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Roma 27-V-2006

En la ordenación sacerdotal de diáconos de la Prelatura,

Basílica de San Eugenio, Roma

Queridos hermanos y hermanas, queridísimos ordenandos:

La coincidencia de esta solemnidad de la Ascensión del Señor con la ordenación sacerdotal de treinta y cuatro fieles de la Prelatura del Opus Dei ilumina de modo especial algunos aspectos de su futuro ministerio, y atañe también a la vida de todos los fieles en la Iglesia. Deseo detenerme de modo particular en la Eucaristía, la predicación y el ejercicio de la misericordia divina.

1. «Mientras ellos miraban, se elevó, y una nube lo ocultó a sus ojos» (Hch 1, 9). Son palabras de la primera lectura que describen el misterio de la Ascensión del Señor. Jesús se marcha, pero sus discípulos no logran convencerse de esta realidad. Los Hechos de los Apóstoles añaden que «estaban mirando atentamente al cielo mientras él se iba» (Hch 1, 10). En un primer momento, la Ascensión significa para los discípulos que Jesús desaparece, que no está ya físicamente con ellos.

Al mismo tiempo sabemos que, como escribe Mateo en su Evangelio, el Señor ha prometido: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Justamente aquí podemos ver un vínculo entre la Ascensión del Señor y la celebración de hoy, en torno al misterio de la ausencia y al mismo tiempo de la presencia perenne del Señor en la Iglesia. Esta ceremonia, de hecho, es simultáneamente la celebración de la Eucaristía y vuestra ordenación sacerdotal, hijos míos. Jesús se ha marchado, es cierto, pero permanece con nosotros de un modo único, inefable, real: está real y sustancialmente presente en la Eucaristía, y esto es posible gracias al don del sacerdocio ministerial que estáis a punto de recibir. Inmediatamente después de vuestra ordenación, en esta Misa, celebraréis conmigo el Santo Sacrificio. Actuando in persona Christi capitis Ecclesiæ, repetiremos las palabras de la institución de la Eucaristía: “Esto es mi Cuerpo”, “éste es el cáliz de mi Sangre”. Jesús descenderá sobre el altar: en este culto supremo a Dios Padre se actualizará el misterio pascual para la salvación del mundo.

Cada día Jesús viene a nosotros en la Sagrada Eucaristía. Benedicto XVI decía que Jesús «se da a sí mismo mediante nuestras manos, se da a nosotros. Por eso, con razón, en el centro de la vida sacerdotal se encuentra la Sagrada Eucaristía, en la que el sacrificio de Jesús en la Cruz está siempre realmente presente entre nosotros. A partir de esto aprendemos también qué significa celebrar la Eucaristía de modo adecuado: es encontrarnos con el Señor, que por nosotros se despoja de su gloria divina, se deja humillar hasta la muerte en la cruz y así se entrega a cada uno de nosotros»[1]. Y el Papa remarcaba: «La Eucaristía debe llegar a ser para nosotros una escuela de vida, en la que aprendamos a entregar nuestra vida. La vida no se da sólo en el momento de la muerte, y no solamente en el modo del martirio. Debemos darla día a día. (...) Dar la vida, no tomarla. Precisamente así experimentamos la libertad»[2].

Esta experiencia no manifiesta otra cosa que el amor, un amor verdadero y, por tanto, un amor para siempre: seréis vosotros, ahora diáconos, sacerdotes in æternum, ¡sacerdotes para siempre! Estoy seguro de que vais a contar con la oración de todos los aquí presentes, no sólo por cada uno de vosotros, sino también por los seminaristas y por todos aquellos que el Señor quiera llamar al sacerdocio ministerial. Esta es una intención que no debe faltar en el alma de todo cristiano.

2. En aquel día grandioso, cuando estaba a punto de marcharse, Jesús dijo a sus discípulos: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16, 15). Predicar y anunciar la buena nueva de la salvación será de ahora en adelante vuestra tarea, aunque compete a todos hacer esto mismo. Debéis transmitir con fidelidad y también con vuestro comportamiento las enseñanzas de Jesús. Estas enseñanzas colman el alma humana de gozo y de paz. Precisamente por esto, contáis con la infusión del Espíritu, para anunciar a todos los hombres que han sido llamados a amar a Dios y a los demás en la vida cotidiana, en el trabajo profesional. Como repitió incansablemente San Josemaría, con una especial luz divina: todas las realidades humanas se pueden transformar en un acto de amor a Dios. Así, uniendo trabajo y oración, nos divinizamos. También es ésta una lección de la Ascensión del Señor. En efecto, hemos rezado en la oración colecta: «por la gloriosa Ascensión de tu Hijo, es ensalzada nuestra humanidad»[3]. Sí, la humanidad creada de Cristo goza de la gloria del Cielo, y por eso también nuestra humanidad disfruta ya de esta gloria.

La predicación hace eco, de alguna manera, a la invitación dirigida a los Apóstoles por los ángeles: no debemos permanecer inactivos, mirando al cielo como si estuviese a punto de acontecer algo, sino más bien dirigir la mirada hacia la Eucaristía y caer de rodillas para adorar a nuestro Dios, Jesucristo, presente bajo las apariencias del pan. Esto es, hijos míos, lo que debéis hacer: adorar e invitar al pueblo a que adore, también con el cuerpo, al Santísimo Sacramento, misterio de fe y de amor. Así vuestra predicación nacerá en realidad de la Eucaristía y de la oración, es decir, del contacto personal e íntimo con Jesucristo.

Quiero saludar ahora con mucho cariño a las familias de mis hijos diáconos, de modo especial a sus padres: ¡os deben a vosotros la vocación! Rezo por los que no han podido venir. Me uno a vuestra profunda emoción cuando, en el altar, cada nuevo sacerdote actualice el misterio pascual, poniéndoos en la patena, junto a Jesús que se ofrece a su Padre.

3. En el Evangelio de la solemnidad de hoy aparece además una afirmación que podría quizá resultar misteriosa. Dice en concreto el evangelista Marcos: «El Señor, Jesús, después de hablarles, se elevó al Cielo y está sentado a la derecha de Dios» (Mc 16,19). ¿Cuál es el sentido de esta última revelación? Quiere recordar sencillamente que Jesús, Cristo Rey, gobierna el mundo a la derecha del Padre. Con otras palabras, significa que existe una Providencia de Dios que nunca puede faltar.

Decía antes que somos llamados a adorar, y no podemos olvidar que es el Espíritu Santo mismo el que nos conduce a la oración. Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, no nos deja nunca, no nos abandona en ningún momento. El Verbo de Dios, Jesucristo, nos ha mostrado la paternidad amorosa de Dios. Obligación de todos, y especialmente de los sacerdotes, es reflejar esta paternidad de Dios en el ejercicio de la dirección espiritual, y en el caso de los sacerdotes, también mediante la administración del sacramento de la Penitencia. De este modo los presbíteros darán esperanza a las almas. Escucharán con paciencia a cada persona, sabiendo que cada uno es único delante de Dios: cada uno es hijo, hija de Dios.

Cada alma, repetía con gozo San Josemaría, vale toda la sangre de Cristo[4]. Y por esta Sangre que nos ha redimido se nos perdonan nuestros pecados. El perdón, en el sacramento de la Penitencia, es manifestación de la bondad misericordiosa de Dios, que debemos dar a conocer a todos. Éstos son los verdaderos prodigios que tanta gente espera diariamente de vosotros, queridísimos ordenandos: la disponibilidad para administrar el sacramento de la reconciliación, que San Josemaría llamaba “el sacramento de la alegría. De este modo ayudaréis a muchas personas a cumplir, día a día, pequeñas ascensiones interiores. Ascensiones que normalmente tendrán lugar en la vida familiar, en el trabajo, en el mundo, al que amamos como lugar de encuentro con Dios para todos nosotros, como ha enseñado el Fundador del Opus Dei. Alcanzaremos poco a poco esta “serena confianza”: un día estaremos con Cristo en la morada eterna, como diremos en el Prefacio; y así estaremos en «la plenitud de quien llena todo en todas las cosas» (Ef 1, 23), es decir, en el Cuerpo místico de Cristo, la Iglesia.

Resulta claro que la Ascensión del Señor se traduce en su presencia en la Eucaristía, en la Palabra que anuncia el sacerdote y en los gestos misericordiosos que lleva a cabo. Con la Iglesia se prolonga la presencia de Jesús en el tiempo. En la comunión con su cuerpo, participando del Espíritu Santo, unidos al santo Padre Benedicto XVI, al Cardenal Vicario de Roma y a todos los Obispos, formamos esta Iglesia de Cristo llamada a reconciliar el mundo con Dios. Como escribe San Cirilo de Alejandría, el Verbo eterno confiere a los hombres «su Espíritu, les concede todo género de santidad, confiere la afinidad y la parentela con la naturaleza suya y del Padre»[5]. Y San Josemaría no dejaba nunca de repetir con inmensa alegría que de este modo somos «hermanos de Dios y herederos de su gloria»[6]. Sabemos bien que debemos este incomparable tesoro también al fiat de la Virgen. En estos días en que nos preparamos de nuevo a celebrar la solemnidad de Pentecostés, estaremos necesariamente cerca de María. Que Ella vele por nosotros, como Sedes Sapientiæ, en la gloria de su Hijo. Así sea.

[1] BENEDICTO XVI, Homilía, 7-V-2006.

[2] Ibid.

[3] Solemnidad de la Ascensión, Colecta.

[4] SAN JOSEMARÍA, cfr. Forja, n. 881, e Introducción.

[5] SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA, Comentario al evangelio de San Juan, 10, 2.

[6] SAN JOSEMARÍA, Camino, n. 512.

Romana, n. 42, Enero-Junio 2006, p. 78-81.

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