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En el acto de colación de tres doctorados “honoris causa” en la Universidad de Navarra. Pamplona, 17-I-2003

Eminentísimo Señor Cardenal, Dignísimas Autoridades, Ilustre Claustro de esta Universidad, Señoras y Señores.

En este curso académico 2002-2003 celebra la Universidad de Navarra sus primeros cincuenta años de vida, después de su prehistoria en el corazón sacerdotal de San Josemaría Escrivá, que preparaba esta hermosa realidad con su oración y con su sacrificio. Ciertamente para una institución universitaria, destinada a servir a la humanidad a lo largo de los siglos, cinco decenios no son muchos, pero si los miramos desde la duración habitual de la vida terrena del hombre, constituyen un periodo de tiempo digno de ser celebrado.

El primer modo de hacerlo es agradecer a la Santísima Trinidad la abundancia de sus dones inefables, concedidos por mediación de la Santísima Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra; y honda gratitud a San Josemaría, instrumento dócil en las manos de Dios, con su correspondencia magnánima a los impulsos divinos. Agradecimiento también a quienes, con filial confianza en nuestro Padre Dios y apoyados en la oración del Fundador, vivieron la aventura de comenzar esta universidad sin medios humanos, que se vio correspondida por el apoyo y el aliento de las instituciones de Navarra, a las que va, una vez más, mi reconocimiento de todo corazón. Gracias, también, a los que han venido después y la llevan adelante con el mismo espíritu. No es posible mencionaros a todos, pero pienso que os sentiréis bien representados, si dirijo mi recuerdo agradecido al primer Rector, el Profesor Ismael Sánchez Bella.

Era natural que esta celebración incluyese, como parte importante, uno de los actos más significativos de la vida académica: recibir en el Claustro de Doctores de esta alma mater algunas personalidades de gran relieve universitario que, enriqueciendo la corporación de maestros y alumnos, constituyen un estímulo para proseguir la tarea de búsqueda de la verdad con ilusión renovada, y con unas metas muy altas al servicio de todos los hombres.

Para nosotros, es un motivo de profunda alegría acoger a los tres nuevos doctores en nuestra corporación universitaria.

La Doctora Mary Ann Glendon, Profesora de la Universidad de Harvard, ha alcanzado una excelencia académica extraordinaria en el saber jurídico, que le ha permitido afrontar —con indiscutida competencia— cuestiones vitales en las presentes circunstancias de la vida humana y del concierto de las naciones. Ha profundizado en los derechos humanos, con la mirada puesta en la dignidad de la persona, a través de numerosas publicaciones que han tratado, entre otros temas, de la vida política, de la familia, del divorcio y del aborto, y que han recibido prestigiosos premios. Todos recordamos con agradecimiento su actuación, llena de gran calidad jurídica y de espíritu de servicio a la humanidad, al dirigir la Delegación de la Santa Sede en la Cuarta Conferencia de las Naciones Unidas sobre la mujer, en Pekín.

El Profesor Anthony Kelly, de la Universidad de Cambridge, se ha dedicado, con un prestigio internacionalmente reconocido, a la investigación sobre los materiales compuestos. En este campo de la física, tan importante para el progreso de la vida humana, ha escrito publicaciones de alta calidad; ha sido Presidente del Instituto de Metales de su universidad; ha colaborado con varias Universidades como Visiting Professor; ha participado en la vida profesional de varias empresas con funciones directivas. Su vida académica, jalonada de numerosos premios y reconocimientos internacionales, se ha caracterizado por el afán de servicio, que le lleva a una abnegada labor de formación de discípulos y a compartir su saber.

El Cardenal Antonio María Rouco, Arzobispo de Madrid y Presidente de la Conferencia Episcopal Española, constituye un ejemplo de sacerdote con gran sentido universitario. El servicio a la Iglesia y su amor a la verdad, le han llevado al ejercicio de la investigación y de la docencia en el campo teológico —especialmente en la Teología Fundamental y en la Eclesiología—, y en el campo jurídico, en las Universidades de Munich y de Salamanca. En sus numerosas publicaciones destaca la particular profundidad con que ha tratado el tema de las relaciones Iglesia-Estado. Esta alma mater también se ha beneficiado de sus enseñanzas, mediante su participación personal en actividades académicas y publicaciones organizadas en Pamplona. Siguiendo una larga tradición de servicio eclesial, de los grandes maestros en los saberes acerca de la Revelación divina, también en su caso la experiencia y la mentalidad universitaria han supuesto una riqueza para la Iglesia y se advierten en la fecundidad de su acción pastoral, primero en Santiago de Compostela y luego en Madrid. El Santo Padre Juan Pablo II le ha nombrado miembro de numerosos dicasterios de la Curia Romana y le ha confiado responsabilidades importantes en la Asamblea del Sínodo de Obispos dedicada a la formación de los sacerdotes.

El ejemplo de estos ilustres maestros en varias ramas del saber, nos impulsa a reflexionar sobre algunos aspectos del quehacer universitario en el contexto de la celebración del quincuagésimo aniversario de esta Universidad, que acontece en un momento de profundos cambios sociales. La institución universitaria no debe permanecer nunca al margen de los avatares históricos de la cultura humana. Una de sus misiones es estudiar y valorar las tendencias y orientaciones que nacen o se consolidan, para poder así contribuir, de manera incisiva, al progreso personal y social con aportaciones científicamente fundadas. San Josemaría espoleó a esta universidad a saber estar «en el mismo origen de los rectos cambios que se dan en la vida de la sociedad»[1].

Algunos aspectos de la presente dinámica social y de los adelantos técnicos en la comunicación, empujan hacia un mayor contacto entre los diversos saberes, para superar los efectos de la fragmentación y del consiguiente aislamiento. En la Encíclica Fides et Ratio, Juan Pablo II escribe a este propósito: «Asumiendo lo que los Sumos Pontífices desde hace algún tiempo no dejan de enseñar y el mismo Concilio Ecuménico Vaticano II ha afirmado, deseo expresar firmemente la convicción de que el hombre es capaz de llegar a una visión unitaria y orgánica del saber. Éste es uno de los cometidos que el pensamiento cristiano deberá afrontar a lo largo del próximo milenio de la era cristiana. El aspecto sectorial del saber, en la medida en que comporta un acercamiento parcial a la verdad con la consiguiente fragmentación del sentido, impide la unidad interior del hombre contemporáneo»[2].

Además de esta profunda necesidad, que incide en la autoconciencia de un gran número de personas y, por tanto, en carencias antropológicas patentes en muchos de los problemas de la vida social y familiar, los desafíos que la sociedad plantea al hombre de ciencia requieren una fuerte colaboración interdisciplinar y una creciente mentalidad de trabajo en equipo. Siguiendo las enseñanzas de San Josemaría y las de mi predecesor S.E.R. Mons. Álvaro del Portillo, siempre he procurado —como Gran Canciller— impulsar el ejercicio de la interdisciplinaridad, con la conciencia de que implica un esfuerzo continuado por superar moldes sectoriales fuertemente arraigados en no pocas instituciones universitarias.

Ante los intentos de lograr una unidad de los saberes por medio de un reduccionismo a nivel material, cobra nueva luz el sentido humanista de la Universidad, como empresa altísima al servicio de la persona humana en todas sus dimensiones. El Fundador y primer Gran Canciller de esta alma mater afirmaba: «la Universidad tiene como su más alta misión el servicio a los hombres, el ser fermento de la sociedad en que vive: por eso debe investigar la verdad en todos los campos, desde la Teología, ciencia de la fe, llamada a considerar verdades siempre actuales, hasta las demás ciencias del espíritu y de la naturaleza»[3].

Toda auténtica universidad se caracteriza por la universalidad en la búsqueda de la verdad. De ahí que todos los saberes sean importantes y que cada uno cumpla un papel insustituible. De ahí también que, desde sus orígenes, sea esencial a la universidad el cultivo de las humanidades, y especialmente —por su peculiar función sapiencial— de la filosofía y la teología. La luz que viene de Cristo no provoca una herida a la naturaleza propia de lo creado. Al contrario: así como la gracia no contraría ni deforma el orden natural, sino que lo sana y lo eleva, también en la dimensión intelectual la luz de la fe y su prolongación en la sabiduría teológica iluminan y potencian la naturaleza humana y, más en general, toda la creación, preservándola de las amenazas degradantes que provienen del pecado.

Juan Pablo II ha indicado que «esta dimensión sapiencial se hace hoy más indispensable en la medida en que el crecimiento inmenso del poder técnico de la humanidad requiere una conciencia renovada y aguda de los valores últimos. Si a estos medios técnicos les faltara la ordenación hacia un fin no meramente utilitarista, pronto podrían revelarse inhumanos, e incluso transformarse en potenciales destructores del género humano»[4].

Un renovado empeño en la práctica interdisciplinar permitirá afrontar cuestiones actuales de gran importancia que afectan a la dignidad del hombre: la protección y el cuidado de la vida humana desde los comienzos, el matrimonio y la familia, la ecología, los interrogantes éticos planteados por el desarrollo tecnológico, los problemas de justicia, de paz y de derechos humanos en general.

En la Carta apostólica Novo Millennio ineunte, Juan Pablo II impulsa a trabajar en estas cuestiones, de modo que sea patente que se trata de exigencias de la naturaleza humana: «Para la eficacia del testimonio cristiano, especialmente en estos campos delicados y controvertidos, es importante hacer un gran esfuerzo para explicar adecuadamente los motivos de las posiciones de la Iglesia, subrayando sobre todo que no se trata de imponer a los no creyentes una perspectiva de fe, sino de interpretar y defender los valores radicados en la naturaleza misma del ser humano. La caridad se convertirá entonces necesariamente en servicio a la cultura, a la política, a la economía, a la familia, para que en todas partes se respeten los principios fundamentales, de los que depende el destino del ser humano y el futuro de la civilización»[5].

Es bien sabido que en diversos países la institución universitaria está sujeta a presiones legislativas, económicas y culturales, creando un proceso de reforma que reduce el fin de las universidades a la sola preparación de profesionales para concretas necesidades sociales. Con esa lógica, con frecuencia se separan la investigación y la docencia, y se abandonan las humanidades. La difusión de esta tendencia significaría privar a la sociedad de uno de sus más importantes instrumentos de progreso humano.

La universidad es un lugar de libertad solidaria, de fraterno servicio al hombre, donde se busca avanzar en el conocimiento de la realidad para el bien común, pero con la necesaria autonomía para no convertirse en un engranaje más de un poder económico o político.

«La Universidad no vive de espaldas a ninguna incertidumbre, a ninguna inquietud, a ninguna necesidad de los hombres. No es misión suya ofrecer soluciones inmediatas. Pero, al estudiar con profundidad científica los problemas, remueve también los corazones, espolea la pasividad, despierta fuerzas que dormitan, y forma ciudadanos dispuestos a construir una sociedad más justa»[6].

Los cincuenta años de esta alma mater evocan el recuerdo de sus comienzos y el espíritu fundacional legado por San Josemaría Escrivá. Bajo su orientación, los primeros iniciadores de la Universidad no contaban con medios materiales, pero tenían muy clara su misión: comenzaban una universidad, en la que —por su propia naturaleza— la investigación era fundamento de la docencia. Y así ha sido desde el primer momento. Además, de modo progresivo, con la generosa ayuda de tantas personas e instituciones que entienden la importancia capital del apostolado de la inteligencia[7], os habéis propuesto programas de investigación cada vez más altos y avanzados en todos los terrenos. Sin cómodos conformismos, hay que adelantar en todos los campos del conocimiento —ciencias del espíritu y de la naturaleza—, mirando especialmente a los problemas actuales y a los que se avizoran en el futuro, convencidos de que no es posible progresar sin un adecuado saber de la propia historia pasada y del presente en que vivimos.

La cooperación interdisciplinar de los saberes humanísticos, científicos y técnicos en proyectos de investigación redunda en un servicio más cualificado a la sociedad, y en una mejor preparación antropológicamente más rica de los alumnos. La competencia profesional de los estudiantes no es suficiente, pues necesitan crecer también en humanidad y en sentido cristiano, para poder servir a los demás de modo adecuado a la dignidad de las personas. Se trata de uno de los desafíos de nuestro tiempo para crear una nueva cultura humanista potenciada por la Cruz y la Resurrección de Cristo. Mi predecesor, S.E.R. Mons. Álvaro del Portillo, decía en esta sede en 1994: «Con mentalidad abierta a la universalidad del saber y con la generosidad de gastar su tiempo en la atención de cada estudiante, los profesores sabrán transmitir a los alumnos —por medio del ejemplo de su vida y la fuerza de sus palabras— las convicciones necesarias para combatir gozosamente el egoísmo particular y embarcarse en la aventura de entusiasmar nuevamente a un mundo cansado»[8].

Cuando el paso de los años podría implicar el riesgo de erosionar el impulso inicial, me alegra comprobar que la Universidad de Navarra se renueva constantemente y afronta los sucesivos recambios generacionales, teniendo presente la prioridad siempre actual de la formación de los nuevos profesores. También aquí se pone de manifiesto la importancia del trabajo en equipo, que no está en alternativa con la creatividad propia de un intelectual. Con la suma de esfuerzos, la personalidad de cada uno se ve enriquecida y se llega más lejos. La todavía breve historia de esta alma mater nos reafirma en la convicción de que, sin olvidar los necesarios medios materiales, el mayor tesoro son las personas que hacen la universidad —los profesores, los alumnos, los gestores y administradores, los trabajadores que atienden la parte material—, junto con el espíritu que las anima y la unidad entre todos.

Entre los nuevos Doctores vemos encarnados estos ideales universitarios, que ellos están viviendo con excelencia en nuestra misma situación cultural. Les agradecemos su ejemplo y estímulo para no detener nuestro caminar hacia metas cada vez más adecuadas a las necesidades de nuestro tiempo.

En esta encrucijada de la historia —llena de esperanzas y en medio de oscuridades— sentimos la responsabilidad de mantener ardiente y fuerte el espíritu universitario, que nos ha legado San Josemaría Escrivá. La Santísima Virgen, Asiento de la Sabiduría y Madre del Amor hermoso nos alcanzará de la Santísima Trinidad la luz y la fuerza necesarias para emprender esta nueva etapa de la universidad de Navarra.

[1] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Carta 14-II-1950, n. 21.

[2] JUAN PABLO II, Carta enc. Fides et Ratio, 14-IX-1998, n. 85.

[3] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Discurso en la ceremonia de investidura de doctores “honoris causa, 7-X-1967, en Josemaría Escrivá de Balaguer y la Universidad, Eunsa, 1993, p. 90.

[4] JUAN PABLO II, Carta enc. Fides et Ratio, 14-IX-1998, n. 98.

[5] JUAN PABLO II, Carta apost. Novo Millennio ineunte, 6-I-2001, n. 51.

[6] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Discurso en la ceremonia de investidura de doctores “honoris causa, 7-X-1967, en Josemaría Escrivá de Balaguer y la Universidad, Eunsa, 1993, p. 98.

[7] Cfr. SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, nn. 467 y 978.

[8] MONS. ÁLVARO DEL PORTILLO, Discurso en la investidura de doctores “honoris causa”, 29-I-1994, en “Romana” 18 (1994) 93.

Romana, n. 36, Enero-Junio 2003, p. 105-110.

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