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En la ceremonia de confirmación celebrada en la parroquia de San Juan Bautista en el Collatino. Roma, 18-V-2003

Queridos hermanos y hermanas.

1. Una vez más, tengo la dicha de administrar el sacramento de la Confirmación a un numeroso grupo de personas, jóvenes y adultos, en esta querida parroquia de San Giovanni Battista al Collatino. Para un obispo, sucesor de los Apóstoles, la posibilidad de transmitir el don del Espíritu Santo, es siempre motivo de una gran alegría.

Hoy es quinto Domingo de Pascua. A lo largo de estas semanas hemos hecho nuestra la alegría experimentada por los Apóstoles al ver junto a ellos a Jesucristo, que había resucitado de entre los muertos. Eran los albores de la Iglesia: comienzos llenos de asombro jubiloso, pero aún indecisos. El Señor transcurría largos ratos con los discípulos, enseñándoles tantas cosas, pero era una situación claramente transitoria. Sólo el día de Pentecostés, después de la Ascensión del Señor, el Espíritu del Padre y del Hijo descendió visiblemente sobre aquellos primeros, transformándolos. La Iglesia, que hasta ese momento era como una criatura recién nacida, de repente adquirió madurez. Los Apóstoles, que hasta entonces no se atrevían a hablar públicamente de Jesús, se llenaron como nunca de fortaleza y, valientes y decididos, se lanzaron por las calles y plazas de Jerusalén para anunciar sin miedo que Jesús es el Hijo de Dios, que hay que creer en Él para salvarse, que hay cumplir con amor todo lo que nos ha mandado.

Lo que sucedió entonces a la Iglesia en su conjunto ha de repetirse en cada cristiano. «Así como la Pascua encuentra su perfeccionamiento en Pentecostés —dice el Santo Padre—, así el sacramento del Bautismo se perfecciona en la Confirmación. En cada bautizado, mediante la Confirmación, por obra del Espíritu Santo, ha de confirmarse una madurez en la fe semejante a la que se manifestó en los Apóstoles el día de Pentecostés»[1].

Estas palabras del Papa ilustran el profundo significado de esta ceremonia. El sacramento de la Confirmación confiere la madurez cristiana, hace crecer espiritualmente, nos vuelve idóneos para asumir la responsabilidad de ser testigos de Cristo. Tenemos especial necesidad en un mundo donde ser coherente con la fe, seguir fielmente las enseñanzas de Cristo, no sólo no resulta fácil, sino que requiere sacrificio, esfuerzo, heroísmo. No es posible vivir bien la fe sin la ayuda del Espíritu Santo.

2. Todos vosotros, queridos confirmandos, habéis aprendido en la catequesis cuáles son los efectos más importantes de este sacramento. El don especial del Espíritu Santo que os disponéis a recibir —como los Apóstoles el día de Pentecostés— os unirá más estrechamente a Cristo; os radicará más profundamente en la filiación divina, gracias a la cual podemos exclamar: “Abbá, Padre”, dirigiéndonos a Dios como a un Padre lleno de cariño; reforzará vuestros lazos con la Iglesia, de la que pasaréis a ser miembros adultos, obligados a defender el nombre de Cristo con la palabra y las acciones; os dará fuerzas para no avergonzaros nunca de la Cruz de Cristo y, más aún, para estar santamente orgullosos de vuestra condición cristiana[2].

Cuando los padrinos y las madrinas, testigos de la Confirmación, pongan su mano sobre vuestros hombros, considerad el profundo significado de este gesto: es expresión de la continuidad de la fe y del testimonio cristiano, que pasa de generación en generación en la Iglesia desde el día de Pentecostés. Es como en las carreras de relevos, cuando un atleta pasa a otro el testigo y así hasta la llegada a la meta. A partir hoy deberéis correr con más empeño en la vida espiritual, que de algún modo se puede comparar a la vida deportiva. Estáis a punto de adquirir este compromiso ante Dios, pero, sobre todo, el Señor mismo os asegura su ayuda con la Confirmación. Y como la fe es operativa, os esforzaréis por impregnar con ella toda vuestra existencia. Ante todos vosotros se presentan dos campos principales en los que podéis y debéis ejercitar las nuevas responsabilidades: la familia y el mundo del trabajo (o del estudio para los más jóvenes).

Llevad la alegría cristiana al seno de vuestras familias. Los jóvenes habéis de ser respetuosos con vuestros padres, obedecerles —como Jesús obedecía a María y a José—, mostraros disponibles para ayudar en las tareas de la casa. Los que ya sois adultos, y os preparáis quizá a formar vuestro propio hogar, no olvidéis que el amor, para que sea duradero, no puede reducirse al sentimiento. El verdadero amor tiene como característica específica la capacidad de olvidarse de sí y es fiel hasta la muerte. Para todo esto se precisa la fortaleza que sólo puede dar el Espíritu Santo.

En el trabajo o en el estudio, debéis comportaros del modo adecuando a vuestra dignidad de cristianos. Trabajad o estudiad con seriedad, sabiendo que de este modo, además de conseguir los medios materiales necesarios para la vida, podéis influir positivamente en los demás. ¡Cuánta gente se os acercará para pediros un consejo profesional y luego, atraídos por vuestro ejemplo, acabarán por abrir su alma en busca de una orientación que puede cambiar el rumbo de sus vidas! La primera lectura de la Misa de hoy nos ha ofrecido un ejemplo bien claro. Cuando Saulo, después de la conversión, trataba de unirse a los otros cristianos, todos huían de él: no creían que fuese verdadero discípulo, ya que hasta poco tiempo antes perseguía a los cristianos. La lealtad de un buen amigo, Bernabé, disipó esa desconfianza y, de este modo, Saulo de Tarso fue universalmente reconocido como Pablo, el Apóstol de los gentiles[3].

3. El Bautismo y la Confirmación impulsan, por su misma naturaleza, a la Eucaristía. Por eso, una persona que ha recibido estos sacramentos ha de sentir la necesidad de comulgar con frecuencia, confesándose previamente siempre que sea necesario. Juan Pablo II ha enviado recientemente a todos los cristianos una carta encíclica sobre la Eucaristía; la firmó el pasado Jueves Santo. En ese documento, que os animo a leer y meditar, el Santo Padre muestra cómo la Iglesia se edifica y crece día tras día gracias precisamente a la Eucaristía. Y explica así la razón más profunda: porque en cada Misa se hace presente con toda su actualidad y fuerza salvífica el Sacrificio del Calvario, por el que Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre en las entrañas purísimas de la Virgen María, nos ha obtenido el perdón de los pecados y nos ha hecho hijos de Dios.

Desde ahora, queridos confirmandos —y de igual modo todos los aquí presentes—, cada domingo, cuando participéis en la Santa Misa, pensad que esa reunión de la Iglesia como familia de Dios es algo muy grande, infinitamente importante: es el instante supremo —como afirmaba San Josemaría Escrivá— en el que «el tiempo se une con la eternidad»[4]; el momento en que «Jesús, con gesto de sacerdote eterno, atrae hacia sí todas las cosas, para colocarlas, divino afflante Spiritu, con el soplo del Espíritu Santo, en la presencia de Dios Padre»[5]. Y así como Santa María estuvo íntimamente asociada al sacrificio de Jesús en la Cruz, así ahora, cuando el sacerdote —¡que no es don fulano o don mengano; es Cristo!— celebra la Santa Misa, también María, de modo misterioso, está presente e intercede con sus súplicas, para que cada uno de nosotros pueda obtener todo el fruto espiritual que se encierra en el Santo Sacrificio.

Me he referido en varias ocasiones al Papa. No olvidemos que hoy cumple ochenta y tres años. Todos somos testigos de la generosidad con que el Santo Padre gasta sus energías en servicio de la Iglesia y de la humanidad entera, sin ahorrarse sacrificios.

Intensifiquemos nuestra unión con el Papa mediante la oración y el ofrecimiento de alguna pequeña mortificación. Además, estamos preparando el vigésimo quinto aniversario de su pontificado y nos encontramos en el mes de mayo, en el que los cristianos sentimos el cariñoso deber de ofrecer a la Virgen alguna florecilla, en señal de agradecimiento y también en petición de favores celestiales. El rezo del Rosario en familia, que Juan Pablo II ha recomendado durante este año dedicado a esa devoción mariana, será una manera excelente de acordarnos de la persona y las intenciones del Papa. Así sea.

[1] JUAN PABLO II, Homilía en la administración de la Confirmación, 31-V-1987.

[2] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1303.

[3] Segunda lectura (cfr. Hch 9, 26-31).

[4] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 94

[5] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 94

Romana, n. 36, Enero-Junio 2003, p. 89-92.

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