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Alma sacerdotal y mentalidad laical

La relevancia eclesiológica de una expresión del Beato Josemaría Escrivá

Arturo Cattaneo

Facultad de Teología

Pontificia Universidad de la Santa Cruz

1. Llamada a la santidad y espiritualidad plenamente secular

El mensaje que difundió el Beato Josemaría a partir de 1928 ha contribuido no poco al pleno redescubrimiento de la llamada universal a la santidad, de modo particular entre quienes se encuentran inmersos en las realidades seculares. En 1930 él manifestaba así la conciencia de la misión recibida: “Hemos venido a decir, con la humildad de quien se sabe pecador y poca cosa —homo peccator sum (Lc 5,8), decimos con Pedro—, pero con la fe de quien se deja guiar por la mano de Dios, que la santidad no es cosa para privilegiados: que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión o su oficio. Porque esa vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede ser medio de santidad”[1]. Como Juan Pablo II tuvo ocasión de observar, el fundador del Opus Dei efectivamente “desde los comienzos se ha anticipado a esa teología del laicado, que caracterizó después a la Iglesia del Concilio y del postconcilio”[2].

Poco a poco aquel mensaje se fue abriendo camino para encontrar después una clara confirmación en el Vaticano II y, más precisamente, en el capítulo V de la Lumen Gentium[3]. Al respecto Gérard Philips[4], uno de los más competentes comentadores del Concilio, escribió: “La novedad de la declaración no puede pasar desapercibida para nadie. Podemos incluso predecir, sin temor a equivocarnos, que la insistencia del concilio en proclamar la universalidad de la vocación a la santidad, a medida que los años pasen, llamará más la atención”[5]. Han transcurrido casi cuarenta años y bien se puede decir que aquella enseñanza no ha perdido nada de actualidad. No es casualidad que en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, al recordar algunas prioridades pastorales, el Papa ponga en primer lugar la vocación universal a la santidad y que, refiriéndose explícitamente a los laicos, afirme: “Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este ‘alto grado’ de la vida cristiana ordinaria” (n. 31).

En los años siguientes al Concilio se ha hablado mucho de los laicos, pero el discurso ha estado con frecuencia dominado más por la idea de abrirles nuevos espacios de colaboración en los organismos eclesiásticos, que por la de ayudarlos a comprender y a vivir a fondo su vocación y misión específica[6].

Muy diferente es lo que el Beato Josemaría enseñó desde la fundación de la Obra, como muestra por ejemplo el siguiente texto. “En 1932, comentando a mis hijos del Opus Dei algunos de los aspectos y consecuencias de la peculiar dignidad y responsabilidad que el Bautismo confiere a las personas, les escribí en un documento: ‘Hay que rechazar el prejuicio de que los fieles corrientes no pueden hacer más que limitarse a ayudar al clero, en apostolados eclesiásticos. El apostolado de los seglares no tiene por qué ser siempre una simple participación en el apostolado jerárquico: a ellos les compete el deber de hacer apostolado. Y esto no porque reciban una misión canónica, sino porque son parte de la Iglesia; esa misión... la realizan a través de su profesión, de su oficio, de su familia, de sus colegas, de sus amigos’”[7].

El fenómeno pastoral, al que “por inspiración divina”[8] dio vida con el Opus Dei, resultaba —como a veces el mismo Fundador observaba— “nuevo, siendo al mismo tiempo viejo como el Evangelio”[9]. Para apreciar mejor tal novedad es útil observar que en la universalidad de la vocación a la santidad y al apostolado[10] él supo resaltar no sólo la dimensión subjetiva (todos los fieles, de cualquier estado y condición tienen esta llamada), sino también la objetiva (todas las profesiones, todas las condiciones de vida familiar, social, etc., pueden y deben llegar a ser camino de santidad y de apostolado[11]).

En consecuencia, afirmaba sin vacilaciones que los laicos están llamados a la plenitud de la santidad y al apostolado no a pesar de encontrarse inmersos en las realidades temporales, sino precisamente tomando ocasión y por medio de ellas: una consideración que constituye el núcleo de aquella espiritualidad plenamente secular que en los decenios precedentes al Vaticano II se mostraba por muchos aspectos revolucionaria.

En efecto, G. Philips ha observado que “en no pocos cristianos se ha anclado durante mucho tiempo el prejuicio de que la santidad no podría florecer fuera del recinto de un convento”[12]. Si bien “no se pueda acusar de modo razonable a los religiosos de tal presunción”[13], hay que observar que su camino de santificación —y de modo particular el de los monjes— implica una particular separación de las realidades temporales; una separación que pertenece a su misión eclesial, en el sentido de recordar con ella la fugacidad de las realidades terrenas y de preanunciar la gloria celeste. Sin embargo, cuando esta separación (esta fuga mundi, para decirlo con los términos de la teología medieval) se consideró erróneamente como medio prácticamente necesario para todo aquel que aspirara a la santidad —como a veces, de un modo más o menos consciente, sucedió[14]-, el resultado fue lógicamente el de pensar que normalmente los laicos no están llamados a la plenitud de la vida cristiana, o al menos a una santidad excelsa, y que deberán intentar vivir las exigencias del Evangelio a pesar del hecho de encontrarse inmersos en las realidades temporales.

Se comprende así el motivo por el que, a través de muchos siglos, se difundió la idea de que la santidad requería aquella separación de los asuntos temporales que es propia del estado religioso, definido precisamente como el “estado de perfección” por antonomasia[15] —y por tanto la convicción, al menos inconsciente— de que los laicos están llamados a una santidad “menor”[16].

2. Peligros y tentaciones por superar

Las extraordinarias dotes de pastor y de guía espiritual que poseía el Beato Josemaría lo llevaron no sólo a difundir la llamada a la santidad, sino que además le permitieron mostrar con notable maestría la ruta a seguir y el modo de superar los obstáculos para avanzar hacia aquella meta.

De hecho él era muy consciente de los peligros y tentaciones que deben superar aquellos que, inmersos en las realidades seculares, desean avanzar por el camino de la santidad. En la memorable[17] homilía Amar al mundo apasionadamente, pronunciada durante la Misa celebrada en el campus de la Universidad de Navarra el 8 de octubre de 1967[18], él se refirió a tales peligros y en particular al “espiritualismo desencarnado”, al “materialismo cerrado al espíritu” y al “clericalismo”.

En esta homilía, y en otros numerosos escritos, no se limita a analizar los peligros, sino que se detiene a ilustrar el modo en que se pueden superar. Para librarse los primeros dos peligros hay que reconocer una importancia decisiva a aquella que él denomina “alma sacerdotal”; el clericalismo en cambio se evita gracias a la “mentalidad laical”, que constituye otra de sus expresiones originales.

Antes de examinar el significado de tales expresiones, convendrá precisar mejor en qué consisten los mencionados peligros y tentaciones.

Su significado eclesiológico ilumina teniendo presente que la Iglesia “avanza juntamente con toda la humanidad, experimenta la suerte terrena del mundo, y su razón de ser es actuar como fermento y como alma de la sociedad, que debe renovarse en Cristo y transformarse en familia de Dios” (GS 40). Esto tiene para los laicos una relevancia particular, que el Concilio describe recordando que “viven en el siglo, es decir, en todas y a cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios a cumplir su propio cometido, guiándose por el espíritu evangélico, de modo que, igual que la levadura, contribuyan desde dentro a la santificación del mundo y de este modo descubran a Cristo a los demás, brillando, ante todo, con el testimonio de su vida, fe, esperanza y caridad” (LG 31).

La vocación-misión de los laicos está por tanto fundamentalmente determinada por su plena inserción tanto en la sociedad civil como en la Iglesia. Ellos son “ciudadanos de la ciudad temporal y de la ciudad eterna” (GS 43) y, en consecuencia, constituyen el punto neurálgico de la íntima conexión entre ambas. Ellos son “enviados al mundo”, pero “no son del mundo” (Jn 17,18); Jesús se ha dirigido al Padre diciendo: “no pido que los saques del mundo, sino que los guardes del Maligno” (Jn 17,15). En esta perspectiva se comprende también por qué el Concilio ha señalado que “esta compenetración de la ciudad terrena y de la ciudad eterna sólo puede percibirse por la fe; más aún, es un misterio permanente de la historia humana que se ve perturbado por el pecado hasta la plena revelación de la claridad de los hijos de Dios” (GS 40).

Este misterio de la historia humana, perturbada en su avance por el pecado, se manifiesta particularmente en las tentaciones a las que está sometida la misión —y por tanto la espiritualidad— de los laicos. De hecho, la íntima conexión entre realidades terrenas y realidades sobrenaturales, que ellos están llamados a realizar en su vida cotidiana, se encuentra expuesta a un doble peligro: el de separar los dos ámbitos y el de confundirlos. La separación puede ocurrir a causa de dos acentuaciones unilaterales: el espiritualismo desencarnado y el materialismo cerrado al espíritu[19]. La confusión, en cambio, es una de las manifestaciones del clericalismo.

Con breves pero incisivos trazos el Beato Josemaría ha ilustrado el espiritualismo desencarnado como una tendencia a “presentar la existencia cristiana como algo solamente espiritual —espiritualista, quiero decir—, propio de gentes puras, extraordinarias, que no se mezclan con las cosas despreciables de este mundo, o, a lo más, que las toleran como algo necesariamente yuxtapuesto al espíritu, mientras vivimos aquí. Cuando se ven las cosas de este modo, el templo se convierte en el lugar por antonomasia de la vida cristiana; y ser cristiano es, entonces, ir al templo, participar en sagradas ceremonias, incrustarse en una sociología eclesiástica, en una especie de mundo segregado, que se presenta a sí mismo como la antesala del cielo, mientras el mundo común recorre su propio camino. La doctrina del Cristianismo, la vida de la gracia, pasarían, pues, como rozando el ajetreado avanzar de la historia humana, pero sin encontrarse con él”[20].

La exposición de los diversos aspectos que componen la auténtica visión cristiana de la secularidad, y que —como se verá— le permiten superar tal espiritualismo, es introducida en la mencionada homilía con palabras vigorosas: “en esta mañana de octubre, mientras nos disponemos a adentrarnos en el memorial de la Pascua del Señor, respondemos sencillamente que no a esa visión deformada del Cristianismo”[21].

Además del peligro de este espiritualismo, el Beato Josemaría toma en consideración otro error que, aun siendo bajo ciertos aspectos similar, es menos extremo y, precisamente por esto, puede resultar más insidioso. Quien piense que la separación de las realidades temporales constituye una condición necesaria para todo aquel que busque seriamente la santidad, podría ser inducido a aquella doble vida, que el Fundador del Opus Dei describe con el siguiente testimonio: “Yo solía decir a aquellos universitarios y a aquellos obreros que venían junto a mí por los años treinta, que tenían que saber materializar la vida espiritual. Quería apartarlos así de la tentación, tan frecuente entonces y ahora, de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas”[22]. Él, con el mismo vigor visto antes, introduce las sugerencias que se dirigen a superar una tentación semejante: “¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser —en el alma y en el cuerpo— santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales. No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca”[23].

En la homilía Amar al mundo apasionadamente, Josemaría Escrivá hace referencia además “a los materialismos cerrados al espíritu”[24]. Se trata, por así decir, del error opuesto al espiritualismo desencarnado, o sea el error de quienes “piensan que pueden entregarse totalmente a los asuntos temporales, como si éstos fuesen ajenos del todo a la vida religiosa, pensando que ésta se reduce meramente a ciertos actos de culto y al cumplimiento de determinadas obligaciones morales” (GS 43). Esto lleva al secularismo, un fenómeno que se expresa con diversos matices, que no es posible analizar ahora. Baste recordar que la exhortación apostólica Christifideles laici (1988) ha subrayado su incidencia, observando que hoy a menudo “el hombre arranca las raíces religiosas que están en su corazón: se olvida de Dios, lo considera sin significado para su propia existencia, lo rechaza poniéndose a adorar los más diversos ‘ídolos’. Es verdaderamente grave el fenómeno actual del secularismo; y no sólo afecta a los individuos, sino que en cierto modo afecta también a comunidades enteras” (n. 4).

Una difundida manifestación del secularismo se observa en aquel laicismo, en el cual los valores religiosos son explícitamente rechazados o relegados al recinto cerrado de las conciencias y a la penumbra de los templos, sin ningún derecho a penetrar y a influir en la vida social del hombre.

Además de estas manifestaciones, por así decir, extremas del secularismo, ha de recordarse también el difundirse, en la vida de muchos cristianos, de un secularismo práctico, que ofusca los ideales de santidad y conduce al indiferentismo religioso. El hecho de encontrarse inmersos en las realidades seculares puede fácilmente llevar a dejarse arrastrar por ambiciones puramente humanas, ocultando el sentido sobrenatural de la existencia. Tal fenómeno es causado por las tentaciones que provienen del mismo mundo, dado que —como el Señor nos advirtió— “las preocupaciones de este mundo y la seducción de las riquezas sofocan la palabra y queda estéril” (Mt 13,22); en consecuencia Pablo exhorta: “no os amoldéis a este mundo” (Rm 12,2). Pero, además de las tentaciones que provienen del mundo, también se ha de considerar, que “un motivo, el más profundo, está en nosotros mismos: no nos hemos convertido y por eso no somos libres cara a las cosas; ellas conservan para nosotros el carácter ambiguo debido a la avaricia y al desorden con que nos acercamos a ellas como consecuencia del pecado. Por esto, tienen el poder de distraernos y de seducirnos y así nos perdemos fácilmente en ellas”[25].

Con referencia al término clericalismo, se ha de observar que indica sobre todo aquel fenómeno caracterizado por las intromisiones de los clérigos en el ámbito civil[26]. Manifiesta una confusión entre los dos ámbitos, que provoca indebidas intromisiones de un ámbito en el otro a causa de un insuficiente reconocimiento de la legítima autonomía de las realidades temporales. Clericalismo es por tanto todo uso de la potestad sacra para fines temporales o el querer servirse de la Iglesia para conseguir ventajas en el ámbito civil.

El Beato Josemaría hace un uso analógico del término, aplicándolo a los laicos, en los que puede manifestarse un fenómeno muy semejante a cuanto ha sido descrito en el caso de los clérigos, en el sentido que se trataría igualmente de servirse de la Iglesia para fines temporales, no respetando la legítima autonomía del ámbito secular.

Descritos los peligros a los que debe hacer frente una espiritualidad plenamente secular, ha llegado el momento de analizar el valor y la importancia de lo que el Beato Josemaría llama alma sacerdotal y mentalidad laical.

3. Para evitar el espiritualismo y el materialismo: el valor de las realidades seculares y el alma sacerdotal

Para no caer en un espiritualismo desencarnado el Beato Josemaría exhorta a “materializar la vida espiritual”[27], y recuerda que “el auténtico sentido cristiano —que profesa la resurrección de toda carne— se enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación, sin temor a ser juzgado de materialismo. Es lícito, por tanto, hablar de un materialismo cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu”[28].

Esto implica el aprecio del valor cristiano de las realidades seculares. La bondad original y la apertura a la trascendencia de la “materia y de las situaciones que parecen más vulgares”[29] son descubiertas gracias a la luz que emana de la obra creadora, redentora y recapituladora de Cristo, contempladas con la conciencia viva de su unidad íntima en el plan salvífico divino.

Es ésta una de las características que distinguen la fe cristiana de tantas otras actitudes religiosas en las cuales aflora, de un modo o de otro, una especie de desconfianza, o incluso de rechazo, de todo aquello que es material: en el estoicismo, en los platonismos y gnosticismos, pero también en el budismo y en el hinduismo parece caer una sombra sobre la vida temporal. Precisamente aquí emerge la novedad absoluta del cristianismo: Dios se hace hombre y asume todo lo que es humano, histórico, material, transformándolo en medio de expresión del amor de Dios, en camino de santidad y de redención.

A la luz de la fe, el Beato Josemaría ha profundizado así en el alcance teológico de aquella “índole secular” (LG 31) que el Vaticano II reconocerá como característica propia y peculiar de los laicos. Con gran insistencia recordaba Josemaría Escrivá a quienes le escuchaban “que es la vida ordinaria el verdadero lugar de nuestra existencia cristiana” y que por eso “es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos”[30]. “Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir”[31].

Estas últimas palabras muestran cómo “el materialismo cristiano” propuesto por el Beato Josemaría no se contrapone sólo al espiritualismo desencarnado, sino también al materialismo cerrado al espíritu. Él comprendió de hecho que la índole secular —o secularidad— propia de los laicos no constituye simplemente un dato exterior y ambiental, sino que posee una dimensión teológica y vocacional. Esto ha sido reafirmado por la Christifideles laici cuando señala que en la situación intramundana dentro de la que se encuentran los laicos, “Dios les manifiesta su designio, y les comunica la particular vocación de ‘buscar el Reino de Dios tratando las realidades temporales y ordenándolas según Dios’ (LG 31)” (n. 15).

La apertura al Espíritu que, en virtud de la gracia, transforma y eleva las realidades seculares implica por tanto una llamada dirigida a los laicos, para que descubran aquel “algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes”[32]. Subyace aquí la realidad del sacerdocio común, sacerdocio ejercido por cada fiel según las peculiaridades de la propia vocación. Para los laicos —caracterizados por su propia índole secular— esto significa que están llamados a ejercitarlo “en todas y en cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social (...). A ellos, muy en especial, corresponde iluminar y organizar todos los asuntos temporales a los que están estrechamente vinculados, de tal manera que se realicen continuamente según el espíritu de Jesucristo y se desarrollen y sean para la gloria del Creador y del Redentor” (LG 31).

El Fundador del Opus Dei, acuñando la expresión alma sacerdotal[33], ha subrayado el aspecto operativo y espiritual de la realidad ontológico-sacramental del sacerdocio común en la vida de los fieles. Desde el punto de vista lingüístico, es así puesto en evidencia el principio vital interno que tiende a informar cada acción del cristiano[34]. He aquí una de sus exhortaciones en las cuáles esto es puesto de manifiesto: “Si actúas —vives y trabajas— cara a Dios, por razones de amor y de servicio, con alma sacerdotal, aunque no seas sacerdote, toda tu acción cobra un genuino sentido sobrenatural, que mantiene unida tu vida entera a la fuente de todas las gracias”[35]. En esta misma línea, él también ha observado que “se nos ha dado un principio nuevo de energía, una raíz poderosa, injertada en el Señor”[36]. “Así se entiende que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano”[37].

En este sentido, él recordaba que todas “tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana”, “el inmenso panorama del trabajo”, “las situaciones más comunes”[38], “aun lo que parece más prosaico”[39], todo esto se incluye en “un movimiento ascendente que el Espíritu Santo, difundido en nuestros corazones, quiere provocar en el mundo: desde la tierra, hasta la gloria del Señor”[40]; movimiento ascendente que tiende a “recapitular en Cristo todas las cosas” (Ef 1,10). En virtud del alma sacerdotal el cristiano está llamado por tanto a santificar el trabajo, a santificarse en el trabajo y a santificar a los otros con el trabajo. Toda su existencia se transforma así en oración y apostolado[41].

Esto evidentemente será posible —ha sido a menudo recordado por Josemaría Escrivá— sólo si se tiene una profunda vida contemplativa, una relación íntima y continua con Dios, que desarrolla “un instinto sobrenatural para purificar todas las acciones, elevarlas al orden de la gracia y convertirlas en instrumento de apostolado”[42].

En diversas ocasiones el Beato Josemaría ha subrayado también que la fe y la vocación bautismal implican la vida entera. Así por ejemplo, él ha recordado que “todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, para ofrecer víctimas espirituales, que sean agradables a Dios por Jesucristo (1 Pt 2,5), para realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, perpetuando así la misión del Dios-Hombre”[43]. En esta perspectiva, él afirmaba con frase sugestiva que “la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria...”[44].

En una entrevista concedida en 1968, ha referido una de las principales experiencias sobrenaturales con las cuales el Señor precisó ulteriormente la luz fundacional del 2 de octubre de 1928: “Desde hace muchísimos años, desde la misma fecha fundacional del Opus Dei, he meditado y he hecho meditar unas palabras de Cristo que nos relata San Juan: Et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum. Cristo, muriendo en la Cruz, atrae a sí la Creación entera, y, en su nombre, los cristianos, trabajando en medio del mundo, han de reconciliar todas las cosas con Dios”[45]. Varias veces él comentó esta intuición en la cual subyace una profunda convicción de la dimensión sacerdotal que caracteriza la vida de los fieles, “el significado salvífico de la secularidad cristiana y, en consecuencia, el camino para santificarla”[46].

Mons. Álvaro del Portillo ha sintetizado esta enseñanza del Fundador, afirmando que “alma sacerdotal —alma deseosa de hacer fructificar en obras el sacerdocio espiritual recibido— es espíritu apostólico, afán de servicio, empeño en convertir las acciones más normales de cada día, las relaciones familiares y sociales, el trabajo profesional ordinario, en ocasión eficaz de un encuentro filial y continuo con Dios.”[47].

El Beato Josemaría se sentía particularmente atraído por las enseñanzas y la vida de San Pablo, apreciando sobre todo el empeño por imitar al Señor, por tener “los mismos sentimientos de Cristo” (Flp 2,5). Él veía en el apóstol un luminoso ejemplo de alma sacerdotal y apostólica, que se manifiesta por ejemplo cuando escribe a los Corintios: “Me hice débil con los débiles, para ganar a los débiles. Me he hecho todo para todos, para salvar de cualquier manera a algunos” (1 Cor 9,22); o cuando afirma: “Por mi parte, muy gustosamente gastaré y me desgastaré por vuestras almas” (2 Cor 12,15).

Bajo esta luz, el Beato Josemaría ha recordado a menudo que tener un alma sacerdotal implica amor a la Cruz, anhelo de difundir por todas partes aquel fuego de amor que Jesús ha venido a traer a la tierra (cfr. Lc 12,49), sabiéndonos llamados a ser en cierto sentido, corredentores con Él. “De ahí la responsabilidad apostólica del alma sacerdotal, que siente la urgencia divina, bautismal, de corredimir con Cristo”[48]. En la medida en que el hombre se une a Cristo participa de su misión universal salvífica. Cada actividad del cristiano adquiere entonces una dimensión apostólica —como enseña el Concilio Vaticano II— que hace que “todos los hombres sean partícipes de la redención salvadora, y por su medio se ordene realmente todo el mundo hacia Cristo”[49].

El Beato Josemaría ha indicado así el camino para evitar el espiritualismo desencarnado y el secularismo cerrado al espíritu, dos escollos que, como los míticos Escila y Caribdis, amenazan hacernos naufragar atrayéndonos hacia ellos. La síntesis entre los diversos aspectos hasta ahora considerados se contiene en el siguiente texto: “Unir el trabajo profesional con la lucha ascética y con la contemplación —cosa que puede parecer imposible, pero que es necesaria, para contribuir a reconciliar el mundo con Dios—, y convertir ese trabajo ordinario en instrumento de santificación personal y de apostolado. ¿No es éste un ideal noble y grande, por el que vale la pena dar la vida?”[50] Subyace en estas palabras aquella “unidad de vida”, de la cual habló el Beato Josemaría al menos a partir de 1931, y con la cual sintetizó la experiencia espiritual propia del Opus Dei[51].

4. El peligro del clericalismo y su antídoto: la mentalidad laical

Los laicos están llamados a establecer en la vida cotidiana la íntima relación entre las realidades terrenas y la fe. Esta tarea se encuentra obstaculizada, además de por el espiritualismo y por el secularismo, también por el clericalismo. Si la amenaza de las dos primeras es la de separar los dos ámbitos, el clericalismo tiende en cambio a confundirlos, a provocar indebidas intromisiones a causa de un insuficiente reconocimiento de la legítima autonomía de las realidades temporales. En una carta de 1954, el Beato Josemaría ha puesto de relieve entre otras cosas la autonomía de los dos ámbitos, deseando que no haya “clérigos que se quieran entrometer en las cosas de los laicos, ni laicos que se entrometan en lo que es propio de los clérigos”[52].

Tal autonomía ha sido después afirmada claramente por el Concilio Vaticano II, reconociendo la libertad y la responsabilidad que corresponden a cada uno para resolver los problemas del ambiente en el que opera. Una libertad que no significa ausencia de referencia al Creador, sino que implica siempre el deseo de acoger la voluntad de Dios en cada circunstancia de la vida.

Esto se afirma sobre todo en Gaudium et Spes cuando enseña que “si por autonomía de la realidad se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte” (GS 36)[53].

De estos principios doctrinales se derivan consecuencias prácticas para el comportamiento de los laicos y de los pastores. Respecto a los primeros, el Concilio les exhorta a que no piensen que sus pastores “están siempre en condiciones de poderles dar inmediatamente solución concreta en todas las cuestiones, aun graves, que surjan. No es ésta su misión. Cumplen más bien los laicos su propia función con la luz de la sabiduría cristiana y con la observancia atenta de la doctrina del Magisterio. Muchas veces sucederá que la propia concepción cristiana de la vida les inclinará en ciertos casos a elegir una determinada solución. Pero podrá suceder, como sucede frecuentemente y con todo derecho, que otros fieles, guiados por una no menor sinceridad, juzguen del mismo asunto de distinta manera. En estos casos de soluciones divergentes aun al margen de la intención de ambas partes, muchos tienen fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia” (GS 43).

Respecto a los pastores, se recuerda que Lumen Gentium les exhorta a que “reconozcan y promuevan la dignidad y la responsabilidad de los laicos en la Iglesia”, y añade: “Y reconozcan cumplidamente los pastores la justa libertad que a todos compete dentro de la sociedad temporal” (LG 37).

El error del clericalismo ha sido relevado por Josemaría Escrivá como el de aquel que dice que desciende “del templo al mundo para representar a la Iglesia, y que sus soluciones son las soluciones católicas a aquellos problemas”[54]. Con su acostumbrada energía añade: “¡Esto no puede ser, hijos míos! Esto sería clericalismo, catolicismo oficial o como queráis llamarlo. En cualquier caso, es hacer violencia a la naturaleza de las cosas”[55].

En contraposición al clericalismo, él desea una mentalidad laical[56] con la que intenta expresar la forma mentis, el modo de ver las realidades seculares a la luz de la fe, reconociendo y respetando su valor. Algunas características de esta mentalidad laical se encuentran sintetizadas en el siguiente texto: “Debéis difundir por todas partes una verdadera mentalidad laical, que debe conducir a tres conclusiones: a ser suficientemente cristianos para respetar a los hermanos en la fe que proponen —en las materias opinables— soluciones distintas de la que sostiene cada uno de nosotros; y a ser suficientemente católicos para no servirse de la Iglesia, nuestra Madre, mezclándola en banderías humanas”[57].

El espíritu de libertad[58] y de responsabilidad que caracteriza la mentalidad laical se contempla aquí bajo tres puntos de vista:

— individual (“aceptar personalmente el peso de las propias responsabilidades”)[59];

— intersubjetivo (respeto al legítimo pluralismo “de los hermanos en la fe”)[60];

— eclesial (“no mezclar a la Iglesia en banderías humanas”)[61].

La importancia que el fundador del Opus Dei reconoce a la libertad y la responsabilidad personal se manifiesta en las frases que vienen justo después de las tres consideraciones arriba citadas: “Es evidente que en este terreno, como en todos, no podréis realizar este programa de vivir santamente la vida ordinaria, si no disfrutáis de toda la libertad que os viene reconocida por la Iglesia y por vuestra dignidad de hombres y de mujeres creados a imagen de Dios. La libertad personal es esencial en la vida cristiana. Pero no olvidéis, hijos míos, que yo siempre hablo de una libertad responsable.

“Interpretad, pues, mis palabras, como lo que son: una llamada a que ejerzáis —¡a diario!, no sólo en situaciones de emergencia— vuestros derechos; y a que cumpláis noblemente vuestras obligaciones como ciudadanos —en la vida política, en la vida económica, en la vida universitaria, en la vida profesional—, asumiendo con valentía todas las consecuencias de vuestras decisiones libres, cargando con la independencia personal que os corresponde. Y esta cristiana mentalidad laical os permitirá huir de toda intolerancia, de todo fanatismo[62] —lo diré de un modo positivo—, os hará convivir en paz con todos vuestros conciudadanos, y fomentar también la convivencia en los diversos órdenes de la vida social”[63].

Recordando que en la homilía de la que se han extraído estas citas, el Beato Josemaría se dirige a los laicos, se comprende porqué no se detiene a considerar que el clericalismo constituye un peligro también para los sacerdotes. Vale la pena recordar que en otras ocasiones ha advertido enérgicamente también la existencia de tal peligro o tentación[64]. En una entrevista concedida en octubre de 1967 hacía notar que, a pesar de las solemnes enseñanzas del Vaticano II, persiste la idea del apostolado de los laicos como de una actividad pastoral “organizada desde arriba” y recordaba que el laicado no se puede considerar como la “longa manus Ecclesiae“[65].

Para superar esta errónea visión del papel de los ministros sagrados, ha subrayado en diversas ocasiones que el sacerdocio ministerial es esencialmente un servicio al sacerdocio común de los fieles que son, en su gran mayoría, fieles laicos. En la perspectiva de tal servicio, ha deseado que también los sacerdotes tengan mentalidad laical. Así, con ocasión de una ordenación de presbíteros del Opus Dei, observaba: “Se hacen sacerdotes para servir. No para mandar, no para brillar, sino para entregarse —en un silencio incesante y divino— al servicio de todas las almas. Una vez ordenados sacerdotes, no se dejarán engañar por la tentación de imitar las ocupaciones y el trabajo de los laicos, aunque tales funciones les resulten bien conocidas por haberlas desarrollado hasta entonces y por haber consolidado en ellos un mentalidad laical que no perderán nunca más.

“Su competencia en diversas ramas del saber humano —de la historia, de las ciencias naturales, de la psicología, del derecho, de la sociología—, aunque necesariamente forme parte de esa mentalidad laical, no les llevará a querer presentarse como sacerdotes-psicólogos, sacerdotes-biólogos, sacerdotes-sociólogos: han recibido el Sacramento del Orden para ser, nada más y nada menos, sacerdotes-sacerdotes, sacerdotes cien por cien”[66].

El Beato Josemaría deseaba que los sacerdotes tuvieran mentalidad laical para que supieran, sobre todo, respetar la función propia de los fieles laicos, sin entrometerse indebidamente y sin considerarlos una longa manus de la Jerarquía; la mentalidad laical, además, permite a los presbíteros valorar, comprender a fondo —se podría decir “por connaturalidad”— la belleza, pero también las dificultades de la función específica de los fieles que se encuentran plenamente insertos en las realidades seculares.

La mentalidad laical contribuye a hacer descubrir el valor cristiano de estas realidades y por tanto del trabajo, ocasión y medio de santificación. Respecto a los sacerdotes, el Beato Josemaría ha recordado que ellos también son llamados a santificarse en el propio trabajo cotidiano, aquel trabajo pastoral que tiene características específicas, pero que también eso obviamente puede y debe considerarse ocasión y medio de santificación.

A este respecto, resulta significativo el siguiente testimonio de Mons. Álvaro del Portillo: “Quisiera sólo consignar aquí —como uno más entre tantos vivos recuerdos— la alegría enorme con que el Fundador del Opus Dei, incansable predicador de la necesidad de ser ‘contemplativos en medio del mundo’, leyó este párrafo de la Constitución Lumen Gentium, que sale al paso de la objeción de que las ocupaciones del ministerio podrían ser impedimentos a la búsqueda de la santidad: ‘no deben (los sacerdotes) encontrar obstáculos en las preocupaciones apostólicas, en los peligros y en las contrariedades: más bien les deben servir para elevarse a una más alta santidad, alimentando e impulsando su acción por la abundancia de la contemplación, para aliento de toda la Iglesia de Dios’ (LG 41)”[67].

Por eso el Beato Josemaría con razón señalaba que la santificación del trabajo “es el quicio de la verdadera espiritualidad para todos nosotros que —inmersos en las realidades terrenas— estamos decididos a cultivar una íntima relación con Dios”[68].

5. La íntima conexión entre alma sacerdotal y mentalidad laical

El Beato Josemaría ha sabido no sólo sintetizar con la expresión “alma sacerdotal y mentalidad laical” dos aspectos de gran relieve para la vida del cristiano, sino que también ha puesto en evidencia la íntima conexión y complementariedad que existe entre ellos. Los menciona juntos con frecuencia, y en diversas ocasiones ha hecho notar que la vocación al Opus Dei lleva a tener “alma verdaderamente sacerdotal y mentalidad plenamente laical[69].

El significado de la complementariedad de alma sacerdotal y mentalidad laical puede explicarse recordando que el cristiano, inserto en las realidades temporales, está llamado a realizar una síntesis vital. Se trata de reconducir todas las cosas a Dios (alma sacerdotal), pero al mismo tiempo debe respetar la naturaleza propia de cada cosa y la libertad de cada persona (mentalidad laical).

La mutua complementariedad se puede evidenciar observando su recíproca implicación. Una mentalidad laical que no estuviese informada por el alma sacerdotal llevaría al laicismo o al materialismo cerrado al espíritu; y viceversa, un alma sacerdotal que no se manifestase según la mentalidad laical decantaría en el clericalismo[70].

El alma sacerdotal tiende a establecer una unidad entre realidad terrena y sobrenatural[71], superando la ruptura que podría derivar del espiritualismo descarnado o del materialismo cerrado al espíritu; la mentalidad laical, evitando toda intromisión indebida que se da con el clericalismo, garantiza que la unidad entre las realidades terrenas y las sobrenaturales no termine en una confusión entre los dos ámbitos.

En definitiva, se puede decir que justamente en virtud del alma sacerdotal y de la mentalidad laical, el fiel está capacitado para entender y llenar de valor cristiano las realidades seculares, elevándolas al plano de Dios. En este sentido se ha expresado Mons. Álvaro del Portillo, observando que la dimensión cristiana de la secularidad “puede considerarse como la unión armónica del alma sacerdotal con la mentalidad laical”[72].

La conexión entre alma sacerdotal y mentalidad laical logrará que la tarea apostólica del laico esté caracterizada por un estilo plenamente laical. De diversas maneras el Beato Josemaría ha expuesto estas ideas; por ejemplo, en una homilía decía: “El apostolado cristiano —y me refiero ahora en concreto al de un cristiano corriente, al del hombre o la mujer que vive siendo uno más entre sus iguales— es una gran catequesis, en la que, a través del trato personal, de una amistad leal y auténtica, se despierta en los demás el hambre de Dios y se les ayuda a descubrir horizontes nuevos: con naturalidad, con sencillez he dicho, con el ejemplo de una fe bien vivida, con la palabra amable pero llena de la fuerza de la verdad divina”[73].

También en las exigencias que describía el Beato Josemaría como necesarias para que el trabajo pueda ser santificado, se puede observar la íntima conexión entre alma sacerdotal y mentalidad laical. Ha recordado repetidas veces que la santificación del trabajo requiere dos presupuestos: que aquello esté humanamente bien hecho (de acuerdo con la mentalidad laical[74]), y además, que se lleve a cabo con y por amor a Dios y a los hombres (de acuerdo con el alma sacerdotal). Así se ha manifestado en una entrevista concedida en 1967: “Lo que he enseñado siempre —desde hace cuarenta años— es que todo trabajo humano honesto, intelectual o manual, debe ser realizado por el cristiano con la mayor perfección posible: con perfección humana (competencia profesional) y con perfección cristiana (por amor a la voluntad de Dios y en servicio de los hombres). Porque hecho así, ese trabajo humano, por humilde e insignificante que parezca la tarea, contribuye a ordenar cristianamente las realidades temporales —a manifestar su dimensión divina— y es asumido e integrado en la obra prodigiosa de la Creación y de la Redención del mundo: se eleva así el trabajo al orden de la gracia, se santifica, se convierte en obra de Dios, operatio Dei, opus Dei[75].

El valor que el fundador de la Obra reconocía a la unión entre alma sacerdotal y mentalidad laical es fácilmente apreciable en aquello que escribió con ocasión de la primera ordenación sacerdotal de miembros de la Obra, el 25 de junio de 1944. Comentaba así este acontecimiento, al inicio de una carta dirigida a los miembros del Opus Dei: “Quiero que todos mis hijos, sacerdotes y seglares, grabéis firmemente en vuestra cabeza y en vuestro corazón algo que no puede considerarse en modo alguno como cosa solamente externa, sino que es, por el contrario, el quicio y el fundamento de nuestra vocación divina”.

“En todo y siempre hemos de tener —tanto los sacerdotes como los seglares— alma verdaderamente sacerdotal y mentalidad plenamente laical, para que podamos entender y ejercitar en nuestra vida personal aquella libertad de que gozamos en la esfera de la Iglesia y en las cosas temporales, considerándonos a un tiempo ciudadanos de la ciudad de Dios y de la ciudad de los hombres”[76].

Se puede advertir en estas consideraciones otro aspecto de notable relevancia eclesiológica. Cuando el Beato Josemaría se refiere a la necesidad de tener alma sacerdotal y mentalidad laical no se está dirigiendo únicamente a los fieles laicos, sino también a los ministros sagrados. Esto, sin duda, favorece el servicio que los presbíteros están llamados a ofrecer al sacerdocio común de los fieles laicos, al reconocer la específica vocación-misión de éstos[77], y contribuye además a aquella cooperación orgánica que debe existir entre ministros sagrados y fieles laicos[78].

Una reflexión parecida se puede ver, por ejemplo, en otras palabras suyas: “Si el trabajo de la Obra es eminentemente laical y, a la vez, el sacerdocio lo informa todo con su espíritu; si la labor de los laicos y la de los sacerdotes se complementan y se hacen mutuamente más eficaces, es exigencia de nuestra vocación que en todos los socios de la Obra se manifieste también esta íntima unión entre los dos elementos, de tal manera que cada uno de nosotros tenga alma verdaderamente sacerdotal y mentalidad plenamente laical[79].

Termino recordando brevemente los aspectos de mayor relevancia eclesiológica que se encuentran inmersos en las dos expresiones del Beato Josemaría que hemos examinado. La unidad entre la fe y la vida cotidiana está promovida, sobre todo, gracias a la consideración del valor cristiano de las realidades seculares y a la plena valorización del alma sacerdotal, en virtud de la cual los fieles participan en la recapitulación de todas las realidades terrenas en Cristo y en la misión apostólica. Al mismo tiempo, para evitar que la unidad entre las realidades temporales y el ámbito sobrenatural lleve a una confusión entre ambas, con intromisiones indebidas de un ámbito en el otro, él ha recordado la importancia de una mentalidad laical, que garantice la legítima autonomía de las realidades temporales, promoviendo además un auténtico espíritu de libertad, de responsabilidad, de respeto hacia todo legítimo pluralismo, y de servicio desinteresado a la Iglesia.

El Santo Padre ha mencionado la necesidad de poner la santidad como “fundamento de la programación pastoral que nos atañe al inicio del nuevo milenio”[80]. En tal perspectiva resultan de gran actualidad y valor los aspectos presentados por el fundador del Opus Dei para desarrollar una auténtica espiritualidad secular —donde la fe informa la inteligencia y el corazón— que incide profundamente sobre cada aspecto de la vida cotidiana y promueve aquella inculturación de la fe, de primaria importancia para la nueva evangelización, a la cual todos debemos sentirnos llamados e involucrados.

[1] BEATO J. ESCRIVÁ, Carta 24-III-1930, n.2, citada por A. DE FUENMAYOR, V. GÓMEZ-IGLESIAS, J.L. ILLANES, El itinerario jurídico del Opus Dei. Historia y defensa de un carisma, EUNSA, Pamplona, 1989. Con fuerza retomaba esta idea en Camino, ed. Rialp, Madrid 1994, n. 291: “Tienes obligación de santificarte. —Tú también. —¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: ‘Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto’”. Debe tenerse en cuenta que Camino fue publicado por primera vez en 1939.

[2] JUAN PABLO II, homilía de la misa celebrada el 19-VIII-1979, traducción española de L’Osservatore Romano en español, 26-VIII-79, p. 11 (423). El texto original en italiano se puede encontrar en Insegnamenti di Giovanni Paolo II, II/2, Libreria Editrice Vaticana, Roma 1979, p. 142.

[3] He aquí dos afirmaciones conciliares en las que se refleja con claridad este punto: “Fluye de ahí la clara consecuencia que todos los fieles, de cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (LG 40). “Todos los fieles cristianos, en cualquier condición de vida, de oficio o de circunstancias, y precisamente por medio de todo eso, se podrán santificar de día en día” (LG 41).

[4] Como secretario adjunto de la Comisión Teológica del Vaticano II, fue uno de los expertos que en mayor medida contribuyeron a la redacción de la Lumen Gentium.

[5] G. PHILIPS, La Iglesia y su misterio. Historia, texto y comentario de la constitución “Lumen Gentium”, Herder, Barcelona, 1968 (original francés 1968), tomo II, p. 131.

[6] JUAN PABLO II, en la exhortación apostólica postsinodal Christifideles laici (1988), observó que en el período postconciliar, los laicos han quedado sometidos a la “tentación de reservar un interés tan marcado por los servicios y las tareas eclesiales, de tal modo que frecuentemente se ha llegado a una práctica dejación de sus responsabilidades específicas en el mundo profesional, social, económico, cultural y político” (n. 2). En el mismo texto el Papa vuelve a tocar el tema, cuando denuncia una “tendencia a la clericalización de los fieles laicos” (n. 23).

[7] BEATO J. ESCRIVÁ, Conversaciones con Monseñor Escrivá, ed. Rialp, Madrid, 1ª edición 1968, n. 21.

[8] JUAN PABLO II, Constitución apostólica Ut sit, en AAS 75 (1983), p. 423.

[9] BEATO J. ESCRIVÁ, La vocación cristiana, homilía pronunciada el 2 de diciembre de 1951, en Idem, Es Cristo que pasa, ed. Rialp, Madrid, 1ª edición 1973, n. 1.

[10] Recuerdo una de las numerosas afirmaciones en que resalta este aspecto: “El ruego de Cristo se dirige a todos y a cada uno de los cristianos. Nadie está dispensado: ni por razones de edad, ni de salud, ni de ocupación. No existen excusas de ningún género. O producimos frutos de apostolado, o nuestra fe será estéril”: Amigos de Dios, ed. Rialp, Madrid, 1ª edición 1978, n. 272.

[11] Una de las características de la enseñanza del Beato Josemaría Escrivá es el haber subrayado que santidad y apostolado constituyen dos aspectos inescindibles de la vocación cristiana. Así lo explica, por ejemplo, en una homilía: “Para el cristiano, el apostolado resulta connatural: no es algo añadido, yuxtapuesto, externo a su actividad diaria, a su ocupación profesional. ¡Lo he dicho sin cesar, desde que el Señor dispuso que surgiera el Opus Dei! Se trata de santificar el trabajo ordinario, de santificarse en esa tarea y de santificar a los demás con el ejercicio de la propia profesión, cada uno en su propio estado”: Es Cristo que pasa, op. cit. n. 122. Sobre el tema cfr. I. DE CELAYA, Unidad de vida y plenitud cristiana, en AA.VV., Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei. En el 50 aniversario de su fundación, Ediciones Universidad de Navarra, Pamplona 1985, p. 334.

[12] G. PHILIPS, La Iglesia y su misterio, op. cit. tomo II, p. 96.

[13] Ibidem.

[14] Sobre el tema cfr. F. VANDENBROUCKE, La spiritualità del Medioevo, ed. Borla, Bolonia 1991, p. 453 (versión original francesa en J. Leclerq, F. Vandenbroucke, L. Bouyer, La spiritualité du Moyen Age, Aubier 1961).

[15] Hay que notar que tal expresión no la emplea jamás el Vaticano II.

[16] En épocas pasadas, se tendía en efecto a encomendar “‘una vida santa’ a los monjes, a los religiosos y a las diversas categorías de personas piadosas, mientras que el común de los fieles parecía demasiado ligado a sus compromisos con el mundo para aspirar a otra cosa que a ‘estar en regla’ con las exigencias de una práctica demasiado laxa, con un cierto mínimo indispensable”: M. LABOURDETTE, La santidad, vocación de todos los miembros de la Iglesia, en AA.VV., La Iglesia del Vaticano II: Estudios en torno a la Constitución conciliar sobre la Iglesia, obra en colaboración dirigida por Guillermo Baraúna; edición castellana dirigida por Santiago Nogaledo, Barcelona, Flors, 1966, tomo II, p. 1061. Sobre el tema, cfr. también G. TORELLÓ, La santità dei laici, en AA.VV., Chi sono i laici. Una teologia della secolarità, ed. Ares, Milano 1987, especialmente las pp. 90-97.

[17] Memorable no sólo por las circunstancias externas —participaron cerca de treinta mil personas y para muchas de ellas era el primer encuentro con el fundador del Opus Dei—, sino sobre todo porque en esta ocasión trazó —con gran vigor y talento pedagógico— aquella teología de la secularidad que constituye un tema central en el mensaje difundido por él incansablemente desde 1928.

[18] BEATO J. ESCRIVÁ, Amar al mundo apasionadamente, homilía publicada en Conversaciones, op. cit. nn. 113-123. Las citas de la homilía seguirán la numeración de los parágrafos de este libro. Acerca de la estructura y el contenido teológico central de la homilía cfr. P. RODRÍGUEZ, Vivir santamente la vida ordinaria. Consideraciones sobre la homilía pronunciada por el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer en el campus de la Universidad de Navarra (8-X-67), en AA.VV., Josemaría Escrivá de Balaguer y la Universidad, ed. Universidad de Navarra, Pamplona 1993, pp. 225-258. Una reflexión teológica sobre esta homilía la ofrece también A. ARANDA, “El bullir de la sangre de Cristo”. Estudio sobre el cristocentrismo del Beato Josemaría Escrivá, ed. Rialp, Madrid 2000, pp. 263-277.

[19] El doble peligro que lleva a la mencionada separación ha sido claramente señalado por el Vaticano II cuando hace notar: “Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno. Pero no es menos grave el error de quienes, por el contrario, piensan que pueden entregarse totalmente a los asuntos temporales, como si éstos fuesen ajenos del todo a la vida religiosa, pensando que ésta se reduce meramente a ciertos actos de culto y al cumplimiento de determinadas obligaciones morales. El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época” (GS 43).

[20] BEATO J. ESCRIVÁ, Amar al mundo apasionadamente, op. cit. n. 113.

[21] Ibidem.

[22] Ibidem, n. 114.

[23] Ibidem.

[24] Ibidem, n. 115.

[25] R. CANTALAMESSA, La Parola e la vita: riflessione sulla Parola di Dio delle Domeniche delle Feste dell’anno. Anno A, ed. Città Nuova, Roma 1992 7, p. 114. (Original en italiano).

[26] Sobre el fenómeno del clericalismo cfr. H. JEDIN, Origine medievali del clericalismo, en Chiesa della fede. Chiesa della storia. Saggi Scelti, Brescia 1972, pp. 91-110.

[27] BEATO J. ESCRIVÁ, Amar al mundo apasionadamente, op. cit. n. 114.

[28] Ibidem, n. 115.

[29] Ibidem, n. 114.

[30] Ibidem, n. 113.

[31] Ibidem, n. 114.

[32] Ibidem.

[33] Sobre el tema cfr. M. M. OTERO, El “alma sacerdotal” del Cristiano, en AA.VV., Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei, op. cit., pp. 277-302.

[34] Esto ha sido subrayado muy bien por J.L. ILLANES, El cristiano “alter Christus — ipse Christus”. Sacerdocio común y sacerdocio ministerial en la enseñanza del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en AA. VV., Biblia, Exégesis y Cultura. Estudios en honor del Prof. José María Casciaro, G. ARANDA, C. BASEVI y J. CHAPA (eds.), Eunsa, Pamplona 1994, pp. 615-616.

[35] BEATO J. ESCRIVÁ, Forja, ed. Rialp, Madrid 1987, n. 369.

[36] Idem, Es Cristo que pasa, op. cit. n. 155.

[37] Afirmación que el Beato recordaba con frecuencia; así por ejemplo, en Es Cristo que pasa, op. cit. n. 87.

[38] Idem, Amar al mundo apasionadamente, op. cit. n. 114.

[39] Ibidem, n. 115.

[40] Ibidem.

[41] Por otro lado él ha escrito: “Una hora de estudio, para un apóstol moderno, es una hora de oración”: Camino n. 335. Consideración retomada y desarrollada en múltiples ocasiones, como en la siguiente: “no hay tarea humana que no sea santificable, motivo para la propia santificación y ocasión para colaborar con Dios en la santificación de los que nos rodean. Trabajar así es oración. Estudiar así es oración. Investigar así es oración. No salimos nunca de lo mismo: todo es oración, todo puede y debe llevarnos a Dios, alimentar ese trato continuo con El, de la mañana a la noche. Todo trabajo honrado puede ser oración; y todo trabajo, que es oración, es apostolado. De este modo el alma se enrecia en una unidad de vida sencilla y fuerte”: Es Cristo que pasa, op. cit. n. 10.

[42] BEATO J. ESCRIVÁ, Carta 2-II-1945, n. 11, citada por J.L. ILLANES, en P. RODRÍGUEZ, F. OCÁRIZ, J.L. ILLANES, El Opus Dei en la Iglesia, op. cit. p. 235.

[43] Idem, Es Cristo que pasa, op. cit. n. 96. Entre la numerosa bibliografía existente sobre el tema cfr. A. VANHOYE, Liturgia e vita nel sacerdozio dei laici, en AA.VV., Sacerdozio e mediazione, R. CECOLIN (ed.), ed. Messaggero, Padova 1991, pp. 21-40.

[44] BEATO J. ESCRIVÁ, Amar al mundo apasionadamente, op. cit. n. 116.

[45] Idem. Conversaciones, op. cit. n. 59. Sobre esta experiencia del Beato Escrivá cfr. P. RODRÍGUEZ, Omnia traham ad meipsum. El sentido de Juan 12,32 en la experiencia espiritual de Mons. Escrivá de Balaguer en Romana 13 (1991/2), 331-352. Hay versión italiana: Omnia traham ad meipsum. Il significato di Giovanni 12,32 nell’esperienza spirituale de Mons. Escrivá de Balaguer, en “Annales Theologici” 6 (1992) 5-34.

[46] Ibidem p. 27. Otros textos en los cuales el Beato Josemaría comenta esta intuición se encuentran por ejemplo en Es Cristo que pasa, op. cit. nn. 105 y 183.

[47] A. DEL PORTILLO, Mons. Escrivá de Balaguer, Testigo del amor a la Iglesia, en J. ESCRIVÁ, Amar a la Iglesia, ed. Palabra, Madrid 1986, p. 106.

[48] Idem., J. ESCRIVÀ, Amar a la Iglesia, op. cit. p. 105.

[49] Decreto Apostolicam Auctositatem, n. 2

[50] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Instrucción 19-III-1934, n. 33, citada por J.L. ILLANES, en P. RODRÍGUEZ, F. OCÁRIZ, J.L. ILLANES, El Opus Dei en la Iglesia, op. cit. p. 235. De una “pericoresis entre trabajo, oración y apostolado” en la enseñanza del Beato Josemaría ha hablado K. Koch, Kontemplativ mitten in der Welt. Die Wiederentdeckung des Taufpriestertums beim seligen Josemaría Escrivá, en AA.VV., Josemaría Escrivá. Profile einer Gründergestalt, C. ORTIZ (ed.), ed. Adamas, Köln 2002, p. 317.

[51] Cfr. A. DE FUENMAYOR, V. GÓMEZ-IGLESIAS, J.L. ILLANES, El itinerario jurídico del Opus Dei, op. cit. pp. 42-43. Respecto a la “Encarnación como fundamento de la unidad de vida, en Mons. Escrivá” cfr. R. LANZETTI, L’unità di vita e la missione dei fedeli laici nell’Esortazione Apostolica “Christifideles laici”, en “Romana” 9 (1989), pp. 303-304. Hay versión castellana: La unidad de vida y la misión de los fieles laicos en la Exhortación Apostólica “Christifideles laici”, en Romana, Estudios 1985-1996 (suplemento, 1997), pp. 85-102.

[52] BEATO J. ESCRIVÁ, Carta 19-III-1954, n. 21, citada por F. OCÁRIZ, La vocación al Opus Dei como vocación en la Iglesia, en P. RODRÍGUEZ, F. OCÁRIZ, J.L. ILLANES, El Opus Dei en la Iglesia, op. cit. p. 193.

[53] Otros textos conciliares que tratan el tema son: GS 41; 56 y 76; LG 36 y AA 4; 7 y 31. Entre ellos, es particularmente interesante el siguiente: “Es necesario que los laicos asuman la instauración del orden temporal como función propia (...); que cooperen unos ciudadanos con otros, con sus conocimientos especiales y su responsabilidad propia (...). El orden temporal debe ser instaurado de modo que, en el respeto integral de sus leyes propias, sea devuelto ulteriormente conforme a los principios de la vida cristiana y adaptado a las variadas condiciones de lugar, de tiempo y de pueblos” (AA 7). Sobre la doctrina conciliar y comentando también otros textos del Beato Josemaría, cfr. E. REINHARDT, La legítima autonomía de las realidades temporales, en “Romana” 15 (1992) 323-335.

[54] BEATO J. ESCRIVÁ, Amar al mundo apasionadamente, op. cit. n. 117.

[55] Ibidem.

[56] Hay que anotar aquí que la expresión mentalidad laical es original del Beato Josemaría.

[57] Idem. Amar al mundo apasionadamente, op. cit. n. 117.

[58] Sobre el tema cfr. C. FABRO, Un maestro de libertad cristiana. Josemaría Escrivá de Balaguer, en “L’Osservatore romano” 2.VII.1977; Idem, La tempra di un padre della Chiesa, in C. FABRO, S. GAROFALO, M.A. RASCHINI, Santi nel mondo. Studi sugli scritti del Beato Josemaría Escrivá, ed. Ares, Milano 1992, sobre todo pp. 70-73; A. LLANO, La libertad radical, en AA.VV., Josemaría Escrivá de Balaguer y la Universidad, op. cit. pp. 259-276.

[59] Para el Fundador del Opus Dei, el tema de la libertad unida a la correspondiente responsabilidad personal ha constituido una constante de su enseñanza, como él mismo ha hecho notar: “Si interesa mi testimonio personal, puedo decir que he concebido siempre mi labor de sacerdote y de pastor de almas como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios, en concreto, le pide, sin poner limitación alguna a esa independencia santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana. Ese modo de obrar y ese espíritu se basan en el respeto a la trascendencia de la verdad revelada, y en el amor a la libertad de la humana criatura. Podría añadir que se basa también en la certeza de la indeterminación de la historia, abierta a múltiples posibilidades, que Dios no ha querido cerrar”: J. ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, op. cit. n. 99. Entre los numerosísimos textos que se podrían citar aquí está el siguiente punto de Forja: “Necesitas formación, porque has de tener un hondo sentido de responsabilidad, que promueva y anime la actuación de los católicos en la vida pública, con el respeto debido a la libertad de cada uno, y recordando a todos que han de ser coherentes con su fe” (n. 712).

[60] Al respecto, también él ha observado: “Sería empequeñecer la fe, reducirla a una ideología terrena, enarbolando un estandarte político-religioso para condenar, no se sabe en nombre de qué investidura divina, a los que no piensan del mismo modo en problemas que son, por su propia naturaleza, susceptibles de recibir numerosas y diversas soluciones”: Es Cristo que pasa, op. cit. n. 99. Sobre la cuestión, Mons. Álvaro del Portillo ha hecho notar: “La línea conciliar en esta materia resulta ahora muy clara, pero no lo era tanto —todo lo contrario— en algunos ambientes de la vida civil y aun eclesiástica cuando, en 1932, Mons. Escrivá de Balaguer escribía a los primeros miembros del Opus Dei: ‘Evitad ese abuso que parece exasperado en nuestros días —está patente y se sigue manifestando de hecho en naciones de todo el mundo— que revela el deseo contrario a la lícita libertad de los hombres, que trata de obligar a todos a formar un solo grupo en lo que es opinable, a crear como dogmas doctrinas temporales’ (J. ESCRIVÁ, Carta 9-I-1932, n. 1)”: A. DEL PORTILLO, Mons. Escrivá de Balaguer, testigo del amor a la Iglesia, op. cit. p. 112. Sobre la relevancia de este aspecto de la libertad personal es interesante recordar la siguiente observación: “Precisamente la presencia radical de la libertad en el origen personal de todos estos empeños solidarios es la que impide, de entrada, toda confusión de este ideal con el programa tradicionalista de una Cristiandad dominante por vía de imposición. Su esencial pluralismo y su intrínseco respeto a la libertad de las conciencias lo separan de cualquier fundamentalismo”: A. LLANO, La libertad radical, op. cit. p. 274.

[61] En otra homilía, pronunciada en 1963, dijo: “Me produce una pena muy grande enterarme de que un católico (...) con desfachatez o con escándalo, utiliza para subir la etiqueta de cristiano”: Es Cristo que pasa, op. cit. n. 13.

[62] Sobre este aspecto cfr. J.J. SANGUINETI, La libertad en el centro del mensaje de Josemaría Escrivá, Actas del Congreso Internacional “La grandezza della vita quotidiana”, realizado en Roma desde el 7 al 12 de enero de 2002, pro manuscripto, pp. 15-16.

[63] Conversaciones, n. 117. Otros aspectos de la responsabilidad que tienen los cristianos en cuanto ciudadanos son ilustrados por el Beato Josemaría en muchos otros textos entre los cuales se puede recordar el capítulo Ciudadanía de Surco, op. cit. nn. 290-322.

[64] Recuerdo por ejemplo cuanto ha afirmado en una entrevista prácticamente contemporánea a la homilía: “Este necesario ámbito de autonomía que el laico católico precisa para no quedar capitidisminuido frente a los demás laicos, y para poder realizar con eficacia su peculiar tarea apostólica en medio de las realidades temporales, debe ser siempre cuidadosamente respetado por todos los que en la Iglesia ejercemos el sacerdocio ministerial. De no ser así —si se tratase de instrumentalizar al laico para fines que rebasan los propios del ministerio jerárquico— se incurriría en un anacrónico y lamentable clericalismo. Se limitarían enormemente las posibilidades apostólicas del laicado —condenándolo a perpetua inmadurez—, pero sobre todo se pondría en peligro —hoy, especialmente— el mismo concepto de autoridad y de unidad en la Iglesia. No podemos olvidar que la existencia, también entre los católicos, de un auténtico pluralismo de criterio y de opinión en las cosas dejadas por Dios a la libre discusión de los hombres, no sólo no se opone a la ordenación jerárquica y a la necesaria unidad del Pueblo de Dios, sino que las robustece y las defiende contra posibles impurezas”: Espontaneidad y pluralismo en el Pueblo de Dios, entrevista publicada en “Palabra” octubre de 1967 y recogida en Conversaciones, op. cit. n. 12.

[65] Conversaciones, op. cit. n. 21.

[66] BEATO J. ESCRIVÁ, Sacerdote para la eternidad, en Amar a la Iglesia, op. cit. p. 64.

[67] A. DEL PORTILLO, Mons. Escrivá de Balaguer, testigo del amor a la Iglesia, op. cit. p. 119.

[68] Amigos de Dios, op. cit. n. 61. Entre la amplia bibliografía existente sobre el tema, cfr. J. L. ILLANES, La santificación del trabajo, Ed. Palabra, Madrid, 1980 (7ª edición).

[69] Carta 28-III-1955, n. 3, citada por A. DE FUENMAYOR, V. GÓMEZ IGLESIAS, J. L. ILLANES, El itinerario jurídico del Opus Dei, p. 286.

[70] J. L. ILLANES, El cristiano, “alter Chirstus-ipse Christus”, op. cit. pp. 617-618.

[71] Esta idea se encuentra bien expresada en el siguiente texto del Beato Josemaría: “Si el Hijo de Dios se hizo hombre y murió en la cruz, fue para que todos los hombres seamos una sola cosa con Él y con el Padre (cfr. Jn 17, 22). Todos, por tanto, estamos llamados a formar parte de esta divina unidad. Con alma sacerdotal, haciendo de la Santa Misa el centro de nuestra vida interior, buscamos estar con Jesús, entre Dios y los hombres”: Carta, 11-III-1940, citada por A. DEL PORTILLO, Mons. Escrivá de Balaguer, testigo del amor a la Iglesia, op. cit. p. 104.

[72] A. DEL PORTILLO, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, realizada por C. CAVALLERI, Rialp, Madrid 1993, p. 26.

[73] BEATO J. ESRIVÁ, Es Cristo que pasa, op. cit. n. 149.

[74] Comprendiendo que “las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco”. Y que “por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte” (GS 36).

[75] Idem, Conversaciones, op. cit. n. 10.

[76] Idem, Carta 2-II-1945, n. 1, citada por J. L. ILLANES, Iglesia en el mundo: la secularidad de los miembros del Opus Dei, en P. RODRÍGUEZ, F. OCÁRIZ, J. L. ILLANES, El Opus Dei en la Iglesia, op. cit. p. 263.

[77] En este sentido se ha manifestado Juan Pablo II, repetidas veces, en la exhortación apostólica Pastores dabo vobis (25-III-1992): “Finalmente, los presbíteros se encuentran en relación positiva y animadora con los laicos, ya que su figura y su misión en la Iglesia no sustituye sino que más bien promueve el sacerdocio bautismal de todo el Pueblo de Dios, conduciéndolo a su plena realización eclesial. Están al servicio de su fe, de su esperanza y de su caridad. Reconocen y defienden, como hermanos y amigos, su dignidad de hijos de Dios y les ayudan a ejercitar en plenitud su misión específica en el ámbito de la misión de la Iglesia” (n. 17). “Sobre todo es necesario enseñar y ayudar a los laicos en su vocación de impregnar y transformar el mundo con la luz del Evangelio, reconociendo su propio cometido y respetándolo” (n. 59).

[78] El Concilio Vaticano II ha puesto en evidencia que la Iglesia es una “comunidad sacerdotal que se estructura orgánicamente” (LG 11) y que tal estructura se caracteriza fundamentalmente por la correlación (relación recíproca) entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial (cfr. LG 10 y 32).

[79] Carta 28-III-1955, n. 3, citada por A. DE FUENMAYOR, V. GÓMEZ IGLESIAS, J. L. ILLANES, El itinerario jurídico del Opus Dei, op. cit. p. 286. La expresión “todos los socios de la Obra” se explica por el hecho de que, en aquella época, el Opus Dei no había alcanzado aún la configuración jurídica plenamente adecuada al fenómeno pastoral y apostólico que le caracteriza. La figura actual de prelatura personal ofrece ya un contexto adecuado a las relaciones de cooperación orgánica entre laicos y sacerdotes.

[80] JUAN PABLO II, Carta ap. Novo millenio ineunte (6-I-2001), n. 31.

Romana, n. 34, Enero-Junio 2002, p. 164-182.

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