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Carta sobre la peregrinación a los lugares vinculados a la historia de la salvación (29-VI-1999)

A cuantos se preparan a celebrar en la fe el Gran Jubileo

1. Después de años de preparación, nos encontramos ya en el umbral del Gran Jubileo. En estos años se han hecho muchas cosas en toda la Iglesia para preparar este acontecimiento de gracia. Pero, como en vísperas de un viaje, ha llegado el momento de ultimar los preparativos. En realidad, el Gran Jubileo no consiste en una serie de cosas por hacer, sino en vivir una gran experiencia interior. Las iniciativas exteriores sólo tienen sentido en la medida que son expresiones de un profundo compromiso que nace en el corazón de las personas. He querido llamar la atención de todos precisamente sobre esta dimensión interior, tanto en la Carta apostólica Tertio millennio adveniente como en la Bula de convocación del Jubileo Incarnationis mysterium. Ambas han tenido una amplia y cordial acogida. Los Obispos han encontrado en ellas indicaciones significativas y los temas propuestos para los diversos años de preparación han sido largamente meditados. Por todo esto quiero expresar mi gratitud al Señor y un sincero reconocimiento tanto a los Pastores como a todo el Pueblo de Dios.

Ahora, la inminencia del Jubileo me sugiere proponer una reflexión, que va unida a mi deseo de hacer personalmente, si Dios quiere, una especial peregrinación jubilar, deteniéndome en algunos de los lugares particularmente vinculados a la encarnación del Verbo de Dios, que es el acontecimiento al que se refiere directamente el Año Santo del 2000.

Por tanto, mi meditación lleva a los «lugares» de Dios, a aquellos espacios que Él ha elegido para poner su «tienda» entre nosotros (Jn 1, 14; cfr. Ex 40, 34-35; 1 Re 8, 10-13), con el fin de permitir al ser humano un encuentro más directo con Él. De este modo, completo en cierto sentido la reflexión de la Tertio millennio adveniente, donde, con el trasfondo de la historia de la salvación, la perspectiva dominante era la relevancia fundamental del «tiempo». En realidad, en la concreta actuación del misterio de la Encarnación, la dimensión del «espacio» no es menos importante que la del tiempo.

2. A primera vista, hablar de determinados «espacios» en relación con Dios podría suscitar cierta perplejidad. ¿Acaso no está el espacio, al igual que el tiempo, sometido enteramente al dominio de Dios? En efecto, todo ha salido de sus manos y no hay lugar donde Dios no esté: «Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes, él la fundó sobre los mares, él la afianzó sobre los ríos» (Sal 23 [24], 1-2). Dios está igualmente presente en cada rincón de la tierra, de tal modo que todo el mundo puede ser considerado como «templo» de su presencia.

Con todo, esto no impide que, así como el tiempo puede estar acompasado por kairoi, momentos especiales de gracia, el espacio pueda estar marcado análogamente por particulares intervenciones salvíficas de Dios. Por lo demás, ésta es una intuición presente en todas las religiones, en las cuales no solamente hay tiempos, sino también lugares sagrados, en donde puede experimentarse el encuentro con lo divino más intensamente de lo que sucede habitualmente en la inmensidad del cosmos.

3. En relación con esta tendencia religiosa general, la Biblia ofrece un mensaje específico, situando el tema del «espacio sagrado» en el horizonte de la historia de la salvación. Por una parte, advierte sobre los peligros inherentes a la definición de dicho espacio, cuando ésta se hace en la perspectiva de una divinización de la naturaleza —a este propósito, se ha de recordar la fuerte polémica antiidolátrica de los profetas en nombre de la fidelidad a Yahveh, Dios del Éxodo— y, por otra, no excluye un uso cultual del espacio, en la medida en que esto expresa plenamente la intervención específica de Dios en la historia de Israel. El espacio sagrado se ve así progresivamente «concentrado» en el templo de Jerusalén, donde el Dios de Israel quiere ser venerado y, en cierto sentido, encontrado. Hacia el templo se dirigen los ojos del peregrino de Israel y grande es su alegría cuando llega al lugar donde Dios ha puesto su morada: «¡Qué alegría cuando me dijeron: "vamos a la casa del Señor"! Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén» (Sal 121 [122], 1-2).

En el Nuevo Testamento, esta «concentración» del espacio sagrado alcanza su punto culminante en Cristo, que se convierte ahora en el nuevo «templo» (cfr. Jn 2, 21), en el que habita la «plenitud de la divinidad» (Col 2, 9). Con su venida, el culto está llamado a superar radicalmente los templos materiales para llegar a ser un culto «en espíritu y verdad» (Jn 4, 24). Asimismo, en Cristo, también la Iglesia es considerada «templo» por el Nuevo Testamento (cfr. 1 Co 3, 17), como lo es incluso cada discípulo de Cristo, en cuanto habitado por el Espíritu Santo (cfr. 1 Co 6, 19; Rm 8, 11). Evidentemente, como demuestra la historia de la Iglesia, todo esto no excluye que los cristianos puedan tener lugares de culto; es necesario, sin embargo, que no se olvide su carácter funcional respecto a la vida cultual y fraterna de la comunidad, sabiendo que la presencia de Dios, por su naturaleza, no puede ser circunscrita a ningún lugar, puesto que los impregna todos, teniendo en Cristo la plenitud de su expresión y de su irradiación.

El misterio de la Encarnación, por tanto, transforma la experiencia universal del «espacio sagrado», restringiéndola por un lado y, por otra, resaltando su importancia en nuevos términos. En efecto, la referencia al espacio está implicada en el mismo «hacerse carne» del Verbo (cfr. Jn 1, 14). Dios ha asumido en Jesús de Nazaret las características propias de la naturaleza humana, incluida la ineludible pertenencia del hombre a un pueblo concreto y a una tierra determinada. «Hic de Virgine Maria Iesus Christus natus est». Esta expresión colocada en Belén, precisamente en el lugar en que, según la tradición, nació Jesús, adquiere una peculiar resonancia: «Aquí, de la Virgen María, nació Jesucristo». La concreción física de la tierra y de su emplazamiento geográfico está unida a la verdad de la carne humana asumida por el Verbo.

4. Por eso, en la perspectiva del año bimilenario de la Encarnación, siento un deseo muy grande de ir personalmente a orar a los principales lugares que, desde el Antiguo al Nuevo Testamento, han conocido las intervenciones de Dios, hasta llegar a la cima del misterio de la Encarnación y de la Pascua de Cristo. Estos lugares están ya indeleblemente grabados en mi memoria, desde que en 1965 tuve la oportunidad de visitar Tierra Santa. Fue una experiencia inolvidable. Aún hoy hojeo de buena gana las emotivas páginas que escribí entonces. «Llego a estos lugares que Tú has llenado de tí de una vez para siempre... ¡Oh, lugar! ¡Cuántas veces, cuántas veces te has trasformado antes de que de suyo, se hiciera también mío! Cuando Él te llenó la primera vez, no eras aún ningún lugar exterior; eras sólo el seno de su Madre. ¡Oh! saber que las piedras sobre las que caminó en Nazaret son las mismas que su pie tocaba cuando Ella era aún tu lugar, el único en el mundo. ¡Encontrarte a través de una piedra que fue tocada por el pie de tu Madre! ¡Oh lugar, lugar de Tierra Santa, qué espacio ocupas en mi! Por eso no puedo pisarte con mis pasos; debo arrodillarme. Y así dejar constancia de que has sido para mí un lugar de encuentro. Yo me arrodillo y pongo así mi huella. Quedarás aquí con mi huella —quedarás, quedarás— y yo te llevaré conmigo, te transformaré dentro de mí en un lugar de nuevo testimonio. Yo me voy como un testigo que dará testimonio de ti a través de los milenios» (Karol Wojtyla, Poezje. Poems, Wydawnictwo Literackie, Cracovia 1998, p. 169).

Cuando escribía estas palabras, hace más de treinta años, no podía imaginar que el testimonio al que entonces me comprometía lo habría dado hoy como Sucesor de Pedro, puesto al servicio de toda la Iglesia. Es un testimonio que me inserta en una larga cadena de personas que desde hace dos mil años han ido en busca de las «huellas» de Dios en aquella tierra, justamente llamada «santa», como recorriéndolas en las piedras, en los montes y las aguas que hicieron de escenario a la vida terrena del Hijo de Dios. Ya desde la antigüedad es conocido el diario de viaje de la peregrina Egeria. ¡Cuántos peregrinos, cuántos santos han seguido su itinerario a lo largo de los siglos! Aún cuando las circunstancias históricas perturbaron el carácter esencialmente pacífico de la peregrinación a Tierra Santa, dándole una fisionomía que, más allá de las intenciones, concuerda bien poco con la imagen del Crucificado, los cristianos más sensatos intentaban sólo encontrar en aquella tierra el recuerdo vivo de Cristo. Quiso la Providencia que, junto con los hermanos de las Iglesias orientales, fueran sobre todo los hijos de Francisco de Asís, santo de la pobreza, de la mansedumbre y de la paz, los que, de parte de la cristiandad de occidente, interpretaran en modo genuinamente evangélico el legítimo deseo cristiano de custodiar los lugares en los que están nuestras raíces espirituales.

5. Con este espíritu tengo intención de recorrer, si Dios quiere, con ocasión del Gran Jubileo del 2000, las huellas de la historia de la salvación en la tierra en la que ésta se ha desarrollado.

El punto de partida serán algunos lugares destacados del Antiguo Testamento. Con ello deseo manifestar la conciencia que tiene la Iglesia de su permanente vínculo con el antiguo pueblo de la alianza. Abraham es también para nosotros «padre de la fe» por antonomasia (cf. Rm 4; Gal 3, 6-9; Hb 11, 8-19). En el Evangelio de Juan se leen las palabras que Cristo pronunció un día sobre él: «Abraham se regocijó pensando en ver mi día; lo vio y se alegró» (8, 56).

Precisamente a Abraham se refiere la primera etapa del viaje que planeo en mis deseos. En efecto, me gustaría, si ésta es la voluntad de Dios, ir a Ur de los Caldeos, la actual Tal al Muqayyar, en el sur de Irak, ciudad donde, según la narración bíblica, Abraham oyó la palabra del Señor que lo arrancaba de su tierra, de su pueblo, y en cierto modo de sí mismo, para hacer de él el instrumento de un designio de salvación que abarcaba el futuro del pueblo de la alianza e, incluso, todos los pueblos del mundo: «Yahveh dijo a Abram: "Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición [...]. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra"» (Gn 12, 1-3). Con estas palabras comienza el gran camino del Pueblo de Dios. En Abraham ponen sus ojos no solamente los que se precian de ser descendencia física suya, sino también cuantos —y son innumerables— se consideran su descendencia «espiritual», porque comparten con él la fe y el abandono sin reservas a la iniciativa salvífica del Omnipotente.

6. Las vicisitudes del pueblo de Abraham se desarrollaron durante centenares de años en muchos lugares del próximo Oriente. Pero han quedado como centrales los acontecimientos del Éxodo, cuando el pueblo de Israel, tras una dura experiencia de esclavitud, se puso en marcha bajo la guía de Moisés hacia la Tierra de su libertad. Aquel camino estuvo marcado por tres momentos, vinculados a lugares montañosos llenos de misterio. En la fase preliminar destaca, ante todo, el monte Oreb, otra denominación bíblica del Sinaí, donde Moisés tuvo la revelación del nombre de Dios, signo de su misterio y de su eficaz presencia salvífica: «Yo soy el que soy» (Ex 3, 14). También a Moisés, al igual que a Abraham, se le pedía confiar en el designio de Dios y ponerse a la cabeza de su pueblo. Comenzaron así los dramáticos acontecimientos de la liberación, que permanecerían en la memoria de Israel como una experiencia basilar para su fe.

Durante el camino por el desierto, también el Sinaí fue el escenario en el que se estipuló la alianza entre Yahveh y su pueblo. Este monte queda así unido al don del Decálogo, las «diez palabras» que comprometían a Israel a una vida de total adhesión a la voluntad de Dios. Estas «palabras», en realidad, expresaban los pilares de la ley moral de carácter universal escrita en el corazón de cada hombre, pero que a Israel le fueron consignadas en el marco de un pacto recíproco de fidelidad, con el cual el pueblo se comprometía a amar a Dios, recordando las maravillas realizadas por Él en el Éxodo, mientras que Dios garantizaba su perenne benevolencia: «Yo, Yahveh, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre» (Ex 20, 2). Dios y el pueblo se comprometían recíprocamente. Si en la visión de la zarza ardiente el Oreb, el lugar del «nombre» y del «proyecto» de Dios, había sido sobre todo el «monte de la fe», ahora, para el pueblo peregrino en el desierto, se convierte en el lugar del encuentro y del pacto recíproco, en cierto sentido el «monte del amor». Cuántas veces, a lo largo de los siglos, denunciando la infidelidad del pueblo a la alianza, los profetas la han descrito como una especie de infidelidad «conyugal», una propia y verdadera traición del pueblo-esposa respecto a Dios, su esposo (cfr. Jr 2, 2; Ez 16, 1-43).

Al final del camino del Éxodo se yergue otra cumbre, el monte Nebo, desde el que Moisés pudo contemplar la Tierra prometida (cfr. Dt 32, 49), sin el gozo de estar en ella, pero con la certeza de haberla alcanzado finalmente. Su mirada desde el Nebo es el símbolo mismo de la esperanza. Desde aquel monte, pudo constatar que Dios había mantenido sus promesas. Una vez más, sin embargo, debía abandonarse confiadamente a la omnipotencia divina para el cumplimiento definitivo del designio preanunciado.

Probablemente no me será posible detenerme en todos estos lugares durante mi peregrinación. Pero desearía al menos, si Dios quiere, visitar Ur, lugar de los orígenes de Abraham, y hacer después una etapa en el célebre Monasterio de Santa Catalina, en el Sinaí, el monte de la Alianza que resume en cierto modo todo el misterio del Éxodo, paradigma perenne del nuevo Éxodo que tendrá su pleno cumplimiento en el Gólgota.

7. Si éstos y otros itinerarios similares del Antiguo Testamento son tan ricos de significado para nosotros, es obvio que el Año jubilar, conmemoración solemne de la encarnación del Verbo, nos invita a detenernos sobre todo en los lugares en los que se desarrolló la vida de Jesús.

Muy intenso es mi deseo de ir ante todo a Nazaret, ciudad unida al momento mismo de la Encarnación y tierra en la que Jesús creció «en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52). Aquí se oyó el saludo del Angel a María: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1, 28). Aquí pronunció Ella su fiat al anuncio que la llamaba a ser madre del Salvador y, por obra del Espíritu Santo, seno acogedor para el Hijo de Dios.

Y, ¿cómo no acercarme a Belén, donde Cristo vio la luz, donde los pastores y los Magos dieron voz a la adoración de toda la humanidad? En Belén se oyó también, por vez primera, aquel anuncio de paz que, proclamado por los Ángeles, continuaría resonando de generación en generación hasta nuestros días.

Jerusalén, el lugar de la muerte en cruz y de la resurrección del Señor Jesús, será una etapa particularmente significativa.

Ciertamente, los lugares que evocan la vida terrena del Salvador son mucho más numerosos y hay tantos que merecerían ser visitados. ¿Cómo olvidar, por ejemplo, el monte de las Bienaventuranzas, el monte de la Transfiguración o Cesarea de Filipo, región en la cual Jesús confió a Pedro las llaves del Reino de los cielos, constituyéndole fundamento de su Iglesia (cfr. Mt 16, 13-19)? Se puede decir que en Tierra Santa, de norte a sur, todo recuerda a Cristo. Pero deberé contentarme con los lugares más representativos y Jerusalén, en cierto modo, los resume todos. Aquí, si Dios quiere, tengo intención de sumirme en oración, llevando en el corazón a toda la Iglesia. Aquí contemplaré los lugares en los que Cristo ha dado su vida y la ha recuperado después en la resurrección, haciéndose don de su Espíritu. Aquí quisiera gritar una vez más la inmensa y consoladora certeza de que «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16).

8. Entre los lugares de Jerusalén a los que están más unidos los acontecimientos terrenos de Cristo, es casi obligada la visita al Cenáculo, donde Jesús instituyó la Eucaristía, fuente y cumbre de la vida de la Iglesia. Aquí, según la tradición, estaban reunidos en oración los Apóstoles, junto con María, madre de Cristo, cuando el día de Pentecostés recibieron el Espíritu Santo. Entonces comenzó la última etapa en el camino de la historia de la salvación, el tiempo de la Iglesia, cuerpo y esposa de Cristo, pueblo peregrino en el tiempo, llamada a ser signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano (cfr. Lumen gentium, 1).

La visita al Cenáculo quiere ser, pues, una vuelta a las fuentes mismas de la Iglesia. El Sucesor de Pedro, que vive en Roma, el lugar donde el Príncipe de los Apóstoles afrontó el martirio, ha de volver constantemente al lugar en el que Pedro, el día de Pentecostés, comenzó a proclamar en voz alta, con la fuerza embriagadora del Espíritu, la «buena noticia» de que Jesucristo es el Señor (cfr. Hch 2, 36).

9. La visita a los Santos Lugares de la vida terrena del Redentor introduce, lógicamente, en los lugares que fueron significativos para la Iglesia naciente y conocieron el empuje misionero de la primera comunidad cristiana. Éstos serían muchos, si seguimos la narración de Lucas en los Hechos de los Apóstoles. Pero, en particular, me gustaría poder detenerme en meditación también en dos ciudades singularmente relacionadas con la vida de Pablo, el apóstol de los Gentiles. Pienso ante todo en Damasco, lugar que evoca su conversión. En efecto, el futuro apóstol se dirigía a aquella ciudad como perseguidor cuando Cristo mismo se interpuso en su camino: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (Hch 9, 4). El celo de Pablo, una vez conquistado por Cristo, se extendió con una progresión incontenible hasta alcanzar gran parte del mundo entonces conocido. Muchas fueron las ciudades que él evangelizó. En particular, desearía pasar por Atenas, en cuyo Areópago Pablo pronunció un discurso memorable (cfr. Hch 17, 22-31). Teniendo en cuenta el papel de Grecia en la formación de la cultura antigua, se comprende por qué aquel discurso puede ser considerado en cierto modo como el símbolo mismo del encuentro del Evangelio con la cultura humana.

10. Abandonándome totalmente a lo que disponga la divina voluntad, me gustaría que, al menos en sus puntos esenciales, pudiera llevarse a cabo este proyecto. Se trata de una peregrinación exclusivamente religiosa, tanto por su naturaleza como por su finalidad, y me desagradaría que a este proyecto mío se le atribuyeran otros significados diferentes. Más aún, ya desde ahora lo estoy recorriendo en sentido espiritual, puesto que ir a estos lugares, aunque sólo sea con el pensamiento, significa en cierto modo releer el Evangelio mismo, hacer las rutas que ha seguido la Revelación.

Ir con espíritu de oración de un lugar a otro, de una a otra ciudad, en el espacio particularmente marcado por la intervención de Dios, no solamente nos ayuda a vivir nuestra vida como un camino, sino que nos presenta plásticamente la idea de un Dios que nos ha anticipado y nos precede, que se ha puesto él mismo en camino por las sendas de los hombres, que no nos mira desde lo alto sino que se ha hecho nuestro compañero de viaje.

La peregrinación a los Santos Lugares se convierte así en una experiencia extraordinariamente significativa, evocada en cierto modo por cualquier otra peregrinación jubilar. En efecto, la Iglesia no puede olvidar sus raíces; más aún, debe volver a ellas continuamente para mantenerse fiel al designio de Dios. Por eso he escrito en la Bula Incarnationis mysterium que el Jubileo, celebrado contemporáneamente en Tierra Santa, en Roma y en las Iglesias locales de todo el mundo, «tendrá, por decirlo de algún modo, dos centros: por una parte la Ciudad donde la Providencia quiso poner la sede del Sucesor de Pedro, y por otra, Tierra Santa, en la que el Hijo de Dios nació como hombre tomando carne de una Virgen llamada María» (n. 2).

Esta atención a Tierra Santa, a la vez que expresa el recuerdo obligado de los cristianos, quiere poner de relieve la profunda relación que éstos siguen teniendo con el pueblo judío, del cual Cristo proviene según la carne (cfr. Rm 9, 5). En estos últimos decenios, especialmente después del Concilio Vaticano II, se han dado muchos pasos para establecer un diálogo fecundo con el pueblo que Dios ha elegido como primer destinatario de sus promesas y de la alianza. El Jubileo debe ser una ocasión ulterior para hacer crecer la conciencia de los vínculos que nos unen, contribuyendo a disipar definitivamente las incomprensiones que, por desgracia, han marcado tantas veces amargamente a lo largo de los siglos las relaciones entre cristianos y judíos.

Además, no podemos olvidar que también para los seguidores del Islam la Tierra Santa es un lugar importante y le tributan una especial veneración. Espero ardientemente que mi visita a los Santos Lugares pueda ofrecer también la oportunidad de un encuentro con ellos, para que, incluso en la claridad del testimonio, se acrecienten los motivos de un conocimiento y estima recíprocos, así como de colaboración en el esfuerzo por dar testimonio del valor del compromiso religioso y el anhelo por una sociedad más conforme al designio de Dios, en el respeto de cada ser humano y de la creación.

11. En este caminar por las tierras que Dios ha elegido para plantar su «tienda» entre nosotros, deseo vivamente ser acogido como peregrino y hermano, no sólo por las comunidades católicas que tendré el gozo de encontrar, sino también por las otras Iglesias que han vivido ininterrumpidamente en los Santos Lugares y los han custodiado con fidelidad y amor al Señor.

Esta peregrinación que me preparo a realizar a Tierra Santa con ocasión del Año jubilar, estará marcada, más que en cualquier otro de mis viajes, por el anhelo de la oración dirigida por Cristo al Padre para que todos sus discípulos «sean uno» (Jn 17, 21); una oración que interpela de manera aún más vigorosa si cabe en el momento excepcional que abre el nuevo milenio. Por eso desearía que todos los hermanos de fe, en la docilidad al Espíritu Santo, puedan ver en mis pasos de peregrino en la tierra hollada por Cristo una «doxología» para la salvación que todos hemos recibido, y sería una dicha para mí si pudiéramos reunirnos juntos en los lugares de nuestro origen común, para testimoniar a Cristo que es Uno (cfr. Ut unum sint, n. 23) y confirmar el compromiso mutuo hacia el restablecimiento de la plena comunión.

12. No me queda, pues, si no invitar fervientemente a toda la comunidad cristiana a ponerse idealmente en camino para la peregrinación jubilar. Esta podrá celebrarse en las múltiples formas que he indicado en la Bula de convocación. Pero ciertamente serán muchos los que lo vivirán poniéndose concretamente en marcha hacia aquellos lugares que han tenido un relieve particular en la historia de la salvación. En cualquier caso, todos debemos hacer ese viaje interior que tiene por objeto separarnos de lo que, en nosotros y en torno a nosotros, es contrario a la ley de Dios, para ponernos en disposición de encontrar plenamente a Cristo, confesando nuestra fe en él y recibiendo la abundancia de su misericordia.

En el Evangelio, Jesús se nos presenta siempre en camino. Parece que tuviera prisa de ir de una parte a otra para anunciar la cercanía del Reino de Dios. Anuncia y llama. Su «sígueme» obtuvo la pronta adhesión de los Apóstoles (cfr. Mc 1, 16-20). Sintámonos todos alcanzados por su voz, su invitación, su llamada a una vida nueva.

Lo digo sobre todo a los jóvenes, ante los cuales la vida se abre como un camino rico de sorpresas y de promesas.

Lo digo a todos: ¡Vayamos tras las huellas de Cristo!

Que el viaje que deseo hacer en el Año jubilar pueda representar el viaje de toda la Iglesia, deseosa de estar cada vez más disponible a la voz del Espíritu, para ir con agilidad al encuentro con Cristo, el Esposo: «El Espíritu y la Novia dicen: "¡Ven!"» (Ap 22, 17).

Vaticano, 29 de junio, solemnidad de los Santos Pedro y Pablo, del año 1999, vigésimo primero de mi Pontificado.

Romana, n. 29, Julio-Diciembre 1999, p. 180-187.

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