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La gracia en la espiritualidad de Josemaría Escrivá

Leo Cardenal Scheffczyk

Original: Die Gnade in der Spiritualität von Josemaría Escrivá, en: Josemaría Escrivá. Profile einer Gründergestalt. (Ortiz, Cesar, ed.). Adamas, Köln 2002, 57-80

El beato Fundador del Opus Dei no nos ha legado en su amplia obra literaria de espiritualidad ningún tratado teológico ni ningún ensayo especial acerca de la gracia. Por eso podría parecer fuera de lugar dedicar una investigación teológica al concepto de gracia en el beato Josemaría: podría degenerar fácilmente en algo artificioso y en contradicción con la experiencia viva de la gracia, que evidentemente aletea en toda la obra de Escrivá. Sin embargo, cabe replicar por una parte, que no se trata de intentar una síntesis sistemática, como atribuyendo a posteriori a Escrivá un sistema conceptual que él no ha pretendido construir. Y por otra parte no se trata aquí de elaborar un proyecto apoyado en la doctrina teórica-teológica, porque eso podría falsear el entrelazamiento orgánico de la concepción de la gracia con la vivencia espiritual básica de Escrivá. Por tanto, el tema no se plantea con un título dogmático “De gratia”, sino que se incluye desde el principio en la espiritualidad de Josemaría, tal como queda expresada en conversaciones espirituales, homilías y sugerentes aforismos. Sólo a partir de tales formas de expresión es posible desentrañar lo propio de la concepción de gracia en Escrivá.

Como esta concepción se despliega en un género literario especial, los conceptos utilizados corresponden a una terminología propia, al margen de lo estrictamente dogmático. Aunque cabe suponer que el beato, como teólogo, se atenía a la doctrina sobre la gracia tal como se expone en el dogma de la Iglesia (y eso quedará a la vista, también en detalles, a lo largo del presente estudio), empleaba raramente la estricta terminología dogmática. De ahí que en sus escritos sólo de vez en cuando aparecen los conceptos tradicionales como “gracia externa” y “gracia interna”, “gracia actual” y “gracia habitual”, “gracia creada” y “gracia increada”, aunque la realidad misma de esos conceptos está presente. Algo parecido ocurre con los planteamientos de teoría teológica pertenecientes a la doctrina de la gracia, como son las relaciones entre “naturaleza y gracia”, “gracia y libertad” o “gracia y obras”. Tampoco aquí hay un despliegue temático de esas cuestiones, que por otra parte aparecen claramente presentes y verificables de modo vivo, dinámico y sugerente como contenido básico y fundamento en lo que el autor trata. Ahí radica el aliciente del modo de ver la gracia en Escrivá. Los aspectos teórico-teológicos quedan resaltados en el vigor primigenio de la impronta religiosa y en un lenguaje original. Al mismo tiempo, dejan ver la interioridad que proviene de la sintonía con la palabra hablada y la repercusión propia que esa palabra, al comunicarla, produce en el creyente. Por estas razones, esta exposición de las ideas de Escrivá quiere respetar la expresión viva y existencial del misterio de la gracia, evitando la pretensión de traducir el tema al nivel teológico, lo que le despojaría de su originalidad.

1. Consideraciones dogmáticas en torno a la espiritualidad y a la fundación del Opus Dei.

El Fundador del Opus Dei —a semejanza del Apóstol Pablo— se convirtió en un eminente heraldo del misterio de la gracia, debido en buena parte a la experiencia de su propio camino. Un biógrafo bien documentado transmite así su impresión sobre el alto valor de la gracia en Escrivá: “Lo propio, lo primero y lo último tiene que ser obrado por la gracia”[1]. El mismo autor cita una expresión del Fundador respecto a los comienzos de la Obra: “entonces no tenía más que juventud, buen humor y gracia de Dios”[2].

Refiriéndose a la impronta que le dejó el ejemplo de sus padres, Josemaría escribe en una carta del año 1971: “Así preparó el Señor mi alma, con esos ejemplos empapados de dignidad cristiana y de heroísmo escondido (...) para que más tarde le fuera pobre instrumento, con la gracia de Dios”[3].

Aun sin nombrarla explícitamente, la omnipresencia de la gracia en el pensamiento de Escrivá se expresa en el frecuente uso del concepto sobrenatural. En la perspectiva de la teología actual, esa referencia no es en todo caso recomendable; pues el concepto de lo “sobrenatural” se considera hoy en día desacreditado, porque en la relación entre naturaleza y gracia favorece un mecanicismo tendente a un “pensamiento en dos niveles”, y de este modo se favorece un extrinsecismo en la doctrina sobre la gracia, en contradicción con el modo orgánico de percibir la unidad entre naturaleza y gracia[4]. Pero la simple utilización del vocablo no autoriza a impugnar el contenido con el veredicto de extrinsecismo, ya que la expresión sólo quiere indicar la sublimidad y superioridad de la gracia de Dios sobre todo lo creado.

El reproche de una dicción inadecuada está precisamente en el caso de Escrivá fuera de lugar; pues por una parte él tiene una profunda conciencia de la unidad de naturaleza y gracia (como se verá más adelante), y por otra da, con una consciente intención teórica, una acertada descripción de esa relación. Escrivá insinúa la relación con una expresiva imagen, al designar lo sobrenatural como lo contrario de una superficie bidimensional, como una tercera dimensión, perteneciente a la existencia concreta del ser humano. “La gente tiene una visión plana, pegada a la tierra, de dos dimensiones. —Cuando vivas vida sobrenatural obtendrás de Dios la tercera dimensión: la altura, y, con ella, el relieve, el peso y el volumen”[5]. El punto de comparación teológicamente relevante en esta imagen consiste en que esta dimensión no puede ser comprendida como una estructura sobreañadida a la realidad existente, sino que pertenece a la realidad total; estando íntimamente ligada con ella, la supera ampliamente en cuanto a importancia y valor.

Manteniendo las diferencias esenciales entre naturaleza y gracia, creación y redención, hay que considerar la valoración correcta de lo sobrenatural a partir del modo de comprensión de lo natural por parte del autor. Si éste viese lo natural como algo puramente exterior, perdería para el hombre su significado esencial, teleológico y determinante por lo que respecta a la salvación o condena. Como ya quedó apuntado, el autor no da en sus textos de espiritualidad ninguna explicación teórica sobre esa relación, que la tradición intenta aclarar (de modo poco convincente) con ayuda de la “potentia oboedientialis” y la moderna teología utilizando el término (no exento de problemas) del “existencial sobrenatural”[6]. Pero existe una serie de criterios que muestran cómo Escrivá comprende esa relación como algo interior y dinámico, que hace que el hombre, como persona que es y ama, se oriente a lo gratuito de la gracia, de modo que no es un añadido exterior al ser hombre, sino su íntimo cumplimiento y plenitud. Sobre todo es significativo para la concepción de Escrivá el empleo de un topos determinante: el “camino”, “camino del hombre hacia la santidad”. Esa expresión pone de manifiesto la orientación del ser humano hacia la gracia[7]. Una fundamentación original, si bien no empleada como argumento teológico, sobre esa relación, es la concepción de Escrivá sobre el engarce entre las virtudes naturales y las sobrenaturales. Unas palabras de Escrivá hacen palpable la unidad orgánica entre ambas realidades: “Viviendo la caridad —el Amor— se viven todas las virtudes humanas y sobrenaturales del cristiano, que forman una unidad”[8]. Por eso la piedad cristiana “exige también el ejercicio de las virtudes humanas”[9]. En un consejo espiritual a los matrimonios dice: “el marido y la mujer deben crecer en vida interior y aprender de la Sagrada Familia a vivir con finura —por un motivo humano y sobrenatural a la vez— las virtudes del hogar cristiano. Repito: la gracia de Dios no les falta”[10]. Semejante certeza sólo se explica si arranca de la convicción de que todo lo natural está ya bajo la influencia directriz de la gracia.

Esto vale también (considerando ahora otro aspecto) para la relación entre razón (intelecto) y fe: “Si el mundo ha salido de las manos de Dios, si Él ha creado al hombre a su imagen y semejanza y le ha dado una chispa de su luz, el trabajo de la inteligencia debe —aunque sea con un duro trabajo— desentrañar el sentido divino que ya naturalmente tienen todas las cosas; y con la luz de la fe, percibimos también su sentido sobrenatural, el que resulta de nuestra elevación al orden de la gracia”[11].

Esa unidad entre lo humano-creatural y la gracia viene explicada sumariamente de cara a la fuerza del amor que actúa en el hombre: “tenemos que ser muy humanos; porque, de otro modo, tampoco podremos ser divinos. El amor humano, el amor de aquí abajo en la tierra cuando es verdadero, nos ayuda a saborear el amor divino. Así entrevemos el amor con que gozaremos de Dios y el que mediará entre nosotros, allá en el Cielo, cuando el Señor sea todo en todas las cosas[12]. Arrancando de esas experiencias concretas sobre la vida humana, el experimentado guía espiritual y pastor de almas insinúa la verdad teológica de un desiderium naturale y presenta el fundamento de una profunda concepción unitaria de naturaleza y gracia, lejos tanto de rupturas dualistas como de confusiones monistas.

Como última consideración sobre la concepción unitaria de naturaleza y gracia característica en la obra espiritual del Fundador del Opus Dei citemos un pensamiento de carácter absolutamente original, que podría calificarse como contenido propio y exclusivo de su espiritualidad. Nos referimos a un aspecto presente en toda su obra: el significado teológico del trabajo y su relación con la santidad. El intento por descubrir en el trabajo humano un medio y una instancia mediadora para la gracia, arranca según Escrivá del relato de la creación, donde el trabajo queda incluido en el ámbito de la semejanza del hombre con Dios. “Las tareas profesionales (...) son testimonio de la dignidad de la criatura humana; ocasión de desarrollo de la propia personalidad; vínculo de unión con los demás; fuente de recursos; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que vivimos, y de fomentar el progreso de la humanidad entera... — Para un cristiano, estas perspectivas se alargan y se amplían aún más, porque el trabajo —asumido por Cristo como realidad redimida y redentora— se convierte en medio y en camino de santidad, en concreta tarea santificable y santificadora”[13].

Ciertamente, el trabajo servirá como medio de santificación sólo para el hombre creyente y en gracia que santifica el trabajo: de su trabajo resulta, como un reflejo por así decir, una renovada santificación. Pero también, al margen de haberse alcanzado en su dimensión sobrenatural la vida de la gracia, rige el postulado de que “cualquier actividad” puede convertirse “en un medio de servir al Señor y a los hombres”[14]. O sea, que también el trabajo como realidad natural dice relación, en cuanto su carácter creacional, al ser humano y a Dios. Esto no carece de importancia en cuanto a la relación con la realidad sobrenatural y el ser afectado por la gracia; pues “en la sencillez de tu labor ordinaria, en los detalles monótonos de cada día, has de descubrir el secreto —para tantos escondido— de la grandeza y de la novedad: el Amor”[15]. Esto es válido especialmente cuando el trabajo, en relación objetiva tanto con los hombres como con Dios, “adquiere el valor del Amor con que se realiza”[16].

En el ámbito del amor, el trabajo humano está orientado ya hacia el supremo amor sobrenatural de Dios que, a través del acto del Redentor, eleva lo natural definitivamente a la dimensión de la santidad y de la salvación. Pero este vínculo no es un sobreañadido casual y puramente externo a una realidad humana que no estaría en modo alguno orientada hacia esta vinculación y elevación. El amor, que de modo natural, como corresponde a la creación, actúa por medio del trabajo, es más bien el rasgo interior que, por así decir, sale al encuentro del amor sobrenatural de Dios, de modo que la unión del amor natural y sobrenatural no puede ser considerada como algo casual o extrínseco. Del trabajo natural y de su comprensión como impulso hacia el amor más elevado de Dios resulta —un trazo significativo en el pensamiento espiritual de Escrivá— el paso del trabajo natural a la acción sobrenatural y al apostolado. También éste se fundamenta en el trabajo natural, del mismo modo en que las virtudes del trabajo natural, a su vez, resultan imprescindibles para la actividad apostólica[17].

Ciertamente con la inclusión, característica en Escrivá, del trabajo en el ámbito de la gracia parece plantearse un problema que —de no ser tenido en cuenta— podría aparecer como una objeción contra el acierto de ese arranque teológico: el obrar humano, es decir, una actividad natural orientada hacia un resultado, parece contradecir la gratuidad de la gracia y eliminar su carácter de don inmerecido. La objeción se dirige no sólo a la fase originaria del paso ascendente de la naturaleza a la gracia, que podría ser interpretado así como algo conseguido “desde abajo”; la objeción afecta también al hacer y actuar apostólico, exigido siempre en el estado de gracia: es decir, a la labor apostólica que debe dar fruto y contribuir a la santificación del mundo. El pastor de almas y fundador del Opus Dei exige de los que le han sido confiados un empeño apostólico y un trabajo continuo y decidido para la realización del reino de Dios. Al mismo tiempo previene enérgicamente contra la pereza, contra una falsa autosuficiencia, contra la tibieza y contra la mediocridad. Sirva como ejemplo el texto siguiente: “No nos debe sobrar el tiempo, ni un segundo: y no exagero. Trabajo hay; el mundo es grande y son millones las almas que no han oído aún con claridad la doctrina de Cristo. Me dirijo a cada uno de vosotros. Si te sobra tiempo, recapacita un poco: es muy posible que vivas metido en la tibieza; o que, sobrenaturalmente hablando, seas un tullido. No te mueves, estás parado, estéril, sin desarrollar todo el bien que deberías comunicar a los que se encuentran a tu lado, en tu ambiente, en tu trabajo, en tu familia”[18].

En esas exigencias aletea un noble pathos de celo laboral, actividad constante y entrega ardiente. El enérgico vocabulario podría alimentar la sospecha de activismo, excesivo insistir en el “hacer” y la confianza en las propias fuerzas, en menoscabo del papel de la gracia.

Pero en realidad esas llamadas exigentes quedan teológicamente bien aseguradas: en el primer caso, en el que se explica el ascenso —por mediación del amor— de lo natural al nivel de la gracia y de apostolado, queda asegurado que el amor, por esencia, no fuerza ni reclama ni pretende nada para sí, sino que conoce la libertad de Dios, dador de la gracia; en el otro caso (el de la actividad apostólica del cristiano que está ya en gracia) queda asegurado por la clara convicción de fe, constantemente presente, de que todo actuar en la gracia brota de la gracia y nunca es realización propia. Es decir: que toda operación humana es una cooperación con la gracia.

El carácter de ese actuar humano en el apostolado, que indica propia actividad sobre el fundamento de la gracia divina, queda expresado, de modo insuperable, con la necesidad de la oración en todas las actividades apostólicas y el enlazamiento de todas las actividades con la contemplación; pues en la medida en que la oración informa y vivifica el trabajo, éste resulta inseparable de la gracia divina. Esas dos exigencias de la gracia aparecen unidas en textos como el siguiente: “Y pienso, efectivamente, que corren un serio peligro de descaminarse aquellos que se lanzan a la acción —¡al activismo!—, y prescinden de la oración, del sacrificio y de los medios indispensables para conseguir una sólida piedad: la frecuencia de Sacramentos, la meditación, el examen de conciencia, la lectura espiritual, el trato asiduo con la Virgen Santísima y con los Ángeles custodios... Todo esto contribuye además, con eficacia insustituible, a que sea tan amable la jornada del cristiano, porque de su riqueza interior fluyen la dulcedumbre y la felicidad de Dios, como la miel del panal”[19].

Por consiguiente, por lo que en la concepción espiritual de Escrivá se refiere a la enérgica manera de acentuar la actividad humana, hay que confirmar que la relación entre naturaleza y gracia es correcta en todos sus aspectos y resalta el aspecto dominante y preferencial de la eficacia de la gracia, sin caer en la pretensión de una eficacia universal a la manera protestante.

Pero la doctrina espiritual de Escrivá sobre la gracia no queda patente todavía a quien atiende sólo a la integridad dogmática fundamental que en ella se manifiesta. Ahondando más se llega a la contemplación del actuar concreto de la gracia en el hombre y en el cristiano.

2. La gracia como fuerza para el camino: conversión y vocación

La dogmática tradicional presenta la comprensión completa de la gracia como realidad de la vida cristiana, ayudándose con la diferenciación entre gracia actual auxiliar y gracia habitual santificante con su correspondiente cortejo. A esto se antepone —según un modo académico correcto— una definición conceptual de la esencia de la gracia divina. Claro está que así no se desvela formalmente el misterio de la esencia de la gracia. Además, en un plano de pensamiento y de expresión espiritual, no hay lugar para una definición semejante. Aunque en algunas ediciones de obras del Fundador del Opus Dei aparecen en el índice de materias voces como “esencia y efectos de la gracia”[20], no se da propiamente ninguna definición. En realidad las calificaciones no pasan de ser analogías como “luz”, “fuerza”, “poder de Dios”[21], “tesoros inagotables de amor, de misericordia, de cariño”[22]. Comprensiblemente, términos específicos en la ciencia teológica como “gratia actualis — habitualis (sanctificans)” no juegan ningún papel esencial. Sin embargo, eso no significa que de hecho esas realidades no estuvieran presentes; porque si no, la teología de la gracia quedaría, como en el protestantismo, notablemente reducida[23].

La diferencia citada aparece en el trasfondo de una teología espiritual, en otros contextos y bajo otra terminología. Esta terminología depende claramente del modo básicamente dinámico y personal (Dios y el hombre frente a frente) del pensamiento de Escrivá y se asocia al carácter básico de lo que Escrivá (significativamente ya en su primera obra) entiende como “camino” del hombre hacia Dios y hacia la santidad: un movimiento incesante, presente también en el trabajo, al que por parte de Dios corresponde un actuar igualmente dinámico y permanente, que convierte el camino del hombre en un camino salvífico. La teología dogmática emplea aquí el concepto de “gracia cooperante”. También Escrivá habla en ocasiones de una “ayuda” por parte de Dios, pero compara a continuación este término no específico con el carácter de andadura y de camino de la existencia humana y entiende la ayuda de Dios, ante todo, en el sentido de punto de partida decisivo, como gracia de la conversión.

Por eso, lo que la teología tradicional llama gracia actual aparece en primer lugar bajo el nombre de conversión, que une acción divina y decisión humana. Así: “La conversión es cosa de un instante. —La santificación es obra de toda la vida”[24]. La conversión da al hombre “luces nuevas” que se despliegan como alegría porque el Señor “te hizo descubrir” de nuevo tantas realidades[25]. Es el suceso en el que Dios hace que el hombre reaccione[26]. Así sucede cuando uno siente “dolor por sus pecados veniales” “porque hasta entonces no habrás comenzado a tener verdadera vida interior”[27]. Es un momento similar al despertar de Lázaro de la rigidez de la muerte: “Si oyes la inspiración de Dios y la sigues — Lazare, veni foras! —¡Lázaro, sal afuera!—, volverás a la Vida”[28].

En consonancia con la imagen de la vida humana como camino, conversión significa “una nueva rectificación”[29], con la que se abre paso un convencimiento que es compromiso de amor: “Amarte: a esto va a reducirse mi vida”[30]. Es el momento, en que el alma, con quien Dios se ha hecho el encontradizo, exclama: “Nunc coepi! —¡ahora comienzo!”[31]. Por este camino se percibe la llamada: “Conviértete ahora, cuando aún te sientes joven... ¡Qué difícil es rectificar cuando ha envejecido el alma!”[32]. Es el momento, en que el director de almas asegura “que se puede llegar a ser otro San Agustín, después de mi pasado”, no sin antes recordar: “Pero has de cortar valientemente y de raíz, como el santo obispo de Hipona”[33]. El presupuesto necesario para ese cambio radica en la humildad: “A la conversión se sube por la humildad, por caminos de abajarse”[34]. Escrivá encuentra en la parábola del hijo pródigo la imagen bíblica más apropiada para caracterizar la conversión obrada por Dios y su gracia, en cooperación con el hombre: “Nuestro Padre Dios, cuando acudimos a Él con arrepentimiento, saca, de nuestra miseria, riqueza; de nuestra debilidad, fortaleza. (...) Sólo por volver a Él su hijo, después de traicionarle, prepara una fiesta”[35].

La riqueza interior donada al converso consiste ante todo en la fe: “Algunos pasan por la vida como por un túnel, y no se explican el esplendor y la seguridad y el calor del sol de la fe”[36]. Escrivá ve esta fe, de acuerdo con su concepción básica de dinamismo personalista, no sólo como una fe en cuanto contenido doctrinal (si bien este aspecto nunca falta), sino sobre todo como vida con Dios en Cristo: “Vive la fe, alegre, pegado a Jesucristo”[37].

La conversión obrada por la gracia adquiere en la espiritualidad de Escrivá un claro significado específico, que entre los doctores de espiritualidad está frecuentemente presente, pero en Escrivá adquiere una fisonomía muy marcada: es la conversión vista como una renovación continua y como continuo recomenzar en el camino espiritual, que debe estar acompañado siempre por la gracia actual, incluso cuando hay una unión vital y amorosa con Cristo, pero muy especialmente en caso de que se haya perdido la gracia de la unión con el Señor. En el primer caso vale el principio: “Para un hijo de Dios, cada jornada ha de ser ocasión de renovarse, con la seguridad de que, ayudado por la gracia, llegará al fin del camino, que es el Amor”[38]. En el segundo caso vale la advertencia que se apoya en la realidad de la gracia cooperante: “Y si en algún momento un alma sufre una caída, un retroceso —no es necesario que suceda—, se le aplica el remedio, como se procede normalmente en la vida ordinaria con la salud del cuerpo, y ¡a recomenzar de nuevo!”[39]. La comparación con la vida ordinaria resulta adecuada, en cuanto que ilustra la continuidad en la vida espiritual, que desde otro punto de vista se ve también como una lucha[40], imposible de comprender sin la actividad continua de la gracia actual.

Caminando a través de la vida ordinaria “hacen falta soles de cielo y esfuerzos personales, pequeños y constantes, para arrancar esas inclinaciones, esas imaginaciones, ese decaimiento: ese barro pegadizo de tus alas”[41]. Se trata de un recomenzar una y otra vez: “Rectificar. —Cada día un poco. —Esta es tu labor constante si de veras quieres hacerte santo”[42]. “Tu existencia no es repetición de actos iguales, porque el siguiente debe ser más recto, más eficaz, más lleno de amor que el anterior. —¡Cada día nueva luz, nueva ilusión!, ¡por Él!”[43]. “En cada jornada, haz todo lo que puedas por conocer a Dios, por tratarle, para enamorarte más cada instante, y no pensar más que en su Amor y en su gloria”[44].

Con esos llamamientos, Escrivá está en la línea espiritual de la doctrina católica sobre la gracia, que enlaza la fuerza de la gracia, que el hombre es incapaz de merecer, con la cooperación humana. Escrivá no desconoce el reproche y el peligro de un pelagianismo que acentúa la justificación por las obras, si bien él no considera semejante postura como defecto congénito de la doctrina católica sobre la gracia; de ahí el siguiente texto: “Se ha puesto de relieve, muchas veces, el peligro de las obras sin vida interior que las anime: pero se debería también subrayar el peligro de una vida interior —si es que puede existir— sin obras”[45]. Así toma abiertamente postura contra un “sola gratia”, que podría presentarse como aparentemente católico, partiendo de que el origen de toda acción salvífica radica en la gracia y pretendiendo renunciar así a una concausalidad humana. Aquí, Escrivá presenta una decidida y correcta aplicación del principio agustiniano: “Qui te creavit sine te, non te iustificat sine te”[46]. Lo contrario a esa continua prontitud a la acción es para Escrivá la falsa tranquilidad, comodidad y pasividad de un amor sin espíritu, que él en ocasiones califica claramente como “pereza”. Así, por ejemplo: “Luchad contra esa excesiva comprensión que cada uno tiene consigo mismo: ¡exigíos! A veces (...), con falsas excusas, somos demasiado cómodos, nos olvidamos de la bendita responsabilidad que pesa sobre nuestros hombros, nos conformamos con lo que basta para salir del paso, nos dejamos arrastrar por razonadas sinrazones para estar mano sobre mano, mientras Satanás y sus aliados no se toman vacaciones”[47].

Esas exigencias, que prestan a la espiritualidad de Escrivá rasgos pronunciadamente activos, con ganas de hacer y orientado hacia la acción (sin que aceche el peligro de un simple accionismo o de un ostentoso activismo, porque la fuerza de la gracia interior está siempre presente) resultan todavía más penetrantes cuando aparecen en relación con la realidad del gran adversario y enemigo de todo lo bueno, es decir, del Maligno en persona, cuya realidad Escrivá no ha negado nunca. Aquí es donde la vida cristiana adquiere un acusado carácter de lucha, y la actividad de la gracia empuja a un renovado impulso de resistir al enemigo y de enfrentarse con él. Aquí destaca de nuevo la fina aproximación psicológica al misterio del mal para una vida cristiana: “No te turbes si al considerar las maravillas del mundo sobrenatural sientes la otra voz —íntima, insinuante— del hombre viejo”. Y ya totalmente concreto: “El mundo, el demonio y la carne son unos aventureros que (...) [se aprovechan] de la debilidad del salvaje que llevas dentro”[48]. Ante la realidad de esta continua lucha, muestra comprensión por los que le han sido confiados, pero no sin animarles a movilizar sus fuerzas: “¡Que cuesta! —Ya lo sé. Pero, ¡adelante!: nadie será premiado —y ¡qué premio!— sino el que pelee con bravura”[49].

Lo que antes habíamos presentado como lo “cotidiano” del camino humano bajo la acción de la gracia, adquiere una cualidad superior gracias a un rasgo de la gracia divina, que va estrechamente unido a la conversión, pero que se diferencia por una característica especial: se trata de la vocación, incluida en la misma gracia. En la vocación adquieren forma la tendencialidad y plena realización del camino. “Conversión” y “vocación” son para Escrivá términos coextensos, realidades que proceden una de otra y permanecen unidas; porque en la vocación la conversión con ayuda de la gracia recibe su orientación específica hacia la misión especial —en el mundo o en el Reino de Dios— que Dios ha previsto para una persona. Al mismo tiempo, en la vocación reluce más claramente el rasgo de la soberanía de Dios al otorgar la gracia, mientras que el cooperar humano queda reducido a una cierta inclinación del hombre, que no influye causalmente en la vocación.

Escrivá alude frecuentemente, en sus textos de espiritualidad, a la vocación: “es la gracia mayor que el Señor ha podido hacerte”[50], dice a uno de sus seguidores. Pero el término no se refiere a ninguna vocación “religiosa”, sino —en correspondencia al significado espiritual que radica en el trabajo profano— a cualquier actuación en una profesión en el mundo: “tu perfección está en vivir perfectamente en aquel lugar, oficio y grado en que Dios, por medio de la autoridad, te coloque”[51]. Pues una llamada de Dios está ya contenida en la profesión en el mundo como ámbito de santidad, en su triple aspecto de santificarse a uno mismo, santificar el trabajo y santificar el mundo. La primera forma de vocación es sin duda la elección del hombre por Dios para ser cristiano. Aquí se encuentra incluida la llamada al apostolado y a la sanación y santificación del mundo. Escrivá, cuyas palabras están llenas de ecos de la Sagrada Escritura y de los Padres, cita aquí un texto de Clemente de Alejandría sobre el testimonio de la vida real de los cristianos en el mundo: “Convencidos de que Dios se encuentra en todas partes, nosotros cultivamos los campos alabando al Señor, surcamos los mares y ejercitamos todos los demás oficios nuestros cantando sus misericordias[52].

Por el ensamblaje de santificación propia y santificación del mundo en la espiritualidad de Escrivá, la vocación del laico a la santidad, al seguimiento de Cristo y al servicio del Señor, que otorga a los bautizados el carácter sacerdotal común, desemboca necesariamente en el apostolado. El llamamiento “a una vida cristiana, a una vida de santidad, a una vida de elección, a una vida eterna”[53], dirigido a todos, lleva ya consigo el impulso al apostolado: “Hijos de Dios. —Portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas (...) —El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine”[54]. Y “es tarea de los hijos de Dios lograr que todos los hombres entren —en libertad— dentro de la red divina, para que se amen. Si somos cristianos, hemos de convertirnos en esos pescadores que describe el profeta Jeremías, con una metáfora que empleó también repetidamente Jesucristo: seguidme, y yo haré que vengáis a ser pescadores de hombres, dice a Pedro y a Andrés”[55]. Eso vale especialmente para el sacerdocio: “¡es un apostolado!”[56]. En el sacerdocio ministerial el ser y el obrar de Cristo se expresan de modo único, en cuanto que el sacerdote “es siempre otro Cristo”[57]. Aquí encuentra la vocación al apostolado, como don de la gracia, su impronta más profunda. Ciertamente esta impronta apostólica va unida a un rasgo esencial, que marca ya la vida de Cristo: está bajo el signo de la cruz. “Ser cristiano —y de modo particular ser sacerdote; recordando también que todos los bautizados participamos del sacerdocio real— es estar de continuo en la Cruz”[58].

Volvamos ahora a la relación —que Escrivá siempre destaca— entre naturaleza y gracia, entre las virtudes naturales humanas, que deben ser empleadas en el apostolado, y los dones sobrenaturales, para señalar finalmente un nuevo matiz: “Tenemos que ser muy humanos; porque, de otro modo, tampoco podremos ser divinos”[59]. Este postulado vale evidentemente como demostración de la unidad orgánica entre naturaleza y gracia y es como un baluarte contra todo extrinsecismo en la doctrina sobre la gracia. Pero semejante unidad orgánica entre lo natural y lo sobrenatural, con la consiguiente referencia en el hombre apostólico a lo sobrenatural, no debe hacernos olvidar que esa naturaleza es una naturaleza herida y vulnerada. Por este motivo, la elevación y perfeccionamiento de la naturaleza por la gracia y su correspondencia, continuamente renovada, a lo sobrenatural, no pueden ser entendidos en el sentido puramente humanístico de una armonización y elevación de la naturaleza. Esa elevación no puede realizarse, según Escrivá, de ninguna otra manera que bajo el signo de la cruz. Esto significa que la naturaleza capaz de elevación y destinada a la unidad sólo puede encontrar su correspondencia a la gracia a través de la cruz. Por eso “sus discípulos, si de veras desean imitarle, deben convertir su existencia en corredención de Amor, con la propia negación, activa y pasiva”[60]. Aquí aparece como señal de la actividad apostólica el concepto de “corredención”, que, por lo demás, no connota una sinergia insuficientemente ponderada, sino el efecto de la obra redentora de Jesucristo en una persona con sentido apostólico.

Desde el punto de vista de la teología de la gracia, el fin de la actividad apostólica es la santificación del mundo y el estado sobrenatural de santidad, hacia el que se orienta toda consideración católica sobre la gracia.

3. La santidad, meta del camino de la gracia

No cabe duda de que en la teología espiritual de Escrivá “conversión” y “vocación”, que corresponden al concepto de gracia actual, están orientadas hacia el fin de la santificación, en la cual la gracia —en correspondencia a la expresión técnica de “gracia santificante”— se ha convertido en una realidad perenne de vida divina en el hombre. La concepción básica dinámico-personal de la gracia en el Fundador del Opus Dei explica que a éste no le caracterice la atención a la realidad más elevada, la gracia creada, entendida como accidente inherente al alma o hábito, sino la atención al estado que resulta de los actos de santificación: a la santidad. Este estado sólo se puede pensar como unido a una persona, a la persona a la que tal estado convierte en santa.

En realidad, no es preciso añadir que los actos de conversión y vocación, que conducen a la santidad, no se pueden separar de la santidad misma; pues también el hombre en gracia, el justificado, necesita —puesto que mientras vive en este mundo, el estado de gracia no posee una firmeza inquebrantable— la ayuda de impulsos de gracias actuales. Tal necesidad es reclamada no sólo por razones ontológicas, aducidas por la tradición escolástica, como el que un hábito sobrenatural sólo puede llegar a ser en acto con un impulso divino actual[61]; sino también a causa de la flaqueza y tentabilidad de la persona justificada, que debe mantener una lucha continua para mantenerse en gracia y santidad. Aquí queda reforzado el carácter de lucha de la existencia cristiana (Escrivá insiste frecuentemente sobre este punto), a través de una continua conversión y de un renovado “sí” a la vocación, para el que el justificado necesita la gracia actual[62].

A esta necesidad corresponde también el deber de una oración permanente, sobre todo para mantener intacto el empuje apostólico[63]. Para que el esfuerzo por la santidad permanezca sin fisuras en el estado del primer amor —originario y primaveral— importa especialmente orar por la perseverancia: “Constancia, que nada desconcierte. —Te hace falta. Pídela al Señor y haz lo que puedas por obtenerla: porque es un gran medio para que no te separes del fecundo camino que has emprendido”[64]. Ciertamente, el “camino” que Escrivá traza a lo largo de los hitos de la conversión y la vocación llega con la santificación a su meta terrena. Pero esta meta no es el definitivo “telos” escatológico. Por eso el “camino” sigue adelante también después de la justificación, si bien en un plano más elevado.

El ensamblaje inseparable de la eficacia de la gracia divina actual y la vida en santidad condiciona también la continuidad de esfuerzo humano, entrega sacrificada y actividad personal, que no pueden faltar en la existencia apostólica que Escrivá caracteriza como marcada por la cruz, a semejanza de Jesucristo. Un cristiano en estado de santificación por la gracia no deja, pues, de ser cooperativo, ágil, luchador. De ahí podría verse la concepción de la gracia en Escrivá como algo sobrecargado, activista y exigente, que no alcanza a revelar la belleza, riqueza y felicidad de la gracia santificante. En realidad, sin embargo, su constante ocupación en la realidad de una vida de santidad lleva a conclusiones bien distintas. Nos permite entrever el esplendor de una vida en gracia, que constituye el motivo más profundo del optimismo que penetra toda reflexión acerca de la estructura de lo sobrenatural.

Aquí conviene resaltar de nuevo una característica propia metódico-conceptual, que otorga a esa concepción de la gracia —palpablemente adquirida a través de una experiencia personalísima— su vitalidad y su dinamismo íntimo. Al margen de la terminología de la gratia creata (que el autor deja de lado, aun conociendo su necesidad), ésta alcanza rápidamente el ámbito de lo que la teología tradicional (quizá sin sopesar suficientemente los datos teológicos) llama “cortejo de la gracia santificante”, incluyendo ahí no sólo las virtudes teológicas sobrenaturales, como las virtudes morales infusas y los dones del Espíritu Santo, sino también la inhabitación del Espíritu Santo y de las tres divinas personas en el justo. Eso significa que el autor, sin pretender resolver la problemática actual en torno a “gratia creata” y “gratia increata”, otorga en la estructura de su pensamiento a la gracia increada una prioridad objetiva y preferencia frente a la gracia creada. La gracia increada (que es Dios mismo en su entrega gratuita al hombre) puede ser vista como la esencia del estado de gracia, para cuya actualización la gracia creada presta la disposición. En una concepción total de la gracia, este punto de arranque significa que la gracia, en lo más supremo, no es un don distinto y separable de Dios, sino que es idéntica con el Dador trinitario, que aquí se entrega a la criatura en una misteriosa unión personal.

Por eso, las expresiones fundamentales de Escrivá sobre la vida en santidad se presentan, bajo este aspecto personal de la gracia, como unión del agraciado con la vida divina en las tres divinas personas. La riqueza conceptual para expresar este aspecto es muy notable. Aunque los diversos conceptos están emparentados entre sí, cada uno connota un matiz especial distintivo. Así es posible, además, intuir algo sobre la rica variedad y la viva plenitud de la gracia personal.

Entre esos conceptos sobresalientes se cuentan: la “amistad con Cristo”, la “presencia de Dios”, la “filiación divina”, la “unidad con el Espíritu Santo”, la “divinización”, el “amor”, la “infancia espiritual”, la “venida del Espíritu Santo”, la “participación en la vida divina”, la “identificación con Cristo”. En todos se expresa la gracia como santidad a través de una relación personal. Las relaciones humanas se caracterizan por un simple “frente a frente” que mantiene las distancias. En esta otra relación, sin embargo, surge una intimidad que no tiene análogo a escala humana. Esta relación lleva a ver la gracia de la santificación como una unión con las divinas personas, como un penetrar del Espíritu divino en la mente humana, como una armonía entre la Palabra de Dios y la voz de la criatura.

Desde el punto de vista de esa unión vital, el significado de las virtudes teologales —principios eficientes sobrenaturales— aparece en una nueva perspectiva. La comunión con el Dios de la gracia en el ser y en la vida se convierte en una comunidad en el hacer y en una unidad en el actuar. El don de las virtudes sobrenaturales lleva a un cambio y a una transformación de la vida cristiana, que se diferencia en lo más íntimo de la vida humana en general. La fe “dispone nuestra inteligencia a asentir a las verdades reveladas, a responder que sí a Cristo”[65], concede “el punto de mira sobrenatural”[66], pero es también un confiar y un abandonarse en el Señor. Lleva a “barruntar en nuestra alma el amor, la compasión, la ternura con que Cristo Jesús nos mira, porque Él no nos abandona (...) con fe en el Señor, a pesar de nuestras miserias —mejor, con nuestras miserias—, seremos fieles a nuestro Padre Dios; brillará el poder divino, sosteniéndonos en medio de nuestra flaqueza”[67].

También el actuar de cara a la salvación experimenta en la vida del cristiano una elevación semejante gracias a la virtud sobrenatural de la esperanza; “porque la esperanza nos impulsa a agarrarnos a esa mano fuerte que Dios nos tiende sin cesar, con el fin de que no perdamos el punto de mira sobrenatural; (...) Yo vivo persuadido de que, sin mirar hacia arriba, sin Jesús, jamás lograré nada”[68]. En “el entramado divino de las tres virtudes teologales, que componen el armazón sobre el que se teje la auténtica existencia del hombre cristiano, de la mujer cristiana (...) la esperanza en Dios enciende maravillosas hogueras de amor, con un fuego que mantiene palpitante el corazón, sin desánimos, sin decaimientos, aunque a lo largo del camino se sufra, y a veces se sufra de veras”[69].

La vida que brota de la unidad con Dios en Jesucristo experimenta, además, un nuevo impulso con el Espíritu Santo y sus dones: “No olvides que eres templo de Dios. —El Paráclito está en el centro de tu alma: óyele y atiende dócilmente sus inspiraciones”[70]. Sus dones son disposiciones favorecedoras de su inmediata acción en la persona agraciada, especialmente de cara a exigencias y realizaciones extraordinarias; pues “aun careciendo de talento, de renombre y de fortuna, podemos ser instrumentos eficaces, si acudimos al Espíritu Santo para que nos dispense sus dones”[71].

Arrancando de la convicción, basada en la fe, de una unidad personal de vida y de acción con las personas divinas, que comprende la esencia de la gracia como desde su cumbre, se abre al cristiano una plenitud espiritual y una riqueza sobrenatural que hacen de su vida en el mundo un caminar de altura, a pesar de las experiencias, siempre presentes, de la flaqueza humana y de la indigencia del dolor. Pero tal es la magnitud de la gracia, que descuella sobre la pequeñez y debilidad de todo lo terreno y es el fundamento que sostiene una postura ante la vida marcada por la confianza, la alegría y el optimismo abierto a la gracia.

La primera y originaria expresión de esa alegría sobrenatural, que al referirse a temas sobre la gracia sólo raramente se nombra, y que, sin embargo, va unida radicalmente con la gracia, es el agradecimiento. Haciendo repetidamente referencia a esa profunda reacción del hombre marcado por la gracia, Escrivá expresa no sólo etimológicamente un modo básico de la comprensión de la gracia, según el cual “gratia” expresa también las “gracias” de quien ha recibido un don; sino que, además, apunta al carácter personal de relación e intercambio en el proceso de la gracia, en el cual el hombre está implicado con su respuesta agradecida. La conciencia de haber sido tocado por la gracia debe conducir al hombre a un impulso intenso de agradecimiento.

A este convencimiento debemos las numerosas llamadas de Escrivá a ser agradecidos. En realidad, las palabras que dirige a sus discípulos valen para todos los cristianos: “Tú, precisamente porque has recibido todo de golpe, estás obligado a mostrarte muy agradecido al Señor; como reaccionaría un ciego que recobrara la vista de repente, mientras a los demás ni siquiera se les ocurre que han de dar gracias porque ven”[72]. Por eso, para el Fundador del Opus Dei la acción de gracias es un elemento indispensable en la comunicación personal con la divinidad, que se realiza a través de la gracia. De ahí el consejo: “Procura que tu hacimiento de gracias, diario, salga impetuoso de tu corazón”[73].

Pero el dar gracias es sólo una primera expresión de aquella alegría que, por la gracia divina, determina y penetra la existencia cristiana como una fuerza vital. Pues si el Señor está verdaderamente cerca —“Dominus prope est”—, entonces se impone en la persona agraciada la máxima: “¡Serviré a Dios con alegría!”[74]. Y entonces vale también: “Qué alegría inmutable te produce el haberte entregado a Dios!”[75]. E igualmente vale: De la fuente espiritual de la alegría brota también, en el estrato más profundo del alma, como expresión de entrega a Dios, aquella alegría, que también en los textos parenéticos de San Pablo aparece como dualidad de paz y alegría (Rom 14,17; Gal 5,22).

Al sacar a la luz el rico patrimonio espiritual que yace en la unión con el Dios de la gracia, Escrivá logra no sólo vitalizar el modo de anunciar la doctrina de la gracia, sino, además, también el despliegue del Evangelio y de toda la fe cristiana como un mensaje de alegría y como la religión de la primigenia felicidad espiritual. Mientras en la época moderna la religión queda frecuentemente reducida a lo práctico y el cristianismo a su utilidad social, Escrivá la presenta en su grandeza como una comunión redentora con Dios, que supera las dimensiones humanas. La doctrina espiritual sobre la gracia que Escrivá desarrolla es un pregón que proclama el esplendor del cristianismo como religión de la gracia.

Sin embargo, el Fundador del Opus Dei sabe bien que toda la grandeza y magnificencia de lo humano no es todavía la plenitud. La excelencia de la gracia en este mundo debe verse sólo como incoación, prenda y fragmento. Es algo que puede crecer con las buenas obras de los hombres. Lo que aparece como limitado y finito muestra en su dinamismo una tendencia a lo ilimitado e infinito. Lo imperfecto vive del anhelo de que llegue a ser plenitud en el cielo. Por eso la gracia aquí en la tierra es ya un inicio de la gloria, una “gloria inchoata”, así como la plenitud del cielo es una “gratia consummata”. También aquí muestra la doctrina de Escrivá sobre la gracia su carácter consecuente y una cierta totalidad armoniosa, al orientar —con perspectiva escatológica— la mirada de sus discípulos y seguidores hacia la plenitud de la gracia del cielo. Hablar de la gracia y no pensar en el cielo sería la más profunda contradicción.

Esa orientación escatológica de la verdad de la gracia tiene una importancia esencial para la vida cristiana. Para conocer bien por donde se camina hace falta tener conocimiento de la meta. El camino de la gracia sería un camino sin sentido, si faltase la fe y la esperanza del Cielo. El que la vida de la gracia aparezca para muchos cristianos como algo sin sabor, incoloro y falto de dinamismo interior se debe, en parte, a que se ve el Cielo como algo irreal. Por eso anima Escrivá a sus oyentes en una homilía: “vayamos a lo central, a lo que verdaderamente es importante. Mirad: lo que hemos de pretender es ir al Cielo. Si no, nada vale la pena”[76]. Y propone que “en medio de las ocupaciones, procures alzar tus ojos al Cielo perseverantemente, porque la esperanza nos impulsa a agarrarnos a esa mano fuerte que Dios nos tiende sin cesar”[77]. De este modo, no se alude simplemente a una mirada anhelante, sino a un esfuerzo real hacia la meta, que va matizado por la realidad de las tribulaciones y penurias apostólicas, de las cuales brota, como un llamamiento a la liberación y la felicidad definitiva, un clamor hacia el Cielo; pues a los que siguen el camino de la salvación “al final, les espera un vergel, la felicidad para siempre, el Cielo”[78].

En este realismo de cara a la salvación, bíblicamente bien fundamentado, cabe también el pensamiento, éticamente muy humano, del salario. El carácter de la vida como lucha contiene en este sentido la idea del premio de la victoria: “¡Que cuesta! —Ya lo sé. Pero, ¡adelante!: nadie será premiado —y ¡qué premio!— sino el que pelee con bravura”[79]. De este modo Escrivá recuerda la promesa paulina de que “cada uno recibirá su propio salario, a medida de su trabajo”[80]. Hay una cosecha, que corresponderá a la siembra[81].

Al considerar el Cielo, Escrivá renuncia (en correspondencia a su concepción personal-salvífica de juicio y condenación) a imágenes apocalípticas o intentos de objetivizar el misterio. Sus expresiones están en la línea de seguir y elevar todo aquello que se encuentra incoado en la gracia. Lo visual del cielo queda atrás y deja paso a una visión espiritual de lo esencial: “¿Qué será ese Cielo que nos espera, cuando toda la hermosura y la grandeza, toda la felicidad y el Amor infinitos de Dios se viertan en el pobre vaso de barro que es la criatura humana, y la sacien eternamente, siempre con la novedad de una dicha nueva?”[82]. El cielo es la plenitud definitiva e insuperable de la gracia, de la unión con las personas divinas en amor, alegría, santidad y gloria. Esa perspectiva escatológica confirma no sólo el carácter dinámico-personal de la concepción espiritual de Escrivá, sino que le presta una relación orgánica, que permite vislumbrar las cumbres y profundidades de la fe cristiana.

[1] «Das Eigentliche, das Erste und Lezte, muß die Gnade bewirken» en PETER BERGLAR, Opus Dei. Leben und Werk des Gründers Josemaría Escrivá, 3. erw. Aufl. Köln 1992, S. 108.

[2] PETER BERGLAR, Opus Dei, Madrid 1988, pág. 12.

[3] Citado según PETER BERGLAR, ibid., pág. 35.

[4] Cfr. LEO SCHEFFCZYK, Die Heilsverwirklichung in der Gnade. Gnadenlehre: Katholische Dogmatik VI (hrsg. von L. Scheffczyk und A. Ziegenaus), Aachen 1998, S. 370-372.

[5] Camino, n. 279.

[6] Cfr. L. SCHEFFCZYK, op.cit., pág. 405ss.

[7] Cfr. ALVARO DEL PORTILLO, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei, Madrid 1993, pág. 210.

[8] Conversaciones..., 62.

[9] Ibid., 102.

[10] Ibid., 108.

[11] Es Cristo que pasa, 10.

[12] Ibid., 166.

[13] Forja, n. 702.

[14] Ibid., n. 684.

[15] Surco, n. 489.

[16] Ibid., n. 487.

[17] Cfr. sobre este tema ibid., n. 927.

[18] Amigos de Dios, 42.

[19] Ibid., 18.

[20] Cfr. Forja pág. 392: “Gracia divina”.

[21] Así en Es Cristo que pasa, 114.

[22] Ibid., 162.

[23] Cfr. sobre este tema: LEO SCHEFFCZYK, “Vielgestaltigkeit und Reichtum der göttlichen Gnade”, in: Der Mensch zwischen Sünde und Gnade (hrsg. von A. Ziegenaus), Buttenwiesen 2000, S. 11-30.

[24] Camino, n. 285.

[25] Ibid., n. 298.

[26] Cfr. ibid., n. 326.

[27] Ibid., n. 330.

[28] Ibid., n. 719.

[29] Forja, n. 32.

[30] Ibid., n. 202.

[31] Surco, n. 161.

[32] Ibid., n. 170.

[33] Ibid., n. 838.

[34] Ibid., n. 278.

[35] Amigos de Dios, 309.

[36] Camino, n. 575.

[37] Forja, n. 448.

[38] Ibid., n. 344.

[39] Amigos de Dios, 94.

[40] Acerca del carácter de la existencia cristiana como lucha cfr. por ejemplo: Camino, nn. 707-733 y Es Cristo que pasa, 73-82.

[41] Camino, n. 991.

[42] Ibid., n. 290.

[43] Forja, n. 736.

[44] Ibid., n. 737.

[45] Ibid., n. 734.

[46] SAN AGUSTÍN, Sermo 119, 13.

[47] Amigos de Dios, 62.

[48] Camino, nn. 707, 708.

[49] Ibid., n. 720.

[50] Ibid., n. 913.

[51] Ibid., n. 926.

[52] CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Stromata 7,7 en: Amigos de Dios, 66.

[53] Forja, n. 13.

[54] Ibid., n. 1.

[55] Amigos de Dios, 259.

[56] Forja, n. 582.

[57] Camino, n. 66.

[58] Forja, n. 882.

[59] Es Cristo que pasa, 166.

[60] Surco, n. 255.

[61] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th. I. II. q. 109 a. 9

[62] Cfr. sobre este aspecto: Camino, nn. 707-737.

[63] Cfr. Camino, n. 89.

[64] Camino, n. 990.

[65] Amigos de Dios, 191.

[66] Ibid., 194.

[67] Ibid.

[68] Ibid., 213.

[69] Ibid., 205.

[70] Camino, n. 57.

[71] Surco, n. 283.

[72] Ibid, n. 4.

[73] Forja, n. 866.

[74] Surco, n. 53.

[75] Ibid., n. 88.

[76] Es Cristo que pasa, 76.

[77] Amigos de Dios, 213.

[78] Ibid., 130.

[79] Camino, n. 720.

[80] Ibid., n. 748.

[81] Cfr. Surco, n. 863.

[82] Surco, n. 891.

Romana, n. 43, Julio-Diciembre 2006, p. 264-280.

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