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Artículo sobre la Universidad de Navarra, publicado en el semanario 'Alfa y Omega'. Madrid, España (10-I-2002)

Nuestra Universidad, para ser fiel a lo que este nombre significa, cultiva la espléndida variedad de los saberes, con el deseo de acrecentarlos y de prestar a la sociedad un servicio real y efectivo, que es en definitiva el servicio de la verdad que libera, que salva: Veritas liberabit vos. Queremos empeñarnos en la tarea diaria de construir una ciencia madura y orgánica rigurosamente establecida; equilibrada y contrastada en el esfuerzo de síntesis; limpia de actitudes reduccionistas, apartada de las deformaciones ideológicas y libre de los prejuicios impuestos por las modas intelectuales.

Cada disciplina contribuye, de manera propia, a la perfección de las personas y de la sociedad. Esa aspiración común lleva a que todos los conocimientos puedan y deban relacionarse e intercambiar aportaciones, sin perder por eso su peculiar fisonomía y sin desvirtuar sus presupuestos y sus métodos propios. La Universidad de Navarra desea que sus alumnos, además de lograr una capacitación profesional que les permita prestar un competente servicio a la sociedad, se beneficien del diálogo interdisciplinar, para que —dentro de las limitaciones humanas— puedan alcanzar su propia síntesis vital. Y aspiramos a que, empapados de espíritu universitario y cristiano, capten un ideal auténtico de excelencia humana y puedan seguir ejemplos adecuados para desarrollar su vida con rectitud y espíritu de servicio.

En estos momentos de la Historia, la Humanidad es particularmente consciente de sus límites, y aspira con afán a cambios profundos y radicales. La más reciente experiencia del siglo nos hace ver que los acontecimientos que no se apoyan en una sincera búsqueda de la verdad, son no sólo baldíos sino, en última instancia, trágicos. Frente a todo esto, la generación actual no se resigna al desencanto y a la mera aceptación de la herencia cultural que ha recibido, sino que desea encontrar un fundamento y un camino para la espera auténtica. Ese camino y ese fundamento no pueden ser otros que la búsqueda sincera de la verdad, porque, en palabras del Beato Josemaría, Fundador del Opus Dei, «la verdad es siempre, en cierto modo, algo sagrado: don de Dios, luz divina que nos encamina hacia Aquel que es la Luz por esencia».

La institución universitaria, cumpliendo su propia misión, contribuye eficazmente a transformar y mejorar desde dentro la sociedad. Afirmar que la universidad está para servir a la verdad, supone optar por una revolución que puede parecer lenta, pero que es, en definitiva, la única eficaz y profunda. No hay realismo mayor que el empeño diario basado en la esperanza e informado por el amor. El mensaje del Evangelio, que lleva a su plenitud la gran tradición que abre el Génesis —Jahvé miró el mundo y vio que era bueno—, impulsa a un amor manifestado en obras. Un amor hacia la bondad originaría de todos los seres creados y que reconoce en todo hombre, en el hombre concreto que está a nuestro lado, su estupenda dignidad de imagen de Dios. A la universidad, institución dedicada a la formación integral de hombres y mujeres responsables, le corresponde realizar una mediación eminente en el orden cultural, científico, entre los grandes ideales y su actualización efectiva. Esa plasmación depende del esfuerzo, de las diversas generaciones humanas, para encarnar la verdad acerca de Dios y del hombre en la propia coyuntura histórica. Y este fin no se alcanza con declaraciones grandilocuentes, sino en una multitud de tareas sencillas, silenciosas, aparentemente modestas, que exigen honradez humana e intelectual, solidaridad, iniciativa, espíritu de colaboración, esfuerzo; es decir, un alto grado de virtud, de desprendimiento de sí, de magnanimidad, de entrega a los demás. Los que trabajan habitualmente en la Universidad, en Navarra y en otros muchos lugares, saben bien qué frutos tan hondos y qué huella tan nítida produce una ética de servicio. Una ética que enseñe a los hombres a cumplir acabadamente su trabajo y a buscar honrada y continuadamente el bien de las personas y de las colectividades. En una homilía que el Beato Josemaría pronunció en este campus, hace treinta años, se refirió a las palabras de san Pablo: «Ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo para la gloria de Dios». Y añadía: «Esta doctrina de la Sagrada Escritura os ha de llevar a realizar vuestro trabajo con perfección, a amar a Dios y a los hombres al poner amor en las cosas pequeñas de vuestra jornada habitual, descubriendo ese algo divino que en los detalles se encierra». Y de ahí sacaba la clara conclusión de que, hasta «lo más intrascendente de las acciones diarias», puede rebosar de «la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día». Y así terminaba el Fundador del Opus Dei: «En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria».

Alentados por este espíritu, que proclama la grandeza de la vida cotidiana, los miembros del Claustro de la Universidad de Navarra han de apostar, decididamente, por la fuerza transformadora del trabajo hecho con amor y con altitud de miras; por la capacidad de regeneración social que encierran los lazos familiares; por el aprecio a la libertad y a la responsabilidad personales; y por la eficacia social de un vivo sentido de la solidaridad humana, con especial atención a los más necesitados. Como Gran Canciller, siento el deber de recordar estos ideales a todos los que participan en las tareas universitarias, cualesquiera que sean sus creencias; que respetamos, porque amamos y defendemos la libertad de las conciencias. Con el pensamiento en el Beato Josemaría, me complace subrayar que el mensaje cristiano sobre el valor santificable y santificador del trabajo humano y de la existencia cotidiana es una de las respuestas adecuadas a los mejores anhelos de las personas y de las sociedades.

Monseñor Javier Echevarría

Gran Canciller

Romana, n. 34, Enero-Junio 2002, p. 101-103.

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