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En la Ordenación sacerdotal de diáconos de la Prelatura, Basílica de San Eugenio, Roma (2-VI-2001)

Queridos hermanos y hermanas.

Queridísimos diáconos.

1. El día de Pentecostés se manifestó públicamente la Iglesia, nacida del costado de Cristo en la Cruz. El Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles con la fuerza de un viento impetuoso[1] y se posó bajo forma de lenguas de fuego sobre cada uno de ellos[2]. Mientras antes permanecían encerrados en el Cenáculo por miedo[3], ahora, llenos del Espíritu, despreocupados de los peligros a que se exponen, se lanzan abiertamente a anunciar que sólo en Jesucristo, crucificado y resucitado, puede el hombre alcanzar la salvación.

Ese mismo Espíritu de santidad, que procede del Padre y del Hijo, ha sido derramado en el cristiano en el momento del Bautismo, y luego en la Confirmación. Hoy descenderá sobre vosotros, queridísimos diáconos, una nueva efusión del Paráclito, que os transformará en sacerdotes de Cristo y dará comienzo en vosotros a una vida nueva[4], que girará en torno al servicio de las almas propio del sacerdocio ministerial. La Iglesia dio sus primeros pasos en la tierra con el don del Espíritu Santo, e impulsada por el Espíritu sigue avanzando en la historia.

En virtud del Sacramento del Orden, en el grado del Presbiterado, una transformación admirable está a punto de realizarse en vosotros: escucharéis en la Confesión sacramental los pecados de los hombres y pronunciaréis las palabras de la absolución; pero será Cristo quien los perdone con su gracia; y será Él quien, con el timbre de vuestra voz, pero con la potencia del Espíritu Santo, consagrará en la Misa su Cuerpo y su Sangre. El sacerdocio os dará el poder de anunciar su verdad con autoridad y de proclamar su ley; os conferirá la gracia de prestar a Cristo vuestra persona, para que el Señor mismo siga consolando a los afligidos, curando las heridas del alma, sanando las miserias humanas, devolviendo la esperanza a los hombres, escuchando las súplicas de los humildes. Y os maravillaréis siempre al comprobar que, como sucedió el día de Pentecostés, gentes de todas las edades, de condiciones sociales heterogéneas y de las más diversas culturas, os oirán alabar a Dios en su propia lengua, y, movidos por el Espíritu Santo, se asociarán a vuestra alabanza[5].

Sí: puede afirmarse que, por medio del sacerdote, cada día se cumple la profecía de Joel, que hemos escuchado en la primera lectura: sucederá después de esto que Yo derramaré mi Espíritu en toda carne. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones[6]. Hoy reconocemos con alegría que el ministerio sacerdotal, con la gran variedad de sus funciones (de la predicación a la administración de los sacramentos y a la dirección espiritual) renueva en el tiempo el prodigio de Pentecostés. El Señor lo ha dispuesto así, como recuerda un antiguo Padre de la Iglesia: «Quiso, en efecto, que sus beneficios permanecieran en nosotros; quiso que las almas redimidas con su sangre preciosa fueran continuamente santificadas por el sacramento de su Pasión. Por esto mandó a sus primeros discípulos, a los que instituyó también como primeros sacerdotes de la Iglesia, que celebraran incesantemente estos misterios de vida eterna.

»Es necesario, pues, que todos los sacerdotes celebren los sacramentos en las Iglesias de todo el mundo, hasta que Cristo vuelva desde el cielo, de modo que, tanto los ministros como los fieles todos, teniendo cada día ante nuestros ojos y en nuestras manos el memorial de la Pasión de Cristo, recibiéndolo en nuestra boca y en nuestro pecho, conservemos el recuerdo indeleble de nuestra redención»[7].

2. La venida del Espíritu Santo al mundo, al llevar a su perfección la misión de Cristo, corona el designio divino de la Redención. El Espíritu de verdad[8], como prometió el Señor, nos guía hacia toda la verdad[9].

¿Qué es la verdad?[10]: la pregunta de Pilatos parece encerrar al hombre en una incertidumbre imposible de superar. El Espíritu nos muestra, en cambio, que la respuesta está delante de nuestros ojos, y es este Dios que, por amor nuestro, llega hasta el punto de dar la vida. La verdad es el amor que llega hasta el sacrificio. El amor para el que hemos sido creados y en el que encontramos la felicidad no consiste en un sentimiento genérico, no es una emoción fugitiva, una veleidad, una mera nostalgia o un simple movimiento de compasión. Es el don de sí: esto es lo que el Espíritu Santo nos hace descubrir en el rostro de Cristo, surcado por el dolor durante la Pasión y trasfigurado por la gloria de la Resurrección. Dios se ha entregado al hombre, a cada hombre, hasta el punto de hacernos capaces de amarle sin condiciones. San Pablo sintetizó esta realidad del siguiente modo: os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como ofrenda viva, santa, agradable a Dios: éste es vuestro culto espiritual[11].

Así es, porque Dios pide todo, como escribe el Beato Josemaría: «Jesús no se satisface “compartiendo”: lo quiere todo»[12]. Cualquier alma movida por el Espíritu Santo entiende que no puede ser de otro modo, porque lo contrario no sería amor. Un alma así no ve renuncias, pesos y sacrificios en lo que Dios le pide, sino ocasiones para demostrar con hechos que ama de verdad. Esa alma razona del siguiente modo: «¡Qué poco es una vida, para ofrecerla a Dios!...»[13]. Desde este punto de vista —que es la perspectiva de la Pascua de Cristo— incluso el dolor se presenta como manifestación del amor de predilección del Señor.

3. Queridísimos diáconos: habéis tenido la generosidad de responder al Señor con un sí absoluto, cuando os ha llamado al sacerdocio en la Prelatura del Opus Dei para servir a la Iglesia de un modo nuevo: un modo sacerdotal. La madurez en la vida espiritual se alcanza sólo cuando, ante cada petición del Señor, el amor derrota al egoísmo y se lanza impetuosamente hacia las metas que se le proponen. Ahora, delante de vosotros, delante de cada uno de nosotros, se abre una larga vía que hemos de recorrer: el Señor espera que le digamos otros muchos . El Espíritu Santo —vamos a invocarle con fuerza— nos configurará con Cristo y despertará en nuestras almas los mismos sentimientos de abnegación, de entrega, que se albergaron siempre en el Corazón de Jesús[14].

La victoria sobre el egoísmo exige luchar toda la vida. El Espíritu Santo no deja nunca de sostenernos y de estimularnos con su gracia. Por eso, como escribe el Beato Josemaría, la actitud fundamental del cristiano en relación al Paráclito se puede resumir en una sola palabra: docilidad. Quien se esfuerza por secundar las mociones del Espíritu, experimenta la eficacia de su ayuda: lo que parecía imposible se convierte en punto de partida para dar otro paso adelante. La Escritura describe esas intervenciones de la tercera Persona de la Santísima Trinidad con las metáforas del viento impetuoso, del fuego devorador, del agua que salta hasta la vida eterna: imágenes que tratan de suscitar en nosotros una firme actitud de esperanza, de confianza en la fecundidad de la acción del Espíritu Santo en nuestras vidas.

Meditemos una vez más las palabras con las que el Papa concluye su Carta apostólica Novo millennio ineunte: «Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia como un océano inmenso en el cual hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo», que nos invita «a tener el mismo entusiasmo de los cristianos de los primeros tiempos. Para ello podemos contar con la fuerza del mismo Espíritu, que fue enviado en Pentecostés y que nos empuja hoy a partir animados por la esperanza “que no defrauda” (Rm 5, 5)»[15]. Si correspondemos a la acción del Paráclito, la santidad —la identificación con Cristo— será una meta al alcance de cada uno, a pesar de nuestra pequeñez personal.

¡Cuánta necesidad hay de que haya muchos y santos sacerdotes! Rogad, por tanto, al señor de la mies que envíe obreros a su mies[16]. Sacerdotes llenos de amor a Dios y a los hermanos, unidos siempre al Santo Padre y a su Ordinario propio; en vuestro caso, el Ordinario de la Prelatura del Opus Dei. Yo pido hoy al Paráclito, de modo especial, que alimente en nuestras almas un amor tan grande a la Iglesia, que nos empuje a rezar insistentemente por el Papa, por el Cardenal Vicario de Roma, por todos los Obispos, por los sacerdotes y los religiosos, por todo el pueblo de Dios.

Concluyo recordando una vez más a los padres, a los hermanos, a todos los parientes y amigos de estos candidatos al sacerdocio que, mediante esta ordenación, el Espíritu Santo penetrará más explícitamente en su vida. También vosotros recibís hoy un gran regalo y asumís una gran responsabilidad delante de toda la Iglesia. Invocad al Paráclito para que, al derramar su gracia, renueve los prodigios de Pentecostés. Para eso, acudamos a la intercesión de la Virgen María, Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo. Así sea.

[1] Cfr. Hch 2, 2.

[2] Cfr. Hch 2, 3.

[3] Cfr. Jn 20, 19.

[4] Cfr. Rm 6, 4.

[5] Cfr. Hch 2, 11.

[6] Jl 3, 1.

[7] SAN GAUDENCIO DE BRESCIA, Tratados, 2 (CSEL 68, 30-32).

[8] Jn 14, 17.

[9] Jn 16, 13.

[10] Jn 18, 38.

[11] Rm 12, 1.

[12] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 155.

[13] Ibid., n. 420.

[14] Cfr. Flp 2, 5.

[15] JUAN PABLO II, Carta. apost. Novo millennio ineunte, 6-I-2001, n. 58.

[16] Mt 9, 38.

Romana, n. 32, Enero-Junio 2001, p. 55-58.

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