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La Nación (San José de Costa Rica, 30-I-2000)

Entrevista concedida a Vanessa Barahona, publicada en el diario "La Nación", San José, Costa Rica.

El Opus Dei ha venido a recordar que la santidad está al alcance de toda persona. ¿Cómo es esto posible, aun en medio de un mundo tan convulso?

Este mundo convulso es también un mundo bueno, porque procede de Dios. La razón más clara de que la santidad está al alcance de todos es que Dios se hizo hombre para que quienes creen en Él sean acogidos por Dios como hijos suyos.

La santidad es identificarse con Jesucristo: pensar, querer, obrar como Él. Es posible, si abrimos el alma al Evangelio. No es fácil, porque esta identificación pasa por la Cruz.

¿Se puede encontrar la santidad en el trabajo, con la familia o los amigos, en los más diversos ambientes o en los detalles de cada día?

A la plenitud de la vida cristiana se llega a través de los caminos honrados, usualmente empedrados de cosas pequeñas. Para identificarse con Jesucristo no es necesario realizar acciones extraordinarias: basta realizar con amor a Dios y a los demás todas las acciones, hasta las más cotidianas.

El trabajo, la familia y la amistad nos ofrecen cada día mil oportunidades de ejercitarnos en la caridad: durante una reunión, un paseo familiar, junto a la cama de un amigo enfermo... Todas las ocasiones nos ofrecen la oportunidad de ser sembradores de la paz y de la alegría de Cristo.

Del trabajo dependemos todos sin distingos de profesión ¿Qué tiene que ver con la santidad y el perfeccionamiento de quien lo realiza?

El trabajo no es un modo de llenar el tiempo, de obtener éxito o dinero. Es aporte a la sociedad, medio para sustentar nuestra familia, ocasión de acercamiento personal. Con el trabajo cumplimos el encargo de Dios al hombre de modelar el mundo.

Cuando consideramos el trabajo con sentido cristiano, de cara a Dios y al prójimo, se abre ante nosotros un panorama imponente. El trabajo se convierte en la materia prima con la que cada uno ha de realizar —con la ayuda de Dios— su propia obra de arte. Cualquier trabajo honrado es ocasión de dar gloria a Dios y de servir a los demás.

Cada día parece más difícil que las familias surjan unidas, fuertes y felices. ¿Cuáles son las piedras que hay que quitar del camino para que todos pisen blando?

Es importante no desanimarse, procurar que no nos gane la visión negativa ante los problemas. El pesimismo es mal consejero, suele generar tristeza, y al final agrava las dificultades. Cada día es más importante mantener en la familia el ambiente que le es propio, de confianza, de cariño desinteresado, de alegría. Al contrario que el pesimismo, la alegría es buena consejera: sabe pasar de puntillas sobre las dificultades, las hace más llevaderas. Hemos de aprender a descubrir los motivos de la alegría y saborearlos en familia. También es muy importante la lucha contra el egoísmo, que agota la capacidad de amar, de perdonar, de comprender, de servir, facetas que enriquecen la personalidad.

Hogar y profesión, ámbitos en los que se debaten día a día muchas mujeres. ¿Cómo lograr un equilibrio y establecer prioridades?

El equilibrio entre la dedicación a la familia y al trabajo fuera del hogar no es un problema exclusivo de la mujer: la familia debe ser una responsabilidad compartida, y su atención ha de basarse en una adecuada distribución de tareas entre la mujer y el hombre. Esa es una condición necesaria para la armonía: el apoyo mutuo entre los esposos, compartir el amor a la familia, el deseo de educar bien a los hijos, de transmitirles la propia fe con la palabra y la conducta.

Marido y mujer pueden unirse para vencer las dificultades y, juntos, decidir en cada caso cómo distribuir las responsabilidades, apoyándose mutuamente, no como dos competidores, sino como copartícipes en una tarea santa.

¿Qué podemos aprovechar del año jubilar?

Lo diría con una sola palabra: conversión. El Jubileo conmemora los dos mil años del nacimiento de Jesús y, como hacemos con las personas que amamos, no nos acordamos sólo el día del cumpleaños: todos los días están en nuestro corazón. Eso es la conversión: abrir de par en par las puertas de nuestro corazón a Jesucristo, para que arranque lo que sea incompatible con nuestra vocación cristiana.

Para que el Año Santo no se quede en un sentimiento genérico de bondad hay que acudir al sacramento de la penitencia, a la conversión, con el propósito de comenzar una vida nueva: una vida que seguramente requerirá una lucha nueva contra aquello que nos aparta de Jesucristo.

Romana, n. 30, Enero-Junio 2000, p. 72-73.

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