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Artículo publicado en “L’Osservatore Romano” con ocasión del Jubileo de los profesores universitarios (15-IX-2000)

“Dominus dabit benignitatem, et terra nostra dabit fructum suum” (Ps 85, 13). ¿Quién no ha contemplado con admiración alguna vez esos torrentes que descienden caudalosos de las montañas cubiertas de nieve?

En la primavera de 1256, Santo Tomás de Aquino tenía que pronunciar su lección inaugural como maestro de teología en la Universidad de París. Contaba apenas treinta y un años, y se sentía indigno del prestigio de esa cátedra. No se le ocurría, además, ningún tema adecuado para su intervención. Narran sus biógrafos que, con esas preocupaciones, cayó dormido y vio en sueños a un anciano, que le tranquilizó y le invitó a comentar en su lección el salmo 103: “Tú regaste las colinas desde tus altas moradas, la tierra se llenará con el fruto de tus obras”.

Tomás compuso efectivamente su discurso a partir de los versos del salmo, aplicándolos a los profesores: como la lluvia riega las montañas, formando luego ríos que fecundan los valles, así la sabiduría llega de Dios a los hombres a través de los que enseñan. Esta metáfora de inspiración bíblica puede servirnos hoy para recordar la misión y la responsabilidad de los profesores, con motivo del Jubileo.

Para entender a fondo el sentido y el valor de la Universidad es preciso ir más allá de un planteamiento meramente funcional, que considera las instituciones como piezas de una maquinaria.

La Universidad no se queda solamente en un mecanismo de preparación profesional. No se reduce a la burocracia del conocimiento. Es más bien alma de la sociedad, lugar donde se busca, se hace acopio y se transmite la sabiduría. Los cultivos y los bosques dependen en buena parte de la limpieza del agua que riega la tierra. En otro sentido, la vida de los hombres depende de la sabiduría que proviene de las fuentes: sabiduría verdadera, inspirada por el amor y destinada al servicio, no racionalismo curvado sobre sí mismo, ciego y vacío. La auténtica sabiduría, que es una, admite especializaciones, pero no puede desvincularse de una visión global del hombre, de su origen, su naturaleza y su destino. La sabiduría es respetuosa de la autonomía de las realidades temporales y de las legítimas opiniones ajenas; pero no se acomoda a cesiones ante la verdad y sus exigencias, aunque haya de soportar incomprensiones o discriminaciones. La sabiduría es un don y, a la vez, una conquista de la libertad.

Con ocasión de un acto académico en la Universidad de Navarra, tuve oportunidad de oír personalmente al fundador del Opus Dei, el Beato Josemaría Escrivá, las siguientes palabras: “La universidad no vive de espaldas a ninguna incertidumbre, a ninguna inquietud, a ninguna necesidad de los hombres. No es misión suya ofrecer soluciones inmediatas. Pero, al estudiar con profundidad científica los problemas, remueve también los corazones, espolea la pasividad, despierta fuerzas que dormitan y forma ciudadanos dispuestos a construir una sociedad más justa. Contribuye así con su labor universal a quitar barreras que dificultan el entendimiento mutuo entre los hombres, a aligerar el miedo ante un futuro incierto, a promover —con el amor a la verdad, a la justicia y a la caridad— la paz verdadera y la concordia de los espíritus y las naciones” (Discurso académico, 7-X-1972).

Sabiduría al servicio del hombre, empapada de sentido moral; sabiduría que abate barreras y ahuyenta el miedo. Ahí se centra la labor propia de los universitarios, en general, y la responsabilidad que interpela de modo muy particular a los cristianos. El profesor universitario que es discípulo de Jesucristo sigue a su Maestro con la fe y con el corazón, con el pensamiento y con la vida entera. Su ejemplo y sus enseñanzas, cuando se ajustan al Evangelio, son ya —deben ser— por sí mismos siembra de paz. ¿Cómo no reconocer que se trata de una tarea entusiasmante?

Para todos, Jubileo significa conversión a Jesucristo. Para los que trabajan en la Universidad, el Jubileo se concreta también en una invitación a tomar conciencia —de nuevo, a fondo— de su papel en el mundo y en la Iglesia. Y una llamada a renovar el deseo de coherencia cristiana, que se logra con el empeño de conocer y amar a Jesucristo, Dios hecho hombre, que se nos da en los sacramentos, que nos escucha y nos habla en la oración; que sale a nuestro encuentro en el trabajo. Sí, también el trabajo de la inteligencia, esa labor fatigosa pero incomparable de indagar la verdad, a la luz de la fe, con deseo de amar y de servir, puede y debe convertirse en oración.

Cuando la mente y el corazón de los intelectuales se abren a la luz y al calor del amor de Dios, descienden sobre ellos torrentes de sabiduría, como baja el agua de las cumbres cubiertas de nieve, y los campos se llenan de frutos. Nuestro tiempo reclama —más que la tierra árida— que se ponga fin al “drama de la separación entre fe y razón” (Juan Pablo II, Fides et ratio, n. 45). Y esa labor es obra de los intelectuales: depende de su fe y de su amor, de la correspondencia humilde de cada uno a la gracia de Dios. Entonces se cumplirán en nuestra época las palabras del salmo: “Dominus dabit benignitatem, et terra nostra dabit fructum suum” (Ps 85, 13).

Romana, n. 31, Julio-Diciembre 2000, p. 261-263.

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