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Mensaje para la Jornada mundial de la paz (8-XII-1999)

«Paz en la tierra a los hombres que Dios ama»

1. Éste es el anuncio de los ángeles que acompañó al nacimiento de Jesucristo hace 2000 años (cfr. Lc 2,14) y que escucharemos resonar con alegría en la noche santa de Navidad, en el momento en que solemnemente se abrirá el Gran Jubileo.

Este mensaje de esperanza que viene de la gruta de Belén lo queremos volver a proponer al inicio del nuevo Milenio. Dios ama a todos los hombres y mujeres de la tierra y les concede la esperanza de un tiempo nuevo, un tiempo de paz. Su amor, revelado plenamente en el Hijo hecho carne, es el fundamento de la paz universal; acogido profundamente en el corazón, reconcilia a cada uno con Dios y consigo mismo, renueva las relaciones entre los hombres y suscita la sed de fraternidad capaz de alejar la tentación de la violencia y la guerra.

El Gran Jubileo está indisolublemente unido a este mensaje de amor y de reconciliación, que manifiesta las aspiraciones más auténticas de la humanidad de nuestro tiempo.

2. Con la perspectiva de un año lleno de significado, renuevo cordialmente a todos el deseo de paz. A todos os digo que la paz es posible. Pedida como un don de Dios, debe ser también construida día a día con su ayuda a través de obras de justicia y de amor.

Ciertamente, son muchos y complejos los problemas que a menudo hacen que sea difícil y desalentador el camino hacia la paz, pero ésta es una exigencia profundamente enraizada en el corazón de cada ser humano. Por eso, no debe disminuir la voluntad de buscarla incesantemente, pues su fundamento se halla en la conciencia de que la humanidad, marcada por el pecado, el odio y la violencia, está llamada por Dios a formar una sola familia. Este designio divino debe ser reconocido y puesto en práctica, promoviendo la búsqueda de relaciones armoniosas entre las personas y los pueblos, en una cultura que integre la apertura al Trascendente, la promoción del hombre y el respeto de la naturaleza.

Éste es el mensaje de Navidad, el mensaje del Jubileo y mi deseo al inicio de un nuevo Milenio.

Con la guerra, la humanidad es la que pierde

3. Durante el siglo que dejamos atrás, la humanidad ha sido duramente probada por una interminable y horrenda serie de guerras, conflictos, genocidios, «limpiezas étnicas», que han causado indescriptibles sufrimientos: millones y millones de víctimas, familias y países destruidos; multitudes de prófugos, miseria, hambre, enfermedades, subdesarrollo y pérdida de ingentes recursos. En la raíz de tanto sufrimiento hay una lógica de violencia, alimentada por el deseo de dominar y de explotar a los demás, por ideologías de poder o de totalitarismo utópico, por nacionalismos exacerbados o antiguos odios tribales. A veces, a la violencia brutal y sistemática, orientada hacia el sometimiento o incluso el exterminio total de regiones y pueblos enteros, ha sido necesario oponer una resistencia armada.

El siglo XX nos deja en herencia, sobre todo, una advertencia: con frecuencia unas guerras son causa de otras, ya que alimentan odios profundos, crean situaciones de injusticia y ofenden la dignidad y los derechos de las personas. En general, además de ser extraordinariamente dañinas, no resuelven los problemas que las originan y, por tanto, resultan inútiles. Con la guerra, la humanidad es la que pierde. Sólo desde la paz y con la paz se puede garantizar el respeto de la dignidad de la persona humana y de sus derechos inalienables[1].

4. Frente al escenario de guerra del siglo XX, han salvado el honor de la humanidad los que han hablado y trabajado en nombre de la paz.

Es un deber recordar a los que, en gran número, han contribuido a la afirmación de los derechos humanos y a su solemne proclamación, a la derrota de los totalitarismos, al final del colonialismo, al desarrollo de la democracia y a la creación de grandes organismos internacionales. Ejemplos luminosos y proféticos nos han dado quienes han orientado sus opciones de vida hacia el valor de la no-violencia. Su testimonio de coherencia y fidelidad, llevado incluso hasta el martirio, ha escrito extraordinarias páginas ricas de enseñanzas.

Entre aquellos que han trabajado en nombre de la paz, no hay que olvidar a los hombres y mujeres cuya dedicación ha hecho posible grandes progresos en todos los campos de la ciencia y de la técnica, logrando vencer graves enfermedades y mejorando y prolongando la vida.

Tampoco puedo dejar de referirme a mis Predecesores, de venerada memoria, que han guiado la Iglesia en el siglo XX. Con su Magisterio y su incansable actuación han orientado a la Iglesia en la promoción de una cultura de paz. Como testimonio emblemático de este esfuerzo está la feliz y clarividente intuición de Pablo VI, que el 8 de diciembre de 1967 instituyó la Jornada Mundial de la Paz, la cual se ha ido consolidando año tras año como experiencia fecunda de reflexión y de proyección común.

La vocación a ser una sola familia

5. «Paz en la tierra a los hombres que Dios ama». El anuncio evangélico sugiere esta preocupante pregunta: ¿Estará el siglo que inicia bajo el signo de la paz y de la fraternidad entre los hombres y los pueblos? No podemos prever el futuro; sin embargo, podemos establecer un principio exigente: habrá paz en la medida en que toda la humanidad sepa redescubrir su vocación originaria a ser una sola familia, en la que la dignidad y los derechos de las personas —de cualquier estado, raza o religión— sean reconocidos como anteriores y preeminentes respecto a cualquier diferencia o especificidad.

Desde esta concepción puede ser animado, dirigido y orientado el actual contexto mundial, marcado por la dinámica de la globalización. Este proceso, que no carece de riesgos, presenta extraordinarias y prometedoras oportunidades, precisamente con vistas a hacer de la humanidad una sola familia, fundada en los valores de la justicia, la igualdad y la solidaridad.

6. Por eso es necesario un cambio radical de perspectiva; ante todo debe prevalecer el bien de la humanidad y no el bien particular de una comunidad política, racial o cultural. La consecución del bien común de una comunidad política no puede ir contra el bien común de toda la humanidad, concretado en el reconocimiento y respeto de los derechos del hombre, sancionados por la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Por tanto, se deben superar las concepciones y actuaciones, a menudo condicionadas y determinadas por grandes intereses económicos, que subordinan cualquier otro valor a un concepto absoluto de Nación y de Estado. Las divisiones y diferencias políticas, culturales e institucionales en que se articula y organiza la humanidad son, desde esta perspectiva, legítimas en la medida en que se armonizan con la pertenencia a la familia humana y con las exigencias éticas y jurídicas derivadas de la misma.

Los crímenes contra la humanidad

7. De este principio surge una consecuencia de gran importancia: quien viola los derechos humanos, ofende la conciencia humana en cuanto tal y ofende a la humanidad misma. El deber de tutelar tales derechos transciende, pues, los confines geográficos y políticos dentro de los que son conculcados. Los crímenes contra la humanidad no pueden ser considerados asuntos internos de una nación. En este sentido, la puesta en marcha de la institución de una Corte penal que los juzgue es un paso importante. Tenemos que dar gracias a Dios que siga creciendo, en la conciencia de los pueblos y las naciones, la convicción de que los derechos humanos, universales e indivisibles, no tienen fronteras.

8. En nuestro tiempo han ido disminuyendo las guerras entre los Estados. Sin embargo, este dato, de por sí consolador, ha de ser visto con cautela al considerar los conflictos armados que tienen lugar en el interior de los Estados. Desgraciadamente son demasiado numerosos, presentes prácticamente en todos los continentes y frecuentemente de gran violencia. En general, los provocan antiguos motivos históricos de naturaleza étnica, tribal o incluso religiosa, a los que se añaden actualmente otras razones de naturaleza ideológica, social y económica.

Estos conflictos internos, en los que se suelen usar armas de pequeño calibre o las llamadas armas «ligeras», pero en realidad extraordinariamente mortíferas, a menudo conllevan graves implicaciones que van más allá de los límites del Estado, afectando intereses y responsabilidades externas. Aunque es verdad que resulta muy difícil comprender y valorar las causas y los intereses en juego debido a su enorme complejidad, un dato se revela indiscutible: las consecuencias más dramáticas de estos conflictos las padecen las poblaciones civiles, a causa de la inobservancia de las leyes comunes y las leyes de guerra. Lejos de ser protegidos, los civiles son con frecuencia el primer objetivo de las fuerzas opuestas, viéndose a veces ellos mismos directamente involucrados en acciones armadas dentro de una espiral perversa que los hace, al mismo tiempo, víctimas y verdugos de otros civiles.

Muchos y horripilantes han sido, y siguen siendo, los escenarios siniestros en los que niños, mujeres, ancianos indefensos y sin ninguna culpa son, muy a su pesar, víctimas de los conflictos que ensangrientan nuestros días. Demasiados, verdaderamente, por no decir que ha llegado el momento de cambiar el modo de actuar, con decisión y gran sentido de la responsabilidad.

El derecho a la asistencia humanitaria

9. En todo caso, ante estas situaciones complejas y dramáticas y contra todas las presuntas «razones» de la guerra, se ha de afirmar el valor fundamental del derecho humanitario y, por tanto, el deber de garantizar el derecho a la asistencia humanitaria de los refugiados y de los pueblos que sufren.

El reconocimiento y el cumplimiento efectivo de estos derechos no tienen que estar sometidos a intereses de alguna de las partes en conflicto. Al contrario, se impone el deber de determinar todos los modos, institucionales o no, que puedan concretar las finalidades humanitarias del mejor modo posible. La legitimación moral y política de esos derechos reside en el principio por el cual el bien de la persona humana está antes de todo y transciende toda institución humana.

10. Quiero aquí reafirmar mi profundo convencimiento de que, ante los actuales conflictos armados, la negociación entre las partes, con oportunas intervenciones de mediación y pacificación llevadas a cabo por organismos internacionales y regionales, asume la máxima relevancia, para prevenir los mismos conflictos o, una vez que han estallado, para que cesen, restableciendo la paz por medio de una ecuánime resolución de los derechos y de los intereses en juego.

Este convencimiento sobre el papel positivo de organismos de mediación y pacificación se extiende a las organizaciones humanitarias no gubernamentales y a los organismos religiosos que, con discreción y generosidad, promueven la paz entre los diferentes grupos, ayudan a vencer antiguos rencores, a reconciliar enemigos y a abrir el camino hacia un futuro nuevo y común. Al mismo tiempo que rindo homenaje a su noble dedicación por la causa de la paz, quiero dirigir una palabra de emotivo aprecio a todos los que han dado su vida para que otros pudieran vivir. Por ellos elevo a Dios mi oración e invito también a los creyentes a hacer lo mismo.

La «injerencia humanitaria»

11. Evidentemente, cuando la población civil corre peligro de sucumbir ante el ataque de un agresor injusto y los esfuerzos políticos y los instrumentos de defensa no violenta no han valido para nada, es legítimo, e incluso obligado, emprender iniciativas concretas para desarmar al agresor. Pero éstas han de estar circunscritas en el tiempo y deben ser concretas en sus objetivos, de modo que estén dirigidas desde el total respeto al derecho internacional, garantizadas por una autoridad reconocida a nivel supranacional y en ningún caso dejadas a la mera lógica de las armas.

Por eso, habrá que hacer un mayor y mejor uso de lo que prevé la Carta de las Naciones Unidas, definiendo posteriormente instrumentos y modalidades eficaces de intervención, en el marco de la legalidad internacional.

A este propósito la misma Organización de las Naciones Unidas tiene que ofrecer a todos los Estados miembros la misma oportunidad de participar en las decisiones, superando privilegios y discriminaciones que debilitan su papel y credibilidad.

12. Se abre aquí un campo de reflexión y de deliberación nuevo, tanto para la política como para el derecho, un campo que todos esperamos sea cultivado con pasión y cordura. Es necesaria e improrrogable una renovación del derecho internacional y de las instituciones internacionales que tenga su punto de partida en la supremacía del bien de la humanidad y de la persona humana sobre todas las otras cosas y sea éste el criterio fundamental de organización. Esta renovación es más urgente aún si consideramos la paradoja de la guerra en nuestro tiempo, tal y como se ha reflejado también en los conflictos recientes, en los que contrastaba la gran seguridad de los ejércitos con la desconcertante situación de peligro de la población civil. En ninguna clase de conflicto es legítimo dejar de lado el derecho de los civiles a la incolumidad.

Más allá de las perspectivas jurídicas e institucionales, es fundamental el deber de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, llamados a comprometerse por la paz, a educar en la paz, a desarrollar estructuras de paz e instrumentos de no-violencia y a hacer todos los esfuerzos posibles para llevar a los que están en conflicto a la mesa de negociación.

La paz en la solidaridad

13. «Paz en la tierra a los hombres que Dios ama». Desde la problemática de la guerra la mirada se dirige espontáneamente a otra dimensión ligada especialmente a ella: el tema de la solidaridad. El noble y laborioso trabajo por la paz, que pertenece a la vocación de la humanidad a ser y a reconocerse como familia, tiene su punto de apoyo en el principio del destino universal de los bienes de la tierra, principio que no hace ilegítima la propiedad privada, sino que orienta su concepción y gestión desde su imprescindible función social, para el bien común y especialmente de los miembros más débiles de la sociedad[2]. Este principio fundamental desgraciadamente está muy olvidado, como demuestra la persistencia y el crecimiento de la desigualdad entre un Norte del mundo, cada vez más saturado de bienes y recursos y habitado por un número cada vez más mayor de ancianos, y un Sur en el que se concentra la gran mayoría de las jóvenes generaciones, privadas todavía de una perspectiva esperanzadora de desarrollo social, cultural y económico.

Que nadie se engañe pensando que la simple ausencia de guerra, aún siendo tan deseada, sea sinónimo de una paz duradera. No hay verdadera paz si no viene acompañada de equidad, verdad, justicia y solidaridad. Está condenado al fracaso cualquier proyecto que mantenga separados dos derechos indivisibles e interdependientes: el de la paz y el de un desarrollo integral y solidario. «Las injusticias, las desigualdades excesivas de carácter económico o social, la envidia, la desconfianza y el orgullo, que existen entre los hombres y las naciones, amenazan sin cesar la paz y causan las guerras. Todo lo que se hace para eliminar estos desórdenes contribuye a construir la paz y evitar la guerra»[3].

14. Al iniciar un nuevo siglo, la pobreza de miles de millones de hombres y mujeres es la cuestión que, más que cualquier otra, interpela nuestra conciencia humana y cristiana. Es aún más dramática al ser conscientes de que los mayores problemas económicos de nuestro tiempo no dependen de la falta de recursos, sino del hecho de que a las actuales estructuras económicas, sociales y culturales les cuesta hacerse cargo de las exigencias de un auténtico desarrollo.

Justamente, los pobres, tanto los de los países en vías de desarrollo como los de los prósperos y ricos, «exigen el derecho de participar y gozar de los bienes materiales y de hacer fructificar su capacidad de trabajo, creando así un mundo más justo y más próspero para todos. La promoción de los pobres es una gran ocasión para el crecimiento moral, cultural e incluso económico de la humanidad entera»[4]. Miramos a los pobres no como un problema, sino como los que pueden llegar a ser sujetos y protagonistas de un futuro nuevo y más humano para todo el mundo.

Urgencia de una reorientación de la economía

15. En este sentido, resulta obligado preguntarse también por el creciente malestar que sienten en nuestros días muchos estudiosos y agentes económicos ante los problemas que surgen desde la vertiente de la pobreza, la paz, la ecología y el futuro de los jóvenes, cuando reflexionan sobre el papel del mercado, sobre la omnipresente dimensión monetario-financiera, la separación entre lo económico y lo social y otros asuntos similares de la actividad económica.

Tal vez ha llegado el momento de una nueva y más profunda reflexión sobre el sentido de la economía y de sus fines. Con este propósito, parece urgente que vuelva a ser considerada la concepción misma del bienestar, de modo que no se vea dominada por una estrecha perspectiva utilitarista, que deja completamente al margen valores como el de la solidaridad y el altruismo.

16. Quisiera aquí invitar a los que se dedican a la ciencia económica y a los mismos trabajadores de este sector, así como a los responsables políticos, a que tomen nota de la urgencia de que la praxis económica y las políticas correspondientes miren al bien de todo hombre y de todo el hombre. Lo exige no sólo la ética, sino también una sana economía. En efecto, parece confirmado por la experiencia que el desarrollo económico está cada vez más condicionado por el hecho de que sean valoradas las personas y sus capacidades, que se promueva la participación, se cultiven más y mejor los conocimientos y las informaciones y se incremente la solidaridad.

Se trata de valores que, lejos de ser extraños a la ciencia y a la actividad económica, contribuyen a hacer de ella una ciencia y una práctica integralmente «humanas». Una economía que no considere la dimensión ética y que no procure servir el bien de la persona —de toda persona y de toda la persona— no puede llamarse, de por sí, «economía», entendida en el sentido de una racional y beneficiosa gestión de la riqueza material.

¿Qué modelos de desarrollo?

17. Desde el momento en que la humanidad, llamada a ser una sola familia, todavía está dividida dramáticamente en dos por la pobreza —al principio del siglo XXI más de mil cuatrocientos millones de personas viven en una situación de extrema pobreza—, es especialmente urgente reconsiderar los modelos que inspiran las opciones de desarrollo.

A este respecto, se tendrán que armonizar mejor las legítimas exigencias de eficacia económica con las de participación política y justicia social, sin recaer en los errores ideológicos cometidos en el siglo XX. En concreto, ello significa entretejer de solidaridad las redes de las relaciones recíprocas entre lo económico, político y social, que los procesos de globalización en la actualidad tienden a aumentar.

Estos procesos exigen una reorientación de la cooperación internacional, con vistas a una nueva cultura de la solidaridad. Pensada como germen de paz, la cooperación no puede reducirse a la ayuda y a la asistencia, menos aún buscando las ventajas del rendimiento de los recursos puestos a disposición. En cambio, la cooperación debe expresar un compromiso concreto y tangible de solidaridad, de tal modo que haga de los pobres protagonistas de su desarrollo y permita al mayor número posible de personas fomentar, dentro de las concretas circunstancias económicas y políticas en las que viven, la creatividad propia del ser humano, de la que depende también la riqueza de las naciones[5].

Es preciso, en especial, encontrar soluciones definitivas al viejo problema de la deuda internacional de los países pobres, garantizando al mismo tiempo la financiación necesaria también para la lucha contra el hambre, la desnutrición, las enfermedades, el analfabetismo y la degradación del medio ambiente.

18. Se impone hoy, con más urgencia que en el pasado, la necesidad de cultivar la conciencia de valores morales universales, para afrontar los problemas del presente, cuya nota común es la dimensión planetaria que van asumiendo. La promoción de la paz y los derechos humanos, el estallido de conflictos armados dentro y fuera de los Estados, la defensa de las minorías étnicas y de los emigrantes, la salvaguardia del medio ambiente, la batalla contra terribles enfermedades, la lucha contra los traficantes de droga y armas y contra la corrupción política y económica, son cuestiones ante las que ninguna nación por sí sola puede hacer hoy frente. Todas ellas atañen a la comunidad humana entera y, por tanto, se deben afrontar y resolver trabajando juntos.

Han de encontrarse vías para dialogar, con un lenguaje común y comprensible, sobre los problemas del ser humano de cara al futuro. El fundamento de este diálogo es la ley moral universal inscrita en el corazón humano. Siguiendo esta «gramática» del espíritu, la comunidad humana puede afrontar los problemas de la convivencia y moverse hacia el mañana respetando el designio divino[6].

Del encuentro entre la fe y la razón, entre el sentido religioso y el moral, deriva una decisiva aportación en la dirección del diálogo y la colaboración entre pueblos, culturas y religiones.

Jesús, don de paz

19. «Paz en la tierra a los hombres que Dios ama». En todo el mundo, en el contexto del Gran Jubileo, los cristianos están comprometidos a hacer solemne memoria de la Encarnación. Retomando el anuncio de los ángeles en Belén (cfr. Lc 2,14), ellos proclaman este acontecimiento con la conciencia de que Jesús «es nuestra paz» (Ef 2,14), es don de paz para todos los hombres. Sus primeras palabras a los discípulos después de la Resurrección fueron: «Paz a vosotros» (Jn 20, 19.21.26). Él vino para unir lo que estaba dividido, para destruir el pecado y el odio, despertando en la humanidad la vocación a la unidad y a la fraternidad. Él es, por tanto, «el principio y el ejemplo de esta humanidad renovada, llena de amor fraterno, de sinceridad y de espíritu de paz, a la que todos aspiran»[7].

20. En este año jubilar, la Iglesia, en el recuerdo vivo de su Señor, quiere confirmar su propia vocación y misión a ser en Cristo «sacramento», es decir, signo e instrumento de paz en el mundo y para el mundo. Para ella, cumplir su misión evangelizadora es trabajar por la paz. «Así, la Iglesia, único rebaño de Dios, como signo levantado entre las naciones, comunicando el Evangelio de la paz a todo el género humano, peregrina en esperanza hacia la meta de la patria celeste»[8].

Por tanto, para los fieles católicos el compromiso de construir la paz y la justicia no es secundario, sino esencial, y ha de ser llevado a cabo con espíritu abierto hacia los hermanos de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, hacia los creyentes de otras religiones y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, con los que comparten el mismo anhelo de paz y de fraternidad.

Comprometerse generosamente por la paz

21. Es motivo de esperanza constatar cómo, a pesar de que hay múltiples y graves obstáculos, se siguen desarrollando día a día iniciativas y proyectos de paz, con la generosa colaboración de tantas personas. La paz es un edificio en continua construcción. A su edificación concurren:

— los padres que viven y dan testimonio de paz en sus familias educando a los hijos para la paz;

— los educadores que saben transmitir los auténticos valores presentes en todas las áreas del saber y en el patrimonio histórico y cultural de la humanidad;

— los hombres y mujeres del mundo del trabajo comprometidos en la lucha por la dignidad del trabajo ante las nuevas situaciones que a nivel internacional reclaman justicia y solidaridad;

— los gobernantes que tienen como objetivo de su acción política y la de sus países una firme y convencida determinación por la paz y la justicia;

— todos aquellos que trabajan en primera línea en Organismos Internacionales, a menudo con escasos medios, donde «trabajar por la paz» es una empresa arriesgada incluso para la propia integridad personal;

— los miembros de las Organizaciones No Gubernamentales que, con el estudio y la acción, se dedican a la prevención y resolución de conflictos en las más variadas situaciones y en diversas partes del mundo;

— los creyentes que, convencidos de que la auténtica fe nunca es fuente de guerra ni de violencia, promueven argumentos para la paz y el amor a través del diálogo ecuménico e inter religioso.

22. Mi pensamiento se dirige particularmente a vosotros, queridos jóvenes, que experimentáis de un modo especial la bendición de la vida y tenéis el deber de no malgastarla. En las escuelas y universidades, en los ambientes de trabajo, en el tiempo libre y en el deporte, en todo lo que hacéis, dejaos guiar constantemente por este objetivo: la paz dentro y fuera de vosotros, la paz siempre, la paz con todos, la paz para todos.

A los jóvenes que desgraciadamente han conocido la trágica experiencia de la guerra y experimentan sentimientos de odio y resentimiento, os quiero hacer una súplica: haced lo posible por encontrar el camino de la reconciliación y el perdón. Es difícil, pero es el único modo que os permite mirar al futuro con esperanza para vosotros y vuestros hijos, para vuestros países y para la humanidad entera.

Tendré la oportunidad de reanudar este diálogo con vosotros, queridos jóvenes, cuando nos encontremos en Roma el próximo mes de agosto con motivo de la Jornada Jubilar dedicada a vosotros.

El Papa Juan XXIII en uno de sus últimos discursos se dirigió una vez más «a los hombres de buena voluntad» para invitarlos a comprometerse en un programa de paz fundado en el «evangelio de la obediencia a Dios, de la misericordia y del perdón»; y añadía: «entonces, sin ninguna duda, la paloma luminosa de la paz recorrerá su camino, encendiendo el gozo y derramando la luz y la gracia en el corazón de los hombres sobre toda la superficie de la tierra, haciéndoles descubrir, más allá de toda frontera, rostros de hermanos, rostros de amigos»[9]. ¡Que vosotros, jóvenes del 2000, podáis descubrir y hacer descubrir rostros de hermanos y rostros de amigos!

En este Año Jubilar, en el que la Iglesia se dedicará a la oración por la paz con especiales súplicas, nos dirigimos con filial devoción a la Madre de Jesús, invocándola como Reina de la paz, para que Ella nos conceda pródigamente los dones de su materna bondad y ayude al género humano a ser una sola familia, en la solidaridad y en la paz.

Vaticano, 8 de diciembre de 1999

[1] Cfr. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, n. 1.

[2] Cfr. Carta enc. Centessimus annus, 1-V-1991, 30-43: AAS 83 (1991), 830-848

[3] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2317

[4] Carta enc. Centessimus annus, 28: AAS 83 (1991), 828.

[5] Cf. Discurso a la ONU en el 50º aniversario de su fundación, 5-X-1995, 13: Insegnamenti 182 (1995), 739-740

[6] Cfr. Discurso a la ONU en el 50º aniversario de su fundación, 5-X-1995, 3: I.c., 732.

[7] CONCILIO VATICANO II, Decr. Ad gentes, 8.

[8] CONCILIO VATICANO II, Decr. Unitatis redintegratio, 2.

[9] Con ocasión de la entrega del Premio Balzán, 10-V-1963: AAS 55 (1963), 445.

Romana, n. 29, Julio-Diciembre 1999, p. 206-215.

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