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En la Misa en sufragio por Mons. Álvaro del Portillo, Parroquia del Beato Josemaría. Roma, 23-III-2002

Querídisimos hermanos y hermanas:

1. Ha transcurrido un año más desde la marcha al Cielo de mi queridísimo predecesor, S. E. Mons. Álvaro del Portillo, sucesor del Beato Josemaría al frente del Opus Dei: otro aniversario —el octavo— de aquel que fue, como estamos convencidos todos aquellos que hemos apreciado en vivo sus virtudes, su dies natalis a la gloria del Premio eterno. Resulta fácil pensar que ésta será una fecha —si se puede hablar así— particularmente feliz para él, que, después de haber trabajado con tanto empeño, prudencia y esperanza en llevar adelante la causa de canonización del Beato Josemaría, ahora la ve tan próxima a su coronamiento. Reflexionando sobre el espíritu con el que D. Álvaro celebraba estos eventos de la gracia, estoy seguro de que, si estuviese aquí, en medio de nosotros, nos recomendaría pensar en la canonización sobre todo como una ocasión de profunda conversión, como un momento de gran adelanto en el camino hacia la santidad.

Hoy también la liturgia, preludio inmediato de la Semana Santa, nos presenta una urgente invitación a esta transformación interior. Una llamada que hace la Iglesia no de forma represiva, con la amenaza de un castigo implacable, sino con aquella forma estimulante de la esperanza, con el consuelo cierto de la eficacia infinita del sacrificio de Cristo por nosotros. Con Jesús, hecho vergüenza de la gente y desprecio del pueblo[1], también nosotros nos atrevemos a invocar confiadamente al Señor: Fuerza mía, ven corriendo a ayudarme[2]. Estamos convencidos de que, como dice la oración colecta de la Misa de hoy, Dios procura siempre la salvación de los hombres. Además, en estos días, el Señor nos llena de contento con un don especial de su gracia: ese don es, si no nos cerramos obstinadamente, el de un auténtico cambio en nuestra vida espiritual. Porque la conversión es sobre todo esto: crecimiento en al amor a Dios.

El Santo Padre, en el mensaje para la Cuaresma, inspirándose en el mismo indeclinable optimismo cristiano, nos hace considerar cómo la llamada a la conversión, tan característica de este tiempo litúrgico, debe nacer más de nuestro conocimiento de la incondicional misericordia de Dios —una misericordia que es amistad verdadera—, que de la confianza en las fuerzas del hombre: «Dios —escribe el Papa— nos ha amado con infinita misericordia sin detenerse ante la condición de grave ruptura ocasionada por el pecado en la persona humana. Se ha inclinado con benevolencia sobre nuestra enfermedad, haciendo de ella la ocasión para una nueva y más maravillosa efusión de su amor. La Iglesia no deja de proclamar este misterio de infinita bondad, exaltando la libre elección divina y su deseo de no condenar al hombre, sino admitirlo de nuevo a la comunión consigo»[3]. Y concluye con una observación que resulta una fuente perenne de consuelo y de estímulo para el cristiano: «¿Acaso no está toda nuestra existencia marcada por la benevolencia de Dios?»[4]. En definitiva, el Santo Padre nos exhorta a meditar el hecho de que el Señor no hace depender su propia bondad de nuestras cualidades: Él nos ama sin condiciones, a pesar de nuestras continuas fragilidades. La Iglesia no actúa a semejanza de los malos maestros, que piensan que para consolar basta restar importancia a las culpas de quien se ha equivocado: esto, en realidad, es un engaño. El verdadero consuelo solamente se ofrece si se tiene la fortaleza de estimular a la reparación a quien ha cometido un error. Quien se limita a recomendar la resignación presupone, en el fondo, que no se puede cambiar, que no se puede salir de los propios errores. En cambio, el espíritu de la Cuaresma nos recuerda que, con la ayuda de Dios, ningún deseo de bien está negado al hombre.

¿Cómo puede uno estar seguro de la indefectibilidad de la ayuda divina? Hemos escuchado hace poco, en el Evangelio de la Misa, aquella propuesta cruel del Sumo Pontífice, Caifás: Vosotros no sabéis nada, ni pensáis que os conviene que muera un hombre por el pueblo, y no que toda una nación perezca[5]. El cristiano debería siempre recordar que Cristo ha muerto por todos los hombres, como observa el evangelista cuando afirma que aquellas palabras, a pesar de su maldad, resultan ser en realidad una anticipación profética del infinito valor redentor de la muerte de Cristo: Esto no lo dijo de sí mismo, sino que siendo sumo pontífice aquel año, profetizó que Jesús había de morir por la nación. Y no solamente por la nación, sino también para juntar en uno los hijos de Dios, que estaban dispersos[6]. No podemos olvidar que ésta es una verdad que siempre tendrá valor para cualquier persona: ninguno podrá jamás borrar de la historia aquello que ocurrió en el Calvario, y que nos abrió las puertas de la amistad con el Señor. El amor que ha llevado al Hijo de Dios a la Cruz abraza a cada uno de los hombres de todos los tiempos. Ésta es la fuente de nuestra confianza: la Cruz arroja una eficacia divina tal, que todos nosotros —no obstante el peso de nuestras miserias— podemos esperar en ella nuestra salvación.

2. La conversión implica una decisión de cambio interior, una mudanza más o menos radical de ideales, de valores, de aspiraciones; sin embargo, no es un proceso que se refiere solamente a la interioridad de la persona. La conversión comporta también, inevitablemente, el empeño por mejorar los hábitos, los comportamientos, e incluso el propio carácter. Y esto no sucede de forma automática, instantáneamente, como por arte de magia, una vez que nos hemos decidido a cambiar. Es necesaria la lucha —una lucha alegre, confiada— contra los propios defectos, un esfuerzo continuo. Ahora bien, aunque a primera vista todo este recorrido pueda parecer arduo, la experiencia nos demuestra que la conversión no se puede comparar a un cambio sin sentido, a un salto hacia lo que desconocemos; es más bien semejante al retorno a la casa del Padre. Éste es el sentido de la maravillosa parábola del hijo pródigo, y también el de aquella imagen que nos presenta el profeta Ezequiel, cuando anuncia el regreso del pueblo —una vez purificado de sus propios errores— a la tierra un tiempo habitada por los padres: He aquí que yo recojo a los hijos de Israel de entre las naciones a las que marcharon. Los congregaré de todas partes para conducirlos a su suelo (...). No se contaminarán más con sus basuras, con sus monstruos y con todos sus crímenes. Los salvaré de las infidelidades por las que pecaron, los purificaré, y serán mi pueblo (...). Habitarán en la tierra que yo di a mi siervo Jacob, donde habitaron vuestros padres. Allí habitarán ellos[7].

3. Después de haber estado junto a Mons. Álvaro del Portillo durante tantos años, puedo decir que la característica que más resaltaba en su personalidad de Pastor era precisamente aquella capacidad de infundir —en todas las circunstancias— sobre aquellos que le escuchaban, una esperanza más fuerte que cualquier desaliento. Ayudaba a todos a no resignarse, a no pactar con la derrota, a no sentirse abrumados por el peso de la propia debilidad. Don Álvaro había heredado del Beato Josemaría un sentido vivísimo de paternidad espiritual, y, como buen padre, sabía comprender, amaba a sus hijos con sus defectos; cuando alguno se equivocaba, no lo consideraba incapaz de corregirse, sino más bien le mostraba que el Señor nos da siempre nuevas ocasiones para volver a intentarlo, para recomenzar. Y este espíritu paternal suyo era tan evidente que muchas personas —hombres y mujeres, sacerdotes o laicos, muchos me lo han dicho— se sentían empujados a pedir a D. Álvaro que escuchase sus confesiones, y le abrían sin vacilar su propio corazón.

Mañana, Domingo de Ramos, comienza la Semana Santa: la liturgia nos introduce en la conmemoración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor, el culmen del misterio de la Redención. Éste es un buen momento para aplicarnos a nosotros mismos la exhortación de San Pablo a los romanos: Ya es hora de que despertéis del sueño, pues ahora nuestra salvación está más cerca que cuando creemos[8]. Este es el momento de convertirse. El Beato Josemaría Escrivá percibía vivamente la urgencia de vivir en plenitud de amor cada instante de nuestra vida: Mañana —ha escrito— es el adverbio de los vencidos[9]. Algunas veces le escuché afirmar: «No creo en las últimas veces: ¡la última ha sido ya! Se refería a la actitud de aquellas almas que, en lugar de cortar inmediatamente cuando algo les aparta de Dios o no les deja acercarse como debieran, razonan excusándose: “ésta será la última vez”»[10]. Mons. del Portillo había hecho suya esa misma fortaleza que, unida a la prudencia, da a la persona la capacidad de decidir en el momento oportuno, sin vacilaciones. Él nos diría hoy que ha llegado el momento de la conversión. Y para ello nos invitaría a acudir sin demoras, con la frecuencia necesaria y con confianza absoluta, al Sacramento de la Penitencia, donde el Padre Celestial acoge siempre a cada uno de sus hijos en su infinita misericordia.

Que la Madre del Cielo nos ayude a todos a aceptar esta invitación a una nueva conversión, que hará que se asienten en nuestra alma, con mayor profundidad, la alegría y la paz. Amén.

[1] Antífona de entrada (Sal 21, 7)

[2] Ibid., v. 20.

[3] JUAN PABLO II, Mensaje para la Cuaresma 2002, 4-X-2001, n. 2.

[4] Ibidem.

[5] Evangelio (Jn 11, 49-50).

[6] Ibid. vv. 51-52.

[7] Primera lectura (Ez 37, 21 y 23-25).

[8] Rom 13, 11.

[9] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, 251.

[10] JAVIER ECHEVARRÍA, Memoria del Beato Josemaría Escrivá, Madrid, 2000, p. 56.

Romana, n. 34, Enero-Junio 2002, p. 45-48.

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