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En la Misa de acción de gracias por la canonización de San Josemaría, en la Catedral. Granada, 16-XI-2002

Queridísimo y entrañable hermano don Antonio Cañizares, Arzobispo de Granada; queridísimos hermanos en el sacerdocio; queridísimos hermanos y hermanas.

1. Permitidme unos segundos de digresión antes de comenzar la homilía. En esta Eucaristía que estamos celebrando, viene con fuerza en mi mente la memoria de aquel día, inigualable para mí, del 6 de octubre, cuando al terminar aquella ceremonia, en la que se tocaba la acción de la presencia de toda la Iglesia —porque eso es la Eucaristía—, me encontré con la mirada amable de nuestro queridísimo Sr. Arzobispo de Granada. Allí me dijo espontáneamente, como algo que llevaba muy en su alma, que fijara la fecha de venir a Granada para celebrar aquí esta Misa de acción de gracias.

Se lo agradecí con toda el alma. Era tal su expresión de cariño, lo digo con toda sinceridad, que ni podía ni quise negarme; me sentí muy honrado de estar aquí con este hermano que tanto ha servido a la Iglesia, que tanto honra a la Iglesia española. Por eso quizá en la homilía repetiré palabras de agradecimiento. Hay un proverbio latino que dice que las cosas, cuando se manifiestan con sinceridad, no son repetitivas; son manifestaciones claras de la amistad, del afecto, de la fraternidad que debemos vivir los hijos de Dios en la Iglesia y con todos.

2. Acogiendo la cordial invitación de mi querido hermano, el Señor Arzobispo, he venido a Granada para participar en esta Misa de acción de gracias por la canonización de San Josemaría Escrivá de Balaguer, y para asistir a la dedicación de una capilla al nuevo Santo en la iglesia de San Ildefonso, confiada a la atención pastoral de los sacerdotes de la Prelatura del Opus Dei. Agradezco de corazón a Mons. Cañizares este detalle fraterno y le deseo muchos frutos espirituales en el cumplimiento del nuevo encargo pastoral que el Santo Padre le ha encomendado, poniéndole al frente de la Sede Primada de España. Pienso que le vais a echar muy en falta, aunque él no dejará de teneros presentes de modo muy especial.

Mi visita a esta ciudad me trae a la memoria recuerdos de los comienzos del trabajo apostólico de los fieles del Opus Dei en Granada, que escuché directamente del Fundador. Fue este celoso sacerdote quien, personalmente, puso los fundamentos de esa tarea al servicio de las almas en esta ciudad, y siguió muy de cerca sus primeros pasos, precedidos y acompañados de mucha oración y de generoso sacrificio. Al cabo de los años, casi al final de su trayectoria terrena, rememoraba con muchísimo afecto aquel primer viaje, en 1945: «es muy bonita Granada —decía—, es una ciudad estupenda, que yo quiero mucho. Me parece que estoy allá arriba en el Albayzín, en el Carmen de las Maravillas, desde donde se ve la ciudad, la plaza de toros, aquellos gitanos del Sacromonte...»[1].

Coincidiendo con la Semana Santa de 1945, realizó un largo y fatigoso viaje por toda Andalucía, con el propósito de consolidar el trabajo apostólico del Opus Dei, que ya se hacía en Sevilla, y explorar las posibilidades de comenzar en otras ciudades. A Granada llegó el 2 de abril, lunes de Pascua. Fue a saludar al Arzobispo —entonces era Mons. Agustín Parrado—, y le habló de su deseo de promover en la ciudad una Residencia de estudiantes. A don Agustín le agradó mucho la iniciativa y alentó a que se comenzara cuanto antes; comentó también que le sorprendía muy agradablemente que los primeros pasos se dieran en aquel ambiente de gente necesitada, en el Albayzín.

Se instauraba así una cordial y fructífera relación entre la diócesis de Granada y lo que hoy es la Prelatura del Opus Dei, que ha continuado hasta nuestros días. Desde entonces, ¡cuántas gracias ha derramado Dios sobre innumerables gentes de esta tierra, sirviéndose del espíritu y de las enseñanzas de San Josemaría! Se lo agradecemos hoy en este Sacrificio eucarístico y le pedimos que — con la mediación de su Santísima Madre, la Virgen de las Angustias— siga mostrando a todos su benevolencia.

3. La liturgia de la Misa en honor de este santo sacerdote ofrece abundante materia de meditación. En las oraciones propias se delinean los contenidos fundamentales del espíritu que difundió a lo largo de su vida: la llamada universal a la santidad y al apostolado, el trabajo profesional y la vida ordinaria como lugar de encuentro con Dios, la conciencia viva de la filiación divina como fundamento de la dignidad y del obrar del cristiano... Yo querría detenerme en el milagro de la pesca milagrosa, narrado por San Lucas en el Evangelio, que San Josemaría meditó y expuso repetidas veces en su predicación.

El relato evangélico nos muestra, desde el comienzo, el celo por la salvación de las almas que ardía en el corazón de Jesucristo. Es fácil imaginarse a la muchedumbre, hambrienta de la verdad, que se agolpaba a su alrededor para oír la palabra de Dios (Lc 5, 1). La escena se renueva en este tiempo. También ahora innumerables personas —recojo un texto del Fundador del Opus Dei— «están deseando oír el mensaje de Dios, aunque externamente lo disimulen. Quizá algunos han olvidado la doctrina de Cristo; otros culpa de su parte— no la aprendieron nunca, y piensan en la religión como en algo extraño. Pero, convenceos de una realidad siempre actual: llega siempre un momento en el que el alma no puede más, no le bastan las explicaciones habituales, no le satisfacen las mentiras de los falsos profetas. Y, aunque no lo admitan entonces, esas personas sienten hambre de saciar su inquietud con la enseñanza del Señor»[2].

Ese afán de almas, ese deseo de que todos —especialmente los cristianos corrientes— encontrasen a Jesús y le siguiesen de cerca, movía constantemente a San Josemaría Escrivá. Y ése fue el motivo que le trajo a Granada en 1945, como en otras ocasiones. Ese mismo anhelo le impulsaba a llevar por todas partes la doctrina de Cristo, enseñando a los cristianos a santificarse precisamente en medio de las circunstancias ordinarias de la existencia: la familia, el trabajo, la amistad, las relaciones sociales...

Todos los que me escucháis habréis meditado con frecuencia estas ideas. Sabéis que Dios os llama a ser santos —¡sí, santos, no simplemente buenos!—; santos en vuestro estado y profesión, en vuestra situación concreta en medio del mundo. Os invito a preguntaros, al tiempo que yo mismo hago mi examen de conciencia: ¿cómo es mi respuesta a esta llamada divina? ¿Tengo presente en todo momento que el Señor me aguarda precisamente en mi lugar de trabajo, en mi hogar, en el entramado de relaciones que caracterizan mi existencia? ¿Renuevo a diario mi decisión de seguir de cerca a Jesucristo? ¿Me esfuerzo por conocerle mejor y por darle a conocer a los demás? ¿Me aparto de lo que me aparte de Dios, aunque otros no lo hagan? ¿Soy fiel al Magisterio de la Iglesia?

4. Pero sigamos considerando la escena evangélica, de la mano de San Josemaría. Cuando el Señor «acabó su catequesis, ordenó a Simón: guía mar adentro, y echad vuestras redes para pescar (Lc 5, 4). Es Cristo el amo de la barca; es Él el que prepara la faena: para eso ha venido al mundo, para ocuparse de que sus hermanos encuentren el camino de la gloria y del amor del Padre. El apostolado no lo hemos inventado nosotros. Los hombres, si acaso, lo obstaculizamos: con nuestra torpeza, con nuestra falta de fe»[3].

¡Qué claras son estas palabras! Necesitamos más fe. Ciertamente, no se nos ocultan los obstáculos que, en tantas ocasiones, encontramos los cristianos en la tarea de santificar el mundo y las realidades terrenas. La sociedad civil se halla muy alejada de Dios; el ambiente es frío, cuando no francamente hostil a las enseñanzas de la Iglesia; tanta gente sólo se preocupa de satisfacer sus ambiciones materiales... Todo esto es cierto, pero no puede constituir un freno al celo apostólico de los seguidores de Cristo. Nos lo muestra con claridad la historia de la Iglesia, que en tantas épocas —en realidad, siempre— ha debido ir contra corriente, como ya había preanunciado el Señor. Nos lo confirma la vida y el ejemplo del nuevo santo, que aseguraba: «las obras de apostolado no dejan de salir por falta de medios; dejan de salir por falta de espíritu»[4]. Una verdad contundente: cuando el espíritu cristiano se halla vivo en una persona, en una familia, en una sociedad, las cosas salen adelante. ¡Es cuestión de fe!, solía también apostillar este santo sacerdote.

Saboreamos también otra enseñanza en el pasaje evangélico que estamos considerando. Cuando Cristo pide a Simón que guíe mar adentro y lance de nuevo las redes, la reacción del pescador de Galilea es puramente humana: Maestro, hemos estado bregando durante toda la noche y no hemos pescado nada... (Lc 5, 5). Lo afirma en base a su experiencia, y tiene razón. Pero añade enseguida: sobre tu palabra echaré las redes (Ibid.); que equivale a manifestar: vuelvo a la pesca fiado en ti, y no en mi propio juicio. El resultado queda patente: recogieron gran cantidad de peces. Tantos, que se rompían las redes (Lc 5, 6).

¡Hay que confiar en el Señor! Hemos de pedirle que aumente esta virtud en nuestra alma, que nos conceda una fe operativa. Éste es el gran “desafío” que el Vicario de Cristo en la tierra, nuestro amadísimo Juan Pablo II, ha lanzado a todos los cristianos en el umbral del siglo que estamos recorriendo: duc in altum!, boguemos mar adentro, impulsados y sostenidos por la fuerza de la Palabra de Cristo. Así se expresa al final de la Carta apostólica Novo Millennio ineunte: «¡Caminemos con esperanza! Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia como un océano inmenso en el cual hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo. El Hijo de Dios, que se encarnó hace dos mil años por amor al hombre, realiza también hoy su obra. Hemos de aguzar la vista para verla y, sobre todo, tener un gran corazón para convertirnos nosotros mismos en sus instrumentos»[5].

¡Mar adentro! Es cuestión de fe, de esperanza y de amor. Lo repitió el Santo Padre hace poco más de un mes, en una Plaza de San Pedro repleta de personas de todo el mundo, durante la canonización por la que ahora celebramos esta Misa de acción de gracias. Recordando cómo ese mandato de Cristo resonó siempre en el alma del Fundador del Opus Dei, el Papa concluía: «Lo transmitió a toda su familia espiritual, para que ofreciese a la Iglesia una aportación válida de comunión y servicio apostólico. Esta invitación se extiende hoy a todos nosotros. Rema mar adentro —nos dice el divino Maestro— y echad las redes para la pesca (Lc 5, 4)»[6].

Recurramos a San Josemaría. La colecta de la Misa en su honor nos impulsa a pedir a Dios que también nosotros, por su intercesión y su ejemplo, sepamos cumplir fielmente el trabajo cotidiano en el Espíritu de Cristo; y, para configurarnos a Cristo, recurramos a la mediación de la Virgen, y así sirvamos con ardiente amor a la obra de la Redención[7]. Así sea.

[1] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Notas tomadas en una conversación, 13-IV-1974.

[2] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, n. 260.

[3] Ibid.

[4] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Notas tomadas en una conversación, 16-V-1960.

[5] JUAN PABLO II, Carta apost. Novo Millennio ineunte, 6-I-2001, n. 58.

[6] JUAN PABLO II, Homilía en la canonización de San Josemaría Escrivá, 6-X-2002.

[7] Misa de San Josemaría, Colecta.

Romana, n. 35, Julio-Diciembre 2002, p. 311-315.

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