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En la apertura del curso académico de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, Roma, 11-X-2004

Excelentísimas e ilustrísimas Autoridades,

Profesores, alumnos y personal de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz,

Señoras y Señores.

Nos hemos dado cita una vez más en el Palacio del Apolinar con motivo del comienzo del nuevo año académico. Pienso que las festividades que nos propone cada año —tanto en el calendario civil como en el litúrgico— son particularmente propicias para considerar con tranquilidad nuestra actividad cotidiana, a menudo marcada por ritmos acelerados y plazos urgentes, y para retomarla enseguida con mayor vigor e impulso. A veces, una fecha determinada representa como una meta, un objetivo a veces pequeño pero significativo por todo el trabajo que la ha precedido y preparado. Entonces nos damos cuenta de que toda empresa humana, para llevarse a cabo, necesita de muchas jornadas de trabajo, de muchas horas de esfuerzo y de sacrificio por parte de muchas personas.

Esta reflexión me ha venido espontáneamente porque hoy inauguramos el vigésimo primer año de actividad de nuestra Universidad. En tiempos pasados, en la vida de los jóvenes, llegar a esta edad significaba alcanzar la mayoría de edad y quizás incluso el inicio de una vida independiente en el plano social y profesional. En cambio, para una universidad, veinte años constituyen un período muy breve, en el que apenas se han podido dar los primeros pasos.

Sin embargo, en primer lugar es justo alzar el corazón a Dios, para agradecerle los dones recibidos en estos años. Me parece obligado, además, manifestar un reconocimiento público a todos aquellos que, con generosidad y abnegación, han permitido a la Universidad llegar con paso ágil y veloz a este momento. Pienso en cuantos han trabajado y trabajan como profesores o en tareas organizativas y administrativas, así como en tantos bienhechores de todo el mundo que han captado la eficacia del servicio que la Pontifica Universidad de la Santa Cruz está prestando a la Iglesia. Pienso también en los obispos y en los estudiantes de los cinco Continentes que han querido compartir con nosotros la apasionante aventura de la docencia y de la investigación en las ciencias sagradas, tan necesaria para estar a la altura de la nueva evangelización a la que nos llama continuamente el Santo Padre, Juan Pablo II.

Evidentemente no puedo detenerme a mencionar, uno por uno, a todos aquellos hacia quienes sentimos este debido agradecimiento, aunque ciertamente están presentes cada día en nuestras oraciones. No sería justo, sin embargo, omitir un explícito agradecimiento a su Excelencia Reverendísima Mons. Álvaro del Portillo, primer Prelado del Opus Dei e iniciador y artífice, en calidad de Gran Canciller, de la Universidad de la Santa Cruz, iniciativa con la que quiso secundar el proyecto que San Josemaría albergaba en el corazón desde hacía muchos años.

Como es sabido, el pasado 20 de marzo tuvo lugar, precisamente en esta aula en la que ahora nos encontramos, la sesión inaugural del Tribunal de la Prelatura del Opus Dei que ha de llevar adelante, paralelamente con un tribunal análogo del Vicariato de Roma, la instrucción de la causa de canonización del Siervo de Dios Álvaro del Portillo. Como recordé en aquella ocasión, esta Causa no persigue ninguna gloria humana para el Opus Dei, sino el bien de la Iglesia y la edificación de las almas. Sin pretender anticipar el juicio de la Iglesia, me uno a la confiada convicción de que muchas personas, a través de la figura del queridísimo don Álvaro, descubrirán con mayor profundidad el rostro de Dios, que nos sonríe, nos anima y nos perdona cada día, si nos dirigimos a Él.

En particular, deseo recordar aquel 20 de noviembre de 1985 en el que tuvo lugar, en la sede de Via San Girolamo della Carità, la inauguración del segundo año del entonces Centro Académico Romano de la Santa Cruz. En aquella ocasión, mi amado predecesor resumía la función y el fin del Centro Académico en: «Dar a sus estudiantes una formación integral, que, además de un profundo conocimiento científico de la doctrina y de las leyes de la Iglesia, incluya una formación espiritual y humana en total armonía con los deseos y directivas de la Santa Sede y promueva la libertad personal y la responsabilidad de cada uno, en un servicio desinteresado y fecundo a la Verdad»[1].

La tarea delineada entonces por don Álvaro no es de las que se alcanzan de una vez para siempre, y esto es un gran bien, propio de quien busca alabar a Dios a través de su trabajo. Constituye esa tarea un objetivo en cierto modo siempre alcanzado y, a la vez, siempre necesitado de ser llevado a cabo con mayor sensibilidad, competencia y sabiduría. Las palabras suyas, que acabo de leer, siguen siendo hoy plenamente actuales.

Ciertamente el estudio de las ciencias sagradas no persigue la puesta al día del mismo modo que las disciplinas experimentales cultivadas en el ámbito de otras ciencias. Como tuvo a bien decir San Josemaría, el inspirador de esta Universidad, «en el orden religioso, el hombre sigue siendo hombre, y Dios sigue siendo Dios. En este campo la cumbre del progreso se ha dado ya: es Cristo, alfa y omega, principio y fin.

»En la vida espiritual no hay una nueva época a la que llegar. Ya está todo dado en Cristo, que murió y resucitó, y vive y permanece siempre»[2].

Si dejamos por un momento de lado la especificidad que distingue a cada una de las ciencias sagradas, podemos decir que, en su conjunto, ayudan al cristiano a dar una respuesta llena de sentido a los desafíos que la civilización contemporánea le presenta continuamente. En este diálogo entre empeño humano y profundización en la riqueza del mensaje cristiano, tiene lugar el desarrollo del conocimiento de la Revelación y su presentación con un lenguaje accesible al hombre contemporáneo, que busca en los discípulos de Cristo testigos auténticos y compañeros de viaje con los cuales compartir el camino de la vida. «Pero hay que unirse a Él por la fe, dejando que su vida se manifieste en nosotros, de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo!»[3].

Me dirijo ahora más directamente a vosotros, estudiantes, que sois la componente principal —aunque, en cierto sentido, también la más transitoria— de la Universidad de la Santa Cruz. Os exhorto a empeñaros con pasión y tenacidad en el estudio de las disciplinas que componen vuestro curriculum académico. Mirad más allá de los objetivos inmediatos, de las calificaciones y los resultados. Aprended especialmente a captar, durante vuestra permanencia en Roma, aquellas dimensiones de catolicidad que hacen única en el mundo a esta ciudad, por su proximidad también física al Vicario de Cristo. Poned como fundamento de vuestro trabajo intelectual la caridad de Cristo, que es la única virtud capaz de asegurar una dimensión realmente sobrenatural, porque todo lo que se hace por Amor —con mayúscula— asume inmediatamente un valor de eternidad.

Se está desarrollando en estos días en Guadalajara (México) el cuadragésimo octavo Congreso Eucarístico Internacional. Todos nos sentimos muy cercanos al Papa y a la Iglesia universal en este año especialmente dedicado a la Eucaristía, que se concluirá en octubre del 2005 con la Asamblea Ordinaria del Sínodo de Obispos.

Como ha subrayado el Pontífice en la reciente Carta apostólica Mane nobiscum Domine, la Eucaristía es «fuente y epifanía de comunión»[4], en cuanto «es el lugar privilegiado donde la comunión es constantemente anunciada y cultivada. Precisamente por medio de la participación eucarística, el día del Señor se transforma también en el día de la Iglesia, que puede desarrollar así, de modo eficaz en el mundo, su papel de sacramento de unidad»[5].

También por esto, en el edificio donde tiene su sede la Universidad, el lugar privilegiado es la capilla donde se custodia el Santísimo Sacramento. Como a San Josemaría le gustaba repetir que el Sagrario sea el imán que os atraiga para confiar a Jesús, real y sustancialmente presente en medio de nosotros, vuestras alegrías y vuestras preocupaciones, vuestras intenciones y vuestros propósitos siempre renovados de santidad y de servicio.

Junto al Sagrario, el alma enamorada sabe descubrir también la presencia delicada e inefable de María Santísima. Al confiar a Ella este nuevo año académico, hago mía la invocación pronunciada por el Santo Padre en la fiesta del Corpus Christi, el 13 de junio pasado: la Virgen, que en el Año del Rosario nos ha ayudado a contemplar a Cristo con su mirada y con su corazón, haga también crecer en el Año de la Eucaristía a nuestra comunidad académica en fe y en amor al misterio del Cuerpo y de la Sangre del Señor[6].

Con estos deseos, con la ayuda de la Bienaventurada Virgen María, a quien tenemos la costumbre de llamar Sedes Sapientae, y con la intercesión de San Josemaría, declaro inaugurado el año académico 2004-2005.

[1] MONS. ÁLVARO DEL PORTILLO, Discurso en el acto inaugural del año académico, 20-XI-1986 (“Romana”, Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, Año I [1986] pág. 80).

[2] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 104.

[3] Ibid.

[4] Cfr. JUAN PABLO II, Carta apostólica, Mane nobiscum Domine, 7-X-2004, Cap. III, título.

[5] JUAN PABLO II, Carta Apostólica Novo Millennio ineunte, 6-I-2001, n. 36.

[6] Cfr. JUAN PABLO II, Oración mariana del Ángelus, 13-VI-2004.

Romana, n. 39, Julio-Diciembre 2004, p. 202-205.

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