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En la fiesta del Beato Josemaría, Parroquia del Beato Josemaría Escrivá, Roma (26-VI-2001)

Queridos hermanos y hermanas:

1. Dentro de pocos meses, el 9 de enero de 2002, se cumplirán cien años del nacimiento del Beato Josemaría Escrivá, un aniversario para el que nos estamos preparando espiritualmente con la renovación de nuestros anhelos de santidad. Deseo para todos vosotros que sean de provecho los favores y las gracias, espirituales y materiales, que —estoy seguro— la Santísima Trinidad querrá otorgar al mundo con ocasión del primer centenario del Fundador del Opus Dei.

Hoy quisiera recordar algunos rasgos destacados del mensaje confiado por Dios al Beato Josemaría para los hombres y mujeres que buscan santificarse en las circunstancias ordinarias de la vida. Al comienzo del nuevo siglo, de hecho, el Santo Padre Juan Pablo II ha recordado que «la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad»[1]. Y ha añadido que el ideal de una existencia plenamente cristiana «no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos “genios” de la santidad (...). Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este “alto grado” de la vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección»[2].

Como es sabido, la misión eclesial del Beato Josemaría ha sido la de reavivar en los cristianos, con nuevas fuerzas y formas nuevas, la conciencia de la llamada universal a la santidad y al apostolado. Recuerdo la vivacidad con la que durante un viaje a Brasil lo confirmaba en respuesta a una persona que le había preguntado por qué al inicio del Opus Dei alguno le había acusado de estar loco. «¿Te parece poca locura decir que en medio de la calle se puede y se debe ser santo? ¿Que puede y debe ser santo el que vende helados en un carrito, y la empleada que pasa el día en la cocina, y el director de una empresa bancaria, y el profesor de la universidad, y el que trabaja en el campo, y el que carga sobre las espaldas las maletas...? ¡Todos llamados a la santidad!»[3].

2. Desde la oración colecta, en la liturgia de hoy, la Iglesia nos recuerda justamente lo que apenas he mencionado como el punto de partida más adecuado para cualquier reflexión sobre la figura de nuestro santo Fundador: ¡Oh Dios, que has elegido al Beato Josemaría, sacerdote, para anunciar la vocación universal a la santidad y al apostolado en la Iglesia... Dios ha creado a nuestro Padre precisamente con vistas al cumplimiento de esta misión, a la cual él respondió con una dedicación fidelísima y sin condiciones a las gracias y carismas recibidos. Cada hombre y cada mujer que vienen al mundo son llamados a desempeñar una misión que sólo ellos pueden cumplir. Ninguno tiene delante de sí una vida carente de fin: todos son preciosos en la presencia del Señor, que dispone las circunstancias del modo más conveniente y otorga a cada alma las gracias necesarias para estar a la altura de la tarea que le ha sido asignada.

Pero, ¿qué es la santidad? ¿Qué significa aspirar a ser santos? ¿Quiere decir quizá ser impecables, no tener defectos, demostrar ser los más excelentes? Evidentemente no. Aquí en la tierra —repitiendo una enseñanza grata al Beato Josemaría— no hay santos. Los santos están todos en el cielo: aquí somos todos pobres pecadores. Pero pecadores —y he aquí el elemento verdaderamente calificante— que quieren amar de verdad a Jesús y, por esto, se levantan cada vez que caen, se acercan a menudo al sacramento de la Penitencia, buscan fortificar la propia vida espiritual recibiendo frecuentemente la Comunión eucarística, rezan insistentemente, se esfuerzan por cumplir del modo más perfecto posible sus propios deberes familiares, profesionales, sociales, y al mismo tiempo se empeñan en hacer que la justicia y la paz imperen en la sociedad. Pero quede bien claro que hacerse santos, con la ayuda determinante de la gracia, es una meta al alcance de todos.

Este empeño por alcanzar la perfección cristiana no significa uniformidad. Sin embargo, los múltiples caminos hacia la santidad convergen necesariamente en un punto: en la configuración con Cristo, fruto de la gracia y de la respuesta personal a la llamada divina. «Habéis de ser tan varios, como variados son los santos del cielo, que cada uno tiene sus notas personales especialísimas. —Y, también, tan conformes unos con otros como los santos, que no serían santos si cada uno de ellos no se hubiera identificado con Cristo»[4].

Para corresponder a todas las gracias que continuamente nos son donadas en cada situación de nuestra existencia nos dirigimos a Dios, fuente de santidad, invocando la ayuda del Beato Josemaría: Concédenos también a nosotros por su intercesión y su ejemplo, cumplir fielmente el trabajo cotidiano en el Espíritu de Cristo, de manera que, configurados a tu Hijo, en unión con la Santísima Virgen María, sirvamos con ardiente amor a la obra de la Redención. Recordamos que en todo momento, sin excepción alguna, el Señor nos asiste para que podamos santificar ese instante concreto.

3. Si buscamos de veras identificarnos con Cristo, la consecuencia es clara: debemos colaborar con Él para llevar a todos los hombres y a todas las mujeres los frutos de su Redención. «No es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ut omnes homines salvi fiant (cfr. 1 Tim 2, 4), para salvar a todos los hombres. Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres»[5].

Son palabras tomadas de una homilía del Fundador del Opus Dei que se recuerdan en la conclusión de la colecta de la Misa, que habla de servir con amor la obra de la Redención. Ahora, Cristo, para salvarnos, ha querido subir a la Cruz; y he aquí que la oración sobre las ofrendas nos indica el único modo en el que nos es posible colaborar en la difusión de la salvación obrada por Jesús: buscando ofrecer todas nuestras acciones en estrecha unión con la Santa Misa, memorial que actualiza sacramentalmente la Muerte y la Resurrección de nuestro Señor. Gracias a la Eucaristía, estamos en condiciones de afirmar, con los Apóstoles: possumus![6], ¡podemos!

Por lo tanto, estamos invitados a rezar así: Acoge, Padre, los dones que te ofrecemos en la conmemoración del Beato Josemaría, y haz que por esta renovación sacramental del sacrificio de la Cruz, sean santificadas todas nuestras obras. En el pan y en el vino que constituyen la materia de la Eucaristía, fruto de la tierra y del trabajo humano, estamos representados todos nosotros: estamos invitados a hacernos también nosotros Eucaristía. Esta realidad reviste un significado muy preciso: la Cruz debe estar presente en nuestra vida y en nuestras acciones; sólo así tendremos la garantía de recorrer el camino que conduce a la santidad y de conformarnos siempre más fielmente al Salvador.

Hemos de comportarnos siempre de este modo, aunque notemos que «hay en el ambiente una especie de miedo a la Cruz, a la Cruz del Señor. Y es que han empezado a llamar cruces a todas las cosas desagradables que suceden en la vida, y no saben llevarlas con sentido de hijos de Dios, con visión sobrenatural. ¡Hasta quitan las cruces que plantaron nuestros abuelos en los caminos...!». El Beato Josemaría describía con tono de pena este ofuscarse del espíritu cristiano que lleva a olvidar que la salvación y la felicidad verdaderas se encuentran solamente en la Cruz. Pero él no era propenso a perder la esperanza y, por esto, continuaba: «en la Pasión, la Cruz dejó de ser símbolo de castigo para convertirse en señal de victoria. La Cruz es el emblema del Redentor: in quo est salus, vita et resurrectio nostra: allí está nuestra salud, nuestra vida y nuestra resurrección»[7].

La participación en la Cruz de Jesús (no todas las dificultades de las que nos lamentamos son la cruz de Jesús: muchas son más bien fruto de nuestra imaginación), la participación en la Cruz del Señor es signo de bendición divina, prueba de amor y de confianza por parte de Jesús. Sí, de confianza, porque en esos momentos es como si el Señor nos pidiese que le ayudásemos a llevar con Él el peso del patíbulo donde va a ser inmolado. Además, incluso humanamente el verdadero amor resplandece en el sacrificio por las personas amadas. «Algunas veces se habla del amor como si fuera un impulso hacia la propia satisfacción, o un mero recurso para completar egoístamente la propia personalidad. Y no es así: amor verdadero es salir de sí mismo, entregarse. El amor trae consigo la alegría, pero es una alegría que tiene sus raíces en forma de cruz»[8].

4. Cuando se asume esta realidad, cuando se comprende que el encuentro con la Cruz, lejos de significar una experiencia negativa, representa un momento altamente fecundo, prenda de un premio que excede toda expectativa, surge espontáneo y profundo el sentido de una alegría y de una paz más fuertes que cualquier tempestad. Estos sentimientos acompañan siempre a quienes se empeñan por seguir la llamada de Jesús. La vocación cristiana abraza una multiplicidad de expresiones —lo hemos dicho ya—, pero ésas convergen invariablemente en un punto: saberse y sentirse hijos amadísimos de Dios que, en Cristo y bajo el impulso del Espíritu Santo, buscan caminar con rapidez hacia la meta final: la vida eterna en la Trinidad, de la cual la Santísima Eucaristía es una prenda oculta detrás de los velos de los signos sacramentales.

Las personas más felices del mundo son los verdaderos cristianos. Es precisamente esto lo que pediremos en la oración después de la comunión, dirigiendo al Padre celeste la siguiente súplica: Padre Santo, confirma en nosotros, que hemos recibido este sacramento en la conmemoración del Beato Josemaría, el espíritu de adopción filial, a fin de que, cumpliendo siempre tu voluntad, recorramos con alegría el camino de nuestra vocación.

Quisiera recordaros, para concluir, algunas palabras de la Carta apostólica sobre el nuevo milenio, en la cual el Papa escribe que «nos acompaña en este camino la Santísima Virgen». A María, Madre de Jesús y Madre nuestra, «Estrella de la nueva evangelización», nos confiamos. Hoy, en particular, le suplicamos que proteja el viaje apostólico de Juan Pablo II a Ucrania. Que la Virgen, «aurora luminosa y guía segura de nuestro camino»[9], allane el camino de la unidad de los cristianos y haga surgir una estación rica de frutos en la Iglesia. Os invito a invocarla con una jaculatoria que brotó hace cincuenta años del corazón y del alma del Beato Josemaría: Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum! Así sea.

[1] JUAN PABLO II, Carta apost. Novo millennio ineunte, 6-I-2001, n. 30.

[2] Ibid., n. 31.

[3] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Apuntes tomados en una reunión familiar, São Paulo, 30-V-1974.

[4] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 947.

[5] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 106.

[6] Cfr. Mt 20, 22.

[7] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Via Crucis, II estación, n. 5.

[8] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 43.

[9] JUAN PABLO II, Carta apost. Novo millennio ineunte, 6-I-2001, n. 58.

Romana, n. 32, Enero-Junio 2001, p. 58-62.

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