo he hecho otras veces, dirigiéndome a vosotros, profesores, a los estudiantes y al personal no docente, en encuentros que han dejado siempre en mí un recuerdo grato y entrañable. Pero la reunión de hoy, por los motivos que he señalado, adquiere un valor particular.

Mi primera aspiración es que la Pontificia Universidad de la Santa Cruz cumpla el encargo recibido de la Iglesia y responda a esa nueva responsabilidad. Aquí tenemos la posibilidad de conjugar la misión eclesial específica de la Prelatura del Opus Dei —promover la difusión de la llamada a la santidad y al apostolado, a través de la santificación del trabajo cotidiano— con la vocación universitaria de la que hablaba con agrado el Beato Josemaría. De hecho, «vocación universitaria» y «misión eclesial», para los que nos encontramos aquí, están estrechamente unidas. No en el sentido de que la primera deba ser absorbida por la segunda hasta disolverse, sino en el sentido de que una Universidad, si quiere servir de verdad a la Iglesia y a la sociedad, debe ser, antes que nada, un lugar en el que se viva real y profundamente el espíritu universitario.

El Fundador del Opus Dei trazaba así, en una ocasión, el papel y la misión de la institución universitaria: «La Universidad no vive de espaldas a ninguna incertidumbre, a ninguna inquietud, a ninguna necesidad de los hombres. No es misión suya ofrecer soluciones inmediatas. Pero, al estudiar con profundidad científica los problemas, remueve también los corazones, espolea la pasividad, despierta fuerzas que dormitan, y forma ciudadanos dispuestos a construir una sociedad más justa. Contribuye así con su labor universal a quitar barreras que dificultan el entendimiento mutuo de los hombres...»[1].

Quien haya conocido al Beato Josemaría sabe que su amor a la Universidad era una manifestación de su afán apostólico y de su deseo de poner al servicio del bien de las almas todos los recursos de la inteligencia y del corazón. Mi querido predecesor y primer Gran Canciller de esta Universidad, Mons. Álvaro del Portillo, lo atestiguaba así: «Al hablar del amor a la universidad del Fundador del Opus Dei nos referimos a un arraigado sentimiento personal de Mons. Escrivá; a los frutos de su acción apostólica en el campo universitario; y también a lo que su mensaje espiritual y sus opiniones personales pueden aportar a la institución universitaria en general»[2].

2. Al comunicarnos la decisión del Santo Padre de conceder a este Ateneo el título de Universidad Pontificia, Su Eminencia el Cardenal Pío Laghi añadía que nuestra Institución ha prestado en estos años un apreciable servicio eclesial y académico en la formación de estudiantes y que reúne plenamente los requisitos necesarios para la concesión del título. Es un reconocimiento que refuerza y revaloriza el trabajo comenzado, in nuce, hace catorce años y que nos hemos esforzado por cumplir, desde el primer momento, con espíritu universitario.

El camino eclesial en el que se nos ha confirmado con la concesión del título de Universidad, y que comenzamos desde este año académico in novitate sensus, no es una cosa nueva. Como todos sabéis, durante muchos siglos de historia, la Iglesia ha dedicado gran atención a las comunidades académicas y a las Universidades, nacidas como de su corazón, y las ha rodeado de cuidados especiales. La Pontificia Universidad de la Santa Cruz tiene el honor de injertarse con pleno derecho en este surco fecundísimo, casi milenario. «Por su vocación, la Universitas magistrorum et scholarium —afirmaba Juan Pablo II en la constitución Ex corde Ecclesiæ, tomando las palabras del Papa Alejandro IV dirigidas en 1255 a la Universidad de París— se consagra a la investigación, a la enseñanza y a la formación de los estudiantes, libremente reunidos con sus maestros, animados todos por el mismo amor del saber»[3].

Refiriéndose a esas Universidades nacidas en el surco de la tradición cristiana, el Santo Padre añadía: «Ella comparte con todas las otras universidades aquél gaudium de veritate, tan estimado por San Agustín, esto es, la alegría de buscar la verdad, de descubrirla y de comunicarla en todos los campos del conocimiento. Su tarea privilegiada es la de unificar existencialmente en el trabajo intelectual dos órdenes de la realidad que demasiado frecuentemente se tiende a oponer como si fueran antitéticos: la búsquedad de la verdad y la certeza de conocer ya la fuente de la verdad»[4].

Al proponernos conjugar la vocación universitaria y la misión eclesial, surge enseguida la pregunta: ¿Este término, «vocación», no será demasiado fuerte? ¿De verdad el trabajo universitario realizado por cualquier persona —profesores, estudiantes y todos aquellos que desempeñan su oficio entre los muros universitarios— corresponde a una vocación? ¿Y cuál es el papel de esta vocación dentro de la única misión salvífica de la Iglesia? No son preguntas a las que se pueda dar aquí una respuesta detenida. Sin embargo, son preguntas que nos deben hacer reflexionar. Desde hoy, tenemos un motivo más.

Lo que sí podemos es comenzar alguna de estas reflexiones. Sabemos bien que espíritu y vocación universitaria quieren decir amor y humildad en la búsqueda de la verdad; capacidad de escuchar y de dialogar; lugares y tiempos adecuados para el estudio y la reflexión personales; saber reconocer el significado y el papel de la propia materia de enseñanza, estudio o de investigación dentro del conjunto; poseer una sensibilidad interdisciplinar adecuada, que nos haga ver la única verdad como la cima de un monte a la que es posible acercarse recorriendo caminos diversos, no raramente bastante fatigosos, pero animados todos por el mismo espíritu y dirigidos a la misma meta.

Pero vocación universitaria quiere decir también —incluso diría que sobre todo— la conciencia de formar una «comunidad», precisamente la comunidad académica, porque aquellos caminos —agradables o fatigosos pero siempre atrayentes, como es todo lo verdadero, bueno y bello— han de recorrerse unidos unos con otros. Es una comunidad que goza de legítima autonomía y de libertad, y que al mismo tiempo tiene conferida una responsabilidad importante: servir a la sociedad y a la Iglesia a través del trabajo intelectual. La autonomía y los privilegios que se han concedido a las comunidades académicas en el curso de la historia, se entienden sólo en virtud de ese vínculo con la verdad y del servicio al hombre. Su naturaleza de comunidad de profesores y alumnos conlleva que la enseñanza no se limite a contenidos abstractos, sino que ha de transmitir también, a través de la existencia vivida, el interés por cada persona y el cuidado sincero de las relaciones humanas. Estas realidades confirman la credibilidad de aquellos contenidos y constituyen algo así como su alma.

Finalmente, espíritu universitario quiere decir poseer una mentalidad universal en la comprensión y en la solución de los problemas, poner los recursos intelectuales propios al servicio de una cultura de la solidaridad, afrontando los desafíos de una historia que está siempre en camino mediante una «relación creativa con la verdad», como ha repetido Juan Pablo II en alguna ocasión.

3. Estos rasgos, brevemente trazados, deben caracterizar también el trabajo y la misión eclesial de una Universidad como la nuestra. Lo harán de un modo especial, porque el objeto principal de investigación y de transmisioón del saber en una Universidad eclesiástica está constituido por el estudio del misterio de Dios y de la Iglesia, por las eternas preguntas sobre el hombre y sobre el mundo juzgadas a la luz de ese misterio, así como por el estudio de otras disciplinas que favorecen la comprensión, la difusión y la salvaguarda de la Palabra salvífica.

Para nosotros, amor a la verdad quiere decir amor a Cristo, que es la Verdad misma[5]. Una verdad que se puede comprender sólo amándola y aceptando las consecuencias que se derivan de ese amor. Una verdad que no poseemos, sino que nos posee y nos impulsa, por tanto, a una investigación cada vez más humilde y sincera, a escuchar y a aprender de la multitud de voces que pueden hacer captar con mayor profundidad la belleza de esta sinfonía: las voces de los compañeros de nuestra aventura universitaria dentro de estas paredes, en los Ateneos de Roma y en los del mundo entero. El auténtico espíritu universitario lleva a escuchar la verdad, venga de donde venga; por eso, la Universidad es el lugar por excelencia de la interdisciplinariedad, que impulsa a los profesores a interesarse por las disciplinas cultivadas por sus colegas, a intervenir en reuniones comunes, a participar con sincero interés en sus estudios y en sus resultados. Dentro de este diálogo, en sintonía con el trabajo de las otras Facultades eclesiásticas, tienen gran importancia las relaciones de esta Universidad con las Universidades civiles que trabajan en los sectores de las disciplinas humanísticas, científicas, económicas, médicas, etc. Me gusta recordar, a propósito de ésto, que Su Eminencia el Cardenal Joseph Ratzinger, con ocasión de su investidura como Doctor honoris causa por la Universidad de Navarra en el mes de enero pasado, alabó, porque le produjo muy buena impresión, el espíritu de interdisciplinariedad que animaba y anima ese campus, donde Facultades civiles y eclesiásticas, tan diversas unas de otras, se desarrollan en una colaboración armoniosa.

Dentro del diálogo interdisciplinar, las ciencias sagradas —la teología en particular— deberán presentarse con toda su especifidad, conscientes de que pueden ofrecer, con el don de la Revelación divina, las respuestas capaces de iluminar todos los sectores de la actividad humana, orientándolos hacia la recapitulación de todas las cosas en Cristo, de quien recibe su sentido último todo trabajo y toda búsqueda de la verdad. Donde faltara este diálogo y la teología abdicara de su papel propio, su campo no será simplemente descuidado —observaba con lucidez el Cardenal Newman en su obra “Discursos sobre el fin y la naturaleza de la educación universitaria”— sino que sería usurpado por otras ciencias, que se apropiarían indebidamente de respuestas definitivas que no están en condiciones de ofrecer[6]. Pero la teología debe recorrer su camino con humildad, sin ignorar jamás los resultado verdaderos alcanzados por las demás ciencias —también las naturales, por ejemplo—, consciente de que las respuestas últimas que la teología es capaz de ilustrar mejor que las otras ciencias son siempre un don de Dios que revela y se revela.

En una Universidad eclesiástica, la construcción de un verdadero espíritu universitario no puede prescindir de su fundamento angular, Cristo; ni de la participación en su mismo Espíritu, más intensa cuanto más sinceramente cultivan sus miembros el deseo de santidad en la perfección de la caridad. No se trata de un simple espíritu de colaboración o de mera sintonía humana. Está por medio el Espíritu con mayúscula, el único que puede hacer de nosotros una parte viva de la Iglesia de Cristo para el bien de todo su Cuerpo, según la enseñanza del Apóstol: «Él constituyó a algunos como apóstoles, a otros profetas, a otros evangelistas, a otros pastores y doctores, para que trabajen en perfeccionar a los santos cumpliendo con su ministerio para la edificación del cuerpo de Cristo»[7].

El testimonio personal con el que debemos transmitir las disciplinas que enseñamos no es mera coherencia humana, sino testimonio evangélico; y los nuevos desafíos que se deben afrontar con responsabilidad y creatividad no son sólo los escenarios futuros de la sociedad o las nuevas tecnologías, sino la evangelización de todos los ambientes y de todas las culturas.

No lo olvidemos: la vocación universitaria consiste precisamente en la tarea santa y maravillosa de la que nos hablaba San Pablo: trabajar para «perfeccionar a los santos cumpliendo con su ministerio para la edificación del cuerpo de Cristo». Cada uno según el papel que desempeña o desempeñará: el de ser maestros o enseñar a otros a serlo pronto, el de formar pastores, o el más amplio de ayudar a cada uno a vivir con espíritu de servicio su futuro ministerio eclesial. Debemos dedicarnos a esta tarea con nuevo afán y con renovado amor, un amor capaz de sostenernos cuando las pruebas o la dificultad ofusquen el horizonte de nuestra labor universitaria.

4. Antes de acabar, quisiera dirigir un auspicio a todos vosotros —pro-fesores, alumnos y personal no do-cente de la Universidad—: que nun-ca falte la alegría en vuestro trabajo cotidiano. El gaudium de veritate, del que hablaba San Agustín, ha de ser para todos vosotros también un gaudium cum pace. Sabed poner toda vuestra creatividad y todos vuestros talentos al servicio de la profundización en vuestras disciplinas y de su transmisión, al servicio de la evangelización y de la cultura cristiana, al servicio de los hermanos, especialmente de los más necesitados porque provienen de Iglesias que han sufrido más o porque volverán a territorios más difíciles. Recordad que, como toda vocación y toda misión, también la de ser Universidad en la Iglesia y para la Iglesia goza de una gracia particular que os ayudará y os confortará en vuestro camino.

A vosotros, profesores, que os ocupáis de las tareas de enseñanza, y a vosotros, queridos alumnos, os deseo de todo corazón que veáis realizadas las palabras del Beato Josemaría recogidas en un punto de Surco: «Has tenido la gran suerte de encontrar maestros de verdad, amigos auténticos, que te han enseñado sin reservas todo cuanto has querido saber; no has necesitado de artimañas para “robarles” su ciencia, porque te han indicado el camino más fácil, aunque a ellos les haya costado duro trabajo y sufrimientos descubrirlo... Ahora, te toca a ti hacer otro tanto, con éste, con aquél, ¡con todos!»[8].

Al Padre que está en los cielos, de quien toma nombre toda familia en los cielos y en la tierra[9] y a cuya Persona divina está dedicado especialmente el tercer año —ya cercano— de preparación al gran Jubileo del 2000, confío las esperanzas y los deseos expresados en mis palabras. Se los encomiendo a través de la intercesión de la Virgen, Su Hija predilecta, cuya protección materna invoco sobre el trabajo de los profesores, alumnos y personal no docente de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz en este año académico 1998/99, que declaro inaugurado oficialmente.

[1] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, La universidad ante cualquier necesidad de los hombres, 7-X-1972, en “Josemaría Escrivá de Balaguer y la Universidad”, EUNSA, Pamplona 1993, p. 98.

[2] MONS. ÁLVARO DEL PORTILLO, La Universidad en el pensamiento y la acción apostólica de Mons. Josemaría Escrivá, en ibid, p. 17.

[3] JUAN PABLO II, Const. ap. Ex corde Ecclesiæ, 15-VIII-1990, n. 1.

[4] Ibid.

[5] Cfr. Jn 14, 6.

[6] Cfr. J. H. NEWMAN, Discursos sobre el fin y la naturaleza de la educación universitaria, traducción, introducción y notas J. Morales, Eunsa, Pamplona 1996, p. 121.

[7] Eph 4, 11-12.

[8] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Surco, n. 733.

[9] Cfr. Eph 3, 15.

Romana, n. 27, Julio-Diciembre 1998, p. 265-271.

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