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La alegría del cristiano no está en la «impecabilidad», sino en el perdón, entrevista publicada por la Agencia Zenit, de Roma (14-II-2001)

Monseñor Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei, acaba de publicar el libro «Itinerarios de vida cristiana» (Planeta Testimonio) en el que afronta el ser y el quehacer de los cristianos, y algunos temas candentes de la Iglesia y del mundo contemporáneo: la crisis de la familia, el concepto de paternidad responsable, el valor y el sentido de la corporalidad, etc. Echevarría (Madrid, 1932) es el segundo sucesor del Beato Josemaría Escrivá al frente de la Prelatura personal, fundada el 2 de octubre de 1928. Según la edición del año 2000 del Anuario Pontificio, forman parte del Opus Dei («Obra de Dios», en latín) cerca de 84.000 personas. En esta entrevista, el Prelado presenta el ideal cristiano en «un ambiente donde lo principal es el culto de la buena imagen, del éxito, del poder» y que «se deprime ante un fracaso, ante un traspiés económico, incluso ante unas arrugas en la cara».

¿Cómo valora el momento presente?

Me parece evidente que es un momento complejo y, en buena parte, paradójico: junto a innegables sombras, no faltan luces. Serían fáciles de enumerar los ejemplos de progresos, de retrocesos, de conquistas y de derrotas en lo humano. Pero, por encima de todo, no podemos olvidar que estamos viviendo en la plenitud de los tiempos; es el momento, que dura ya dos mil años, de la verdadera y definitiva novedad: el momento en que Dios se ha hecho hombre en Jesucristo, dándonos la posibilidad de ser nosotros hijos de Dios: nunca agradeceremos suficientemente este tesoro, que nos lleva a afrontar las diferentes circunstancias con optimismo humano y sobrenatural. Otro modo de entender el momento presente sería necesariamente incompleto y nos expondría a captar sólo la superficie de lo que acontece en la historia personal y general.

¿No le parece que la conducta de los que se esfuerzan por vivir en cristiano choca con los rasgos de la sociedad actual?

Desde luego. Y esto viene de lejos. Nada más presentar a Jesús en el Templo, José y María recibieron del anciano Simeón el anuncio de que aquel niño sería signo de contradicción. Cuando los apóstoles recibieron el Espíritu Santo, superaron el miedo para anunciar a Cristo, pero enseguida «los objetivos» los tomaron por borrachos, fueron encarcelados y después ya sabemos cómo acabaron, aunque siempre fueron hombres felices. Y así a lo largo de los siglos. La novedad cristiana chocará siempre, pero este choque puede y debe ser un revulsivo que genere amor, humanice al hombre, le abra nuevas perspectivas, lo libere.

¿Qué opina de la concepción contemporánea del amor?

Pienso que en nuestra sociedad se ha ido abriendo camino una concepción del amor desligada del compromiso, es decir, de ese componente esencial del amor que es la mutua fidelidad de los que se aman. Y esto lo desvirtúa y tiende a transformarlo en egoísmo, en ansia de simple autosatisfacción. ¿Se puede concebir que una madre deje de querer a su hijo porque el de la vecina es más guapo? También por esto la cobertura legal a las rupturas matrimoniales es una gran tragedia; en cambio, la exigencia recordada por Cristo —«lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre»— es fuente y garantía de libertad y de amor verdadero.

En su opinión, ¿cuál es el origen último de las críticas a la figura del padre en la familia, de las que habla en su libro?

Al fin y al cabo, parece que muchos confunden la identidad del hijo con la del esclavo. Y entonces se considera un ogro a todo padre. Jesucristo nos ha revelado la ternura de la paternidad de Dios y la libertad que nos gana la adopción filial que Dios Padre ha hecho de nosotros en Jesucristo.

Muchos matrimonios dicen que las estructuras sociales de hoy no les permiten tener todos los hijos que quisieran.

No cabe ignorar el peso efectivo de ciertas estructuras sociales, económicas y políticas —pobreza, desempleo, precio de la vivienda, etc.— que pueden justificar el uso de los métodos naturales de continencia, de acuerdo con la moral. Pero, a la vez, desgraciadamente, existe además una actitud que no se justifica en los motivos citados: pone en duda el valor de la paternidad o de la maternidad en sí mismas y, por eso, generar un hijo no se considera ya algo indiscutiblemente bueno y deseable, sino una opción entre otras muchas posibles. Se admite que dar la vida a otro es algo incomparable; pero se juzga que generar y educar otro hijo más conlleva una tarea compleja y arriesgada, y se procede a un balance de las satisfacciones que proporciona y de los sacrificios que exige, para concluir a menudo que no vale la pena. En el fondo, se ha perdido de vista el valor de la vida, el sentido del amor y la grandeza de la maternidad y la paternidad.

Su libro termina con un capítulo sobre «La esencia de la alegría». Algunos se preguntan cómo se puede tener alegría en un mundo como el nuestro, donde está tan presente el dolor y la injusticia.

La Iglesia, en su liturgia, se atreve a cantar con alegría el Misterio de la Cruz de Cristo. El dolor no cancela la alegría, si se vive unido a la entrega de Jesucristo por nuestra salvación. La alegría se agosta por el egoísmo del pecado, por el olvido de amar a Dios y amar al prójimo, junto con la falta de arrepentimiento. Quien vive dominado por un ambiente donde lo principal es el culto de la buena imagen, del éxito, del poder, se deprime ante un fracaso, ante un traspiés económico, incluso ante unas arrugas en la cara. Desde luego, la alegría, para un cristiano, no está ligada a una presunta impecabilidad, que no existe, sino a la disponibilidad para pedir perdón, para arrepentirnos. La alegría es la del hijo pródigo. Cada vez comprendo mejor que el Beato Josemaría Escrivá llamara al sacramento de la Penitencia «el sacramento de la alegría».

Romana, n. 32, Enero-Junio 2001, p. 67-69.

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