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En la ordenación sacerdotal de diáconos de la Prelatura, en la parroquia de San Alberto Magno, Madrid (6-IX-1998)

El 6 de septiembre, S.E.R. Mons. Javier Echevarría confirió la ordenación sacerdotal a tres fieles de la Prelatura, en la Pa-rro-quia de San Alberto Mag-no. Ésta es la homilía que pronunció.

Queridísimos ordenandos, hermanas y hermanos míos.

1. Hoy es un día de gran alegría para todos: la Iglesia de Dios se enriquece con tres nuevos sacerdotes. Por eso es lógico que comience esta homilía animándoos a dar gracias al Señor por esta manifestación de su misericordia con los hombres. Y también resulta lógico que levantemos a Dios nuestro corazón, suplicándole con fe que no deje de suscitar en la Iglesia abundantes vocaciones sacerdotales, y que estos hermanos vuestros que hoy reciben la ordenación presbiteral, y todos los sacerdotes del mundo, nos empeñemos diariamente en ser sacerdotes santos. Porque, como escribía en 1945 el Fundador del Opus Dei, «el sacerdocio pide —por las funciones sagradas que le competen— algo más que una vida honesta: exige una vida santa en quienes lo ejercen, constituidos —como están— en mediadores entre Dios y los hombres»[1].

Señor Dios nuestro: ¡sólo Tú sabes cuánto necesitamos que sean muchas y santas las vocaciones sacerdotales en la Iglesia! Por eso nos manifiestas continuamente, una vez más, lo que dijiste a los Apóstoles mientras contemplabas las muchedumbres que —entonces como ahora— andaban como ovejas sin pastor: la mies es mucha, pero los obreros son pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies que envíe obreros a su mies[2].

Con esta oración constantemente presente, me dirijo ahora de manera particular a vosotros, hijos míos, que hoy vais a recibir libremente el sacerdocio ministerial. Meditad con frecuencia el texto de la segunda lectura de la Misa, tan lleno de riqueza. Habéis sido escogidos por Dios entre los hombres. No habéis tomado vosotros la iniciativa, sino el Señor, porque puntualiza la Carta a los Hebreos— nadie puede arrogarse este honor: Dios es quien llama, como en el caso de Aarón[3]. Y si, con palabras inspiradas, se nos recuerda que tampoco Cristo se confirió a sí mismo la dignidad de Sumo Sacerdote, sino Aquél que le dijo: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy[4], ¡qué tendríamos que afirmar de nosotros mismos, que somos pobres criaturas, llenas de miserias y defectos! Verdaderamente, el ministerio sacerdotal —como cualquier vocación divina— es un regalo espléndido de la Santísima Trinidad.

Nunca olvidéis, pues, que la iniciativa de esta nueva llamada ha partido de Dios. El mismo que hace años os invitó a servirle —dentro de la común vocación cristiana— como fieles laicos de la Prelatura del Opus Dei, os concede ahora para siempre el don del sacerdocio.

Alta es la meta a la que sois llamados, pero no temáis: Dios está con vosotros y no os dejará solos. Confiad particularmente en la ayuda del Espíritu Santo. Vuestra ordenación sacerdotal se realiza precisamente en el año que la Iglesia ha querido dedicar a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, como preparación para el Gran Jubileo en el que conmemoraremos los dos mil años del nacimiento de Jesucristo. Podéis considerar que esta circunstancia os trae una especial ayuda del Paráclito en el desempeño de vuestro ministerio sacerdotal.

2. La Epístola a los Hebreos muestra también el contenido de la misión sacerdotal, cuando afirma: todo sacerdote, escogido entre los hombres, está puesto para representar a los hombres en el culto a Dios: para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Él puede comprender a los ignorantes y extraviados, ya que él mismo está envuelto en debilidades[5].

Todo cristiano, por el hecho de haber recibido en el Bautismo el sacerdocio común, y también en virtud de la Comunión de los Santos, ha de sentir el peso de llevar la humanidad entera a Dios. Pero quien además queda ungido con el sacramento del Orden, adquiere una nueva responsabilidad, derivada de su nueva configuración con Cristo, que no es sólo más intensa, sino esencialmente distinta de la de los demás fieles[6]. Con palabras de nuestro santo Fundador, os recuerdo que «la vocación específica, con la que —entre vuestros hermanos— habéis sido llamados y a la que libremente habéis respondido, os constituye servidores de todos en lo que mira a Dios»[7].

Sobre vuestros hombros recaerá, pues, la responsabilidad de la atención pastoral de los fieles de la Prelatura que os sean encomendados —ésta es la razón inmediata de vuestra ordenación—, de las personas que participan en las labores apostólicas del Opus Dei, y de todos los hombres y mujeres, ya que el sacerdocio ministerial, por su misma naturaleza, constituye un ministerio público en la Iglesia: está abierto a las necesidades espirituales de todas las almas.

Entre las numerosas consecuencias prácticas derivadas de este hecho, quiero referirme a una actitud muy concreta que se pide al sacerdote: la absoluta disponibilidad para servir a las almas. Ahora con mayor fuerza, hijos míos, habréis de olvidaros de vuestro yo, decididos a ocuparos de los demás. En vuestros planes de trabajo y de descanso, tened siempre presente que habéis sido elegidos para representar a los hombres en el culto a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Habéis de mostraros acogedores con vuestros hermanos, en todo momento: las veinticuatro horas del día; y no como quien presta un favor, sino con la conciencia de cumplir un gustoso deber que no debemos soslayar. Cualquier persona tendrá derecho a buscar vuestro consejo espiritual o vuestras palabras de consuelo; a escuchar de vuestros labios la doctrina salvífica del Evangelio; a recibir de vosotros el perdón divino, después de haber confesado sus pecados; a descubrir en todo vuestro comportamiento la presencia y el amor de Cristo.

Eso es lo que los hombres y mujeres esperan del sacerdote: que los represente ante Dios, que interceda por todas sus necesidades espirituales y materiales. El Papa Juan Pablo II, en la homilía de la ordenación que realizó en España en 1982, decía a los nuevos sacerdotes: «No temáis ser separados de vuestros fieles y de aquellos a quienes vuestra misión os destina. Más bien os separaría de ellos el olvidar o descuidar el sentido de la consagración que distingue vuestro sacerdocio. Ser uno más en la profesión, en el estilo de vida, en el compromiso político, no os ayudaría a realizar plenamente vuestra misión; defraudaríais a vuestros propios fieles que os quieren sacerdotes de cuerpo entero: liturgos, maestros, pastores, sin dejar por ello de ser, como Cristo, hermanos y amigos»[8].

3. «Sacerdotes de cuerpo entero», dice el Papa; o, con palabras del Beato Josemaría, que os resultarán familiares, «sacerdotes-sacerdotes, sacerdotes cien por cien»[9].

Por eso, con el sacerdocio, vuestra oración ha de estar, cabría decir, llena de peticiones por las necesidades de la Iglesia y del mundo. Vuestros sacrificios, vuestros trabajos, vuestra fatiga y vuestro reposo, tienen que estar habitualmente encaminados al cumplimiento de esta misión, que hoy recibís, de ser «mediadores en Cristo Jesús, para llevar a Dios todas las cosas, y para que la gracia divina lo vivifique todo»[10], colaborando generosamente con los fieles laicos de la Prelatura en la tarea de «poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas»[11].

A partir de hoy renovaréis cada día, in persona Christi, el único sacrificio del Calvario, que el Señor ofrece —por ministerio del sacerdote— en favor de la humanidad entera. Cuidad este don inefable que recibís. No importa si un día asiste a vuestra Misa una muchedumbre que colma el templo, o si la celebráis en una pequeña capilla u oratorio, ante pocas personas, o incluso sólo con la presencia del ayudante. La Misa es siempre celebración de Cristo y de la Iglesia, un sacramento de unidad[12]. Por eso, independientemente de cualquier circunstancia, en el altar seréis siempre ministros de Cristo, a quien prestaréis la inteligencia, la voluntad y vuestro ser entero. Comprobaréis cuántas veces, a lo largo de vuestra vida, la almas se dirigirán a vosotros para pediros que encomendéis sus intenciones, sus preocupaciones o dificultades, en el momento de celebrar la Eucaristía. Formulad desde ahora el propósito explícito de no defraudar nunca esas peticiones. Subid cada día al altar cargados con las intenciones buenas y con el peso de los dolores y dificultades de la humanidad entera, como subió Cristo al Calvario cargado con nuestros pecados.

Deseo dirigirme y dar gracias de todo corazón a los parientes y amigos de los nuevos sacerdotes, y muy concretamente a sus padres y hermanos. Os repito lo que siempre viene a mi alma en estas ocasiones. En primer lugar, os felicito por la predilección divina que supone tener un amigo, un pariente, un hermano y, sobre todo, un hijo sacerdote. Y después, os encarezco que no dejéis de rezar por ellos: no os refugiéis en la fácil excusa de que, como ahora son ministros del Señor, son ellos los que deben rezar por vosotros. Sin duda lo harán cada día, pero os aseguro que necesitan —todavía más que nunca— de vuestra oración, avalada por el empeño de ser cada día mejores cristianos.

Por eso estoy seguro de que si preguntásemos a los ordenandos qué desean recibir hoy, como regalo, de sus parientes y amigos, contestarían que su mayor satisfacción sería un propósito vuestro, renovado de luchar para ser santos, una buena Confesión si es necesaria, una decisión audaz de entrega, una resolución seria de mejorar en la vida familiar... Ese es el tipo de regalos que el sacerdote ansía, porque ahí se centran las ofrendas que Nuestro Señor Jesucristo y su Santísima Madre con todo derecho nos reclaman.

Antes de terminar, elevamos nuestra oración a Dios por todos los sacerdotes del mundo; en primer lugar por el Santo Padre, nuestro amadísimo Papa Juan Pablo II, y por todos los obispos; especialmente, en este momento, por el Cardenal Arzobispo de Madrid y por sus Obispos auxiliares.

La Virgen es Madre de todos los hombres y, de modo especial, Madre de los sacerdotes. Le encomendamos a estos nuevos presbíteros, para que —con la intercesión del Beato Josemaría— los haga muy santos y llene su ministerio de abundantes frutos sobrenaturales. Así sea.

[1] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Carta 2-II-1945, n. 4.

[2] Mt 9, 37.

[3] Hebr 5, 1 y 4.

[4] Ibid., 5.

[5] Hebr 5, 1-2.

[6] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, 2-XI-1964, n. 10.

[7] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Carta 8-VIII-1956, n. 1.

[8] JUAN PABLO II, Homilía, 8-XI-1982.

[9] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.

[10] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Carta 28-III-1955, n. 4.

[11] Cfr. BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Carta 11-III-1940, n. 12

[12] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. Sacrosanctum Concilium, 4-XII-1963, n. 26.

Romana, n. 27, Julio-Diciembre 1998, p. 256-259.

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