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Con motivo de la administración de la Confirmación, en la Parroquia de San Giovanni Battista al Collatino, en Roma (23-V-1999)

Al atardecer del día de Pascua, Jesús se presentó en medio de los Apóstoles en el Cenáculo y les dijo: Como el Padre me envió así os envío yo[1]. Cuarenta días después, habiéndose reunido de nuevo con sus discípulos antes de subir al Cielo, el Señor volvió a recordarles la misión para la que los había escogido: seréis mis testigos (...) hasta los confines de la tierra[2]. Después se alejó de ellos, y mientras se elevaba hacia el Cielo los bendecía[3].

Para todos los cristianos, como para los Apóstoles, la fe comporta una misión que el Señor nos confía porque quiere que colaboremos con Él, para santificarnos y para salvar el mundo. Es una tarea que supera nuestras fuerzas, pero Jesús ha prometido a los suyos —tanto el domingo de Pascua como el día de la Ascensión— que no los dejaría solos ante una empresa tan grande: Recibid el Espíritu Santo[4]; recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros[5].

En la fiesta de Pentecostés, el Espíritu Santo descendió como fuego sobre los Apóstoles, que en el acto se pusieron a predicar, sin temor alguno, que Jesús es Dios y que sólo en Él hay salvación. Daos cuenta de que lo predicaron ante los mismos ciudadanos de Jerusalén que poco antes habían entregado a Jesús para que fuera ajusticiado. La Iglesia nos invita hoy a tomar conciencia de nuestro deber de no esconder la fe cristiana que nos ha sido dada, de estar, por el contrario, orgullosos de ella, y llevarla audazmente a los demás. Con este fin nos anima a confiar en el poder del Espíritu Santo, el viento impetuoso de Dios[6] que arrasa nuestros miedos, abate los obstáculos y allana en los corazones el camino de Jesús. Aquel día se convirtieron a la fe tres mil personas[7].

Con alegría me dispongo a conferir a algunos de vosotros el sacramento de la Confirmación. Sé que habéis sido cuidadosamente preparados por los catequistas y las catequistas, en plena sintonía con los sacerdotes de la parroquia. Conocéis bien, por tanto, la grandeza del don que vais a recibir. Sabéis que este sacramento es necesario para reforzar la gracia bautismal[8]. A medida que se crece en edad hay que ir afrontando las responsabilidades que la vida nos asigna: se presentan dificultades para las que hay que prepararse, como los atletas que quieren alcanzar la meta. En la Confirmación, el Señor nos da la plenitud del Espíritu Santo, es decir, una ayuda proporcionada para vencer en las luchas que jalonan el camino de la santidad.

El Concilio Vaticano II ha recordado que todos los bautizados están llamados a la santidad[9] y que deben proponerse la meta más ambiciosa: amar verdaderamente al Señor con todas las fuerzas[10]. No es un objetivo para unos pocos individuos excepcionales. «Es asequible a todos»[11], porque la santidad no consiste en afrontar empresas épicas ni en tener visiones o éxtasis, sino en cumplir con el mayor empeño y con todo el amor de Dios de que seamos capaces los deberes ordinarios. La primera condición para alcanzar esta meta es vencer al pecado. Como el hombre lleva dentro de sí las consecuencias del pecado original y está expuesto, por tanto, a tentaciones de toda clase, la santidad no significa no sentir la inclinación al mal o no conocer derrotas, sino luchar, como ha escrito el Beato Josemaría: «La santidad está en la lucha, en saber que tenemos defectos y en tratar heroicamente de evitarlos»[12].

Precisamente para darnos la fuerza de vencer en esta pelea, que durará toda la vida, el Señor infunde en nosotros, en el sacramento de la Confirmación, la plenitud del Espíritu Santo: «La santidad se alcanza con el auxilio del Espíritu Santo —que viene a inhabitar en nuestras almas—, mediante la gracia que se nos concede en los sacramentos, y con una lucha ascética constante»[13].

No penséis que para ser un verdadero testigo de Cristo sea indispensable poseer una elocuencia cautivadora. Lo que se requiere antes que nada es coherencia personal: convenceremos a los demás con nuestro ejemplo. Ciertamente, también es preciso vencer la timidez y hablar, y yo sé que a vosotros, habitantes de esta espléndida ciudad de Roma, no os falta un lenguaje directo y capaz de adaptarse, de hacerse entender por cualquier persona.

Hoy os sugiero un propósito simple y ciertamente muy del agrado del Señor: procurar persuadir, con el ejemplo y con la palabra, a vuestros parientes (padres, hermanos, abuelos, primos), a vuestros amigos, a vuestros compañeros de trabajo, de escuela y de deporte, de que no abandonen la Misa dominical. Para eso, primero habéis de estar vosotros mismos bien convencidos de que la Santa Misa es una cita en la que Jesús nos espera, porque quiere entrar en lo más íntimo de nuestro corazón y hacernos suyos. Y después debéis recordarlo en vuestra familia. Si no quieren venir a Misa, no se lo reprochéis: rezad, y volved a la carga a la semana siguiente. Si hasta ahora no han sido asiduos es porque no han comprendido la importancia que tiene la Misa: pedid, por tanto, al Espíritu Santo que les ilumine la mente y les haga entender que sólo unidos a Cristo se puede experimentar la verdadera paz.

Invitadles también a la Confesión. ¡Qué paz, qué serenidad da saberse perdonado por Dios, amado a pesar de los propios defectos, ayudado a corregirlos! Cuando el Espíritu Santo habita en nosotros mediante la gracia —y la gracia se robustece cada vez que acudimos a la Penitencia—, actúa en nuestra alma —es decir, en la mente, en la voluntad y en el corazón— y la transforma. Los errores que con nuestras solas fuerzas parecían insuperables, desaparecen poco a poco. La santidad se presenta verdaderamente a nuestro alcance. Es así como la sociedad, vivificada por cristianos coherentes, podrá recuperar su verdadero rostro, un rostro más humano y más cristiano.

La paz es uno de los frutos del Espíritu Santo. Pidamos hoy con particular intensidad por la paz entre los pueblos, por la paz en las familias y entre los individuos. Cuando la violencia amenaza las relaciones humanas, los cristianos debemos sentirnos llamados en primera línea a construir la paz a nuestro alrededor en la vida de cada día.

Que la Virgen Santa María os proteja, en este camino cotidiano de lucha y de crecimiento, asisitidos por el Espíritu Santo, en la vida de la gracia. Amén.

[1] Evangelio (Jn 20, 21).

[2] Hch 1, 2-8.

[3] Cfr. Lc 24, 51.

[4] Jn 20, 22.

[5] Hch 1, 8.

[6] Cfr. Primera lectura (Hch 2, 2).

[7] Cfr. Hch 2, 41.

[8] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1285.

[9] Cfr. Const. dogm. Lumen gentium, 21-XI-1964, n. 40.

[10] Cfr. Mc 12, 30.

[11] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, n. 562.

[12] Ibid., n. 312.

[13] Ibid., n. 429.

Romana, n. 28, Enero-Junio 1999, p. 84-87.

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