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Pontificio Consejo para la interpretación de los textos legislativos. Respuesta a una duda planteada sobre la tutela de la Eucaristía (3-VII-1999)

Los padres del Consejo pontificio para la interpretación de los textos legislativos, en la sesión plenaria del 4 de junio de 1999, han considerado que debían responder como sigue a la duda planteada:

D. Si en los cánones 1367 del Código de derecho canónico y 1442 del Código de cánones de las Iglesias orientales la palabra «abicere» se debe entender como el acto de arrojar o no.

R. Negativamente y «ad mentem».

La «mente» es ésta: cualquier acción voluntaria y gravemente despreciativa se ha de considerar incluida en la palabra «abicere».

El Sumo Pontífice Juan Pablo II en la audiencia concedida al suscrito presidente el 3 de julio de 1999, informado de esa decisión, la confirmó y ordenó su publicación.

† Julián Herranz

Arzobispo titular de Vertara

Presidente

† Bruno Bertagna

Obispo titular de Drivasto

Secretario


Con respecto a la interpretación auténtica sobre los cánones 1367 del Código de derecho canónico y 1442 del Código de cánones de las Iglesias orientales, conviene tener presente que:

1. Con una expresión tan lapidaria como rica de contenido, el concilio Vaticano II afirmó: «In sanctissima Eucharistia totum bonum spirituale Ecclesiae continetur», «La sagrada Eucaristía contiene todo el bien espiritual de la Iglesia» (Presbyterorum ordinis, 5). Y el Código de derecho canónico, sintetizando la abundante doctrina conciliar al respecto y la enseñanza perenne de la Iglesia, sanciona: «EI sacramento más augusto, en el que se contiene, se ofrece y se recibe al mismo Cristo nuestro Señor, es la santísima Eucaristía, por la que la Iglesia vive y crece continuamente» (c. 897); por tanto, «tributen los fieles la máxima veneración a la santísima Eucaristía (...) recibiendo este sacramento frecuentemente y con mucha devoción, y dándole culto con suma adoración» (c. 898).

Así, se comprende el esmero y la solicitud de los pastores de la Iglesia para que este inestimable don sea profunda y religiosamente amado, tutelado y rodeado de un culto que exprese del mejor modo posible, dentro de las limitaciones humanas, la fe en la presencia real de Cristo —cuerpo, sangre, alma y divinidad— bajo las especies eucarísticas, también después de la celebración del santo sacrificio.

2. De la misma forma que se invita a los creyentes a expresar esa fe con gestos, oraciones y objetos noblemente decorosos, también se recomienda a los fieles y en especial a los ministros sagrados que eviten cuidadosamente cualquier negligencia o descuido, signo de una menor conciencia de la divina presencia eucarística. Más aún, resulta necesario que en nuestra época, caracterizada por la prisa incluso en la relación personal con Dios, la catequesis impulse al pueblo cristiano al culto eucarístico completo, que no se reduce a la participación en la santa misa, comulgando con las debidas disposiciones, sino que abarca también la adoración frecuente —personal y comunitaria— del santísimo Sacramento y el esmero, lleno de amor, en procurar que el tabernáculo, en el que se conserva la Eucaristía, esté colocado en un altar o lugar de la iglesia bien visible, realmente noble y debidamente adornado, de modo que constituya el centro de atracción de todo corazón enamorado de Cristo.

3. En contraposición a esa profunda veneración hacia el Pan vivo bajado del cielo, pueden suceder, y a veces han sucedido y suceden, no sólo deplorables abusos disciplinares, sino incluso actos de desprecio y profanación por parte de personas que, casi diabólicamente impulsadas, quieren combatir así cuanto de más sagrado la Iglesia y el pueblo fiel conservan, adoran y aman.

Con el fin de disuadir a quien se dejase llevar por esos sentimientos, la Iglesia, además de exhortar a los creyentes para que eviten toda forma de negligencia y descuido lamentables, contempla también el caso, sumamente desagradable, de actos que deliberadamente se realizan por odio y ultraje al santísimo Sacramento. Esos gestos constituyen, sin duda, por razón de su materia, una gravísima culpa moral de sacrilegio. En efecto, el Catecismo de la Iglesia católica recuerda que el sacrilegio «es un pecado grave sobre todo cuando es cometido contra la Eucaristía, pues en este sacramento el Cuerpo de Cristo se nos hace presente substancialmente» (n. 2120).

4. Es más, en determinados casos, esos sacrilegios constituyen auténticos delitos, según los cánones de la legislación eclesiástica, tanto latina como oriental, a los que, por consiguiente, va anexa una pena. Es lo que establece el canon 1367 del Código de derecho canónico, al que corresponde, con los cambios propios de esa legislación, el canon 1442 del Código de cánones de las Iglesias orientales.

El texto del canon 1367 reza así: «Qui species consecratas abicit aut in sacrilegum finem abducit vel retinet, in excommunicationem latæ sententiæ Sedi Apostolicæ reservatam incurrit, clericus præterea alia pœna, non exclusa dimissione e statu clericali, puniri potest»: «Quien arroja las especies consagradas, o las lleva o retiene con una finalidad sacrílega, incurre en excomunión latæ sententiæ reservada a la Sede apostólica, el clérigo puede ser castigado, además, con otra pena, sin excluir la expulsión del estado clerical».

5. Teniendo en cuenta las diversas traducciones que se han realizado del Código de derecho canónico, con los consiguientes diferentes matices que presentan las palabras propias de cada lengua, a este Consejo pontificio le fue planteada la duda de si la palabra «abicit» debía entenderse únicamente en su sentido propio, pero limitado, de «arrojar» las especies eucarísticas, o en el sentido demasiado genérico de «profanar».

Por tanto, quedando firmes los dos aspectos de delito que consisten en llevarse (abducit) o retener (retinet) las sagradas especies, en ambos casos «con una finalidad sacrílega», se solicitó una interpretación auténtica del primer aspecto, expresado con el verbo abicit. Este Consejo pontificio, después de un esmerado estudio, dio la actual interpretación auténtica, confirmada por el Santo Padre, que ordenó su promulgación (cf. Código de derecho canónico, c. 16, § 2; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 1498, § 2).

El verbo abicit no se ha de entender sólo en su sentido estricto de arrojar, ni tampoco genéricamente en el sentido de profanar, sino en el significado más amplio de despreciar, menospreciar, humillar. Por tanto, comete un grave delito de sacrilegio contra el Cuerpo y la Sangre de Cristo quien se lleva o retiene las sagradas especies con finalidad sacrílega (obscena, supersticiosa o impía) y quien, incluso sin sacarlas del tabernáculo, del ostensorio o del altar, las hace objeto de cualquier acto externo, voluntario y grave, de desprecio. A quien se hace culpable de este delito se le aplica, en la Iglesia latina, la pena de la excomunión latæ sententiæ (es decir, automática), cuya absolución está reservada a la Santa Sede; en las Iglesias orientales católicas la excomunión mayor ferendæ sententiæ (es decir, infligida).

6. Conviene recordar también, aunque ya lo hemos insinuado antes, que no se ha de confundir el pecado de sacrilegio con el delito de sacrilegio. En efecto, no todos los pecados cometidos en esta materia se deben considerar delitos. La doctrina canónica enseña que el delito es una violación externa e imputable de una ley eclesiástica, a la que va anexa ordinariamente una sanción penal. Por tanto, valen todas las normas y las circunstancias atenuantes o excusantes, referidas en los respectivos códigos latino y oriental. En particular, es preciso notar que el delito de sacrilegio, del que estamos tratando, debe ser un acto externo, pero no necesariamente público.

7. La Iglesia, incluso cuando, por decirlo así, se ve obligada a aplicar penas, actúa movida siempre por la necesidad de salvaguardar la integridad moral de la comunidad eclesial y procurar el bien espiritual y la corrección de los delincuentes, pero en este caso lo hace también, y principalmente, para tutelar el Bien mayor que ha recibido de la divina misericordia, es decir, el mismo Cristo, nuestro Señor, hecho «pan de vida eterna» (cfr. Jn 6, 27) en la santísima Eucaristía.

† Julián Herranz

Arzobispo titular de Vertara

Presidente

Romana, n. 29, Julio-Diciembre 1999, p. 217-220.

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