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En la ordenación sacerdotal de diáconos de la Prelatura. Torreciudad,1-IX-2002

1. Desde tiempos inmemoriales, el pueblo cristiano tiene bien experimentado que los santuarios marianos son la casa de la Madre: lugares donde los hijos de Dios acuden llenos de cariño para honrar a la Virgen, confiarle sus necesidades y agradecerle los beneficios que les alcanza con su intercesión. Son también, como afirma el Papa Juan Pablo II, «auténticos Cenáculos, donde todas las categorías de los fieles tienen la posibilidad de recogerse en una intensa oración con María, la Madre de Jesús»[1].

Palabras del Santo Padre que se cumplen hoy de modo especial aquí, en el Santuario de Torreciudad, marco de esta ordenación sacerdotal de un grupo de diáconos de la Prelatura del Opus Dei. Con la indicación haced esto en memoria mía[2], pronunciada durante la Última Cena en el Cenáculo de Jerusalén, Jesucristo instituyó el sacerdocio y ordenó a los Apóstoles que transmitieran a otros hombres este don, junto con el Sacramento de la Eucaristía, hasta el final de los tiempos.

No consta que la Virgen se hallase en esos momentos en la sala alta de aquella casa de Jerusalén, donde Jesús se había reunido con los discípulos más íntimos para celebrar la Pascua. Pero podemos suponer que se encontraba muy cerca. Tanto la realidad histórica como la piedad nos autorizan a descubrir la cercanía silenciosa y discreta de Santa María, en el momento mismo en que nace el sacerdocio ministerial. Una presencia que resalta de modo bien patente pocas horas después, cuando el Señor —Sacerdote y Víctima— consuma su sacrificio cruento en el altar de la Cruz[3].

No queda la Virgen ajena al sacerdocio en la Iglesia, como no lo es a ninguna realidad del orden sobrenatural: Dios ha querido que todas las gracias merecidas por Jesús desciendan hasta nosotros por medio de María. Además, existe una relación muy íntima entre la Maternidad divina de la Virgen y el Sacerdocio de Cristo. «Es una realidad objetiva: asumiendo con la Encarnación la naturaleza humana, el Hijo eterno de Dios ha realizado la condición necesaria para convertirse, mediante su muerte y su resurrección, en Sacerdote único de la humanidad (...). Entre la maternidad de María y el sacerdocio de Cristo se ha establecido una íntima relación. De este hecho resulta la existencia de un lazo especial entre el sacerdocio ministerial y María Santísima»[4].

Tengamos muy presente esta realidad, y de modo especial vosotros, que estáis a punto de ser ordenados sacerdotes de Jesucristo. Recurrid a la Virgen en todas vuestras necesidades. Esforzaos por descubrir su presencia materna en los instantes más diversos de vuestra vida y, particularmente, cuando realicéis los actos propios del ministerio sacerdotal. En esos momentos —más aun en la administración del sacramento de la Penitencia y en la Santa Misa— no sois vosotros, sino Cristo mismo, el que directa e inmediatamente actúa en las almas, utilizándoos como instrumentos. Por eso, os aconsejo que meditéis con frecuencia aquellas palabras del Beato Josemaría, santo sacerdote: «todos los cristianos podemos y debemos ser no ya alter Christus, sino ipse Christus: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero en el sacerdote esto se da inmediatamente, de forma sacramental»[5].

Queridísimos ordenandos, dejad que os recuerde dos puntos circunstanciales, pero que entran en los designios de la Providencia: recibís el sacerdocio en el año del centenario del nacimiento del Beato Josemaría y de su canonización. Consideraos bien signados para que sigáis sus pasos: por vosotros rezó muy especialmente, al encomendar la santidad de sus hijos sacerdotes y de todos los presbíteros del mundo.

2. El Fundador del Opus Dei afirmaba también que la primera devoción mariana (...) es la Santa Misa. Bien anclado en el sentir de la Tradición de la Iglesia, lo razonaba del siguiente modo: «cada día, al bajar Cristo a las manos del sacerdote, se renueva su presencia real entre nosotros con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad: el mismo Cuerpo y la misma Sangre que tomó de las entrañas de María. En el Sacrificio del Altar, la participación de Nuestra Señora nos evoca el silencioso recato con que acompañó la vida de su Hijo, cuando andaba por la tierra de Palestina. La Santa Misa es una acción de la Trinidad: por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, el Hijo se ofrece en oblación redentora. En ese insondable misterio, se advierte, como entre velos, el rostro purísimo de María: Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo»[6].

Esta realidad tiene grandes consecuencias para la vida espiritual de todos. «El trato con Jesús, en el Sacrificio del Altar, trae consigo necesariamente el trato con María, su Madre»[7]. Y al revés: la devoción mariana empuja necesariamente a Jesús, a la Misa, al Sagrario. «En la raíz de la Eucaristía está la vida virginal y materna de María, su desbordante experiencia de Dios, su camino de fe y de amor», enseña el Romano Pontífice; y añade: «Si el Cuerpo que nosotros comemos y la Sangre que bebemos son el don inestimable del Señor resucitado para nosotros, viadores, lleva también consigo, como Pan fragante, el sabor y el perfume de la Virgen Madre»[8].

Esforcémonos, pues, en prepararnos para la Misa, en vivirla, y en dar gracias después de la Comunión, en estrecha unión con María Santísima. De este modo, la celebración o la asistencia al Santo Sacrificio nos traerá una eficacia sobrenatural extraordinaria, porque caminaremos muy cerca de nuestra Madre, que nos enseña a unirnos plenamente al Sacrificio de su Hijo. En el consentimiento de María a la Encarnación del Verbo, en efecto —explica Juan Pablo II—, «se puede reconocer una adhesión a la verdad sustancial del sacerdocio de Cristo y la aceptación a cooperar a su realización en el mundo»[9].

3. Todos los sacerdotes santos, a lo largo de los siglos, han sido conscientes de la peculiar intervención de María en la historia de su personal vocación. Lo mismo se puede decir de los seglares santos. El Beato Josemaría siempre atribuyó un papel de primer plano a la Virgen en el proceso de su llamada al sacerdocio, condición querida por Dios para el nacimiento y desarrollo de la Obra en el seno de la Iglesia. Tan clara era su conciencia de la peculiar actuación de nuestra Madre y Madre de Dios, que no dudaba en afirmar que recordaba «muchas pruebas palpables de la ayuda de la Madre de Dios: lo declaro abiertamente —escribía poco tiempo antes de su tránsito al Cielo— como un notario levanta acta, para dar testimonio, para que quede constancia de mi agradecimiento, para hacer fe de sucesos que no se hubieran verificado sin la gracia del Señor, que nos viene siempre por la intercesión de su Madre»[10].

Tengamos muy presente esta inefable realidad y actuemos en consecuencia. De modo especial, acudamos a la Virgen en este tiempo de preparación para el 6 de octubre, cuando el Santo Padre inscribirá al Beato Josemaría en el elenco de los Santos. En la conversión diaria, que considero como un requisito imprescindible para recibir con fruto tanta gracia de Dios, nuestra Madre del Cielo juega un papel preponderante. Supliquémosle esa gracia para cada una y cada uno de los que asistirán a la canonización en Roma, y para los que se unirán espiritualmente a ese acto desde sus casas. Lo pedimos de modo especial aquí, donde la Virgen se ocupa de acercar tantas almas a Jesús por medio de la Penitencia y de la Eucaristía. Aprovechemos los abundantes dones que Nuestra Señora de Torreciudad desea alcanzarnos.

Antes de terminar, felicito cordialmente a los padres, hermanos y amigos de los nuevos sacerdotes. Encomendadlos a la protección de la Madre de Dios, para que el ministerio que la Iglesia hoy les confía sea muy fructífero. Recemos para que sean —como quería el Beato Josemaría— «piadosos, doctos, fieles, alegres, deportistas en el terreno sobrenatural y en lo humano»[11]. Recemos por el Santo Padre Juan Pablo II y por todos los obispos, sacerdotes y diáconos; de modo especial, en este lugar, por mi querido hermano en el Episcopado, el Obispo de Barbastro. No dejemos de rogar diariamente a Dios que suscite muchas vocaciones de sacerdotes con hambre de santidad, indispensables para administrar el perdón divino, y para saciar las necesidades de todas las almas con el pan de la Palabra de Dios y con el Pan eucarístico.

De este modo, a pesar de las flaquezas y miserias propias de la condición humana, se hará realidad —con nuestra lucha personal y con nuestro apostolado, con la enseñanza de la doctrina y la gracia de los sacramentos— que los hombres lleguen a identificarse con Jesús. La Virgen Nuestra Señora nos facilita el cumplimiento de esa misión, porque «este endiosamiento, que la gracia nos confiere, es ahora consecuencia de que el Verbo ha asumido la naturaleza humana, en las purísimas entrañas de Santa María»[12]. Así sea.

[1] JUAN PABLO II, Alocución durante el Ángelus, 21-VI-1987.

[2] Cfr. Lc 22, 19; 1 Cor 11, 25.

[3] Cfr. Jn 19, 25-27.

[4] JUAN PABLO II, Discurso en la audiencia general, 30-VI-1993.

[5] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.

[6] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, La Virgen del Pilar, artículo póstumo en “Libro de Aragón”, 1976.

[7] Ibid.

[8] JUAN PABLO II, Alocución en el Ángelus, 5-VI-1983.

[9] JUAN PABLO II, Discurso en la audiencia general, 30-VI-1993,

[10] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, La Virgen del Pilar, artículo póstumo en “Libro de Aragón”, 1976.

[11] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Carta 28-III-1955, n. 38.

[12] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, La Virgen del Pilar, artículo póstumo en “Libro de Aragón”, 1976.

Romana, n. 35, Julio-Diciembre 2002, p. 302-305.

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