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En la Misa del primer aniversario de la canonización de San Josemaría Escrivá, Basílica de San Eugenio. Roma, 6-X-2003

1. Queridísimos, ha pasado un año desde el día feliz de la canonización de San Josemaría Escrivá. No puedo dejar de recordar que, durante los largos meses de preparación espiritual para ese acontecimiento de gracia, mi pensamiento se detenía con frecuencia en un punto: la canonización debería ser un nuevo encuentro con Dios a través de la mediación de este santo sacerdote; debía ser, por tanto, una verdadera y profunda conversión personal.

Y así fue. El 6 de octubre de 2002, en la Plaza de San Pedro, se hizo más fuerte en todos nosotros la certeza de que el Cielo es nuestro puerto definitivo, el lugar donde Dios nos espera, la meta de nuestra vida. Desde el tapiz que colgaba en la fachada de la basílica vaticana, el rostro sonriente de San Josemaría, dirigido a cada uno de nosotros, nos comunicaba el núcleo de su mensaje: la llamada universal a la santidad.

La invitación del Santo Padre en la homilía de la Misa, nos ayudó a formular un propósito sincero: «Elevar el mundo hacia Dios y transformarlo desde dentro: he aquí el ideal que el Santo Fundador os indica (...). Él continúa recordándoos la necesidad de no dejaros atemorizar ante una cultura materialista, que amenaza con disolver la identidad más genuina de los discípulos de Cristo. Le gustaba reiterar con vigor que la fe cristiana se opone al conformismo y a la inercia interior.

»Siguiendo sus huellas, difundid en la sociedad, sin distinción de raza, clase, cultura o edad, la conciencia de que todos estamos llamados a la santidad. Esforzaos por ser santos vosotros mismos en primer lugar, cultivando un estilo evangélico de humildad y servicio, de abandono en la Providencia y de escucha constante de la voz del Espíritu. De este modo, seréis “sal de la tierra” (cfr. Mt 5, 13) y brillará “vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Ibid. 16)»[1].

Para que este propósito se convierta en realidad, debe manifestarse desde el primer momento en actos de contrición por las faltas grandes o pequeñas que hay en nuestras obras, por la pobreza con la que respondemos a los dones de Dios. Esta es la perspectiva cotidiana, práctica, desde la que hemos de enfocar la conversión. En este sentido, hoy quiero formular, para todos nosotros, el deseo de que el 6 de octubre sea una fecha que no se borre nunca de nuestra memoria. Una de las enseñanzas más constantes en la predicación de San Josemaría, no lo olvidemos, es ésta: “Precisamente tu vida interior debe ser eso: comenzar... y recomenzar”[2].

2. Otro pensamiento que acudía a mi mente durante los meses de preparación era éste: el 6 de octubre iba a ser una fiesta de toda la Iglesia. San Josemaría pertenece al patrimonio de santidad que constituye la insondable riqueza del misterio de la Iglesia: su doctrina y su ejemplo nos indican una vía que todos nosotros — hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, sacerdotes y laicos, intelectuales y trabajadores manuales, sanos y enfermos, casados, célibes o viudos — estamos llamados a recorrer: «Elevar el mundo hacia Dios y transformarlo desde dentro», según la expresión usada por el Papa.

Un santo de toda la Iglesia. Esta idea se percibe con claridad en las palabras pronunciadas por Juan Pablo II al día siguiente de la canonización: «San Josemaría fue elegido por el Señor para anunciar la llamada universal a la santidad y para indicar que la vida de todos los días, las actividades comunes, son camino de santificación. Se podría decir que fue el santo de lo ordinario. En efecto, estaba convencido de que, para quien vive en una perspectiva de fe, todo ofrece ocasión de un encuentro con Dios, todo se convierte en estímulo para la oración. La vida diaria, vista así, revela una grandeza insospechada. La santidad está realmente al alcance de todos»[3].

Tantos acontecimientos, grandes y pequeños, ocurridos durante este año, han sancionado esa realidad con la fuerza de los hechos. Hemos recibido innumerables testimonios, provenientes del mundo entero y de todo tipo de personas, que demuestran cuánta gente acude, desde cualquier lugar, a su intercesión ante Dios, y recibe favores espirituales y materiales; en ocasiones, auténticos milagros. La devoción a San Josemaría se ha extendido aún más en estos meses apenas transcurridos, y nos estimula a ser cristianos coherentes, sin dejaciones.

3. Deseo añadir una consideración, consoladora y exigente al mismo tiempo. Este santo, este sacerdote que goza de tan gran poder de intercesión ante Dios, continúa ejercitando —sobre cada uno de nosotros — la paternidad que poseía cuando estaba en la tierra, y que era una característica muy específica de su personalidad humana y espiritual. Escuchemos una vez más al Santo Padre: «Escrivá de Balaguer fue un santo de gran humanidad. Todos los que lo trataron, de cualquier cultura o condición social, lo sintieron como un padre, entregado totalmente al servicio de los demás, porque estaba convencido de que cada alma es un tesoro maravilloso; en efecto, cada hombre vale toda la sangre de Cristo»[4].

Podemos tener, pues, la certeza de que desde el Cielo se ocupa de nosotros, vela, reza para que seamos fieles a los planes de Dios. Con la gracia divina, a pesar de nuestras limitaciones, cualquier meta espiritual se nos presenta asequible. La santidad no es una utopía. Moverse guiados por esta esperanza no es un sueño imposible. Es verdad: la santidad se alcanza en lo cotidiano, ha enseñado San Josemaría; pero lo ordinario no la convierte en algo trivial. Santidad es plenitud de amor. Y el amor no deja espacio a la mediocridad ni a la rutina. El cristiano debe volar alto.

Pero es una certeza comprometedora. El vínculo filial que nos une a San Josemaría es inseparable de su figura y de su historia; la figura y la historia de un hombre que se ha santificado cumpliendo sin reservas la misión que Dios le confió. Sobre este aspecto también habló el Papa en su discurso: «En el Fundador del Opus Dei destaca el amor a la voluntad de Dios. Existe un criterio seguro de santidad: la fidelidad en el cumplimiento de la voluntad divina hasta las últimas consecuencias. El Señor tiene un proyecto para cada uno de nosotros; a cada uno confía una misión en la tierra. El santo no logra ni siquiera concebirse a sí mismo fuera del designio de Dios: vive sólo para realizarlo»[5].

Por lo tanto, San Josemaría nos habla de fidelidad a la vocación que Dios nos ha dado a cada uno, nos habla de perseverancia, del deber de corresponder a la gracia de Dios que nos viene del Cielo en cada circunstancia. En la vida del cristiano, don y esfuerzo personal se entrecruzan sin poder separarse.

4. Hace pocos días, hemos recordado el septuagésimo quinto aniversario de la fundación del Opus Dei. Para una institución que debe durar siglos, setenta y cinco años son sólo el inicio. Nuestro santo Fundador estaba convencidos de que cuando el Señor proyecta una obra, elige instrumentos absolutamente desproporcionados, inadecuados, para que se vea que la obra es suya.

Nosotros, y tantas almas del mundo entero que se alimentan del espíritu de la Obra, somos esos instrumentos. hemos de suplicar perseverantemente la ayuda de Dios, conscientes de nuestra poquedad, y agradecerle los frutos que nos concede. El mejor modo de expresar esta gratitud, será amar cada día más los sacramentos, custodiar celosamente —junto a todos nuestros hermanos en la fe— los bienes con los que Dios ha querido enriquecer a su Iglesia.

Permitidme recordar al menos uno de estos bienes: la estrecha unión, verdadera devoción filial al Papa, que San Josemaría nos ha enseñado. Esta unión constituye un baluarte capaz de defender la fe de los cristianos frente a los influjos de una secularización que pretende anegarlo todo.

Dentro de pocos días, el 16 de este mes, en unión con todos los católicos y con muchísimos otros hombres y mujeres de buena voluntad, celebraremos el vigésimo quinto aniversario de la elección de Juan Pablo II como Sucesor de Pedro. En esta efeméride querría que todos sintiéramos el deber de ofrecer nuestra oración, nuestra mortificación y nuestro trabajo por el Papa, por sus intenciones, por su salud. Pero no sólo eso: querría que nos sintiéramos también directamente interpelados por el testimonio de su adhesión a la Cruz, cada vez más evidente. En el Santo Padre vemos hoy, de un modo elocuente, el rostro de Cristo que sufre, que carga sobre sí, por la vía del Calvario, el peso de toda la humanidad, tan necesitada de redención. La unión con el Papa, en estos momentos, significa sobre todo generosidad para llevar junto a él, sin quejas, con obstinación santa, con amor, con dignidad, cada día, nuestros sufrimientos personales, participando en la Cruz de Jesucristo.

Pidamos a la Santísima Virgen, erguida sobre la cumbre del Gólgota, que vele con afecto maternal sobre el Papa y que nos lo conserve durante mucho tiempo, para el bien de la Iglesia y de toda la humanidad.

Así sea.

[1] JUAN PABLO II, Homilía durante la canonización de San Josemaría, 6-X-2002.

[2] SAN JOSEMARÍA, Camino, n. 292.

[3] JUAN PABLO II, Discurso durante la audiencia por la canonización de San Josemaría, 7-X-2002.

[4] JUAN PABLO II, Discurso durante la audiencia por la canonización de San Josemaría, 7-X-2002.

[5] JUAN PABLO II, Discurso durante la audiencia por la canonización de San Josemaría, 7-X-2002.

Romana, n. 37, Julio-Diciembre 2003, p. 35-38.

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