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“Contemplación en medio del mundo”, artículo en el nº especial del L'Osservatore Romano (6-X-2002)

San Josemaría Escrivá. Me sentiré profundamente conmovido al anteponer, desde el momento de la canonización, el adjetivo de “santo” al nombre de la persona a quien debo más que a nadie en esta tierra. El Señor me ha concedido la gracia de ser testigo de esta santidad de vida, día tras día, durante veinticinco años.

Entre las características que me parecen más adecuadas para describir la figura del Beato Josemaría Escrivá, tomaré aquí sólo una: la unidad de vida. Con esta expresión, en el lenguaje de la teología espiritual se suele designar el ideal, ya presente en tantos Padres, del encuentro de Marta y María, la fusión de acción y contemplación, de oración y trabajo (término que uso aquí en sentido amplio, comprendiendo tanto los deberes profesionales como los familiares, las relaciones sociales, los compromisos civiles en general). La unidad de vida mana de la acción del Espíritu Santo en el alma; no es, pues, un objetivo puramente humano, resultado del orden mental, de un eficientismo organizativo o del esfuerzo personal por conseguir una suerte de quietud de ánimo. Representa en cierto modo un sinónimo de la santidad, y por tanto, una meta para todos los cristianos.

La Ex. Ap. Christifideles laici subraya su importancia en el contexto de la santificación de la vida ordinaria (cfr. n. 17): sólo si vividos a la luz de tal unidad, los deberes cotidianos se revelan como otras tantas ocasiones de unión con Dios; es más, tales compromisos aparecen como transfigurados por la gracia. Cuando nos dejamos absorber por la dimensión horizontal de la existencia, la cotidianeidad (entre otras cosas, a causa del ritmo impuesto por las tareas que la caracterizan) genera dispersión: prisa, distracción, urgencia para encontrar soluciones a problemas tan graves que no dejan espacio para otros pensamientos... Las obligaciones laborales tienden a restar tiempo a la estancia con la familia; los modelos de la sociedad consumista querrían apagar la fuerza de un ideal que comporta austeridad y sacrificio; las necesidades económicas absorberían de por sí toda energía, en detrimento de otros deberes más altos. De este modo el corazón del hombre, expuesto a tan formidables presiones, corre el riesgo de romperse en trozos. Por el contrario, cuando hay unidad de vida, las tensiones a las que estamos expuestos cotidianamente se compaginan armónicamente.

Vivir junto a Josemaría Escrivá ha sido para mí una constante lección de unidad de vida: todos sus gestos, todas sus palabras y todos los proyectos que emprendía estaban explícitamente orientados al Señor. Nacían de la fe, tomaban forma en la esperanza en su ayuda, manifestaban el deseo de servirle. En él se veía encarnado el programa expresado por estas palabras de Camino: «Decía un alma de oración: en las intenciones, sea Jesús nuestro fin; en los afectos, nuestro Amor; en la palabra, nuestro asunto; en las acciones, nuestro modelo» (n. 271). Como en la persona de Jesús se unen lo humano y lo divino, sostenía Josemaría Escrivá, de igual manera deben unificarse existencialmente en el cristiano —llamado a ser otro Cristo, es más, el mismo Cristo (alter Christus, ipse Christus)— los rasgos humanos y sobrenaturales de la propia vida.

Coherencia entre fe y obras

Además de la práctica personal, una asidua reflexión le condujo a individuar con gran lucidez las implicaciones de la unidad de vida. Ésta comporta sobre todo la coherencia entre fe y obras, el pleno respeto de la ley moral, sin restricciones ni compromisos, en todas las situaciones (familiares, profesionales, etc.) en que el cristiano está llamado a actuar. Profundamente consciente del valor ejemplar de tal coherencia de fe, el Fundador del Opus Dei nos hacía ver cómo de esa actitud depende, en gran medida, la contribución que todos los fieles han de realizar a la edificación del Reino de Dios sobre la tierra. Por lo demás, precisamente en ese contexto, la Christifideles laici (n. 59) recuerda la claridad con que el Concilio invita a los laicos a superar cualquier fractura entre fe y conducta, «guiándose por el Espíritu del Evangelio» en el cumplimiento de los deberes terrenos (Const. past. Gaudium et Spes, n. 43).

En relación con esta característica de la unidad de vida se puede comprender mejor la insistencia con que el Fundador del Opus Dei explicaba que la primera condición para santificar el trabajo es trabajar bien, es decir, no sólo con diligencia, sino sobre todo con sentido de justicia y caridad hacia el prójimo (colegas o clientes, colaboradores, subordinados o superiores): «Hemos de trabajar mucho en la tierra; y hemos de trabajar bien, porque esa tarea ordinaria es lo que debemos santificar» (Amigos de Dios, n. 202). Una actividad realizada bajo el signo de la improvisación, de la superficialidad, de la desidia, no trae ningún beneficio al bien común, no sólo por su sustancial vacuidad, sino en primer lugar porque no puede ser ofrecida al Señor. Esta constatación nos lleva a dar un paso adelante en nuestra reflexión sobre la unidad de vida: la búsqueda de la perfección en el trabajo es inseparable de la presencia de un fin expresamente sobrenatural. El texto citado prosigue de esta forma: «Pero no nos olvidemos nunca de realizarla por Dios. Si la hiciéramos por nosotros mismos, por orgullo, produciríamos sólo hojarasca: ni Dios ni los hombres lograrían, en árbol tan frondoso, un poco de dulzura».

De este modo se pone de relieve el núcleo más relevante de nuestro argumento: la instauración de una verdadera unidad entre las varias esferas de nuestra vida se obtiene cuando éstas son elevadas, in actu, al orden de la gracia; es decir, cuando son referidas hic et nunc a Dios. «No soportamos los cristianos —ha escrito este santo sacerdote— una doble vida: mantenemos una unidad de vida, sencilla y fuerte en la que se fundan y compenetran todas nuestras acciones» (Es Cristo que pasa, n. 126). No se trata de una vaga aspiración, de un genérico estado de ánimo de nostalgia de lo divino. También para San Josemaría alcanzar semejante unidad representa «una condición esencial, para los que intentan santificarse en medio de las circunstancias ordinarias de su trabajo, de sus relaciones familiares y sociales. Jesús no admite esa división» (Amigos de Dios, n. 165).

Fusión de trabajo, apostolado y oración

«Unir el trabajo profesional con la lucha ascética y con la contemplación —cosa que puede parecer imposible y, sin embargo, es necesaria para contribuir a reconciliar el mundo con Dios— y transformar el trabajo ordinario en instrumento de santificación personal y de apostolado. ¿No este quizás un ideal noble y grande por el que vale la pena dar la vida?». Este pasaje, procedente de uno de los primeros escritos del Fundador del Opus Dei, trasparenta la enorme distancia que separa su visión de la existencia humana de concepciones de sabor intimista.

Me parece que esa distancia queda claramente puesta en evidencia por el particular subrayado del apostolado (reconciliar el mundo con Dios...) entre los elementos que deben concurrir en el constituirse de la vida cristiana. El ejercicio de la participación activa en la misión redentora de Cristo, propia de cada bautizado y por tanto intrínseca a cada acto suyo, no sólo debe coexistir con la oración y las normales ocupaciones cotidianas, sino que tiende a unificarse con ellas. Quizá podría decirse que estas tres dimensiones, en su conjunto, contribuyen de alguna manera a configurar la noción de secularidad, característica específica del papel de los laicos en la misión de la Iglesia. Tal noción no se agota constatando su presencia en el mundo a través del trabajo profesional. En el mensaje de Josemaría Escrivá, el trabajo —entendido, repito, en sentido amplio— es una cosa con el apostolado (ofrece constantes ocasiones de apostolado personal) y tal simbiosis se consolida con la exigencia de combinar ambas realidades —en todas sus expresiones—con la lucha ascética y la oración. La fusión de estos elementos es exigida por el empeño de búsqueda de la santidad en lo ordinario. En suma, es exigida por el propio fin (la santidad, a la que nada puede permanecer extraño) y por las circunstancias (la vida ordinaria) en las que el fiel común gasta la propia existencia.

Transformar todo en oración

Querría detenerme sobre este punto, porque aquí se encuentra el fundamento de todo: el deseo operativo de transformar toda actividad (así como el vastísimo mundo de los afectos, de los proyectos vitales, de los intereses que nos proyectan hacia fuera de nosotros mismos) en encuentro con Dios, en oración. Si esta intención, si este esfuerzo falta, entonces el trabajo del cristiano no presenta ninguna cualidad que lo distinga de aquél que busca sólo la eficiencia de los resultados o el frío cumplimiento del deber. No trae frutos apostólicos: «Es inútil que te afanes en tantas obras exteriores si te falta Amor. —Es como coser con una aguja sin hilo» (Camino, n. 967). Josemaría Escrivá nos hacía ver que hace falta trabajar con los pies bien puestos en tierra, pero con la mirada dirigida al cielo (cfr. Amigos de Dios, n. 75).

El primado de esta explícita intencionalidad sobrenatural implica el emerger de la dimensión contemplativa como factor verdaderamente determinante de la acción del cristiano en el mundo. La verdad suprema del trabajo y del apostolado viene dada por su resolución última en la oración. No sólo su fecundidad en vistas de la instauración del Reino depende del hecho de que estén radicados en la oración y sostenidos por ella (ut cuncta nostra oratio et operatio a te semper incipiat, et per te cœpta finiatur), sino que la estructura misma del actuar cristiano hace que aquellas realidades hayan de convertirse en oración, en todo momento. Trabajo y apostolado son oración.

Todo esto es unidad de vida. Pero el cuadro no estaría completo si no diéramos la vuelta a lo apenas visto y no dijéramos que la oración, a su vez, es apostolado y trabajo.

Es apostolado. «El arma del Opus Dei —repetía— no es el trabajo, es la oración» (A. Del Portillo, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei). ¡Cuánto rezó en el transcurso de su vida! Cuánta perseverancia en sus súplicas al Señor por la Iglesia, el Papa, los obispos y los sacerdotes de todo el mundo, por los religiosos, los seminarios, por todas las almas. La misma lectura del periódico le era ocasión para elevar una continua oración por los protagonistas —países, personas— de las diversas noticias. Sembró de avemarías las carreteras de toda Europa. Cuando encontraba a alguien, tenía la costumbre antes que nada de dirigir un silencioso saludo a su Ángel Custodio... Leemos en una homilía suya: «El apostolado es amor de Dios, que se desborda, dándose a los demás (...). Y el afán de apostolado es la manifestación exacta, adecuada, necesaria, de la vida interior. Cuando se paladea el amor de Dios se siente el peso de las almas» (Es Cristo que pasa, n. 122). En su oración, la adoración se entrecruzaba interrumpidamente con la invocación de ayuda para la salvación de las almas, con la acción de gracias por tantas intervenciones divinas en los avatares humanos y con la contrición por lo que consideraba su propia ineptitud.

La oración, en fin, es trabajo. He precisado ya lo lejos del intimismo o del sentimentalismo que se encuentra esta afirmación. Se notaba especialmente en la oración. La oración no tiene nada que ver con el arrebato de un momento, con un fugaz sentimiento de dulzura o un movimiento de conmoción... La fatiga y un cierto esfuerzo son inseparables de la vida de oración. Josemaría Escrivá era bien consciente de llevar dentro, él como todos nosotros, el “hombre viejo”, y se empeñaba por hacer frente a sus insinuaciones. A veces consideraba que su respuesta no había sido plenamente generosa, y para recomenzar se refugiaba en la contrición, que es lo más apropiado a la condición de la criatura, que sabe que puede y debe amar cada vez más. Por eso no caía nunca en la desesperación cuando tocaba con la mano —decía— la propia nada. Y por ello en los escritos de San Josemaría está siempre presente, como lo están en su vida, la llamada a la necesidad de buscar a Cristo.

Algunos recordarán aquel punto de Camino que dice: «Al regalarte aquella Historia de Jesús, puse como dedicatoria: “Que busques a Cristo: Que encuentres a Cristo: Que ames a Cristo”» (n. 382). O quizás ese fragmento de una homilía suya titulada Hacia la santidad: «En este esfuerzo por identificarse con Cristo, he distinguido como cuatro escalones: buscarle, encontrarle, tratarle, amarle. Quizá comprendéis que estáis como en la primera etapa. Buscadlo con hambre, buscadlo en vosotros mismos con todas vuestras fuerzas. Si obráis con este empeño, me atrevo a garantizar que ya lo habéis encontrado, y que habéis comenzado a tratarlo y a amarlo, y a tener vuestra conversación en los cielos» (Amigos de Dios, n. 300).

Las citas podrían multiplicarse indefinidamente, pero me parece que lo dicho hasta aquí es suficiente para motivar la idea de que la unidad de vida —como todo lo que trasluce simplicidad, armonía, ausencia de disgregación— conlleva un reflejo de lo divino, porque Dios es unidad. Por eso, en la unidad de vida se puede descubrir, con todo derecho, un vértice de la vida espiritual. Me refiero a la contemplación en medio del mundo, que resulta el punto de convergencia del mensaje de San Josemaría Escrivá. A él le pido que nos ayude a todos, en estos días de gracia, a dar un decidido paso adelante hacia esta meta de la vida interior.

Romana, n. 35, Julio-Diciembre 2002, p. 324-328.

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