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En la ordenación sacerdotal de diáconos de la Prelatura, en la Basílica de San Eugenio, Roma (13-IX-1998)

El 13 de septiembre, el Prelado del Opus Dei confirió la ordenación sacerdotal a treinta y un fieles de la Prelatura, en la Basílica de San Eugenio. Pronunció la siguiente homilía.

Queridísimos ordenandos, hermanas y hermanos.

1. Doy gracias a Dios con todo el corazón, porque hoy, una vez más, me concede la alegría de administrar el Orden Sagrado a un nuevo grupo de fieles de la Prelatura del Opus Dei, hijos espirituales del Beato Josemaría Escrivá.

En el Evangelio de la Misa[1], Cristo afirma que es el Buen Pastor y fundamenta esta afirmación suya con una prueba incuestionable: por salvar a sus ovejas, ha llegado a dar la vida por ellas. Por eso, sólo a Él compete en plenitud este título. Sólo Él guía la grey hacia pastos seguros. Las ovejas reconocen como por instinto la voz de Jesús, y la siguen con la certeza de alcanzar la salvación. Él cumple la promesa que Dios había hecho por boca del profeta Ezequiel: Yo mismo cuidaré de mi rebaño y velaré por él. Como un pastor vela por su rebaño cuando se encuentra en medio de sus ovejas dispersas, así velaré Yo por mis ovejas. Las recobraré de todos los lugares donde se habían dispersado en día de nubes y brumas[2]. Con Él, «habitarán en seguridad en el desierto y dormitarán en los bosques»[3].

¿Quién es el sacerdote? ¿Cuál es su tarea? La respuesta de San Pablo es tajante: así han de considerarnos los hombres: ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios[4]. Su misión es la de ser instrumento del Maestro. Ha sido llamado, y habilitado por la potestad recibida en el sacramento del Orden, para ser canal por donde la gracia divina llegue a cada fiel, haciendo posible su unión con Cristo hasta convertirse en partícipe de la naturaleza divina: ¡hijo de Dios!

Por lo demás —continúa San Pablo—, lo que se busca en los administradores es que sean fieles[5]. Esta fidelidad, queridísimos candidatos al sacerdocio, puede resumirse en las promesas que pronunciaréis dentro de poco. Se os preguntará: “¿Queréis cumplir el ministerio de la palabra mediante la predicación del Evangelio y la exposición de la fe católica, con dedicación y sabiduría?”[6]. Entre las funciones del sacerdote, el Concilio Vaticano II pone en primer lugar precisamente el anuncio del Evangelio[7].

Con humanas palabras de consuelo es posible confortar momentáneamente a quienes sufren. También las exhortaciones a no desesperarse pueden ser a veces como un punto de apoyo para quien vaga en la oscuridad. Algunos podrán obtener ventajas del consejo que sirve de orientación en las vicisitudes —en ocasiones tan complejas— de la vida familiar y profesional. Pero la tarea específica del sacerdote va mucho más allá. El sacerdote es depositario de una luz infinitamente más cierta que la que procede de cualquier sabiduría humana: la luz de Cristo, la única capaz de mostrarnos en cualquier momento la vía de la salvación y de la paz que no decepciona. Sólo anunciando el Evangelio con integridad, podrá el sacerdote ayudar verdaderamente a las almas.

En una alocución al clero de Roma, el Santo Padre Juan Pablo II exhortaba: «debemos, ciertamente, ponernos junto a quienes sufren y pasan necesidad: ponernos de su parte. Pero debemos actuar siempre con ellos como sacerdotes»[8]. Los fieles esperan del sacerdote «que predique la Palabra de Dios y no cualquier tipo de ciencia humana que —aunque conociese perfectamente— no sería la ciencia que salva y lleva a la vida eterna»[9]. El sacerdote es maestro, pero la única sabiduría que las almas desean recibir de él es la que procede de Cristo: la sabiduría de la Cruz y del perdón, del amor infinito de Dios y de su inagotable misericordia; la sabiduría de la esperanza, que disipa la tentación del desánimo; la sabiduría de una santidad que es lucha espiritual, contrición, propósito eficaz de lealtad.

No olvidéis que el Paráclito, que nos otorga la sabiduría de Cristo, es fuego. El sacerdote no puede ceder al desvarío de querer agradar a todos, a cualquier precio. No ha de tener miedo a hacer resonar en las almas el eco de la voz de Cristo: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará[10].

Custodiar la fe en toda su integridad es garantía de felicidad en la tierra y en el cielo. «Nosotros no tenemos directamente poder en la conversión de las almas —decía en cierta ocasión el Papa, a un grupo de sacerdotes—. Pero somos responsables del anuncio de la fe, de la totalidad de la fe, y de sus exigencias»[11]. El Espíritu Santo abre las mentes y los corazones para acoger la Palabra en la medida en que se la anuncia en toda su verdad. Ciertamente, el Señor es —con expresión del Antiguo Testamento— «un Dios celoso»[12] y pide mucho. La coherencia cristiana, la santidad, es una meta muy alta. Pero sólo quien la busca de verdad experimenta cómo se cumplen en su vida las promesas de felicidad que nos ofrece la fe. Solamente Dios es capaz de saciar nuestra sed de bondad, de justicia, de belleza, de paz.

2. Por estas razones, no se puede mirar al Evangelio como a un elenco de preceptos éticos, abstractos y, en algunos casos, casi imposibles, porque requieren un enorme esfuerzo. Tampoco es una especie de manual de buena educación, un prontuario de buenas maneras. El Evangelio es el Camino, la Verdad que conduce a la plenitud de la Vida[13]. Para poder acogerlo, para reconocer en él la voz de Cristo que llama, es preciso crear en la mente y en el corazón disposiciones de humildad y sinceridad, de valentía y abandono, de apertura a la esperanza y al amor. Ésta es la finalidad que debe proponerse el sacerdote en la predicación y en la dirección espiritual: guiar a las almas —cada alma, una a una— al encuentro personal con el Señor, a aquella unión íntima y vital con Cristo que es un intercambio de amor: darse y recibir. Y ese intercambio halla su momento culminante en los sacramentos.

En el rito de las promesas, se os preguntará: «¿Estáis dispuestos a celebrar con devoción y fidelidad los misterios de Cristo según la tradición de la Iglesia, especialmente en el Sacrificio eucarístico y en el sacramento de la Reconciliación, para alabanza de Dios y para la santificación del pueblo cristiano?»[14]. La Iglesia os otorga la potestad de administrar el perdón sacramental y de celebrar, in persona Christi, la Santa Misa, donde el Señor se ofrece a Sí mismo como alimento de las almas. Éste es el vértice al que tiende todo el ministerio sacerdotal.

Evidentemente, para profesar esta fidelidad incondicionada a Cristo, el sacerdote ha de ser el primero en recurrir con amor al sacramento del perdón, el primero en no poner obstáculos a la gracia que mana de la Eucaristía, el primero en adentrarse por el camino de una oración auténtica y asidua. Seguid siempre la exhortación de nuestro santo Fundador: «Que busques a Cristo: Que encuentres a Cristo: Que ames a Cristo»[15]: «Buscadlo con hambre, buscadlo en vosotros mismos con todas vuestras fuerzas. Si obráis con este empeño, me atrevo a garantizar que ya lo habéis encontrado, y que habéis comenzado a tratarlo y a amarlo, y a tener vuestra conversación en los cielos»[16]. Junto a Cristo, experimentaréis la profunda verdad que se encierra en la exclamación del salmista: Quia tu es, Deus, fortitudo mea![17] Jesús transforma la debilidad del hombre en fortaleza divina. Nos concede la capacidad de dar lo que no tenemos, de amar hasta el sacrificio.

Otra de las promesas solemnes que se os pedirá que mantengáis alude a esta transformación obrada en nosotros por la gracia que nos llega mediante los sacramentos y la oración. Dice así: «¿Queréis uniros cada día más a Cristo, sumo Sacerdote, que por nosotros se ofreció al Padre como Víctima santa, y con Él consagraros para la salvación de los hombres?»[18] El Señor os concederá la fuerza si vosotros, día tras día, os esforzáis por cumplir fielmente vuestro ministerio. Con la oración y con el sacrificio de vuestra vida, lo amaréis también por aquellos que no le aman, y con su mismo Amor, con la fuerza del Espíritu Santo, sabréis expiar y reparar por las ofensas que se le infieren; arrancaréis a Dios —por así decir— muchas gracias de conversiones verdaderas.

3. Hemos considerado algunas exigencias del ministerio sacerdotal. Pero muchas de las cosas que hemos recordado pertenecen al horizonte de la vida de todos los cristianos. En efecto, todo fiel cristiano, en virtud del Bautismo, ha sido hecho partícipe del sacerdocio de Cristo según un modo que le es propio. Todo cristiano tiene el deber de difundir la luz del Evangelio, de conducir a Cristo a todas las personas con las que entra en contacto, de llevar a cabo un vasto apostolado de la Confesión. Y, para alcanzar este objetivo, todo fiel cristiano tiene necesidad de buscar en Cristo la fortaleza que fue concedida a los Apóstoles.

Hoy, queridos diáconos, todos rezaremos especialmente por vosotros, que os aprestáis a recibir el don del sacerdocio. Vosotros, en ésta que será vuestra primera Misa, rezad por vuestros padres, hermanos, parientes y amigos. Especialmente a vuestros padres debéis gran parte de la vocación. Y vosotros, padres, parientes y amigos, seguid sosteniendo con vuestra plegaria a estos nuevos sacerdotes. Al afecto que sentís por ellos se une hoy la justa veneración por lo que el Señor va a obrar en estos seres tan queridos para vosotros: un misterio santo que requiere santidad.

Hijos míos diáconos, rezad por el Santo Padre, por su Vicario en la ciudad de Roma y sus Obispos auxiliares. Rezad de modo especial por todos los fieles de la Prelatura del Opus Dei, a cuya asistencia espiritual dedicaréis de ahora en adelante vuestras mejores energías. Suplicad al Señor que siga bendiciendo siempre a su Iglesia con nuevas vocaciones de sacerdotes santos. Y rezad también por mí, que —con la intercesión del Beato Josemaría— os confío lleno de gozo a la protección de la Virgen Santísima, Madre de Cristo y Madre de los sacerdotes. Así sea.

[1] Cfr. Jn 10, 11-16.

[2] Ez 34, 11-12.

[3] Ez 34, 25.

[4] 1 Cor 4, 1.

[5] Ibid., 2.

[6] Liturgia de la Ordenación, Promesas de los elegidos.

[7] Cfr. CONCILIO VATICANO II, decr. Presbyterorum Ordinis, 7-XII-1965, n. 4.

[8] JUAN PABLO II, Alocución, 2-III-1979.

[9] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.

[10] Mc 8, 34-35.

[11] JUAN PABLO II, Meditación en un retiro espiritual a sacerdotes y seminaristas, 6-X-1986.

[12] Ex 34, 14-16; cfr. ibid. 20, 1-6 y Dt 4, 23-26.

[13] Cfr. Jn 14, 6.

[14] Liturgia de la Ordenación, Promesas de los elegidos.

[15] Cfr. BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 382.

[16] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, n. 300.

[17] Sal 42, 2.

[18] Liturgia de la Ordenación, Promesas de los elegidos.

Romana, n. 27, Julio-Diciembre 1998, p. 259-263.

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