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Año 2000, punto de partida

La humanidad ha llegado al año 2000 de la era cristiana. Pocas instituciones, a lo largo de la historia, han cumplido veinte siglos, una edad que es más propia de vestigios que de realidades vivas. La Iglesia Católica, sin embargo, llega a este hito sin haberse doblado bajo el peso del tiempo. Más aún, cumple dos mil años en un estado todavía de semilla, de maravillosa promesa de «un cielo nuevo y una tierra nueva»[1], porque sigue siendo el misterioso preludio del Reino en el que encontrará su forma definitiva: «Cristo es el Señor del tiempo, su principio y su cumplimiento; cada año, cada día y cada momento son abarcados por su Encarnación y Resurrección, para de este modo encontrarse de nuevo en la "plenitud de los tiempos"».[2]

El año 2000 es ante todo un año de gracia[3], una etapa fuerte del tiempo de la salvación, por el que discurre la verdadera vida. El misterio de Cristo sale al encuentro de la humanidad con nuevo vigor, y con él su gracia poderosa, que halla en el Jubileo un momento propicio, un kairós de fuerza y audacia proyectado sobre el futuro inmediato.

Desde el primer momento de su pontificado, Juan Pablo II no ha dejado de reivindicar para Cristo el puesto capital que le corresponde en el escenario del año 2000. Es Cristo quien da sentido al momento crucial del cambio de siglo y de milenio. Es Él quien garantiza la victoria de su Reino[4], incluso ante los síntomas actuales, muchas veces decadentes, de crisis religiosa y moral. «Si se mira superficialmente a nuestro mundo», escribía el Papa hace casi una década, «impresionan no pocos hechos negativos que pueden llevar al pesimismo. Mas éste es un sentimiento injustificado: tenemos fe en Dios Padre y Señor, en su bondad y misericordia. En la proximidad del tercer milenio de la Redención, Dios está preparando una gran primavera cristiana, de la que ya se vislumbra su comienzo».[5]

La historia de la salvación recomienza en cada momento: para las personas, para los pueblos, para la cultura, siempre es tiempo de dejarse vivificar por la gracia de Cristo, y el año 2000 lo es de modo singular. «La vida cristiana es un constante comenzar y recomenzar, un renovarse cada día»[6]. Por eso el bimilenario de Cristo no puede ser sólo una bella efemérides que deje en el alma un recuerdo estático, sino la ocasión fructífera de un nuevo arranque espiritual.

A eso nos hemos preparado durante los tres últimos años, siguiendo una pauta bien precisa que el Papa ha trazado con sus enseñanzas y con su ejemplo. Los años de preparación al Jubileo constituyen un itinerario espiritual que ha conducido a la Iglesia y a los cristianos a este tiempo propicio que - en cada alma - ha de coincidir con una disposición firme de conversión. «El tiempo jubilar nos introduce en el recio lenguaje que la pedagogía divina usa para impulsar al hombre a la conversión y a la penitencia, principio y camino de su rehabilitación y condición para recuperar lo que, con sus solas fuerzas, no podría alcanzar: la amistad con Dios, su gracia y la vida sobrenatural, la única en la que pueden resolverse las aspiraciones más profundas del corazón humano».[7]

El kairós del año 2000 no se agota en la celebración del momento. El Gran Jubileo es un punto de partida. El futuro se abre ante los cristianos como un camino que hay que desbrozar y abrir constantemente a la gracia, llevando la vida de Cristo más incorporada a nuestras vidas. El futuro es siempre un panorama que hay que llenar. Para los cristianos es, además, una empresa entusiasmante, un desafío sobrenatural: un espacio que hemos de llenar de Cristo, de "plenitud de los tiempos". Los cristianos nos sabemos rescatados para la libertad, y nuestra libertad personal encuentra su cauce natural en el empeño constructivo de recapitular en Cristo todas las cosas[8]: «Sabemos que hemos de renovar el mundo en el espíritu de Jesucristo, que hemos de colocar al Señor en lo alto y en la entraña de todas las cosas»[9].

[1] Apoc. 21, 1.

[2] JUAN PABLO II, Carta apostólica Tertio Millennio adveniente, 10-XI-1994, n.10.

[3] JUAN PABLO II, Carta apostólica Tertio Millennio adveniente, 10-XI-1994, n.14. Cfr. IS 61, 2.

[4] Cfr, Jn 16,33

[5] JUAN PABLO II, Carta encíclica Redemptoris missio, 7-XII-1990, n. 86.

[6] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 114.

[7] JUAN PABLO II, Bula incarnationis mysterium, 29-XII-1998, n. 2.

[8] Ef. 1,10.

[9] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, n. 678

Romana, n. 29, Julio-Diciembre 1999, p. 176-177.

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