envelope-oenvelopebookscartsearchmenu

Roma 20-XI-2005

En la parroquia de

S. Giovanni Battista al Collatino

1. ¡Queridos hermanos y hermanas!

Es siempre para mí un motivo de gran alegría estar con vosotros en esta iglesia parroquial de San Juan Bautista al Collatino. Hoy, además, con la ocasión del 40º aniversario de su dedicación litúrgica, a la alegría se unen sentimientos de conmovida gratitud. ¡Demos gracias a nuestro Señor, que me permite compartir con vosotros estos momentos!

Tengo un recuerdo muy vivo de aquel domingo de hace cuarenta años, el 21 de noviembre de 1965, cuando el Papa Pablo VI vino a dedicar e inaugurar el templo. En aquel entonces el barrio estaba en fase de construcción, no había prácticamente ninguna calle asfaltada, había barro por todas partes. El Santo Padre, que se sentía especialmente ligado a esta zona de la capital, se llenó de gozo al ver la cálida acogida que se le dio.

Después de la Misa en la parroquia, el Papa fue a la Escuela Safi y al Centro Elis. San Josemaría pronunció un discurso para agradecer al Santo Padre su visita y presentar el objetivo que se proponían estos centros de formación dirigidos por el Opus Dei. Sus palabras guardan todavía plena actualidad; quisiera recordarlas ahora, dando gracias una vez más al Señor porque en estos lustros se han hecho realidad.

Después de recordar el núcleo del espíritu del Opus Dei, la santificación del trabajo, San Josemaría hizo unas consideraciones que resultan muy oportunas para la solemnidad de hoy. Dijo que en estos centros la juventud “aprende que el trabajo santificado y santificador es parte esencial de la vocación del cristiano responsable, que es consciente de su dignidad y sabe además que tiene el deber de santificarse y de difundir el Reino de Dios precisamente en ese trabajo y mediante ese trabajo que contribuye a la edificación de la ciudad terrena”[1].

Los que sois menos jóvenes —no digo viejos, porque aquí no hay personas “viejas”: somos todos jóvenes en lo profundo del corazón—, los menos jóvenes entre vosotros quizás recordaréis la conmoción del Santo Padre cuando, al final de aquella inolvidable jornada, al despedirse de San Josemaría Escrivá, que lo había acompañado en la parroquia y en los centros contiguos, le dio un abrazo y le dijo: «Qui tutto è Opus Dei!», aquí todo es obra de Dios.

En efecto, el trabajo apostólico que en aquel momento daba sus primeros pasos para la gloria de Dios se proponía servir a todas las almas del barrio sin distinción alguna, ayudar a las familias, ofrecer a muchos jóvenes la posibilidad de recibir una formación profesional que les ayudara a ganar el dinero necesario para vivir. Hoy, al venir aquí, mientras miraba los edificios y advertía la vitalidad cotidiana del barrio, y sobre todo al mirar vuestras caras, he sentido la necesidad de dar gracias otra vez al Señor por las maravillas que ha hecho en estos años; maravillas que seguirá obrando si todos nosotros intentamos corresponder con generosidad a la gracia divina.

2. El próximo domingo empieza el Adviento, tiempo de preparación para la Navidad. Hoy en cambio, celebramos la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo, que cierra el año litúrgico. ¿Qué significa esta fiesta? Hace un buen resumen la antífona de entrada de la Misa: “digno es el Cordero inmolado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor; a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos”[2]. Es justo que Jesús sea reconocido por todos como Señor del cielo y de la tierra, porque, siendo el Hijo eterno de Dios, no ha desdeñado tomar nuestra carne, hacerse verdaderamente hombre, para morir en la cruz y rescatarnos de nuestros pecados.

En el Evangelio hemos contemplado la escena del juicio final. El Señor, lleno de gloria y de majestad, hará justicia al final de los tiempos según las obras de cada criatura, dividiendo —así se expresa el Evangelio— las ovejas de los cabritos. Su juicio no se sujetará al criterio de los éxitos obtenidos según la mentalidad del mundo, sino según la medida divina de la caridad. “Venid, benditos de mi Padre —dirá a los elegidos—, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo: porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis...”[3]. Y a la pregunta acerca de cuándo ocurrió todo esto, Jesús contestará: “en verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis”[4].

Hermanos y hermanas: no hay nada más verdadero que lo que ha sido dicho por Cristo, por Aquel que es la Palabra eterna del Padre, la misma Verdad. Examinemos por tanto cómo son nuestras relaciones con el prójimo, empezando por nuestra familia, los amigos, los compañeros de trabajo, los vecinos. Preguntémonos si éstas están orientadas hacia la lógica del servicio generoso que Jesús nos ha enseñado, o si quizás están marcadas por el egoísmo, por la búsqueda del propio beneficio o por la indiferencia. Y si descubrimos que no es oro todo lo que reluce en nuestra vida, que hay todavía mucha cosa sucia no nos desanimemos: siempre es posible rectificar, y hoy tenemos verdaderamente una gracia especial para convertirnos una vez más.

El reino de Cristo se cumplirá en plenitud al final de los tiempos. Sin embargo, ya está presente entre nosotros, en lo íntimo de nuestros corazones, si nos portamos como Jesús desea. De hecho, “si pretendemos que Cristo reine, hemos de ser coherentes: comenzar por entregarle nuestro corazón. Si no lo hiciésemos —son palabras de San Josemaría—, hablar del reinado de Cristo sería vocerío sin sustancia cristiana, manifestación exterior de una fe que no existiría, utilización fraudulenta del nombre de Dios para las componendas humanas”[5]. Y seguía el fundador del Opus Dei: “Cristo debe reinar, antes que nada, en nuestra alma. Pero qué responderíamos, si Él preguntase: tú, ¿cómo me dejas reinar en ti? Yo le contestaría que, para que Él reine en mí, necesito su gracia abundante: únicamente así hasta el último latido, hasta la última respiración, hasta la mirada menos intensa, hasta la palabra más corriente, hasta la sensación más elemental se traducirán en un hosanna a mi Cristo Rey”[6].

Nuestros pensamientos, nuestras intenciones y obras, nuestro trabajo, el cansancio cotidiano para sacar adelante dignamente la propia familia, todo puede y debe ser ofrecido a Dios en la Santa Misa, en unión con el sacrificio de Cristo. Sólo así adquieren un valor verdadero, sólo así sirven para la vida eterna que, a fin de cuentas, es lo único definitivamente importante.

No olvidemos, sin embargo, que “servir a los demás, por Cristo, exige ser muy humanos. Si nuestra vida es deshumana, Dios no edificará nada en ella, porque ordinariamente no construye sobre el desorden, sobre el egoísmo, sobre la prepotencia. Hemos de disculpar a todos, hemos de perdonar a todos. No diremos que lo injusto es justo, que la ofensa a Dios no es ofensa a Dios, que lo malo es bueno. Pero, ante el mal, no contestaremos con otro mal, sino con la doctrina clara y con la acción buena: ahogando el mal en abundancia de bien (cfr. Rm 12, 21). Así Cristo reinará en nuestra alma, y en las almas de los que nos rodean”[7].

3. En la primera lectura hemos escuchado al profeta Ezequiel, que pone en boca de Dios las siguientes palabras: Porque esto dice el Señor Dios: “Yo mismo buscaré mi rebaño y lo apacentaré (...). Yo mismo pastorearé mis ovejas y las haré descansar (...). Buscaré a la perdida, haré volver a la descarriada, a la que esté herida la vendaré, y curaré a la enferma. Tendré cuidado de la bien nutrida y de la fuerte. Las pastorearé con rectitud”[8].

Mencionaba al comienzo la visita del Papa Pablo VI en 1965. Era el buen Pastor que venía para encontrarse con una parte de su rebaño. También Juan Pab lo II hizo lo mismo en enero de 1984, cuando fue recibido por el queridísimo Monseñor Álvaro del Portillo, mi predecesor como Prelado del Opus Dei. Sabéis muy bien cuánto afecto sentía don Álvaro por vosotros y por todas las personas del barrio; lo había heredado de San Josemaría y me lo ha transmitido también a mí. Dirigíos a ambos con confianza, en vuestras necesidades espirituales y materiales, y acordaos también de rezar un poco por mí.

Pero quería subrayar un aspecto que no hay que olvidar. El hecho de que esta parroquia pertenezca a la diócesis de Roma os sitúa en una posición muy particular: vuestro Pastor es el Papa, sucesor del Príncipe de los Apóstoles en la sede romana, y también Vicario de Cristo en la Iglesia universal, representante suyo en la tierra. Por esta razón, pienso que tenéis hacia él una responsabilidad mayor, que debería traducirse en una oración más intensa y en una mortificación más generosa por su persona y por sus intenciones. Al comienzo de un nuevo Pontificado, de los romanos se espera más empeño para ayudar al Santo Padre, no solamente con el corazón, sino también con el calor de la cercanía física.

Todos podemos testificar cómo Benedicto XVI, desde el primer día de su pontificado, se ha identificado plenamente con la tarea a la que ha sido llamado. Es él quien nos conduce a todos los católicos en el nombre del Señor, como buen Pastor de su rebaño; es él quien conduce —con la ayuda de su Vicario para la ciudad de Roma, el Cardenal Camillo Ruini— la parte del rebaño que vive en la Ciudad Eterna. Vibra en él —como manifestaba en la homilía de la Misa de comienzo del ministerio petrino— la “santa inquietud de Cristo” que debe siempre mover al pastor. «Para él —para el buen Pastor, decía el Papa en aquella ocasión— no es indiferente que muchas personas vaguen por el desierto. Y hay muchas formas de desierto: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed; el desierto del abandono, de la soledad, del amor quebrantado. Existe también el desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre. Los desiertos exteriores se multiplican en el mundo, porque se han extendido los desiertos interiores»[9].

También en nuestra querida ciudad de Roma se pueden encontrar estos “desiertos”, y tenemos que hacer algo entre todos para que disminuyan. ¿Quién de nosotros no conoce alguna persona que necesita ayuda espiritual o material? Hagamos eco al Santo Padre y preocupémonos de nuestro prójimo, cada uno en las circunstancias en las que se encuentra. De esta manera, cuando Jesús nos llame a su presencia, escucharemos su voz dulce y amable que nos dice: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros... cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis”[10].

Pidamos a la Virgen que nos acompañe siempre a lo largo de los caminos que nos han sido indicados por su Hijo, recorridos por Ella antes que por nosotros. Senderos de amor a Dios y de amor al prójimo, dos cosas que son una sola, manifestados en obras concretas de servicio fraterno. Así sea.

[1] SAN JOSEMARÍA, Discurso en el Centro Elis, 21-XI-1965. Reproducido en Josemaría Escrivá y la universidad. 1ª ed., p. 83.

[2] Antífona de entrada, Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo (Ap 5, 12; 1, 6).

[3] Mt 25, 34-36.

[4] Mt 25, 40.

[5] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 181.

[6] Ibid.

[7] SAN JOSEMARÍA, Es Cristo que pasa, n. 182.

[8] Ez 34, 11.15-16.

[9] BENEDICTO XVI, Homilía en la Misa de comienzo del ministerio petrino, 24-IV-2005.

[10] Mt 25, 34 y 40.

Romana, n. 41, Julio-Diciembre 2005, p. 266-270.

Enviar a un amigo