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En la Misa de inauguración del año académico 1998-99 de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, Roma (5-X-1998)

En la Misa de inauguración del año académico de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, que tuvo lugar en la Basílica de San Apolinar.

Recibid el Espíritu Santo[1], dijo el Señor a los Apóstoles, reunidos en casa, aquella tarde del domingo de Resurreción. Y, desde entonces, el Señor continúa acercándose a los cristianos para decirles, como nos repite hoy a nosotros: recibid el Espíritu Santo.

Antes de pronunciar aquellas palabras, Jesús sopló sobre los Apóstoles, y en ese soplo podemos descubrir el «soplo oculto del Espíritu Divino» que «hace que el espíritu humano se abra, a su vez, a la acción de Dios salvífica y santificante»[2].

Comenzando con la Santa Misa del Espíritu Santo este año académico, el primero tras la concesión por parte de Su Santidad Juan Pablo II del título de Universidad a nuestro Ateneo, queremos secundar una vez más el deseo de Jesucristo Nuestro Señor, siempre deseoso de que recibamos al Espíritu divino, de modo que esta nueva etapa de actividad académica y de estudio se abra a su acción.

Infunde amorem cordibus![3], invocamos, dirigiéndonos al Paráclito; infunde el amor en nuestros corazones, la vida sobrenatural que nos eleva a la altura de la vida divina, de manera que sepamos corresponder a tu acción para poder servir mejor a todos. Y con el amor, intensifica también en nosotros la luz de la fe, para que conozcamos mejor a Dios y lo demos a conocer a los demás. De este modo se cumplirá en nosotros la oración de Jesús en la Última Cena, cuando pedía al Padre: Santifícalos en la verdad: Tu palabra es la verdad. Como Tú me enviaste al mundo, así los he enviado yo al mundo. Por ellos yo me santifico, para que también ellos sean santificados en la verdad[4].

En la segunda lectura se nos ha presentado el texto de la primera carta a los corintios, donde San Pablo, inspirado por el Espíritu Santo, emplea la imagen del cuerpo humano para hablar de la unidad de la Iglesia. Como todos los miembros, a pesar de ser muchos, forman un solo cuerpo, así también Cristo[5]. Se trata de la unidad que pediremos en la plegaria eucarística con la súplica: «llenos del Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu»[6]. Una unidad constituida por los vínculos de la profesión de la fe, de los sacramentos y de la comunión jerárquica[7], porque «creer en Cristo significa amar la unidad; amar la unidad significa amar a la Iglesia»[8]. Y amar a la Iglesia, lo sabemos bien, significa estar unidos al Romano Pontífice, que ocupa —por voluntad divina— un puesto único como Cabeza visible del Cuerpo místico de Cristo. Recemos, pues, cada día por el Papa, y permanezcamos siempre unidos a sus enseñanzas, que son garantía de fecundidad. Intensifiquemos nuestra oración en los próximos días, como preparación al vigésimo aniversario de la elección del Papa Juan Pablo II.

Me viene a la cabeza la intensidad con que el Beato Josemaría Escrivá amaba la unidad de la Iglesia, y cómo su sucesor, Mons. Álvaro del Portillo, siguiendo con plena fidelidad su ejemplo y derrochando muchas energías, promovió con esfuerzo incansable la creación y el desarrollo de esta universidad, para que sirviera como instrumento de adhesión a la doctrina de Cristo, al Magisterio de la Iglesia, a la Sede de Pedro. Demos, pues, gracias a la Santísima Trinidad por habernos concedido estas dos figuras de santos sacerdotes como modelos para nuestro deseo de servir a la unidad de la Iglesia. Nos confiamos al Espíritu Santo para que haga que todo nuestro trabajo universitario sea un medio de unión con el Papa y con la Iglesia entera, y se convierta en un camino de identificación con Cristo, hasta llegar a ser con Él una sola cosa[9].

Además de profundizar en las ciencias sagradas por medio de las clases y de las horas de estudio, con vuestra investigación científica debéis, sobre todo, haceros más disponibles a la acción santificadora del Paráclito, para saber comunicar a todos los hombres las grandes obras de Dios[10].

El Beato Josemaría Escrivá recordaba en una homilía cómo, en una ocasión, un amigo suyo, que no tenía fe, le dijo señalando un mapamundi: «Mire, de norte al sur y de este a oeste». «¿Qué quieres que mire?», respondió el Beato Josemaría. «El fracaso de Cristo» concluyó aquella persona: «Tantos siglos procurando meter en la vida de los hombres su doctrina, y vea los resultados». El Beato Josemaría recordaba que al oír aquella afirmación se entristeció, pensando en el gran número de personas que aun no conocían a Cristo, y en cuantos, entre los que le conocen, viven como si no le conocieran. Pero enseguida, lleno de amor y de reconocimiento hacia el Señor, que le había llamado como libre cooperador de la obra de la redención, entendió que aquella afirmación no respondía a la verdad: «Cristo no ha fracasado: su doctrina y su vida están fecundando continuamente el mundo. La redención, por Él realizada, es suficiente y sobreabundante»[11].

Jesús continúa fecundando el mundo cada día por medio de su Espíritu. Pero quiere servirse de los cristianos, que son los miembros de su Cuerpo Místico; esto es, quiere servirse de nosotros como instrumentos. Él, Dios santificador, nos empuja a creer en la palabra divina. Él nos ilumina, nos enseña y nos pide que sepamos escuchar, aprender, para poder luego «manifestar y comunicar la caridad de Dios a todos los hombres y pueblos»[12].

Con la acción del Espíritu Santo, el estudio de la ciencia sagrada —y toda la actividad humana: pienso especialmente en este momento en el trabajo del personal no docente de nuestra Universidad— se convierte en instrumento de evangelización, de corredención, de unidad. De esta manera conseguiremos tener ese fundamento indestructible, un modo de pensar, de actuar, de vivir que caracteriza el ímpetu apostólico de la unidad, don del Espíritu Santo.

La Virgen es vida, dulzura y esperanza nuestra. Se lo recordaremos a nuestra Madre cuando, al final de la Misa, cantemos la Salve. Ella intercede por cada uno de nosotros para que nuestras aspiraciones lleguen a ser una respuesta eficaz a las mociones del Espíritu Santo, de acuerdo con aquella plenitud de vida que Cristo a venido a traer[13].

[1] Jn 20, 22

[2] JUAN PABLO II, Carta apost. Dominum et vivificantem, 18-V-1986, n. 58.

[3] Himno Veni, Creator.

[4] Jn 17, 17-19.

[5] 1 Cor 12, 12.

[6] Misal Romano, Plegaria Eucarística III.

[7] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. Dog. Lumen Gentium, 21-XI-1964, n. 14.

[8] JUAN PABLO II, Carta apost. Ut unum sint, 25-V-1995, n. 9.

[9] Cfr. Jn 17, 21.

[10] Cfr. Hech 2, 11.

[11] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 129.

[12] CONCILIO VATICANO II, decr. Ad gentes, 7-XII-1965, n. 10.

[13] Cfr. Jn 10, 10.

Romana, n. 27, Julio-Diciembre 1998, p. 263-265.

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