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Roma 26-VI-2006

En la fiesta de San Josemaría, Basílica de San Eugenio, Roma

Queridísimos hermanos y hermanas:

1. Ut in gratiarum semper actione maneamus, que vivamos en constante acción de gracias; Deo omnis gloria, para Dios toda la gloria. Estas eran dos de las aspiraciones que animaban a San Josemaría, cuya fiesta, que hoy celebramos, nos invita a imitar el ejemplo de su vida cotidiana. Damos gracias además al Señor porque —como reza el prefacio de la Misa— la Iglesia entera es robustecida por el ejemplo de los santos, es guiada por su enseñanza y es protegida por su intercesión[1], que hoy vemos en San Josemaría.

Como todos los años, os invito a meditar algunos aspectos de su respuesta a Dios que puedan ser de provecho para nuestra conducta cristiana. Hoy quisiera detenerme en el amor y la veneración por la Iglesia y por el Romano Pontífice que siempre lo han caracterizado. La ocasión es muy propicia, por un doble motivo: en primer lugar porque nos encontramos todavía en los inicios de un nuevo pontificado, momento siempre caracterizado por esperanzas y desafíos. Por otra parte, porque hace tres días, el 23 de junio, se cumplieron sesenta años de la llegada de San Josemaría a la Ciudad Eterna, donde permanecería hasta su muerte, acaecida, como sabemos, el 26 de junio de 1975.

Se trató de un viaje en el que no faltaron los obstáculos. A la grave diabetes que sufría —hasta el punto de que los médicos le habían desaconsejado vivamente el viaje—, se unían entonces las dificultades de comunicación entre España e Italia —era todavía reciente el final de la guerra mundial— y la falta absoluta de medios económicos en que se encontraba este sacerdote. Empujado por el celo apostólico y por el deseo de cumplir la Voluntad de Dios, San Josemaría emprendió, a pesar de todo, el viaje, por sugerencia de mi queridísimo predecesor, Mons. Álvaro del Portillo, que había llegado a Roma algunos meses antes.

Los historiadores han descrito con detalle las circunstancias que lo llevaron a no retrasar aquel viaje. Para nosotros, como he dicho antes, es una ocasión de meditar acerca de un rasgo característico del fundador del Opus Dei, el amor apasionado a la Iglesia y al Romano Pontífice, que también en aquellos momentos se manifestó de modo claro.

2. Desde los primeros años de su vocación, cuando todavía era un joven sacerdote, San Josemaría cultivaba el vivo deseo de visitar Roma. Escribió en Camino: «Católico, Apostólico, Romano! —Me gusta que seas muy romano. Y que tengas deseos de hacer tu “romería”, “videre Petrum”, para ver a Pedro»[2]. En uno de los primeros documentos sobre el espíritu de la Prelatura del Opus Dei, fechado en 1934, se leen estas otras palabras: «Hemos de dar a Dios toda la gloria. Él lo quiere: gloriam meam alteri non dabo, mi gloria no la daré a otro (Is 42, 8). Y por eso queremos nosotros que Cristo reine, ya que per ipsum, et cum ipso, et in ipso, est tibi Deo Patri Omnipotenti in unitate Spiritus Sancti omnis honor et gloria; por Él, y con Él, y en Él, es para ti Dios Padre Omnipotente en unidad del Espíritu Santo todo honor y gloria. Y exigencia de su gloria y de su reinado es que todos, con Pedro, vayan a Jesús por María»[3].

A veces, ya en los primerísimos años de la Obra, nos contaba algún detalle de su veneración por el Santo Padre. Por ejemplo, cada vez que rezaba el rosario, cuando todavía vivía en Madrid, concluía esta oración con una comunión espiritual, imaginando que recibía la Hostia Santa de manos del Papa, en la capilla privada del Santo Padre. Esta y otras pequeñas industrias humanas lo ayudaban a acrecentar el amor por la Iglesia, fundada por Cristo sobre el Príncipe de los Apóstoles, y a fomentar una unión más estrecha, afectiva y efectiva, con el sucesor de Pedro.

Podemos por tanto imaginar la emoción y la vibración espiritual de San Josemaría cuando llegó a Roma, en junio del lejano año 1946. Entrando en la ciudad por la Via Aurelia, hay un momento en el que se ve por primera vez la cúpula de la Basílica de San Pedro. La emoción interior del Fundador del Opus Dei se tradujo en el rezo de un Credo, cuyas palabras saboreaba una a una, como profesión de la fe cristiana por la cual Simón Pedro y tantos otros hombres y mujeres habían ofrecido, precisamente en esta ciudad, el supremo testimonio del martirio, en los primeros siglos del cristianismo.

Una vez llegados a la Ciudad Eterna, San Josemaría y las personas que estaban con él se dirigieron a la Piazza della Città Leonina, cercana a los muros del Vaticano, donde se hallaba provisionalmente el primer centro del Opus Dei en Roma. Mientras los demás se retiraban a descansar, San Josemaría se entretuvo en una pequeña terraza de la casa, que daba al apartamento pontificio. Gracias a las luces encendidas de las ventanas podía seguir el trabajo del Sucesor de Pedro, que era entonces Pío XII. Aquellas circunstancias fueron para nuestro Padre una ocasión más para intensificar la íntima unión con el Romano Pontífice. Cuando se apagaron todas las luces, él permaneció recogido en oración hasta el amanecer. Así transcurrió su primera noche romana.

Encontramos aquí un primer momento de reflexión del que podemos sacar consecuencias prácticas. Nosotros vivimos, quizá desde hace mucho tiempo, en esta ciudad que es la sede del Papa. Tenemos, por tanto, mayores facilidades para “ver a Pedro”, quizá participando también en alguna audiencia o ceremonia, y podemos estar cada día más unidos a su persona y a sus intenciones. Por esto me pregunto y os pregunto: ¿nos acordamos de rezar cada día por Benedicto XVI y de ofrecer por él y por su misión universal nuestro trabajo y alguna pequeña mortificación durante el día? ¿Nos esforzamos por conocer sus enseñanzas, y por ponerlas en práctica y transmitirlas a otras personas?

Recuerda lo que Benedicto XVI ha pedido a todos los cristianos desde los primeros momentos de su servicio como Sucesor de Pedro. En la Misa del inicio del Pontificado, por tres veces nos ha pedido que le acompañemos con la oración. Os recuerdo sus palabras: «rogad por mí, para que aprenda a amar cada vez más al Señor. Rogad por mí, para que aprenda a querer cada vez más a su rebaño, a vosotros, a la Santa Iglesia, a cada uno de vosotros, tanto personal como comunitariamente. Rogad por mí, para que, por miedo, no huya ante los lobos. Roguemos unos por otros para que sea el Señor quien nos lleve y nosotros aprendamos a llevarnos unos a otros»[4].

3. San Josemaría amaba con pasión a la Iglesia; la consideraba —con palabras de San Pablo y siguiendo la enseñanza del Magisterio— resplandeciente, sin mancha, arruga o cosa parecida, sino santa e inmaculada[5]. Nos ha dejado un ejemplo luminoso de cómo distinguir entre la santidad de la Iglesia y las faltas de sus miembros sobre la tierra. No se escandalizaba de los eventuales errores de los cristianos, que son siempre episodios personales y que no pueden ser imputados —así, de modo genérico— a la Iglesia, a los obispos, a los sacerdotes, al conjunto del pueblo de Dios. Al contrario, si alguna vez era testigo —u oía hablar— del comportamiento reprochable de un miembro de la Iglesia, este hecho lo llevaba a acrecentar la fe en el Espíritu Santo y en la Iglesia. «Demostraría poca madurez —escribió— el que, ante la presencia de defectos y de miserias, en cualquiera de los que pertenecen a la Iglesia —por alto que esté colocado en virtud de su función—, sintiese disminuida su fe en la Iglesia y en Cristo. La Iglesia no está gobernada ni por Pedro, ni por Juan, ni por Pablo; está gobernada por el Espíritu Santo, y el Señor ha prometido que permanecerá a su lado todos los días hasta la consumación de los siglos (Mt 28, 20)»[6].

Como contaba el Siervo de Dios Mons. Álvaro del Portillo —y yo también he sido testigo—, San Josemaría solía acercarse a rezar a la Basílica Vaticana. Durante muchos años lo hacía casi a diario. Frente a la Basílica y a los Palacios Vaticanos recitaba el Símbolo Apostólico, intercalando algunas palabras. Por ejemplo, cuando llegaba a la frase “Creo en el Espíritu Santo, en la Santa Iglesia Católica, etc.”, decía siempre tres veces seguidas: “Creo en mi Madre la Iglesia Romana, a pesar de los pesares”. En una ocasión creyó oportuno contar esta devoción suya al entonces Secretario de Estado, el Cardenal Tardini, y cuando éste le preguntó qué quería decir con “a pesar de los pesares”, San Josemaría le respondió con simpatía: “Sus errores personales, Eminencia, sus errores personales y los míos”[7].

¡Hermanos y Hermanas! Pidamos a Dios nuestro Padre que nos conceda una fe y un amor por la Iglesia profundos, como los de San Josemaría. Él aseguraba, con frase muy incisiva, que estaba dispuesto a morderse la lengua y escupirla lejos, antes que hablar de los defectos o de las faltas ajenas. También nosotros debemos evitar hablar mal de los demás. Más aún cuando están en juego la Iglesia, sus representantes, sus instituciones. ¡Que nunca salga de nuestra boca una palabra de crítica o de murmuración! ¡Nunca!

Al contrario, estamos llamados a defender a nuestra Madre de los ataques que recibe, sin permanecer callados por respetos humanos o por miedo. Aprendamos a exponer serenamente la verdad que pueda haber sido tergiversada, sin alzar la voz, sin faltar el respeto a las personas. Pero para esto es necesario formarse bien, conocer el Catecismo de la Iglesia Católica, o al menos el Compendio publicado el año pasado. Y esto debe estar bien arraigado en una vida de oración alimentada por la meditación personal y por la frecuencia de sacramentos. Sólo así estaremos en condiciones de llevar a cumplimiento la sentida recomendación que el Papa dirigía hace unos días especialmente a los fieles laicos: «os pido que seáis, aún más, mucho más, colaboradores en el ministerio apostólico universal del Papa, abriendo las puertas a Cristo»[8].

Abrir incansablemente las puertas a Cristo —como nos aconsejaba el venerado Siervo de Dios Juan Pablo II—, las de nuestros corazones y las de los corazones de los demás, es tarea de todos los cristianos. El apostolado se debe ejercer con las personas cercanas y con las que están más lejos, porque todos tienen el derecho de conocer a Cristo. En efecto, «la Iglesia jamás debe contentarse con la multitud de aquellos a quienes, en cierto momento, ha llegado, y decir que los demás están bien así: musulmanes, hindúes... La Iglesia no puede retirarse cómodamente dentro de los límites de su propio ambiente. Tiene por cometido la solicitud universal, debe preocuparse por todos y de todos»[9].

Éstas son las intenciones que hoy, por intercesión de San Josemaría, ponemos en las manos de la Virgen, Madre de la Iglesia y Madre nuestra. Que Ella las haga fructificar en nuestra vida y en nuestro trabajo cotidiano. Así sea.

[1] Cfr. Común de Pastores, Prefacio.

[2] SAN JOSEMARÍA, Camino, n. 520.

[3] SAN JOSEMARÍA, Instrucción, 19-III-1934, nn. 36-37.

[4] BENEDICTO XVI, Homilía del inicio del pontificado, 24-IV-2005.

[5] Ef. 5, 27.

[6] SAN JOSEMARÍA, Homilía Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972.

[7] Cfr. MONS. ÁLVARO DEL PORTILLO, nota al número 84 de la Instrucción de San Josemaría fechada en mayo 1935/14-IX-1950.

[8] BENEDICTO XVI, Homilía en la vigilia de Pentecostés, 3-VI-2006.

[9] BENEDICTO XVI, Homilía en el IV Domingo de Pascua, 7-V-2006.

Romana, n. 42, Enero-Junio 2006, p. 81-85.

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