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“Testigo de amor”, artículo publicado en La Vanguardia con ocasión del último viaje del Papa a España. Barcelona (4-V-2003)

Hemos de agradecer a Juan, el joven discípulo de Jesús, que nos haya relatado al final de su evangelio el diálogo comprometedor entre Cristo resucitado y Pedro, que tiene lugar a orillas del lago Tiberíades, después de la pesca milagrosa. El Señor enciende un fuego y prepara un poco de pescado y de pan para esos siete discípulos suyos que han pasado la noche en la barca, dedicados a la dura faena de la pesca. Luego lleva aparte a Pedro y por tres veces le pregunta si le ama más que los otros. Simón contesta a las dos primeras interrogaciones diciendo simplemente que le ama. En la tercera ocasión, se entristece un poco y completa su respuesta: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo”. A la confesión de amor responde Jesús encomendando a Pedro la misión de cuidar a los suyos.

Desde ese momento y hasta el final de la historia, la misión de los sucesores de Pedro ha quedado ligada a la gran paradoja de la existencia humana: nos sabemos portadores de las más altas aspiraciones y a la vez experimentamos nuestra personal pequeñez y debilidad. El Hijo de Dios ha pedido a Pedro por tres veces una confesión de Amor, porque sólo mediante ese Amor al Maestro los sucesores del pescador de Galilea podrán servir y confirmar a sus hermanos.

El quinto viaje de Juan Pablo II a España me lleva a evocar estas páginas del evangelio de Juan. En nuestra época, donde un gran progreso tecnológico contrasta con profundas dudas ante el misterio del ser humano, Juan Pablo II no deja de iluminar la dimensión más radical de nuestro existir: la vocación al Amor. Escribo esta palabra con mayúscula no sólo porque comprende principalmente el Amor de Dios, sino también para resaltar su grandeza en todas sus nobles manifestaciones.

Testigo creíble

Algunas personas han expresado su dificultad para comprender la coherencia entre los diversos registros de la palabra de Juan Pablo II. En ciertos casos, han percibido como divergentes estos dos aspectos: sus enseñanzas diáfanas sobre la natalidad, el aborto, la eutanasia y el respeto a la vida; y por otro lado sus fuertes llamadas a la justicia y a la solidaridad social. Sin embargo, la vida y la palabra del Papa revelan una profunda coherencia que yo resumiría con brevedad: Juan Pablo II es un testigo creíble del Amor.

Dios nos ha concedido un sucesor de Pedro que, también con su experiencia sacerdotal y con su vocación de literato y filósofo, ha ayudado a comprender mejor la grandeza de la llamada divina al Amor. En un clima de desconfianza y de temor, nos ha invitado a cruzar el umbral de la esperanza y a cultivar —con la ayuda divina— una caridad generosa, limpia, gratuita. Ha puesto de relieve la grandeza de la unión matrimonial, como un don concedido por Dios para el Amor y la transmisión de la vida; ha iluminado —sin temores nacidos de un falso espiritualismo— el carácter esponsal del cuerpo humano; y, desde su vivencia de la paternidad espiritual, ha mostrado tanto la belleza del matrimonio como la fecundidad espléndida del celibato, acogido libremente como don de Dios.

En la Jornada Mundial de la Juventud del Gran Jubileo del Año 2000, fuimos testigos de la respuesta positiva de innumerables jóvenes a un Papa, ya anciano, que afirmaba la existencia humana como ser-para-la-Vida, en lugar del nihilismo de un ser-para-la-muerte; que les hablaba con persuasivo convencimiento del amor generoso que lleva al sacrificio del propio yo.

Pienso que este hilo conductor explica por qué el Papa ha cuidado tanto a las familias y por qué las considera base del progreso verdaderamente humano. No hay un cambio de registro cuando Juan Pablo II afronta otra dimensión fundamental de nuestra existencia: el trabajo. También aquí lo más importante apunta al crecimiento de la persona mediante una actividad profesional al servicio de los demás. Quedarse en los meros aspectos económicos conduce a empequeñecer al individuo, a reducirlo a un engranaje del proceso productivo. Muchas veces es necesario atreverse a cambiar ciertas estructuras, que pueden parecer prácticas, o pragmáticas, pero que coartan el libre desarrollo de las personas. Bien lo entendía el poeta catalán Joan Maragall: “Esfuérzate en tu quehacer / como si de cada detalle que pienses, / de cada palabra que digas, / de cada pieza que pongas, / de cada golpe de martillo que des, / dependiese la salvación de la humanidad / porque en efecto depende, créelo”.

Resuena la misma vocación al Amor cuando Juan Pablo II quiere saludar a cada persona que se le acerca, cuando sonríe al tomar en sus brazos y bendecir a un niño pequeño, cuando juega con el bastón o canta en sus encuentros con gente joven, buscando el diálogo con cada uno, aun siendo muchos millares. Por eso, su tono se hace particularmente serio al defender los derechos del hombre, al dar voz a los más débiles, como es el caso de muchos países africanos que se sienten abandonados. Su insistencia en hablar del hombre no como algo general o colectivo, sino en su singularidad irrepetible, ha contribuido a que nos percatemos de que, en rigor, las criaturas humanas no se pueden numerar: cada una tiene una dignidad y un valor inconmensurables.

Defender el Amor

Su constancia al recordar el deber moral de agotar con rectitud todos los medios posibles para resolver de modo pacífico los conflictos refleja igualmente su amor sin discriminaciones de ningún género. Por eso no deja de recordar aspectos de hondo calado: los dolores físicos y morales de la población civil, los resentimientos que agrían los corazones, las barreras que impiden la fraternidad. Si en ocasiones no se logra evitar el conflicto bélico, que es siempre una “derrota de la humanidad” (Discurso al Cuerpo diplomático, 13-I-2003), eso no significa que la palabra del Papa haya sido inútil. Quiere decir más bien que quizá no hemos buscado suficientemente la paz, en todas sus manifestaciones: la paz en las conciencias, en las familias, en el trabajo, en la vida pública.

Quisiera resaltar, por último, que Juan Pablo II defiende el Amor contra el más poderoso enemigo: el yo de cada uno, cuando se deja arrastrar por la debilidad y por el egoísmo. El Santo Padre logra entusiasmar, suscita decisiones profundas, facilita que los jóvenes descubran su vocación cristiana, porque su testimonio está respaldado por su vida, por su desgaste físico diario.

Desde hace 25 años es un testigo itinerante y creíble del Amor de Dios a cada ser humano. Más todavía en estos momentos, cuando su debilidad corporal permite ver mejor la fuerza de ese Amor divino en su vida. Muchas personas se remueven, especialmente en estos últimos tiempos, ante su entrega incondicional, que no es más que la intensificación de lo que viene practicando a lo largo de su pontificado: no se ahorra ningún esfuerzo, no se perdona ningún sacrificio. Si se emplean sólo criterios de eficacia no se pueden entender estas cosas de Dios.

La primera comunidad cristiana de Jerusalén ponía a los enfermos junto al camino de Pedro, para que al menos su sombra les tocase y quedasen curados. Pido a Dios que la sombra del paso de Juan Pablo II nos cure de nuestras dolencias y que sepamos aprender de este testigo creíble del Amor de Dios.

Romana, n. 36, Enero-Junio 2003, p. 124-126.

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