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Canonización: gracia y conversión

Por providencia de Dios, el Centenario del nacimiento del Beato Josemaría Escrivá, que se ha celebrado el 9 de enero, va a culminar con su canonización: el 6 de octubre, la Iglesia proclamará santo a Josemaría Escrivá de Balaguer, para gloria de Dios y ejemplo y estímulo de todos los cristianos. ¡Gran don de la Santísima Trinidad, que pide nuestra correspondencia! Don de santidad que reclama crecimiento en santidad.

Por eso, este tiempo de preparación es, ante todo, tiempo de conversión, de “crecer para adentro”[1]. Como ha señalado el Prelado del Opus Dei, el anuncio de la canonización es una invitación a la renovación de nuestro personal compromiso cristiano, a una nueva conversión, al amor a Dios con todo el corazón, con toda la mente, con todas las fuerzas, y a los demás por amor suyo. Es una gran oportunidad que no podemos desaprovechar, una gracia que marcará profundamente la historia, si desde ahora imprime su huella en nuestros corazones: si nos lleva a recorrer al paso de Dios el camino de santidad en la vida ordinaria que ha vivido y enseñado el Beato Josemaría.

Es tiempo, no hace falta decirlo, para la alegría de la esperanza sobrenatural: la esperanza de ser santos. Por distintos motivos, esta meta que a todos los cristianos debería resultarnos familiar, sigue siendo hoy, para muchos, una aspiración insólita. ¿Quién no se ha quedado inicialmente sorprendido cuando le han dicho por primera vez, como algo muy concreto y muy real, que está en el mundo para ser santo? «Un día —no quiero generalizar, abre tu corazón al Señor y cuéntale tu historia—, quizá un amigo, un cristiano corriente igual a ti, te descubrió un panorama profundo y nuevo, siendo al mismo tiempo viejo como el Evangelio. Te sugirió la posibilidad de empeñarte seriamente en seguir a Cristo, en ser apóstol de apóstoles (...). No me gusta hablar de elegidos ni de privilegiados. Pero es Cristo quien habla, quien elige. Es el lenguaje de la Escritura: elegit nos in ipso ante mundi constitutionem —dice San Pablo— ut essemus sancti (Eph I, 4). Nos ha escogido, desde antes de la constitución del mundo, para que seamos santos»[2]. Ninguna circunstancia debería empañar esta certeza; tampoco, en concreto, la experiencia del dolor físico o moral, que para un cristiano debe ser un encuentro con la Cruz de Cristo. La canonización de Josemaría Escrivá nos muestra que, como a él le gustaba decir, la entrega a Dios, la abnegación que el Señor pide a quienes le siguen, “vale la pena”: es camino de felicidad.

La santidad en los quehaceres cotidianos, y en particular la santificación del trabajo profesional, ese programa siempre atractivo y siempre novedoso, ese ideal que con generosa solicitud trató de propagar entre todas las almas el Fundador del Opus Dei, adquiere ahora, con su canonización, una resonancia impresionante. Hablar de ser santos y transmitir ese mensaje será muchas veces, para los fieles de la Prelatura del Opus Dei, como sembrar buena semilla en un campo ya preparado por la difusión, en todo el mundo, de la vida santa y de las enseñanzas del Beato Josemaría.

Aunque en ciertos momentos —ahora mismo, en el tramo de historia que nos está tocando vivir— el horizonte parezca quizá poco alentador, no hay que olvidar que también en las épocas de crisis son muchos los oídos atentos a la voz de Cristo. El Señor cuenta con nosotros para que muchos más encuentren el tesoro que puede enriquecer sus vidas. Ésa es nuestra misión de cristianos corrientes, que compartimos, codo con codo, la misma existencia de tantos millones de personas: los nobles afanes, los intereses y proyectos, así como las preocupaciones y los problemas, que miramos —y queremos que los demás miren— a la luz de la fe y del amor de Cristo.

A los hombres y mujeres de hoy, a cada uno personalmente, es preciso ayudarles a descubrir el camino de santidad que Dios ha trazado para sus vidas. Aunque los estereotipos pretendan hacerlo creer, no es cierto que el hombre singular no pueda sustraerse al modelo seriado, al común proyecto de vida que una masa humana anónima impone universalmente: no, cada hombre tiene su propia vocación, su propio camino hacia Dios. El santo es el paradigma de hombre o de mujer que ha hecho de su vida un destino personal hacia Jesucristo. Y el nuevo santo que la Iglesia va a proclamar el 6 de octubre lo es muy especialmente, por haber abierto a una multitud de almas el camino de la santificación y del apostolado en la vida cotidiana, profesional, familiar y social. Esa fecha del 6 de octubre nos recordará que podemos —debemos— pronunciar de modo más convincente, y sobre todo más convencido, una palabra: santidad. La única palabra que encierra una promesa de sentido digna de crédito para la vida humana.

Optimismo renovado, entrega renovada, conciencia de misión renovada. Las tres flechas de la renovación interior a la que nos invita la canonización de Josemaría Escrivá salen del arco a la vez tenso y ligero del amor, de un corazón sencillo y vigilante que, como el de nuestra Madre Santa María, late por Dios y por todos los hombres.

[1] Cfr. Camino, n. 294.

[2] Es Cristo que pasa, n. 1.

Romana, n. 34, Enero-Junio 2002, p. 10-11.

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