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Una pedagogía de la fe en familia. A propósito de algunas enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, de Michele Dolz

Michele Dolz

Doctor en Teología y Pedagogía

Que los padres son los principales educadores de sus propios hijos es principio recurrente en el Magisterio de la Iglesia desde la Divini illius Magistri de Pio XI (1929) hasta los documentos de Juan Pablo II. El Concilio Vaticano II resume así esta postura doctrinal: «Puesto que los padres han dado la vida a los hijos, están gravemente obligados a la educación de la prole y, por tanto, ellos son los primeros y principales educadores. Este deber de la educación familiar es de tanta trascendencia que, cuando falta, difícilmente puede suplirse. Es, pues, obligación de los padres formar un ambiente familiar animado por el amor, por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, que favorezca la educación íntegra personal y social de los hijos»[1].

Veremos en estas páginas cómo el Beato Josemaría Escrivá ha profundizado en esta verdad y la ha enseñado en relación con la llamada bautismal a la santidad y al apostolado. Me limitaré a citar algunos textos muy sumariamente pero de manera, espero, bastante clara para que puedan comenzarse nuevos estudios[2].

La familia en los planes de Dios

En el antiguo pueblo de Israel la familia era, de manera evidentísima, la piedra angular de la sociedad. En los pueblos semíticos la familia contaba más que el individuo, y las familias se agregaban a su vez en clanes o tribus, estructura social que acentúa enormemente el papel de la tradición y que tiende a la estabilidad y a la continuidad. El modelo patriarcal es aún más confirmado en el pueblo escogido por el empeño de fidelidad a JHWH: «teme al Señor tu Dios, guardando todos los mandamientos y preceptos que te manda, tú, tus hijos y tus nietos, mientras viváis (...). Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria, se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado»[3].

El padre israelita en el pueblo de la Antigua Alianza siente por tanto el deber moral de transmitir a los suyos el depósito que Dios le ha confiado, obligación que da sentido a su misión de jefe de la familia y de cuyo cumplimiento depende la prosperidad y la felicidad misma del núcleo[4]. De ahí se deriva un lazo estrechísimo entre los miembros: «hueso y carne tuya somos»[5]. Una unidad de destino que lleva a resultados paradójicos, como por ejemplo el castigo de una familia entera por la culpa del padre[6].

La familia hebrea es «la casa del padre» y Dios es «el Dios de nuestros padres». La misión del padre se reviste de características religiosas. El padre desarrolla un papel casi sacerdotal[7]. La familia no es sólo una unidad social sino un grupo religioso, que celebra las fiestas con verdadera actitud litúrgica en la propia casa como sede propia. En otras palabras, la religión de JHWH, desde el punto de vista social, no se funda en la labor de predicadores, de carismáticos y ni siquiera específicamente de la casta sacerdotal, sino en el núcleo familiar. Y aunque no hayan faltado los profetas y los caudillos del pueblo, la religión se trasmitió en la familia.

El Nuevo Testamento nos presenta inicialmente la transposición del modelo antiguo a la nueva fe en Jesucristo. Familias enteras se convierten tras la conversión del padre: después de la curación de su hijo, el funcionario de Cafarnaún «creyó él y toda su casa»[8]; el carcelero de Pablo y Silas[9], y el jefe de la sinagoga de Corinto, Crispo[10], son otros ejemplos.

Con la expansión del cristianismo en todo el imperio, el modelo patriarcal hebreo cesó pronto de ser el único, pero no desapareció el sentido de responsabilidad de los padres para transmitir la fe en la familia. La literatura es aquí abundantísima[11] y fascinaba al Beato Josemaría no sólo por la frescura de las narraciones sino por las altas aspiraciones a la santidad que allí se encuentran.

«No puede proponerse a los esposos cristianos mejor modelo que el de las familias de los tiempos apostólicos: el centurión Cornelio, que fue dócil a la voluntad de Dios y en cuya casa se consumó la apertura de la Iglesia a los gentiles; Aquila y Priscila, que difundieron el cristianismo en Corinto y en Éfeso y que colaboraron en el apostolado de San Pablo; Tabita, que con su caridad asistió a los necesitados de Joppe. Y tantos otros hogares de judíos y de gentiles, de griegos y de romanos, en los que prendió la predicación de los primeros discípulos del Señor.

Familias que vivieron de Cristo y que dieron a conocer a Cristo. Pequeñas comunidades cristianas, que fueron como centros de irradiación del mensaje evangélico. Hogares iguales a los otros hogares de aquellos tiempos, pero animados de un espíritu nuevo, que contagiaba a quienes los conocían y los trataban. Eso fueron los primeros cristianos, y eso hemos de ser los cristianos de hoy»[12].

La admiración del Beato Josemaría por los primeros cristianos y el continuo proponerlos como modelo, nada quitaba, obviamente, al reconocimiento de todos los frutos de santidad que la Iglesia ha producido en dos milenios de historia, santidad «cultivada» muy a menudo en las familias cristianas. Pero las primeras generaciones ponen muy bien de relieve tres aspectos básicos:

a) la meta a la que aspiran es la santidad, entendida como identificación total con Cristo;

b) la misión de cristianización de la sociedad y de la cultura (que equivale al acercamiento a Cristo de las personas singulares) corresponde a cada uno de los cristianos en su proprio ambiente, empezando por la familia;

c) todo esto tiene su origen en el bautismo, es decir, en el hecho de ser cristianos, y no en mandatos particulares de la jerarquía o en actos de consagración añadidos.

Volviendo a la misión educativa de los padres con sus proprios hijos, el Beato Josemaría Escrivá enseñó siempre, no sin incomprensiones iniciales, que el matrimonio es una vocación divina y que radica su grandeza, sus obligaciones y su eficacia en el mismo sacramento.

«El matrimonio está hecho para que los que lo contraen se santifiquen en él, y santifiquen a través de él: para eso los cónyuges tienen una gracia especial, que confiere el sacramento instituido por Jesucristo. Quien es llamado al estado matrimonial, encuentra en ese estado -con la gracia de Dios- todo lo necesario para ser santo, para identificarse cada día más con Jesucristo, y para llevar hacia el Señor a las personas con las que convive.

(...) Debemos trabajar para que esas células cristianas de la sociedad nazcan y se desarrollen con afán de santidad, con la conciencia de que el sacramento inicial -el bautismo- ya confiere a todos los cristianos una misión divina, que cada uno debe cumplir en su propio camino. Los esposos cristianos han de ser conscientes de que están llamados a santificarse santificando, de que están llamados a ser apóstoles, y de que su primer apostolado está en el hogar. Deben comprender la obra sobrenatural que implica la fundación de una familia, la educación de los hijos, la irradiación cristiana en la sociedad. De esta conciencia de la propia misión dependen en gran parte la eficacia y el éxito de su vida: su felicidad»[13].

La misión de educadores de la fe nace de los sacramentos. Los padres cuando educan son la Iglesia que educa. Su hogar es iglesia doméstica. Y además de ser un deber, éste es también un derecho, como reconoce claramente el Código de Derecho Canónico[14].

El Beato Josemaría presta atención a los motivos naturales que fundamentan el carácter insustituible de los padres como educadores de la fe. Esta labor no ha de ser vista sólo como un empeño, por santo que sea, sino como una verdadera necesidad: lo que no hagan los padres no podrá hacerlo nadie más en su lugar.

«En todos los ambientes cristianos se sabe, por experiencia, qué buenos resultados da esa natural y sobrenatural iniciación a la vida de piedad, hecha en el calor del hogar. El niño aprende a colocar al Señor en la línea de los primeros y más fundamentales afectos; aprende a tratar a Dios como Padre y a la Virgen como Madre; aprende a rezar, siguiendo el ejemplo de sus padres. Cuando se comprende eso, se ve la gran tarea apostólica que pueden realizar los padres, y cómo están obligados a ser sinceramente piadosos, para poder transmitir -más que enseñar- esa piedad a los hijos»[15].

Aquí habla el pastor, no el pedagogo, y habla con la seguridad de una vida interior santa y de una vastísima experiencia de almas. Y, sin embargo, su intuición concuerda con las investigaciones de la psicología infantil que han marcado la pedagogía del siglo XX. Baldwin atribuía a la imitación de los padres la formación del mismo yo. Bovet elaboró la noción de «respeto» como la actitud de sumisión y de afecto que se da principalmente en relación a los padres y que permite al niño la asimilación de las consignas morales. Después fue Piaget quien demostró la dependencia afectiva de los padres en el aprendizaje de los valores[16].

El niño capta lo que se le ofrece a través del inimitable lazo afectivo con los padres. Es experiencia común. Como es también conocida la escasa eficacia de las instituciones alternativas a la familia, aunque estén movidas por las mejores intenciones. Hay que alzar una alabanza a tantos institutos de beneficiencia que, con caridad cristiana, han educado, también en la fe, a niños sin padres; en esos ambientes Dios ha suscitado incluso grandes santos. Pero, en general, son precisamente ellos los que demuestran cómo son imprescindibles unos padres cristianos. Más aún, la multisecular historia de la educación cristiana es testimonio bien fiable de que difícilmente germina la semilla de la vida sobrenatural si no encuentra la colaboración de los padres. Al contrario, la sinergia familia-escuela (o familia y educadores cristianos en general) es de una eficacia globalizadora. De aquí otra intuición pastoral del Beato Josemaría que hoy es práctica difundida en todo el mundo y que representa una novedad en el campo educativo: la promoción de centros educativos que se coloquen en continuidad con la acción formativa de los padres y en los cuales éstos sigan ejerciendo el papel de principales educadores.

Profundizando y aplicando el principio del primado educativo de los padres, el Beato Josemaría les daba una indicación aparentemente metodológica: hacerse amigos de sus hijos, es decir, establecer con ellos una relación de confidencia, de confianza, de verdadera condivisión. El pedagogo Víctor García Hoz, que conocía al Beato Josemaría Escrivá desde los años treinta, ha puesto de relieve la importancia de este consejo, recordando que, en último extremo, toda educación verdadera se basa en la relación de amistad entre educador y educando[17]. He dicho “aparentemente metodológica”, porque la amistad y el amor cristiano son caridad y ésta no se reduce a técnicas sino que constituye la substancia misma de la nueva vida en Cristo.

Educación para la santidad

Recordábamos antes la admiración del Beato Josemaría por el standard formativo de los primeros cristianos, que miraba a la santidad, a la plena identificación con Cristo. San Pablo señala dos polos entre los cuales se desarrolla toda auténtica formación cristiana. En la Carta a los Romanos, hablando de la constricción de la ley y de la libertad que Cristo nos ha ganado, dice: «Si hago lo que no quiero (...) no soy yo quien hace esto, sino el pecado que habita en mí. Porque sé que en mí, es decir, en mi carne, no habita el bien; pues querer el bien está a mi alcance, pero ponerlo por obra no»[18]. Es el drama de la naturaleza caída y de la imposibilidad de acciones santas sin la gracia. Desde el punto de vista formativo recuerda el absurdo (y los daños) de toda educación moral que no tenga en cuenta la debilidad para hacer el bien -debilidad causada por el pecado-, y prescinda de la gracia[19]. El otro polo lo encontramos en el célebre pasaje de la Carta a los Gálatas insistentemente citado por el Beato Josemaría: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios»[20]. Es la vida de Cristo en el fiel, en la cual la actuación moral es la consecuencia.

La Carta a los Gálatas puede leerse, en mi opinión, como carta magna de los educadores cristianos. Conceptos como «la vida en Cristo», «ser hijos de Dios por la fe en Jesucristo», «estar llamados a la libertad», van mucho más allá de la simple observancia de preceptos o códigos morales, y recuerdan a los formadores que el cristianismo no es una moral ni una filosofía de vida, sino una vida, la vida de Cristo en nosotros. Por esto Pablo exclama en la misma epístola: «hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta que Cristo esté formado en vosotros»[21]. En esto consiste la santidad. Y por el mismo motivo Pablo advierte contra la tentación de un planteamiento formativo empequeñecido y, en el fondo, mundano: «No os engañéis: de Dios nadie se burla. Porque lo que uno siembre, eso recogerá: el que siembra en su carne, de la carne cosechará corrupción; el que siembre en el Espíritu, del Espíritu cosechará la vida eterna»[22]. La rebaja de las expectativas en la educación familiar (consecuencia de la lógica del «sembrar en la carne») es lo que el Beato Josemaría solía llamar «el fracaso de Cristo en las familias cristianas», familias que no saben reconocer ni aceptar los dones de Dios, por ejemplo la vocación de los hijos a una particular misión en la Iglesia (como es la llamada al sacerdocio ministerial) o sencillamente la invitación divina a asumir coherentemente la vocación a la santidad y al apostolado recibida en el bautismo.

Unos padres que aspiran a la santidad y desean la santidad para sus hijos comprenden bien aquellas otras palabras del Beato Josemaría: «Hay una especial Comunión de los Santos entre los miembros de una misma familia. Si sois muy santos, vuestros hijos tendrán más facilidad para serlo»[23]. Una particular comunión espiritual que nace una vez más del sacramento del matrimonio, porque Cristo ha asumido, santificado y hecho vocacionales las relaciones familiares naturales.

Ahora bien, la santidad no se puede enseñar como un contenido teórico. Los padres pueden y deben transmitir las verdades de la fe cristiana y encaminar a sus hijos hacia los medios de santificación de los que dispone la Iglesia. Sin embargo, es bueno recordar que «los padres educan fundamentalmente con su conducta. Lo que los hijos y las hijas buscan en su padre o en su madre no son sólo unos conocimientos más amplios que los suyos o unos consejos más o menos acertados, sino algo de mayor categoría: un testimonio del valor y del sentido de la vida encarnado en una existencia concreta, confirmado en las diversas circunstancias y situaciones que se suceden a lo largo de los años»[24].

Lo que pueden hacer los padres es una seria educación a la oración de sus hijos: «que Dios no sea considerado un extraño, a quien se va a ver una vez a la semana, el domingo, a la iglesia; que Dios sea visto y tratado como es en realidad: también en medio del hogar, porque, como ha dicho el Señor, “donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mat 18, 20)»[25].

No hace falta explicar aquí que una intensa vida de oración es camino necesario para la santidad. Lo ha enseñado Jesús en cada página del Evangelio. Y el Beato Josemaría Escrivá ha hecho de esta verdad el telón de fondo de su predicación. Decía constantemente, refiriéndose a la formación de los jóvenes: «Si no hacéis de los chicos hombres de oración, habéis perdido el tiempo»[26]. Y planteó la formación en los apostolados del Opus Dei de manera que se encaminase a las personas a la oración mental, así como a un nutrido plan de vida espiritual. Al mismo tiempo temía como una necrosis del alma el formalismo, la exterioridad, la “observancia”, la práctica exterior de la piedad sin una correspondencia interior de apertura personal a Cristo. Lo que, en una palabra, llamaba “beatería”. Los mismos criterios los aplicaba a la familia, con las debidas proporciones dictadas por la edad de los hijos y por el hecho de que los padres no son directores espirituales. Pero no con menor exigencia, porque, bien mirado, casi todos los cristianos han aprendido las oraciones en la propria familia, y sin embargo, ¿cuántos han sido almas de oración?

«Enseñar -primero con el ejemplo, y después con la palabra- en qué consiste la verdadera piedad. La beatería no es más que una triste caricatura pseudo-espiritual, fruto generalmente de la falta de doctrina, y también de cierta deformación en lo humano: resulta lógico que repugne, a quienes aman lo auténtico y lo sincero.

He visto con alegría cómo prende en la juventud -en la de hoy como en la de hace cuarenta años- la piedad cristiana, cuando la contemplan hecha vida sincera;

-cuando entienden que hacer oración es hablar con el Señor como se habla con un padre, con un amigo: sin anonimato, con un trato personal, en una conversación de tú a tú;

-cuando se procura que resuenen en sus almas aquellas palabras de Jesucristo, que son una invitación al encuentro confiado: vos autem dixi amicos (Ioan 15, 15), os he llamado amigos;

-cuando se hace una llamada fuerte a su fe, para que vean que el Señor es el mismo ayer y hoy y siempre (Heb 13, 8).

Por otra parte, es muy necesario que vean cómo esa piedad ingenua y cordial exige también el ejercicio de las virtudes humanas, y que no puede reducirse a unos cuantos actos de devoción semanales o diarios: que ha de penetrar la vida entera, que ha de dar sentido al trabajo, al descanso, a la amistad, a la diversión, a todo. No podemos ser hijos de Dios sólo a ratos, aunque haya algunos momentos especialmente dedicados a considerarlo, a penetrarnos de ese sentido de nuestra filiación divina, que es la médula de la piedad»[27].

Estaba convencido de que, a causa del especial lazo afectivo con los propios padres, la piedad aprendida en la infancia se habría de quedar anclada en el alma para toda la vida, aún bajo aparentes alejamientos de la fe o de la práctica cristiana. Decía a los padres, hablando de la devoción en familia:

«Vuestra delicadeza y vuestra piedad (...) quedan en el fondo del alma. Y si vienen luego las pasiones, y nos tiran para abajo, y tenemos una temporada mala en la vida, al final vuelve a brotar la buena semilla. No se pierde nunca la piedad que las madres metéis en el corazón de vuestros hijos»[28].

Aconsejaba enseñar a los niños pocas oraciones pero constantes. No hay que aburrir con la piedad. Lo importante es que aprendan que son hijos de Dios y que actúen en consecuencia. Por eso, para llegar educativamente al núcleo de la unión personal con Dios, no veía otro camino más que una amplia libertad, «ya que no hay verdadera educación sin responsabilidad personal, ni responsabilidad sin libertad»[29].

«Conviene que no se pierdan esas tradiciones maravillosas del rezo en familia, pero sin obligarles. Que os vean conservarlas con cariño, que sepan a qué hora se reza el Rosario, y acabarán uniéndose a vosotros. ¡Pero sin forzarlos! Si se ponen a tiro -y se pondrán, si haces lo posible por ser amigo suyo-, les dices, a solas: mira, esa costumbre que tenemos es una cosa de siglos, y se debe continuar porque agrada mucho a Nuestra Señora, porque es grata a Dios, y así El nos bendice. Pero hazlo cuando tú quieras, con toda libertad. Y ellos volverán»[30].

El margen de libertad será poco a poco más amplio en la medida de su crecimiento y desarrollo. También éste es un rasgo destacado de la pedagogía del Beato Josemaría Escrivá: no temer la libertad, porque sin ella no hay verdadero mejoramiento. El mismo Cristo ha querido correr el riesgo de nuestra libertad, gustaba decir. E invitaba al mismo tiempo a la paciencia («porque Dios tiene mucha paciencia con nosotros»), a no tener prisa con las almas, precisamente porque se tiene la urgencia de formarlas bien.

«No puedes obligar a tus hijos mayores a cumplir por la fuerza las obligaciones religiosas. No debes cogerles por las orejas y decirles: te llevo a Misa. Porque, aunque materialmente los lleves a la iglesia, si no quieren oír la Santa Misa, no la oyen.

Que sepan que hacen mal y que ofenden a Dios; y que le ofenden gravemente, si no cumplen sus obligaciones en materia grave. Pero tú, quédate tranquila, y reza. Acuérdate de Santa Mónica rezando por su hijo Agustín. Si rezas por ellos, después de haberles explicado sus deberes, ten la seguridad de que al fin Dios moverá sus corazones, y el Espíritu Santo arrastrará aquellas almas, aquellos corazones, hasta la contrición y la buena conducta»[31].

El primado de la gracia

Como era un óptimo teólogo, el Beato Josemaría no cayó nunca en la trampa más clásica del educador cristiano: tratar de obtener del educando con medios humanos lo que sólo puede ser alcanzado con la ayuda de la gracia de Dios. Por el contrario, desarrolló una constante catequesis sobre la necesidad de acudir siempre a las fuentes de la gracia, a los sacramentos, y planteó la lucha ascética personal como correspondencia a la gracia.

Utilizando la terminología de muchos Padres[32], hablaba de divinización del cristiano, como una realidad de hecho y como un objetivo. Tomaba absolutamente en serio, como pertenecientes a la vida cotidiana, las expresiones de San Juan sobre la comunión (koinonía) entre Cristo y el fiel, que tiene como prototipo la comunión entre Cristo y el Padre. Por ejemplo, enseñaba a recitar frecuentemente y a meditar las palabras de Jesús: «que todos sean uno; como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que así ellos estén en nosotros»[33]. Y también: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él»[34]. Frase que comentaba así: «El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas (...). Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!»[35].

Basta una mirada a los escritos del Beato Josemaría Escrivá para darse cuenta de la profusión con que vuelve al tema de la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma, del que hace derivar el programa práctico de la vida cristiana: vida de «hijos en el Hijo»[36], es decir de hijos de Dios in Christo, según la expresión recurrente en san Pablo, por el envío del Espíritu Santo[37]. San Pablo, en efecto, ha desarrollado el concepto de la presencia del Espíritu en el alma, de alguna manera preanunciada, como ha sido dicho[38], por la shekinah de Dios en el Templo: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? (...). El templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros»[39].

El Beato Josemaría plantea toda la formación cristiana como una ayuda para que la inhabitación y la divinización -y, por tanto, la conciencia de ser hijos de Dios en Cristo- se traduzcan en la oración y en el recurso oportuno y consciente a los sacramentos. Para él, conducir a la oración y a los sacramentos era realmente educar.

«Si se abandonan los Sacramentos, desaparece la verdadera vida cristiana. Sin embargo, no se nos oculta que particularmente en esta época nuestra no faltan quienes parece que olvidan, y que llegan a despreciar, esta corriente redentora de la gracia de Cristo. Es doloroso hablar de esta llaga de la sociedad que se llama cristiana, pero resulta necesario, para que en nuestras almas se afiance el deseo de acudir con más amor y gratitud a esas fuentes de santificación»[40].

A lo largo de su vida, y de modo particular entre 1970 y 1975, año de su muerte, desarrolló una amplísima catequesis sobre los sacramentos. Le dolía la “moda”, difundida en aquella época, de retrasar el bautismo de los niños con el pretexto de una elección más consciente por parte de los bautizandos. Es oportuno recordar aquí la doctrina sobre los efectos del bautismo, que «no solamente purifica de todos los pecados, sino que hace también del neófito “una nueva creación” (2 Cor 5,17), un hijo adoptivo de Dios, que ha sido hecho “partícipe de la naturaleza divina” (2 Ptr 1, 4), miembro de Cristo, coheredero con él y templo del Espíritu Santo. La Santísima Trinidad da al bautizado la gracia santificante, la gracia de la justificación que le hace capaz de creer en Dios, de esperar en Él y de amarlo mediante las virtudes teologales; le concede poder vivir y obrar bajo la moción del Espíritu Santo mediante los dones del Espíritu Santo; le permite crecer en el bien mediante las virtudes morales»[41].

Basado en esta fuerte convicción, el Beato Josemaría lamentaba:

«No faltan quienes parece que olvidan, y que llegan a despreciar, esta corriente redentora de la gracia de Cristo (...). Deciden sin el menor escrúpulo retardar el bautismo de los recién nacidos, privándoles -con un grave atentado contra la justicia y contra la caridad- de la gracia de la fe, del tesoro incalculable de la inhabitación de la Trinidad Santísima en el alma, que viene al mundo manchada por el pecado original. Pretenden también desvirtuar la naturaleza propia del Sacramento de la Confirmación, en el que la Tradición unánimemente ha visto siempre un robustecimiento de la vida espiritual, una efusión callada y fecunda del Espíritu Santo, para que, fortalecida sobrenaturalmente, pueda el alma luchar -miles Christi, como soldado de Cristo- en esa batalla interior contra el egoísmo y la concupiscencia»[42].

Con frecuencia se refería también a la confesión de los niños, animando a los padres a llevar a sus hijos sin retrasos a ese sacramento.

«¡Qué alegría ir a confesar! Yo he confesado a miles y miles de niños. No se pierde el tiempo: se aprovecha, se aprende de aquellas almas en las que el Espíritu Santo está actuando. Como las mamás dais a las criaturas vuestra sangre, y después el néctar de vuestro pecho; así el Espíritu Santo, metido en el alma de esas criaturas, que no se dan cuenta de nada quizá, actúa, actúa, actúa. Y el sacerdote colabora con Él, con el Espíritu Santo. Además, la gracia del sacramento, que es también el Espíritu Santo en acción»[43].

Y llegamos así al verdadero fundamento de la formación cristiana según el Beato Josemaría Escrivá: la filiación divina. Dios nos ha creado para darnos gratuitamente una dignidad superior, estrictamente sobrenatural: ser sus hijos adoptivos, hijos en el Hijo, miembros de la familia del Padre, Hijo y Espíritu Santo: domestici Dei[44]. «El modo en que Dios nos constituye miembros de su familia -escribe F. Ocáriz, comentando las enseñanzas del Beato Josemaría- es pues uno concreto: la filiación. Esta familiaridad divina no es, en nosotros, una simple cuestión moral, un simple comportamiento, sino que se fundamenta en una real transformación -elevación, adopción-, pues “la fe nos dice que el hombre, en estado de gracia, está endiosado” (Es Cristo que pasa, n. 103), es decir, metido verdaderamente en Dios, introducido a participar de la vida divina; de esa Vida que son las Procesiones eternas de la Santísima Trinidad (...). No sólo Dios, en un derroche de bondad, quiere que le tratemos como a un padre, sino que en un derroche incomparablemente mayor de su amor, nos adopta como hijos suyos»[45]. Así escribe san Juan: «Mirad qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos en verdad»[46]. El Beato Josemaría hizo de la filiación divina el fundamento de la vida espiritual. En sus enseñanzas éste no es un aspecto más, sino el encuadre transversal y omnicomprensivo.

«La piedad que nace de la filiación divina es una actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos. ¿No habíais observado que, en las familias, los hijos, aun sin darse cuenta, imitan a sus padres: repiten sus gestos, sus costumbres, coinciden en tantos modos de comportarse?

Pues lo mismo sucede en la conducta del buen hijo de Dios: se alcanza también -sin que se sepa cómo, ni por qué camino- ese endiosamiento maravilloso, que nos ayuda a enfocar los acontecimientos con el relieve sobrenatural de la fe; se ama a todos los hombres como nuestro Padre del Cielo los ama y -esto es lo que más cuenta- se obtiene un brío nuevo en nuestro esfuerzo cotidiano por acercarnos al Señor. No importan las miserias, insisto, porque ahí están los brazos amorosos de Nuestro Padre Dios para levantarnos»[47].

Hablando a los padres decía que el punto focal de la formación cristiana impartida a sus hijos era el conocimiento de Dios como Padre. Y no debería resultar difícil a los padres que son amados por sus hijos provocar la transferencia del modelo filial, del natural al sobrenatural.

Las virtudes humanas

Otro aspecto central del planteamiento que el Beato Josemaría da a la formación cristiana es la importancia atribuida a las virtudes humanas. Le gustaba usar el adjetivo humanas para subrayar que se trata de hábitos que honoran a la persona que los posee, que están en la base del comportamiento libre y que «algunos tienen, aun sin conocer a Cristo»[48].

«En este mundo, muchos no tratan a Dios; son criaturas que quizá no han tenido ocasión de escuchar la palabra divina o que la han olvidado. Pero sus disposiciones son humanamente sinceras, leales, compasivas, honradas. Y yo me atrevo a afirmar que quien reúne esas condiciones está a punto de ser generoso con Dios, porque las virtudes humanas componen el fundamento de las sobrenaturales»[49].

En consecuencia, para el actuar cristiano las virtudes humanas y las sobrenaturales se reclaman recíprocamente, siendo las primeras la base de las segundas. Es difícil ejercitar, por ejemplo, la fortaleza sobrenatural si humanamente faltan los hábitos de dominio de sí, o la prudencia cristiana si naturalmente se es atolondrado.

Por otro lado, las virtudes humanas, en un cristiano, se convierten en sobrenaturales cuando son vivificadas por la caridad, y pueden ser desarrolladas con la ayuda de la gracia divina[50]. Para la formación de las virtudes en la vida familiar hay que tener presente que, como advierte el Romano Pontífice, «por una especie de ósmosis, los hijos incorporan a sus vidas y a su personalidad cuanto respiran en el ambiente del hogar, como fruto de las virtudes que los padres han labrado en sus propias vidas. El mejor modo de esculpir las virtudes en el corazón de los hijos es ofrecérselas grabadas en la vida de los padres. Virtudes humanas y virtudes cristianas, en armoniosa y fuerte unidad, hacen amable el ideal contemplado en los padres, y estimulan a los hijos a emprender su conquista»[51].

Una vida virtuosa es atrayente. Pero el Beato Josemaría reconocía que entre los cristianos no siempre es así.

«Habréis, quizá, observado (...) tantos que se dicen cristianos -porque han sido bautizados y reciben otros Sacramentos-, pero que se muestran desleales, mentirosos, insinceros, soberbios... Y caen de golpe. Parecen estrellas que brillan un momento en el cielo y, de pronto, se precipitan irremisiblemente. Si aceptamos nuestra responsabilidad de hijos suyos, Dios nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra. El precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo. El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de Nuestro Señor, que nos quiere -insisto- muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a El, que es perfectus Deus, perfectus homo»[52].

El cristiano que no se empeña en la práctica de las virtudes, que no se esfuerza en el cumplimiento de sus deberes familiares, profesionales y sociales, y también en el ejercicio de sus propios derechos, no puede ser un buen discípulo de Cristo y hace daño a la Iglesia. Significativamente, el Beato Josemaría quería que, en la familia y en los centros educativos, los hijos recibiesen una profunda formación sobre sus derechos y deberes como ciudadanos libres que, con una marcada sensibilidad hacia el bien común, deben contribuir al desarrollo de la sociedad. Juzgaba ruinosas dos posturas opuestas pero que coinciden en vaciar al hombre de su humanidad.

«Cierta mentalidad laicista y otras maneras de pensar que podríamos llamar “pietistas”, coinciden en no considerar al cristiano como hombre entero y pleno. Para los primeros, las exigencias del Evangelio sofocarían las cualidades humanas; para los otros, la naturaleza caída pondría en peligro la pureza de la fe. El resultado es el mismo: desconocer la hondura de la Encarnación de Cristo, ignorar que el Verbo se hizo carne, hombre, y habitó en medio de nosotros»[53].

Es aquí donde se sitúa en buena parte la ascesis cristiana[54]. Y aquí era muy exigente, primero consigo mismo y después con los demás. Contando siempre con la gracia de Dios, animaba a adiestrar las propias potencias con la tenacidad y el optimismo del deportista y con la aspereza del asceta. En los hogares cristianos, decía, hay que crear un clima de sinceridad, de generosidad, de lealtad. En las escuelas y en los ambientes formativos hay que buscar, sin componendas, que las personas desarrollen estas actitudes, precisamente porque se les quiere santos.

«Cuando un alma se esfuerza por cultivar las virtudes humanas, su corazón está ya muy cerca de Cristo. Y el cristiano percibe que las virtudes teologales -la fe, la esperanza, la caridad-, y todas las otras que trae consigo la gracia de Dios, le impulsan a no descuidar nunca esas cualidades buenas que comparte con tantos hombres.

Las virtudes humanas -insisto- son el fundamento de las sobrenaturales; y éstas proporcionan siempre un nuevo empuje para desenvolverse con hombría de bien. Pero, en cualquier caso, no basta el afán de poseer esas virtudes: es preciso aprender a practicarlas. Discite benefacere (Is 1, 17), aprended a hacer el bien. Hay que ejercitarse habitualmente en los actos correspondientes -hechos de sinceridad, de veracidad, de ecuanimidad, de serenidad, de paciencia-, porque obras son amores, y no cabe amar a Dios sólo de palabra, sino con obras y de verdad (1 Jn 3, 18).

Si el cristiano lucha por adquirir estas virtudes, su alma se dispone a recibir eficazmente la gracia del Espíritu Santo; y las buenas cualidades humanas se refuerzan por las mociones que el Paráclito pone en su alma. La Tercera Persona de la Trinidad Beatísima -dulce huésped del alma- regala sus dones: don de sabiduría, de entendimiento, de consejo, de fortaleza, de ciencia, de piedad, de temor de Dios.

(...) Nuestra fe confiere todo su relieve a estas virtudes que ninguna persona debería dejar de cultivar. Nadie puede ganar al cristiano en humanidad. Por eso el que sigue a Cristo es capaz -no por mérito propio, sino por gracia del Señor- de comunicar a los que le rodean lo que a veces barruntan, pero no logran entender: que la verdadera felicidad, el auténtico servicio al prójimo pasa sólo por el Corazón de Nuestro Redentor, perfectus Deus, perfectus homo[55].

¿Se puede contar al Beato Josemaría entre los santos educadores de los que es rica la historia de la Iglesia? Ciertamente puede decirse que ha sido un colosal promotor de formación cristiana, no sólo a través de las instituciones educativas que se inspiran en sus enseñanzas, sino también -y sobre todo- con la misma vida del Opus Dei, al que gustaba definir como «una gran catequesis». Formación de cristianos en medio del mundo orientada a hacerles asumir, con toda la radicalidad y con los medios adecuados, la llamada bautismal a la vida en Cristo.

[1] CONCILIO VATICANO II, Decl. Gravissimum educationis, n. 3. Cfr. también Cost. dog. Lumen gentium, n. 11 y Cost. past. Gaudium et spes, n. 52; y, en el Magisterio postconciliar, JUAN PABLO II, Ex. ap. Catechesi tradendae, 16-X-1979, nn. 68-69; Ex. ap. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 21; y Carta a las familias, 2-II-1994, n. 16. En este último texto el Papa explicita que la educación de los hijos es prosecución y desarrollo del amor conyugal, y una participación al amor paternal y maternal de Dios. Cfr. también: Mensaje a los participantes de la XII Asamblea plenaria del Pontificio Consejo para la Familia, 29-IX-1995, sobre el tema La transmisión de la fe en la familia.

[2] Sobre el alto concepto que el Beato Josemaría tenía de la educación como actividad humana y como expresión apostólica, ver F. PONZ PIEDRAFITA, La educación y la actividad educativa en la enseñanza de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer, Eunsa, Pamplona 1976.

[3] Dt 6, 2-7.

[4] Cfr. Dt 6, 10ss.

[5] 2 Sam 5, 1.

[6] Cfr. Gen 7, 16-26.

[7] Cfr. Jb 1, 5.

[8] Jn 4, 53.

[9] Cfr. Act 16, 16-39.

[10] Cfr. Act 18, 8.

[11] Además de los conocidos estudios de A. HAMMAN (La vie quotidienne des premiers chrétiens) y de G. BARDY (La vie spirituelle d’après les Pères des trois premiers siècles), me limito a señalar: E. CAVALCANTI, La vita familiare, en C. BURINI - E. CAVALCANTI, La spiritualità della vita quotidiana negli scritti dei Padri della Chiesa, Ed. Dehoniane, Bologna 1988, pp. 155-179.

[12] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 30.

[13] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Conversaciones, n. 91.

[14] Cfr. can. 1136.

[15] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Conversaciones, n. 103. «Los padres, donando la vida y recibiéndola en un clima de amor, están provistos de un potencial educativo que ningún otro detenta; de un modo único conocen a sus propios hijos en su irrepetible singularidad y, por experiencia, poseen los secretos y los recursos del amor verdadero» (PONTIFICIO CONSEJO PARA LA FAMILIA, Orientaciones educativas en familia, 8-XII-1995, n. 7).

[16] Una excelente reflexión filosófica sobre el amor como alma de la educación, ampliamente inspirada en las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá, la desarrolla C. CARDONA en Ética del quehacer educativo, Rialp, Madrid 1990.

[17] Cfr. V. GARCÍA HOZ, La pedagogia in Mons. Escrivá de Balaguer, en “Studi Cattolici” 182-183 (1976), pp. 260-266. Cfr. también T. ALVIRA, ¿Cómo ayudar a nuestros hijos?, Palabra, Madrid 1983.

[18] Rm 7, 16-18.

[19] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 407.

[20] Gal 2, 20.

[21] Ibid. 4, 19.

[22] Ibid. 6, 7-8.

[23] Apuntes tomados en una tertulia en Valencia (España), 19-XI-1972: AGP, P11, p. 101.

[24] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 28.

[25] Ibid., Conversaciones, n. 103.

[26] Ibid., Instrucción, 9-I-1935, n. 133.

[27] Ibid., Conversaciones, n. 102.

[28] Apuntes tomados en una tertulia en San Pablo (Brasil), 4-VI-1974: AGP, P11, p. 104.

[29] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 27.

[30] Apuntes tomados en una tertulia en Madrid (España), 28-X-1972: AGP, P11, p. 109.

[31] Apuntes tomados en una tertulia en San Pablo (Brasil), 2-VI-1974: AGP, P11, p. 111.

[32] Cfr., por ejemplo, J. GROSS, La divinisation du chrétien d’après les Pères Grecs, Gabalda, Paris 1938; cfr. también el artículo Divinisation, del Dictionnaire de Spiritualité, Beauchesne, Paris.

[33] Jn 17, 21.

[34] Ibid. 14, 23.

[35] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, n. 306.

[36] CONCILIO VATICANO II, Decl. Gaudium et spes, n. 22.

[37] Cfr. Gal 4, 6.

[38] Cfr. L. BOUYER, La Bible et l’Evangile, Du Cerf, Paris 1952; Idem, Mysterion. Du mystère à la mystique, Oeil, Paris 1986.

[39] 1 Cor 3, 16-17.

[40] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 78.

[41] Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1265-1266.

[42] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 78.

[43] Apuntes tomados en una tertulia en Santiago de Chile, 2-VII-1974: AGP, P11, p. 106.

[44] Ef 2, 19.

[45] F. OCÁRIZ, Naturaleza, Gracia y Gloria, Eunsa, Pamplona 2000, pp. 183-184 (capítulo La filiación divina, realidad central en la vida y en la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer). «Nuestra relación con las tres personas divinas es una relación fundada en nuestra participación a la filiación de Cristo, por iniciativa del Padre, que quiere hacernos hijos en el Hijo, y por la infusión del Espíritu, el cual nos asimila a Cristo en cuanto Hijo» (J. A. SAYES, La gracia de Cristo, BAC, Madrid 1993, p. 283).

[46] 1 Jn 3, 1.

[47] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios n. 146.

[48] Ibid., n. 75.

[49] Ibid., n. 74.

[50] «No basta esa capacidad personal: nadie se salva sin la gracia de Cristo» (Ibid., n. 75).

[51] JUAN PABLO II, Discurso a los participantes en la IV Asamblea general del Consejo Pontificio para la Familia, sobre el tema: El sacramento del matrimonio y la misión educativa, 10-X-1986, n. 5: AAS 79 (1987) 286-290.

[52] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, n. 75.

[53] Ibid., n. 74.

[54] Cfr. V. GARCÍA HOZ, Pedagogía de la lucha ascética, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid 1946, especialmente pp. 387-411.

[55] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, nn. 91-93.

Romana, n. 32, Enero-Junio 2001, p. 114-127.

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