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En el acto de apertura del año académico 2000-2001 en la Pontifica Universidad de la Santa Cruz, Roma (9-X-2000)

Nos disponemos a comenzar un nuevo año académico, a afrontar una vez más la aventura cuyo fin no es sólo la búsqueda de la verdad, sino a la vez el esfuerzo por el mejoramiento de sí mismo y del mundo que nos rodea. Para un universitario —profesor o estudiante— que ama su profesión, ésta no es jamás repetición, porque el trabajo del estudio y de la docencia lleva consigo el descubrimiento continuo de que es posible dar nuevo sentido a las realidades observadas y vividas. Y, sobre todo, no es una repetición en la medida en que el trabajo se vive como lugar y ocasión cotidiana de encuentro con Dios, que nos ha llamado a seguirle precisamente por este camino.

Hace un mes, en el discurso dirigido a los participantes en el Jubileo de los docentes universitarios, el Santo Padre invitaba a los presentes a «no ceder al ambiente relativista que amenaza gran parte de la cultura actual» (n.3). Nosotros, que vivimos en el mismo conglomerado cultural de todos nuestros contemporáneos, que compartimos sus mismos avatares históricos, que amamos apasionadamente este mundo nuestro, no somos inmunes al ambiente que menciona la advertencia del Santo Padre. Pero sería un error extraer de esta realidad motivos de abatimiento o desasosiego; al contrario, hay que interpretarla como llamada a una vigilancia operativa, amorosa y constructiva, porque sabemos que la fuerza decisiva en el combate no es nuestra, sino de Dios. Y sabemos que Dios se apoya en nuestra respuesta. Las numerosas invitaciones del Maestro a vigilar[1], y también las de Pedro[2], se configuran como el antónimo exacto de la estrategia del cerrarse en sí mismos, de la pretensión de crearse un mundo hecho a la propia medida. Quien vigila mantiene sus facultades intelectuales atentas a las realidades que le circundan e intenta comprenderlas. El compartir la misma atmósfera y, por tanto, también en cierto modo los mismos gérmenes que respiramos necesariamente en el transcurso de la jornada debe convertirse en circunstancia propicia para el diálogo, bien sea en forma de conocimiento objetivo y sensibilización ante las personas y las cosas, bien como comprensión de los demás, de sus puntos de vista, de sus dificultades, de las razones que tienen para llegar a formulaciones tan diversas de las nuestras. De este diálogo deberemos siempre obtener la alegría y la seguridad de la fe en Cristo.

La universidad nació históricamente como espacio de diálogo. Esta característica debe resultarnos connatural. Está muy difundida, sin embargo, una imagen del diálogo como disponibilidad a poner entre paréntesis la verdad, cuando en realidad no es sostenible ni siquiera metodológicamente un diálogo que tenga como presupuesto la renuncia a llegar a puerto. Ciertamente sólo con referencia a la verdad tiene sentido en quien dialoga la disposición de aceptar haberse equivocado. Incluso cuando el diálogo versa sobre cuestiones en las que no tenemos autoridad para ceder cosa alguna, como es el caso de las verdades de la fe, el diálogo ha de apoyarse sobre una obvia premisa de claridad y de lealtad: sólo podemos administrar ese depósito, si bien con el esfuerzo que haga falta para comprender y formular mejor su contenido.

La reciente declaración Dominus Iesus, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, es también ella misma una nueva prueba del hecho de que la claridad es un elemento esencial de toda comunicación y de todo verdadero diálogo, tanto como requisito metodológico, cuanto como corrección humana. Un acto como el de esta Declaración expresa fidelidad no sólo ante la doctrina católica, sino también ante los no católicos. Este ejemplo debe iluminar también vuestra actividad de estudio, de enseñanza e investigación.

Sin embargo, no hay que olvidar que nos encontramos ante una realidad viva, y que esta vida, en la economía de la gracia, posee un dinamismo propio. El Santo Padre, a través de la declaración Dominus Iesus, ha querido recordar una vez más que «Cristo no es la cifra de una vaga dimensión religiosa, sino el lugar concreto en el que Dios hace plenamente suya, en la persona del Hijo, nuestra humanidad» (n. 1). Quien se esfuerza en vivir la vida de Cristo encuentra a Cristo también en los demás, y adquiere una clara experiencia de la distancia y de la comunidad, de lo que en la existencia concreta une y de lo que separa; y en la caridad de Cristo encuentra los recursos para ejercitar todas las virtudes. El Beato Josemaría escribió: «Ama y practica la caridad, sin límites y sin discriminaciones, porque es la virtud que nos caracteriza a los discípulos del Maestro. Sin embargo, esa caridad no puede llevarte —dejaría de ser virtud— a amortiguar la fe, a quitar las aristas que la definen, a dulcificarla hasta convertirla, como algunos pretenden, en algo amorfo que no tiene la fuerza y el poder de Dios»[3].

El desafío de la evangelización se convierte, de este modo, en términos personales para cada uno de nosotros, en un desafío fascinante de unidad de vida. Un estudio que no va acompañado de la búsqueda cotidiana de la unión con Dios en los sacramentos y en la oración, un trabajo que no se propone transformarse en contemplación, encuentra con mayor facilidad dificultades para armonizar el mandato de Cristo de evangelizar a todas la gentes con la exigencia, igualmente clara, de respetar a los demás. No debe sorprender que la sola idea de la conversión aparezca como problemática cuando no se tiene la experiencia personal de la conversión, con sus luces y sus dificultades, con su valor unitivo de cara a Dios y su eficacia en el llevar a cumplimiento la propia vocación. Y, con mayor motivo, «no podemos predicar la conversión si no nos convertimos nosotros mismos todos los días», como afirma la encíclica Redemptoris missio (n. 47).

El Espíritu Santo nos dé la luz y la gracia de encontrar en nuestro trabajo, en las ocupaciones específicas del año académico que comienza, el lugar de esa precisa conversión que cada uno de nosotros, delante de Dios, sabe que debe afrontar. Sin duda, el propio trabajo constituye el escenario de esa continua conversión del corazón que el mismo Paráclito quiere realizar en nosotros.

Con estos deseos e invocando para todos nosotros —profesores, estudiantes y personal administrativo— la intercesión de Santa María, Sedes Sapientiae, es para mí una alegría declarar inaugurado el año académico 2000-2001.

[1] Cfr.Mt 24, 42; 25, 13; 26, 38.41; Mc 13, 33-37; 14, 24-38.

[2] Cfr. 1 Pe 5, 8.

[3] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Forja, n. 456.

Romana, n. 31, Julio-Diciembre 2000, p. 255-258.

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