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Entrevista radiofónica concedida a la Cadena COPE,de Madrid, España, con ocasión de la publicación del libro “Itinerarios de vida cristiana” ( 9-IV-2001)

No hay, la verdad, mejor espejo de nuestra fe que la propia vida de aquellos hombres y mujeres que han sido cambiados por el encuentro con Jesucristo, vivo y presente en su Iglesia. Por eso intentamos también en nuestro programa conocer el itinerario vital de estas personas, un itinerario que nos guía y nos ayuda a cada uno de nosotros a realizar el nuestro personal. “Itinerarios de vida cristiana”, ése es precisamente el título del libro de Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei, que ha visto la luz hace poco tiempo dentro de la colección Planeta Testimonio. Hemos aprovechado la presencia en Madrid de Mons. Echevarría, que presidió el pasado viernes la ordenación sacerdotal de 24 miembros de la Prelatura del Opus Dei, para invitarle a participar en este programa y compartir con él precisamente estos itinerarios que traza en su libro. Don Javier, muy buenas tardes y muchas gracias por estar con nosotros.

Muy buenas tardes; soy yo el que tiene que dar las gracias, y les encomiendo de todo corazón pidiéndoles que no dejen de hacerlo por mí,

Claro que no. Me imagino que es un motivo de satisfacción el hecho, primero, de estar en Madrid, porque usted es madrileño, y poder recalar por estas tierras; y, en segundo lugar, hacerlo para un acto tan gozoso como es la ordenación sacerdotal de 24 miembros de la Prelatura del Opus Dei. Yo la primera pregunta que le haría es: ¿qué significado tiene el que siga produciéndose esta fecundidad en la Obra, de personas que dicen sí a la llamada del Señor en este campo de las vocaciones sacerdotales?

Pienso que la respuesta está en la misma realidad de la vida de la Iglesia que, aunque pueda encontrar dificultades a lo largo de su historia, siempre, por la asistencia del Espíritu Santo, es una realidad viviente. Además, creo que es evidente para todo el mundo que la Iglesia no puede existir sin el sacerdocio, y el Señor, que ha prometido que asistirá a su Iglesia hasta el fin de los tiempos, no deja de mandar sacerdotes en todos los lugares del mundo. Yo rezo para que crezca el número de sacerdotes y seminaristas que quieren llegar santamente al sacerdocio en todo el mundo. A mí me da una particular alegría —esta es la sexta ordenación— conferir el diaconado a estos hombres que, con total generosidad, se han puesto al servicio de la Iglesia a través del que prestan a esta parte de la Iglesia que es la Prelatura del Opus Dei.

Ahora vamos a entrar en alguno de los contenidos fundamentales de su libro. Usted habla de que todo itinerario espiritual cristiano se realiza en la Iglesia. Es una paradoja que hay mucha gente hoy que dice que tiene sed de espiritualidad, sed de espíritu, que está de vuelta del materialismo, pero a veces busca precisamente por caminos fuera de la Iglesia. ¿Qué diría usted a todos estos que buscan, pero lo hacen por caminos a veces extraños de las sectas, de la gnosis, de las nuevas religiosidades...?

Pienso que hay una sed de Dios en el mundo que estamos viviendo ahora y que se repetirá a lo largo de los siglos. Y que quizá, en parte, la confusión o la desorientación que se observa hoy en nuestra sociedad proviene de la separación entre la vida del trato con Dios y la vida de cada día. La realidad es que en un cristiano coherente no se dan esas separaciones, porque sabe que su fe, su esperanza y su caridad están siempre en situación de ser desarrolladas a toda hora. Es innegable, aunque se quiera rechazar esta verdad, que el hombre lleva un sentido de trascendencia impreso en el alma. Y cuando menos lo espera —incluso en ocasiones a pesar del rechazo—, salta ante sus ojos la necesidad de una verdad, de un Dios que ha creado y sigue el mundo con su providencia, y que acompaña al hombre. Porque a gozar de Dios estamos llamados, y todos tenemos ese sentido de trascendencia. Es posible que cierto laicismo pretenda oscurecer esa realidad y, a la vez, surja una fuerte tendencia en todos los lugares del planeta a apoyarse en unos principios que den seguridad a las personas. Se explica así que, ante el debilitarse de la fe o el oscurecerse de la fe, se busquen sucedáneos. Esto contrasta con la sinceridad y la santa intransigencia que el Señor ha regalado a su Iglesia con este Papa, que sigue proclamando la Verdad con la misma fuerza que cuando contaba con todas sus energías; y se reconoce en el mundo entero su testimonio de fe, independientemente de las grandes cualidades personales que tiene; es una comprobación más de que sólo en Cristo, siempre actual, ayer, hoy y siempre, se encuentra la única verdad que salva al hombre.

Ahora que nos habla usted del Papa y del testimonio del Papa. Yo sé que está muy cercano ese momento también gozoso en el que usted, a la cabeza de un numeroso grupo de fieles de la Prelatura, tuvo un encuentro con el Santo Padre y él les dirigió un discurso que a mí me ha impresionado por la fuerza, por la urgencia sobre todo, con que el Papa pide ese compromiso de los laicos, de ser misioneros en los ambientes, de ayudar a los hombres que están en este desconcierto, en este barullo, a reencontrar el camino a Cristo.

Efectivamente se organizó ese tiempo de reflexión. No ha sido un congreso, ni se han hecho estudios para sacar unas conclusiones; se ha tratado de una meditación de las líneas directrices que el Papa dio en la Carta Novo millennio ineunte. Y, como conclusión, fuimos a recibir una confirmación de esas orientaciones del Papa. Conmueve ver al Santo Padre, que todos los días se agota por servir a la Iglesia. Y ahí, lo único en lo que nos insistió, como insiste en su Carta Novo millennio ineunte, fue en que nos diéramos cuenta de la necesidad de que, para llevar a cabo la finalidad de la corredención —hacer que la redención sea eficaz en las almas—, tenemos que buscar la santidad todos, sacerdotes y seglares —porque todos somos igualmente Iglesia—, allí donde nos encontremos. Era muy confortador ver al Papa apoyándose en todos los brazos de la Iglesia, porque sabe que entre todos tenemos que sostener la Cruz de Cristo, a la que estamos llamados a participar, porque estamos todos llamados a vivir en la felicidad y en la auténtica libertad.

Habla usted en su libro de itinerarios. Ciertamente, a mí me parece una palabra que es muy sugestiva, porque la vida cristiana es un itinerario. No es algo que esté fijo, ni quieto, ni congelado; habla usted de la gracia de tener en ese itinerario alguien que guía, alguien que va por delante, que es maestro. A mí me gustaría que nos comentase este aspecto y, pensando en su propia experiencia, que nos hiciese una breve memoria de lo que usted debe en su itinerario al Beato Josemaría Escrivá de Balaguer.

Si tuviese que hacer un resumen...

Eso sería difícil, ¿verdad?

Sería difícil, porque todo lo que puedo hacer —con la gracia de Dios, evidentemente— lo he aprendido en la respuesta heroica de ese sacerdote santo con el que he tenido la gracia inmensa de convivir. Pienso que a su lado se experimentaba con una naturalidad sobrenatural, o con una sobrenaturalidad natural, que el don de la libertad que el Señor ha hecho a los hombres tiene una amplia gama de itinerarios hacia Él. Porque toda vida sobrenatural es también plenamente humana, la llamada universal a la santidad que nos ha dirigido el Maestro a todos los hijos suyos la podemos encontrar allí donde nos movemos, en medio de todas las ocupaciones honestas de todos los hombres, de todas las mujeres. Ahí podemos encontrar a Cristo y ponerlo precisamente en la cumbre de esa tarea para alabar a Dios, para darle gloria y sentirnos acompañados y protegidos por su maravillosa providencia.

Creo que Mons. Escrivá fue el gran apóstol de la santidad heroica, no de santidad a medias —entre otras cosas porque no hay más santidad que la heroica—, de la vida ordinaria, acabando bien lo importante y lo que no es importante, lo que algunos consideran como vulgar y lo extraordinario; sabiendo que en las delicadezas de nuestra respuesta podemos encontrarnos con Dios, amarle más, purificarnos y servir a la sociedad.

Estamos, Mons. Echevarría, embocando ya la Semana Santa. Estamos en Lunes Santo, y hablar de conversión, como usted habla en su libro, viene casi de suyo, es lo natural. Yo quisiera preguntarle sobre la vida cristiana entendida como conversión, a la que usted dedica una parte importante del libro. ¿Es una tarea titánica? ¿Es algo verdaderamente posible para el hombre incluso cuando se siente desanimado, pobre, débil en sus fuerzas? ¿Cómo le planteamos al hombre del incipiente siglo XXI la conversión?

No puede ser más acertado lo que ha dicho usted de que es una tarea titánica, no porque nos supere en cuanto tal, porque con la ayuda de la gracia podemos conseguirlo; sino porque, viviendo con Cristo, se es capaz de llevar a cabo las grandes epopeyas, las aventuras más inigualables. Y, concretamente, la Semana Santa nos hace ver la cercanía de ese Dios que nos ama hasta el final, ya que, como expresó tantas veces el Beato Josemaría, no dudó en dar hasta la última gota de su Sangre, el último suspiro de su aliento, por cada uno de nosotros. Siempre, pero concretamente en esta Semana Santa, en este tiempo litúrgico, tenemos que experimentar todos esa gran cercanía de Dios que se interesa por nosotros. La conversión es, en la vida cristiana, un continuo comenzar y recomenzar. Pero pienso que no tenemos que entender esta expresión sólo como corregir los errores, algo que todos tenemos que hacer. Hay que dar un matiz también muy positivo a la conversión, en cuanto expresión de un estreno continuo del trato con Dios, del trato con quienes nos rodean.

¡Exige esfuerzo! Exige esfuerzo cotidiano y, dentro del día, exige esfuerzos repetidos. Pero qué gozo y que paz transmite a la propia alma; y qué gozo y qué paz podemos dar a las personas que nos rodean. Se abren así, ante la mujer, ante el hombre corriente, horizontes amplísimos y se palpa entonces la necesidad de querer y de amar, para ayudar; y de querer y de amar, para progresar; de querer, para trabajar más y más acabadamente bien; de querer, para servir; y de querer, para algo que tanto repitió el Beato Josemaría: aprender de los otros. Porque el cristiano, el que es verdaderamente discípulo de Cristo, sabe que puede aprender mucho de todas las almas.

Hay tres grandes dimensiones de la vida, dentro del itinerario de la fe, sobre las que yo quisiera preguntarle. Están todas reflejadas en su libro, en algún capítulo. Una es sobre la familia y quisiera detenerme ahora un momento en ella. ¿Por qué ese miedo actual a la paternidad o la maternidad que parece que marca a la sociedad de nuestro tiempo? ¿De dónde nace? ¿Cuál es su raíz y cómo responderla?

Pienso que estamos en una situación en la que impera una cierta cultura del bienestar, del egoísmo personal. Se olvida que quienes están llamados por el camino matrimonial, por el camino familiar, tienen un camino vocacional, un camino que expresa un saber darse, un saber entregarse con generosidad. Traer al mundo otras almas es una prueba de confianza que Dios tiene con la mujer y con el hombre en el matrimonio, porque viene la descendencia no cuando ellos quieren, sino cuando Dios señala ese momento preciso, con la colaboración humana. Si los hombres y las mujeres, unidos por el santo sacramento del Matrimonio, se adentrasen por ese gran misterio de que participan en el poder creador de Dios, habría menos miedo a la transmisión de la vida y, al mismo tiempo, se darían cuenta de que gastándose por los hijos, queriendo a los hijos, se hacen más hombres, más mujeres, más padres, más madres, y participan de la paternidad y maternidad que se halla en Dios.

Otro de los aspectos es el mundo del trabajo, que yo sé que es algo que usted sigue y quiere muy especialmente, y está en las fuentes mismas del camino espiritual del Opus Dei. ¿Es posible recuperar hoy la conciencia de lo que significa el trabajo en un mundo tan marcado por la productividad, por la competencia exasperante, por la técnica que parece que lo inunda todo y que no deja espacio para otra cosa?

Efectivamente, pienso que cuando se pervierte el sentido del trabajo —que es servicio—, se olvida la utilidad que tiene: no solamente para la sociedad o para la empresa para la que se trabaja, sino también para la misma persona. El trabajo es oración, el trabajo es trato con Dios. No ha sido algo que nos hayamos inventado los hombres, sino que Dios, en su perfección, al crearnos, puso concretamente esa idea de que el hombre tenía que hacerse santo y acercarse a Dios mediante el trabajo antes de la caída, no como castigo. Le puso en medio del paraíso, rodeado de tantas maravillas, para que las gozase y las dominase, pero concretamente, le señaló en el Génesis 2:15, “ut operaretur”, “para que trabajara”, para que llegase a la identificación con Dios a través de ese trabajo. Si se ve el trabajo con esta dimensión de corredención, no de castigo —aunque nos cuesta sudor, nos cuesta fatigas—, nos damos cuenta de que tiene un valor extraordinario, y de que podemos levantar al Señor una Hostia pura también con el trabajo, uniéndolo a la Misa que podemos oír o celebrar todos los días.

Una última pregunta sobre estas tres dimensiones. Hemos hablado de la familia, del trabajo..., de la presencia del cristiano en la sociedad. Precisamente sobre este punto, el Papa habló con una gran claridad, incluso yo diría que con una gran urgencia, a los miembros de la Prelatura a los que recibió hace poco. Y a mí me gustaría preguntarle también por esa presencia de los cristianos en una sociedad que parece que pierde el rastro, el rastro de humanización que significa la tradición cristiana.

Sí, efectivamente, el Papa recordó de una manera enfática la necesidad de santificar el trabajo, con cada una de sus palabras. Recuerdo, porque a mí me chocó extraordinariamente desde el principio, esa afirmación tan vibrante del Beato Josemaría como núcleo del espíritu del Opus Dei: hay que santificarse en el trabajo y a través de las circunstancias del trabajo. La coherencia de la fe se manifiesta viviéndola en toda circunstancia. Lo resumía ya en los años treinta, diciendo que no se puede ser cristiano a unas horas y olvidarse a otras de estar empapados por la fe. No es lógico pensar que se es cristiano al rezar en unos momentos, y olvidarse de la fe al entrar en el parlamento, en la universidad, en la sociedad, en el holding..., donde sea. Tenemos que manifestar nuestra fe precisamente trabajando acabadamente bien, con un testimonio de solidaridad, de servicio, de entrega y de responsabilidad. Y todo esto se puede convertir en un diálogo con el Señor, a través de ocupaciones que exijan un esfuerzo muy grande de la inteligencia o que exijan un esfuerzo muy grande de los brazos: porque todo trabajo, intelectual o manual, si se dirige a Dios, se convierte en oración como se deduce de la Sagrada Escritura, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. El trabajo puede ser, debe ser, otra manera de continuar nuestro diálogo con el Señor.

Pues, don Javier, estamos llegando ya al final de nuestro programa. Yo quiero agradecerle muchísimo que haya querido compartir estos minutos con nosotros en este Lunes Santo en el que nos preparamos para introducirnos en el gran misterio de nuestra fe, que haya compartido estos itinerarios que nos ofrece en este libro que ha publicado la colección Planeta Testimonio. Espero que tengamos nuevas oportunidades de seguir conversando.

Desde luego, a mí me da mucha alegría ponerme en contacto con los radioyentes en todos los momentos, para aprender también. Porque de las necesidades de los demás, o de las enseñanzas de los demás, yo vivo, y aprendo y me reconforto.

Pues muchísimas gracias, Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei, que nos ha acompañado en este “Espejo de nuestra fe” de este Lunes Santo del año 2001. Un abrazo y muchas gracias.

Igualmente, un abrazo y mi oración más cariñosa.

Romana, n. 32, Enero-Junio 2001, p. 69-76.

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