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Torreciudad 4-IX-2005

En la ordenación sacerdotal de diáconos de la Prelatura, Santuario de Torreciudad, España

Queridos hermanos y hermanas. Queridísimos hijos míos diáconos.

1. No dudemos de que el Apóstol se dirige a todos los cristianos cuando nos dice: caritas Christi urget nos, nos apremia el amor de Cristo. ¡Cuántas veces escuché esta expresión en labios de San Josemaría Escrivá de Balaguer! Le urgían las almas, la salvación de las almas, por las que estaba dispuesto a dar la vida. Seguía en esto, como en todo, el ejemplo de Jesucristo, cuando exclamaba: “fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda?” (Lc 12, 49). A miel y a panal le sabían las palabras de San Juan: ¡que os queráis! (cfr. 1 Jn 3, 11). El Santo Padre Benedicto XVI, desde los albores de su pontificado, se ha referido a la santa inquietud que todos los cristianos hemos de experimentar ante un mundo cada vez más alejado de Dios, al menos en nuestra civilización europea y occidental. Basta abrir los ojos para contemplar que muchas personas —hombres y mujeres, jóvenes y adultos— se alejan del Señor o no le conocen, quizá porque no han tenido a su lado cristianos que les muestren —con el ejemplo y con la palabra, de modo coherente— el rostro amable de nuestro Redentor. Este afán de almas ha de constituir en nosotros una verdadera inquietud, en el sentido de que ha de permanecer siempre viva en el corazón; pero una inquietud santa, que no quita la paz del espíritu, que no degenera en comentarios pesimistas o en lamentos estériles, sino que se manifiesta en iniciativas apostólicas concretas, cotidianamente renovadas en el trato con Jesús en la Palabra y en el Pan, en la Eucaristía y en la oración. Se encamina a su conclusión el “Año de la Eucaristía”, convocado por el Siervo de Dios Juan Pablo II. En los dos meses que aún nos quedan, deberíamos empeñarnos todavía más para asistir con más amor a la Misa, para acompañar con frecuencia a Jesús en el Sagrario, para recibir con más fruto la Comunión. Sin olvidar que se requiere una confesión bien hecha —con verdadero arrepentimiento de las faltas y pecados, con propósitos de lucha— como preparación necesaria para acercarse a comulgar, si se tiene la desgracia de haber cometido algún pecado mortal; y, en cualquier caso, constituye la mejor disposición para recibir la Sagrada Eucaristía. Benedicto XVI ha recordado que la Comunión «es realmente un encuentro entre dos personas, es dejarse penetrar por la vida de Aquel que es el Señor, de Aquel que es mi Creador y mi Redentor». Lo mismo cabe decir del trato con Él fuera de la Misa: «Cristo está realmente presente entre nosotros. Su presencia no es estática. Es una presencia dinámica, que nos aferra para hacernos suyos, para asimilarnos a Él. Cristo nos atrae a sí, nos hace salir de nosotros mismos para hacer de todos nosotros una sola cosa con Él. De este modo nos inserta en la comunión de los hermanos, y la comunión con el Señor es también siempre comunión con las hermanas y los hermanos».

2. En el marco de esta intimidad con Jesucristo, que se forja en la Eucaristía y en la oración, se entienden a fondo las palabras que el Maestro nos dirige en el Evangelio de la Misa de hoy: “vosotros sois la luz del mundo (...). Vosotros sois la sal de la tierra”. Y también: “no se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte”. El Señor busca —¡quiere!— entrar en nuestra intimidad, y para eso se hace el encontradizo con cada una, con cada uno. Seremos luz que ilumina a los hombres, sal que pone sabor en las instituciones sociales, fermento en la masa de la humanidad, si nuestra vida cristiana se halla firmemente asentada en la recepción frecuente de los sacramentos y en el trato personal con el Señor, huyendo del anonimato. Entonces, como afirma también el Santo Padre, «partiendo de esta intimidad, que es don personalísimo del Señor, la fuerza del sacramento de la Eucaristía va más allá de las paredes de nuestras iglesias. En este sacramento, el Señor está siempre en camino hacia el mundo». La tarea que los sacerdotes estamos llamados a realizar, en virtud del sacramento del Orden, se resume en ayudar a que las almas de los fieles crezcan en la intimidad divina. Sólo para esto, para que todos tiendan a la santidad (cfr. Mt 5, 48), se nos otorga la capacidad de predicar con autoridad la palabra de Dios, de hacer presente sobre el altar el Sacrificio de la Cruz, de administrar la gracia por medio de los demás sacramentos, de guiar al pueblo que se nos encomienda... De este modo, identificados sacramentalmente con Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, los ministros sagrados —los Obispos en primer lugar, y los presbíteros como colaboradores suyos— se convierten en doctores y guías del Pueblo de Dios. Gracias al sacerdocio ministerial, se cumplen a la letra en la Iglesia las palabras del Salmo responsorial: el Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. Y cada uno de los fieles puede afirmar con seguridad que se encuentra bajo el cuidado inmediato del Señor: me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque Tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan.

3. Si Jesucristo invita a todos los cristianos a entrar en su intimidad, con fuerza mayor lo dice a los Apóstoles y a los que les iban a suceder en el ministerio: a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído de mi Padre os lo he dado a conocer. Hijos míos diáconos: la elección para el sacerdocio, con que os ha signado el Señor, constituye una señal de su predilección amorosa. Meditad —meditemos todos— la estupenda realidad que subrayaba San Josemaría, cuando afirmaba que, cuando un sacerdote celebra válidamente la Santa Misa, con intención de consagrar, Nuestro Señor no deja de bajar a aquellas manos, aunque sean indignas. ¿Cabe más entrega, más anonadamiento? Más que en Belén y que en el Calvario. ¿Por qué? Porque Jesucristo tiene el Corazón oprimido por sus ansias redentoras, porque no quiere que nadie pueda decir que no le ha llamado, porque se hace el encontradizo con los que no le buscan. Aunque todos somos indignos —se lo decimos sinceramente al Señor en la Misa —Domine, non sum dignus...—, Jesús se hace presente en el altar, perdona los pecados en la Confesión y guía a las almas por senderos de vida eterna, ordinariamente a través del sacerdote. Esto nos obliga muy especialmente a procurar —dentro de nuestras limitaciones— a caminar siempre muy unidos a Jesucristo. Cuidadme, hijos míos, las normas de piedad; siempre, pero más especialmente cuando os halléis metidos de lleno en las faenas ministeriales que se os encomienden. Cuando el tiempo escasea, porque hay mucha labor que atender, precisamente entonces, hay que esforzarse primorosamente en todo lo que se refiere a la vida espiritual personal. Cura teipsum! (2 Tm 2, 15), tened cuidado de vosotros mismos, os recordaré con palabras de San Pablo a Timoteo. Tratad siempre con la máxima delicadeza a Jesús en la Eucaristía. Sed muy devotos de la Santísima Virgen. Recurrid a la intercesión de San Josemaría, nuestro Padre queridísimo, para que os ayude a ser sacerdotes a la medida del Corazón de Jesús. Antes de terminar, felicito de todo corazón a las familias, parientes y amigos de los nuevos sacerdotes. Agradezcamos a Dios esta manifestación de su Providencia, con la que acompaña siempre a su pueblo peregrino. Al mismo tiempo, como “la mies es mucha, pero los obreros pocos” (Mt 9, 37), supliquemos al dueño del campo, que envíe más trabajadores a su mies, que conceda la vocación sacerdotal a muchos hombres en el mundo entero, y que los llamados correspondan con total generosidad. Os pido, además, que oréis por los sacerdotes, para que seamos dignos ministros de Nuestro Señor: hombres de oración, amantes del sacrificio, encendidos de celo por la salvación de las almas. Recemos ante todo, por el Papa Benedicto XVI, que con tanta entrega y docilidad a Dios ha recibido la carga del Sumo Pontificado, para que el Señor le haga muy santo y llene de eficacia su labor en servicio de la Iglesia y de la humanidad. Rezad también por el Obispo de esta diócesis y por su seminario; por mí, que necesito de vuestras plegarias; y por todos los Obispos. Confiamos esta oración nuestra a la intercesión de la Santísima Virgen, Reina y Madre de cada uno y de la Iglesia entera, a la que en Torreciudad invocamos confiadamente también como Reina de los Ángeles.

Así sea.

Romana, n. 41, Julio-Diciembre 2005, p. 256-258.

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