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"Una vocación acogida y vivida con fidelidad a la voluntad de Dios"

Con ocasión del 75º aniversario de la ordenación sacerdotal del Beato Josemaría, “L'Osservatore Romano” publicó el 28-III-2000 el siguiente artículo del Rev. Antonio Aranda, Profesor de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz.

Sábado 28 de marzo de 1925. En la iglesia del seminario de san Carlos, en Zaragoza, Mons. Miguel de los Santos Díaz Gómara administra el presbiterado a diez diáconos de la diócesis. Uno de ellos es un joven aragonés de 23 años, Josemaría Escrivá de Balaguer. Aquel día se completó un camino que había empezado siete años antes, cuando el joven Josemaría había percibido unos barruntos del Amor de Dios que lo llamaba a su servicio: sentía que Dios quería algo de él, pero no conseguía entender de qué se trataba exactamente. Esos presentimientos le llevaron en primer lugar al sacerdocio. «¿Por qué me hice sacerdote? —comentará más tarde, en 1973—. Porque creí que así sería más fácil cumplir una voluntad de Dios que no conocía. Desde unos ocho años antes de mi ordenación sacerdotal la barruntaba, pero no sabía qué era, y no lo supe hasta 1928. Por eso me hice sacerdote».

El origen biográfico de aquellos barruntos, localizado en la ciudad de Logroño al comienzo de 1918, está en la contemplación de las huellas en la nieve de los pies de un carmelita descalzo que, muy de mañana, se dirige a cumplir sus deberes pastorales. Este suceso ha sido ampliamente recogido por los biógrafos, por lo que no es necesario dar aquí más detalles. Lo que sí nos interesa destacar son las consecuencias de aquel episodio en la vida de Josemaría y sus dimensiones teológicas. Hemos escrito «dimensiones teológicas» a propósito, porque precisamente de ahí, mediante una intervención de Dios —y por eso estos acontecimientos ofrecen una clave de lectura teológica—, arranca una misión fundacional dentro de la Iglesia católica con relevantes consecuencias pastorales y doctrinales. Un simple hecho histórico personal es el punto de partida de un influjo apostólico cristiano como el que se ha canalizado mediante el espíritu y las actividades del Opus Dei. De la misión de Josemaría Escrivá estaba naciendo una realidad con amplias repercusiones eclesiales y sociales, un nuevo fenómeno teológico y pastoral. Desde aquel momento, la gracia de Dios, de modo inesperado pero inequívoco, removerá su conciencia con gran fuerza, comenzando a trazar el camino de su vida. A dónde le llevará ese camino, por el momento no es capaz ni de imaginarlo, pero percibe claramente las características esenciales: a) una fuerza poderosa que le mueve a una relación íntima con Dios, a una intensificación progresiva de la vida espiritual; b) una cadena de inspiraciones divinas, un claroscuro de luces y sombras (los «barruntos» de que Dios quiere algo), que se sucederán interrumpidamente hasta el 2 de octubre de 1928; c) el surgir decidido de una llamada al sacerdocio —en concreto al sacerdocio secular o diocesano—, percibida como una petición de Dios en previsión de otra cosa que le hacía presentir. Durante diez años, la vida de Josemaría transcurrirá en el contexto de estos tres aspectos, hasta el descubrimiento de la misión para la que ha sido elegido.

«Sin saber por qué, estaba convencido de que Dios "me quería para algo"» (Apuntes íntimos n. 289, 17-IX-1931). El 19 de marzo de 1975 decía: «Tenía yo catorce o quince años cuando comencé a barruntar el Amor (...). Vi con claridad que Dios quería algo, pero no sabía qué era» (Meditación, 19-III-1975). Los dos textos citados están separados por más de cuarenta años, pero ambos testimonian una misma actitud en Josemaría: la espera y la apertura a la presencia invisible pero ya activa de una misión todavía desconocida. La Providencia está preparando a quien está destinado a realizarla, y Josemaría se da cuenta de que aquello es, sin lugar a dudas, una llamada de Dios: «No sabía lo que Dios quería de mí, pero era —evidentemente— una elección» (ibidem). Una elección a algo desconocido en cuanto al contenido, pero no en cuanto al objetivo, porque sabía —como dice, por ejemplo, el 9 de enero de 1974— que «se trataba de algo positivo y concreto para Su gloria».

Desde entonces, la existencia de aquel muchacho de dieciséis años se encuadra conscientemente en esa perspectiva. La fuerza configuradora de la misión está empezando a cumplir su función. Lo que Dios espera de él aparece estrechamente unido a su vida espiritual: poco a poco comprenderá que su realización depende de su propia lucha por la santidad. En el mensaje fundacional de Josemaría Escrivá de Balaguer, la llamada a la santidad personal se configurará como lo esencial: una verdadera condicio sine qua non para servir a la Iglesia según el espíritu del Opus Dei.

Mucho tiempo después recordará que el Señor le había ido preparando con «cosas aparentemente inocentes, de las que se valía para meter en mi alma esa inquietud divina» (Meditación, 14-II-1964). Josemaría, que comienza a experimentar «una sed insaciable de Dios», era llevado delicadamente por la Gracia «a la comunión diaria, a la purificación, a la confesión... y a la penitencia» (ibidem). La referencia constante a Dios —y a aquella voluntad divina escondida para él— se intensificará precisamente a medida que se va haciendo cada vez más viva la experiencia del amor providente de Dios. Aquel muchacho de dieciséis años, que se sentía muy poca cosa y que no era «propenso a creer ninguna cosa extraordinaria» (Meditación, 2-X-1971), comenzará a experimentar también la potencia de la oración perseverante y tenaz: «Una condición de la oración —son palabras del 25 de julio de 1961— es la perseverancia, que en España llamamos tozudez. Las cosas salen después de haber rezado muchos años. Desde mucho tiempo antes de la fundación de la Obra, cuando tenía barruntos de que el Señor me pedía algo, y no sabía lo que era, yo rezaba con insistencia algunas jaculatorias: Domine, ut videam! Domina, ut sit! Señor, que vea, que tenga existencia eso que Tú quieres y que yo no sé lo que es».

El poder de la oración perseverante, confiada y filial, quicio de la tradición espiritual cristiana que nace del ejemplo y de las palabras de Cristo, constituirá en la vida y en las enseñanzas del Beato Josemaría un punto firme que debe relacionarse con aquella voluntad divina escondida, que se revelará sólo a fuerza de mucha oración y de mucha penitencia. La esperanza en Dios, fundada principalmente en la oración y en la penitencia, representó una norma fundamental en la existencia del Fundador del Opus Dei. Analizando su vida, esta característica se puede ver, por ejemplo, en el itinerario de la configuración jurídica de la Obra. El fundador, que desde el principio había intuido que esa configuración había de quedar establecida en el ámbito de la jurisdicción eclesiástica personal, rezó incesantemente e hizo rezar a otros, hizo penitencia y la pidió a otros, trabajó e hizo trabajar confiadamente durante casi cincuenta años para que esa intuición se hiciera realidad. Dios no le concedió verla realizada en la tierra, pero tantos años de oración constituyen ahora una huella indeleble de cómo se debe poner en práctica, según su espíritu, la misión recibida.

La luz definitiva sobre la voluntad del Señor no tardó en llegar. Tres años después de la ordenación sacerdotal, la mañana del 2 de octubre de 1928, en Madrid, mientras hacía unos ejercicios espirituales, repasando los apuntes que había tomado acerca de las mociones interiores recibidas en aquellos diez largos años de oración y de estudio, vio con claridad inequívoca la misión que el Señor le quería confiar. Tal misión consistía en abrir un camino de santificación para todos los fieles comunes, en el trabajo profesional y en el cumplimiento de los deberes ordinarios del cristiano. En aquel momento nació el Opus Dei.

«El Señor suscitó el Opus Dei en 1928 para ayudar a recordar a los cristianos que, como cuenta el libro del Génesis, Dios creó al hombre para trabajar. Hemos venido a llamar de nuevo la atención sobre el ejemplo de Jesús que, durante treinta años, permaneció en Nazareth trabajando, desempeñando un oficio. En manos de Jesús el trabajo, y un trabajo profesional similar al que desarrollan millones de hombres en el mundo, se convierte en tarea divina, en labor redentora, en camino de salvación.

»El espíritu del Opus Dei recoge la realidad hermosísima —olvidada durante siglos por muchos cristianos— de que cualquier trabajo digno y noble en lo humano, puede convertirse en un quehacer divino. En el servicio de Dios, no hay oficios de poca categoría: todos son de mucha importancia.

»Para amar a Dios y servirle, no es necesario hacer cosas raras. A todos los hombres sin excepción, Cristo les pide que sean perfectos como su Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48). Para la gran mayoría de los hombres, ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo, y encontrar así a Dios en el camino de sus vidas» (Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, n. 55).

Éste es, según el Beato Josemaría, el sentido teológico y espiritual del trabajo humano, a partir de su origen creado y de la plenitud sobrenatural que Cristo le ha conferido. El trabajo humano, querido por Dios como relación del hombre con la verdad de las cosas y como terreno de cooperación con la Sabiduría y el Amor creadores, llega a ser «en las manos de Jesús» (y, con Él, en las manos de los cristianos) camino de santificación personal y de reorientación de toda la creación a la gloria de Dios. «No nos ha creado el Señor para construir aquí una Ciudad definitiva (Cfr. Hebr 13, 14) (...). Sin embargo, los hijos de Dios no debemos desentendernos de las actividades terrenas, en las que nos coloca Dios para santificarlas, para impregnarlas de nuestra fe bendita, la única que trae verdadera paz, alegría auténtica a las almas y a los distintos ambientes. Ésta ha sido mi predicación constante desde 1928: urge cristianizar la sociedad; llevar a todos los estratos de esta humanidad nuestra el sentido sobrenatural, de modo que unos y otros nos empeñemos en elevar al orden de la gracia el quehacer diario, la profesión u oficio. De esta forma, todas las ocupaciones humanas se iluminan con una esperanza nueva, que trasciende el tiempo y la caducidad de lo mundano» (Amigos de Dios, n. 210).

El trabajo, realidad que pertenecía por sí misma a los designios del Creador y que, después de la caída del hombre, ha sido restaurada por Cristo en su primitivo significado santificador, se manifiesta ahora también como instrumento de cristianización, camino de ejercicio del testimonio evangelizador de los cristianos: «Para el cristiano, el apostolado resulta connatural: no es algo añadido, yuxtapuesto, externo a su actividad diaria, a su ocupación profesional. ¡Lo he dicho sin cesar, desde que el Señor dispuso que surgiera el Opus Dei! Se trata de santificar el trabajo ordinario, de santificarse en esa tarea y de santificar a los demás con el ejercicio de la propia profesión, cada uno en su propio estado» (Es Cristo que pasa, n. 122). En las palabras del Beato Josemaría se advierte una descripción implícita —no buscada artificialmente, sino presente como inspiración fundamental— de la figura del Hijo de Dios hecho hombre. Se entrevé su existencia redentora, gastada en su mayor parte en un trabajo diario que es semejante al de cualquier persona normal y corriente, un trabajo realizado en medio de sus hermanos los hombres pero vivido para la gloria del Padre, con un amor ardiente por el mundo que ha venido a santificar.

«Aquel 2 de octubre de 1928 —escribió Mons. Álvaro del Portillo— se abrieron para nuestro Fundador los horizontes hacia los que el Señor le llamaba al confiarle el Opus Dei: una movilización de cristianos que, en todo el mundo, en todas las clases sociales, a través de su trabajo profesional desarrollado con libertad y responsabilidad personales, busquen la propia santificación, santificando al mismo tiempo, desde dentro, todas las actividades temporales, en un audaz proyecto de evangelización para llevar a Dios a todas las almas» (Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid, 1993, p. 72). El Beato Josemaría advirtió desde el principio la importancia apostólica de la fundación que Dios le confiaba y tuvo una clara conciencia de la profunda repercusión que había de tener en la historia de los hombres la luz recibida el 2 de octubre de 1928.

«Somos una inyección intravenosa, puesta en el torrente circulatorio de la sociedad, para que vayáis —hombres y mujeres de Dios— (...) a inmunizar de corrupción a todos los mortales y a iluminar con luces de Cristo todas las inteligencias» (Instrucción, 19-III-1934, n. 42).

Hoy, a casi setenta y cinco años de distancia de aquel primer impulso fundacional, se puede apreciar la verdad de sus previsiones de santidad y de eficacia apostólica al servicio de la Iglesia. Son indicativas, por ejemplo, las siguientes palabras del Decreto sobre la heroicidad de sus virtudes: «Este mensaje de santificación en y desde las realidades terrenas se muestra providencialmente actual en la situación espiritual de nuestra época, tan solícita en la exaltación de los valores humanos, pero tan proclive también a ceder a una visión inmanentista que entiende el mundo como separado de Dios. Además, al invitar al cristiano a la búsqueda de la unión con Dios a través del trabajo —tarea y dignidad perenne del hombre en la tierra— la actualidad de este mensaje está destinada a perdurar, por encima de los cambios de los tiempos y de las situaciones históricas, como fuente inagotable de luz espiritual».

La eficacia pastoral de este mensaje se deduce no sólo del panorama de las iniciativas apostólicas promovidas en todo el mundo por los fieles de la Prelatura del Opus Dei, sino también del florecimiento de vocaciones sacerdotales al servicio de este carisma. Como es sabido, los sacerdotes que constituyen el presbiterio de la Prelatura provienen de los fieles laicos que forman parte de ella. Durante la vida del Beato Josemaría recibieron la ordenación sacerdotal varios centenares de profesionales a los que él llamó y orientó a las órdenes sagradas. Precisamente hoy, en el 75º aniversario de su ordenación sacerdotal, un grupo de fieles de la Prelatura llega al sacerdocio ministerial en la Basílica de San Eugenio en Valle Giulia, testimoniando de este modo, de manera discreta pero tangible, el alcance eclesial de aquellos lejanos barruntos, recibidos y puestos en práctica con fidelidad.

Romana, n. 30, Enero-Junio 2000, p. 78-83.

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