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"Un santo que amaba el mundo". Artículo en el periódico "La Vanguardia", Barcelona, (6-X-2002)

Gentes de todas las procedencias han querido acudir a Roma, junto a Juan Pablo II, para asistir a la canonización de Josemaría Escrivá de Balaguer. Confieso que estoy conmovido. He oído estas semanas muchas historias de generosidad, de servicio, de ayuda en la enfermedad y en la pobreza: de indios de Cañete (Perú), campesinos venidos de Nigeria y Camerún, familias no cristianas de Hong Kong; personas de todo tipo y de todas partes, que se han sentido personalmente convocadas en Roma. Su número y su variedad —como la de quienes no han podido venir— muestran que este modelo de santidad, que el Papa ha decidido ahora proclamar solemnemente, es hoy algo vivo, actuante; es uno de los dones que el Espíritu ha concedido a la Iglesia en nuestro tiempo.

Conocí a san Josemaría Escrivá el 2 de noviembre de 1948, en Madrid. Tenía yo dieciséis años. Estábamos en una tertulia familiar, y nos ofreció la posibilidad, a mí y a otros dos, de acompañarle en automóvil a ver una casa de convivencias y de retiros en fase de acondicionamiento, cerca de Segovia. Durante el trayecto, con una conversación muy amena y alegre, nos hizo ver la necesidad de afrontar la vida con gozo sincero, porque somos hijos de Dios. Quedé sorprendido por su naturalidad, alegría y entusiasmo. En cierto momento me mareé, y me ayudó como si me conociera desde hacía mucho tiempo, como un padre que no siente repugnancia por lo que sucede a sus hijos. Luego Dios quiso que viviera y trabajara a su lado durante veinticinco años, desde 1950 hasta su fallecimiento en 1975. Agradezco al Cielo este gran regalo. He contemplado en su vida diaria que el encuentro con Dios llena el alma de gozo. Desde el primer momento noté que amaba a Dios de veras, en cada instante, sin esperar ocasiones especiales. Me sorprendía el enamoramiento creciente con que encaraba cada jornada. Veía en sus reacciones —no faltó en su vida abundancia de dolor, enfermedad, incomprensión— cómo descubría en todos los instantes la misericordia de Dios. Pienso que el Señor ha querido valerse de san Josemaría para recordar con nuevo énfasis al mundo esta verdad tan consoladora de la fe cristiana: que Dios es nuestro Padre. Esa convicción, que esponja el alma y la lleva por caminos de paz y de libertad interior, constituía el fundamento de su jornada, minuto a minuto. Buscaba, por eso, a veces con esfuerzo, un trato lleno de ternura con el Señor, directo, sencillo. Este concepto tan claro y reconfortante está en las antípodas de la falsa idea —hoy, como ayer, frecuente— de un Dios abstracto y distante. Alimentaba unas ansias constantes de que todas las personas pudieran experimentar libremente la alegría del abrazo paterno de Dios, en la fe cristiana y muy particularmente en el sacramento del perdón. Semanalmente le veía ir a arrodillarse ante su confesor, don Álvaro del Portillo, lleno de compunción.

Me pidieron, para el inicio de este año, una ponencia para el Congreso internacional sobre La grandeza de la vida corriente, que se celebró en Roma el pasado mes de enero, con ocasión del centenario del nacimiento del entonces beato Josemaría. Decidí centrarla en su perfil humano y sobrenatural. Su fuerte personalidad caracterizaba notablemente la convivencia a su lado. Sobre su temperamento despierto, sin duda sus padres habían cultivado una mentalidad abierta y realista. Como curiosidad, recuerdo que alguna vez nos había contado a don Álvaro y a mí cómo, siendo muy niño, se entretenía en su casa de Barbastro mirando La Vanguardia y el ABC, diarios a los que su padre, don José Escrivá, antes de su descalabro económico, estaba suscrito. Desde el 2 de octubre de 1928, con la fundación del Opus Dei, el Señor le hizo ver lo que ya fue el sentido completo de su existencia, difundir por todo el mundo la llamada a la santidad en la vida ordinaria; y ese mensaje pasó a ser una luz importante de Dios para él y para su apostolado. Santa Teresa escribió que Dios se halla también entre los pucheros. San Josemaría, que quería mucho a esta santa, llegó a hablar de un materialismo cristiano: Dios no está lejos, no se encuentra sólo allá donde brillan la estrellas, lo encontramos también en nuestra vida ordinaria, familiar, profesional, ciudadana, diaria, si lo buscamos. Para este santo sacerdote, el cristianismo no es un cúmulo de obligaciones que se añaden a la común condición humana y que la oprimen. No. La gracia de Dios sana, restaura y eleva la naturaleza.

Cuando en estos días romanos de su canonización contemplo una variedad tan grande de hombres y mujeres, comprendo la extraordinaria eficacia de su confianza en la libertad de las personas. Su mayor ambición era iluminar con la luz de Dios, del Evangelio, de su gracia salvadora, a cada persona humana. Ahí centraba su misión. Amaba la capacidad de cada conciencia para comprometerse, para realizar de esta forma la propia libertad, y tenía un gran respeto por la espontaneidad de todos, que veía siempre como una fuente de bienes. He pasado muchas horas de mi vida a su lado y puedo asegurar que no sólo respetaba sino que amaba el pluralismo en tantas manifestaciones —la mayoría— en las que las discrepancias son perfectamente legítimas entre los cristianos. Y deseaba para todos ese mismo sentimiento, porque esa comprensión acerca a los hombres entre sí.

Su respeto a la legítima autonomía de las realidades temporales hundía sus raíces en la entrega que había hecho de toda su existencia a la misión de ser un sacerdote y sólo un sacerdote, de ponerse siempre al servicio permanente de todas las personas. A partir de su ordenación sacerdotal, fue consciente de su obligación de hacer presente a Cristo entre los hombres. Particularmente cuando celebraba la Eucaristía se sabía Cristo. Resultaba imposible acostumbrarse a acompañarle junto al altar. Se tocaba con las manos que cada día la Misa era algo distinto para su alma: un momento de trato inmediato, intenso, amorosísimo con la Trinidad. Entregaba a diario, libremente, toda su personalidad para ser sólo Cristo en la Cruz, con los brazos abiertos a todos los hombres, enteramente disponible. No hablaba de política y respetaba cuidadosamente todas las sensibilidades. Con frecuencia repetía que él era un sacerdote anticlerical, precisamente por su amor al sacerdocio, porque rechazaba toda injerencia indebida —subrayo lo de indebida— del sacerdote en las cuestiones políticas. Defendía así la legítima autonomía de los asuntos temporales, pero también la excelsa misión del sacerdote: dispensador de la extraordinaria cercanía de Dios a cada hombre y a cada mujer.

En estos días, ante el panorama de tantas personas de las más diversas procedencias, no puedo menos que dar gracias a Dios por la fecundidad espiritual de este sacerdote santo. Es un don que nos interpela, que nos recuerda una vez más que la santidad no es cosa para privilegiados, sino que Jesús de todos espera amor: “de todos —son palabras de san Josemaría—, cualesquiera que sean sus condiciones personales, su posición social, su profesión u oficio. La vida corriente y ordinaria no es cosa de poco valor: todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo, que nos llama a identificarnos con Él, para realizar —en el lugar donde estamos— su misión divina” (Es Cristo que pasa, 110).

Romana, n. 35, Julio-Diciembre 2002, p. 330-332.

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