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Con motivo de la apertura del año académico 1999-2000 de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, en Roma (25-X-1999).

Queridísimos profesores, estudiantes y todos los que trabajáis en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz,

Señoras y Señores,

Una vez concluída, hace ya dos días, la Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos para Europa, me alegra poder estar con vosotros una vez más, especialmente en estos últimos meses de preparación al Gran Jubileo del Año 2000. Sin embargo, antes de considerar este acontecimiento, permitidme que dirija brevemente la mirada al año que acaba de transcurrir.

Tengo todavía muy vivo el recuerdo del afecto que el Santo Padre Juan Pablo II quiso manifestarnos durante la Audiencia concedida a nuestra Universidad con motivo de su decimoquinto año de vida. A su gesto tan afectuoso de querer saludar personalmente a muchos de los participantes, correspondimos con un largo aplauso, que quería expresar, junto con nuestra gratitud filial, la adhesión más completa a Su persona y a su magisterio. Quisiera invitaros a todos —profesores, alumnos y personal no docente— a renovar frecuentemente esta unión con el Sucesor de Pedro, conscientes de que es condición esencial de eclesialidad y fuente de fecundas inspiraciones para vuestro trabajo.

Quince años no es mucho tiempo para una institución universitaria, y, sin embargo, podemos llenarnos de gratitud porque ya hemos visto muchos frutos. En primer lugar, me viene a la memoria la figura de Mons. Álvaro del Portillo —a su amplitud de miras y a su magnanimidad se debe esta realidad que hoy contemplamos— y doy gracias al Señor por habernos dado un servidor tan fiel de la Iglesia y de las almas.

Pienso, además, no sólo en las numerosas personas que se han formado en nuestras aulas durante estos años, ahora esparcidas por muchos países del mundo entero, sino en el crecimiento de la misma Universidad en los ámbitos intelectual y organizativo, del que son buena prueba, citando solamente dos ejemplos, la puesta en marcha de nuevas especializaciones en diversos campos científicos y la celebración anual de Simposios en las distintas Facultades.

La consideración de los objetivos ya cumplidos debe estimularnos a cultivar un afán grande de mejora en la formación profesional y en la vida universitaria, porque participamos en una gran empresa: la de estar presentes en todos los ambientes para dar razón de nuestra fe en Cristo. Empresa que será fruto de la gracia de Dios y del trabajo de todos, realizado con profundidad y perseverancia. Tengamos muy presentes esas palabras que escribió en Camino el Beato Josemaría: «Ese trabajo —humilde, monótono, pequeño— es oración cuajada en obras que te disponen a recibir la gracia de la otra labor —grande, ancha y honda— con que sueñas»[1].

Los cristianos estamos llamados a cultivar grandes proyectos precisamente porque Cristo los ha querido para la humanidad. Durante este año académico cruzaremos el umbral del Año 2000 de la Era Cristiana, hacia el que el Santo Padre nos ha estado guiando desde el comienzo de su Pontificado. Ha escrito el Papa en la Bula de convocación del Gran Jubileo: «Jesús es la verdadera novedad que supera todas las expectativas de la humanidad y así será para siempre, a través de la sucesión de las diversas épocas históricas. La encarnación del Hijo de Dios y la salvación que Él ha realizado con su muerte y resurrección son, pues, el verdadero criterio para juzgar la realidad temporal y todo proyecto encaminado a hacer la vida del hombre cada vez más humana»[2]. Estos son los grandes proyectos que abrigamos en nuestro corazón: llevar la novedad del Evangelio a todos los hombres, reconducir a su fuente, en la Sabiduría y en el Amor de Dios, todas las actividades de los hombres y las realidades creadas.

Estas consideraciones que orientan vuestro trabajo en la Universidad, nos sitúan ante una gran responsabilidad personal y colectiva. Nos indican que no debemos conformarnos con las metas ya alcanzadas, sino ir mucho más allá, perseguir con empeño una formación intelectual cada vez más honda y firmemente anclada en la Sagrada Escritura, en la Tradición viva y en el Magisterio de la Iglesia. Las palabras del Santo Padre nos impulsan a contemplar las realidades temporales a la luz del misterio del Verbo encarnado y nos invitan, por tanto, a explorar nuevos caminos para la comprensión de la fe, a dialogar con los afanes de las ciencias humanas y de la cultura moderna, a interesarnos por los retos que se plantean a la evangelización para implantarse en las diferentes culturas[3].

Dentro de pocas semanas comenzará el Año Jubilar: un tiempo especial de gracia y de conversión al amor de Dios, de gratitud al Salvador que se ha hecho carne, de humildad de la criatura pecadora ante la grandeza de Dios. El Jubileo trae su gracia de la Encarnación del Verbo; gracias a ella, la inmutable plenitud del Amor divino ha entrado en el tiempo y aquí se ha establecido para siempre. Precisamente por eso, el tiempo que se había vuelto estéril y vacuo por el pecado, se ha llenado de la salvación de Dios; más aún, como señala el Romano Pontífice, ha llegado a ser en Cristo «una dimensión de Dios, que en sí mismo es eterno»[4]. Por eso, todo instante se puede llenar de sentido y de gracia, porque lleva consigo el ofrecimiento del don inmerecido del encuentro con Dios.

La gracia jubilar hunde sus raíces en la misión histórica del Verbo, con la que Dios no solamente viene a habitar con nosotros, sino que se entrega sin regateos hasta el sacrificio de la vida humana asumida en la Persona divina. Dios, a su habitar en medio de nosotros, añade su muerte redentora por nosotros, para introducir en el tiempo una nueva dimensión del amor: la de la misericordia y el perdón. Estas dimensiones, presentes en la eternidad de Dios, entran en el tiempo y lo llenan. Caracterizan también el tiempo del jubileo que, acudiendo a las fuentes de la Pascua de Cristo, llega a ser mensajero de la llamada de Dios a la conversión, a la apertura del corazón del hombre al amor misericordioso de Dios.

Éste es el motivo por el que os hablaba de la gratitud y de la humildad que debería suscitar en nosotros el pensamiento del Jubileo; dos actitudes espirituales que os propongo este año para vuestra vida personal y para toda la actividad universitaria. Humildad abierta a la luz de Dios y a las voces de los demás; a la escucha de los consejos y a la rectificación cada vez que sea necesario. Gratitud fundamentada en la fe, capaz de apreciar verdaderamente todo lo que Dios nos ha concedido y de fructificar diariamente en optimismo y oración.

Esta humildad y este agradecimiento han caracterizado la vida de la Madre de Dios, protagonista —con su Hijo— del acontecimiento cuyo aniversario dos veces milenario nos preparamos a celebrar. ¿Cómo no recordar sus palabras inspiradas, ante el don inigualable de la ecarnación: Magnificat anima mea Dominum... quia respexit humilittem ancillæ suæ[5]? Por esta razón, al declarar inaugurado el nuevo año académico, hoy más que nunca acudimos confiadamente a Maria Santísima y le encomendamos especialmente todo el trabajo de la Universidad.

[1] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, n. 825.

[2] JUAN PABLO II, Bula Incarnationis Mysterium, 29-XI-1998, n. 1.

[3] Cfr. JUAN PABLO II, Carta en. Fides et ratio, 14-IX-1998, n.61.

[4] JUAN PABLO II, Carta apost. Tertio Millennio Adveniente, 10-XI-1994, n. 10.

[5] Lc 1, 46-48.

Romana, n. 29, Julio-Diciembre 1999, p. 243-245.

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