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Discurso en el Encuentro con los jóvenes en São Paulo, Brasil (10-V-2007)

Queridos jóvenes; queridos amigos y amigas:

«Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres (...); luego ven y sígueme» (Mt 19, 21).

1. He deseado ardientemente encontrarme con vosotros en este mi primer viaje a América Latina. He venido a inaugurar la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano que, por deseo mío, va a realizarse en Aparecida, aquí en Brasil, en el santuario de Nuestra Señora. Ella nos lleva a los pies de Jesús para aprender sus lecciones sobre el Reino y nos impulsa a ser sus misioneros, para que los pueblos de este “continente de la esperanza” tengan en él vida plena.

Vuestros obispos de Brasil, en su asamblea general del año pasado, reflexionaron sobre el tema de la evangelización de la juventud y pusieron en vuestras manos un documento. Pidieron que fuera acogido y perfeccionado por vosotros durante todo el año. En esta última asamblea retomaron el tema, enriquecido con vuestra colaboración, y desean que las reflexiones hechas y las orientaciones propuestas sirvan como incentivo y faro para vuestro camino. Las palabras del arzobispo de São Paulo y del encargado de la pastoral de la juventud, que agradezco, testifican bien el espíritu que anima el corazón de todos.

Ayer por la tarde, al sobrevolar el territorio brasileño, pensaba ya en este encuentro en el estadio de Pacaembu, con el deseo de daros a todos un gran abrazo, muy brasileño, y manifestar los sentimientos que llevo en lo más íntimo del corazón y que el evangelio de hoy, muy a propósito, nos ha indicado.

Siempre he experimentado una alegría muy especial en estos encuentros. Recuerdo particularmente la XX Jornada mundial de la juventud, que presidí hace dos años en Alemania. Algunos de los que están aquí también estuvieron allá. Es un recuerdo conmovedor, por los abundantes frutos de gracia concedidos por el Señor. Y no cabe la menor duda que el primer fruto, entre muchos, que pude constatar fue el de la fraternidad ejemplar que hubo entre todos, como demostración evidente de la perenne vitalidad de la Iglesia en todo el mundo.

2. Por eso, queridos amigos, estoy seguro de que hoy se renovarán las mismas impresiones de aquel encuentro mío en Alemania. En 1991, el siervo de Dios Papa Juan Pablo II, de venerada memoria, a su paso por Mato Grosso, dijo: «Vosotros vais a ser los primeros protagonistas del tercer milenio. (...) Sois vosotros, jóvenes, los que vais a trazar los caminos de esta nueva etapa de la humanidad» (Discurso a los jóvenes en Cuiabá, 16 de octubre de 1991, n. 2: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de octubre de 1991, p. 13). Hoy, me siento impulsado a haceros esa misma constatación.

El Señor aprecia, sin duda, vuestra vivencia cristiana en las numerosas comunidades parroquiales y en las pequeñas comunidades eclesiales, en las universidades, colegios y escuelas, y especialmente en las calles y en los ambientes de trabajo de las ciudades y del campo. Pero hay que seguir adelante. Nunca podemos decir basta, porque la caridad de Dios es infinita y el Señor nos pide, o mejor, nos exige ensanchar nuestro corazón para que en él haya cada vez más amor, más bondad, más comprensión con respecto a nuestros semejantes y a los problemas que afectan no sólo a la convivencia humana, sino también a la efectiva preservación y conservación de la naturaleza, de la cual todos formamos parte. “Nuestros bosques tienen más vida”: no dejéis que se apague esta llama de esperanza que vuestro himno nacional pone en vuestros labios. La devastación ambiental de la Amazonia y las amenazas a la dignidad humana de sus poblaciones requieren un compromiso mayor en los más diversos ámbitos de acción que la sociedad viene pidiendo.

3. Hoy quiero reflexionar con vosotros sobre el texto de san Mateo (cfr. Mt 19, 16-22), que acabamos de escuchar. Habla de un joven que salió al encuentro de Jesús. Merecen destacarse sus anhelos. En este joven os veo a todos vosotros, jóvenes de Brasil y de América Latina. Habéis acudido a nuestro encuentro desde diversas regiones de este continente; queréis escuchar, de labios del Papa, las palabras de Jesús mismo.

Como en el Evangelio, tenéis una pregunta importante que hacerle. Es la misma del joven que salió al encuentro de Jesús: «¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?». Quisiera profundizar con vosotros en esta pregunta. Se trata de la vida, la vida que, en vosotros, es exuberante y bella. ¿Qué hacer de ella? ¿Cómo vivirla plenamente?

Ya en la formulación de la pregunta entendemos inmediatamente que no basta el “aquí” y “ahora”; es decir, nosotros no logramos limitar nuestra vida al espacio y al tiempo, por más que pretendamos ensanchar sus horizontes. La vida los trasciende. En otras palabras, queremos vivir y no morir. Sentimos que algo nos revela que la vida es eterna y que es necesario comprometernos para que esto suceda. O sea, está en nuestras manos y depende, de algún modo, de nuestra decisión.

La pregunta del Evangelio no atañe sólo al futuro. No concierne sólo a lo que sucederá después de la muerte. Al contrario, tenemos un compromiso con el presente, aquí y ahora, que debe garantizar autenticidad y, en consecuencia, el futuro. En una palabra, la pregunta plantea la cuestión del sentido de la vida. Por eso, puede formularse así: ¿qué debo hacer para que mi vida tenga sentido? O sea: ¿cómo debo vivir para cosechar plenamente los frutos de la vida? O también: ¿qué debo hacer para que mi vida no transcurra inútilmente?

Jesús es el único capaz de darnos una respuesta, porque es el único que nos puede garantizar la vida eterna. Por eso también es el único que logra mostrar el sentido de la vida presente y darle un contenido de plenitud.

4. Sin embargo, antes de dar su respuesta, Jesús plantea al joven una pregunta muy importante: «¿Por qué me llamas bueno?». En esta pregunta se encuentra la clave de la respuesta. Aquel joven percibió que Jesús es bueno y que es maestro. Un maestro que no engaña. Estamos aquí porque tenemos esta misma convicción: Jesús es bueno. Quizá no sabemos explicar plenamente la razón de esta percepción, pero es cierto que nos aproxima a él y nos abre a su enseñanza: un maestro bueno. Quien reconoce el bien es señal que ama, y quien ama, según la feliz expresión de san Juan, conoce a Dios (cfr. 1 Jn 4, 7). El joven del Evangelio reconoció a Dios en Jesucristo.

Jesús nos asegura que sólo Dios es bueno. Estar abierto a la bondad significa acoger a Dios. Así nos invita a ver a Dios en todas las cosas y en todos los acontecimientos, incluso donde la mayoría sólo ve la ausencia de Dios. Al ver la belleza de las criaturas y constatar la bondad que existe en todas ellas, es imposible no creer en Dios y no experimentar su presencia salvífica y consoladora. Si lográramos ver todo el bien que existe en el mundo y, más aún, experimentar el bien que proviene de Dios mismo, no cesaríamos jamás de aproximarnos a él, de alabarlo y darle gracias. Él nos llena continuamente de alegría y de bienes. Su alegría es nuestra fuerza.

Pero nosotros sólo conocemos de forma parcial. Para percibir el bien necesitamos ayudas, que la Iglesia nos proporciona en muchas ocasiones, sobre todo en la catequesis. Jesús mismo explicita lo que es bueno para nosotros, dándonos su primera catequesis: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17). Parte del conocimiento que el joven ciertamente ya obtuvo gracias a su familia y a la Sinagoga: de hecho, conoce los mandamientos, que llevan a la vida, lo cual equivale a decir que nos garantizan autenticidad. Son las grandes señales que nos indican el camino recto. Quien guarda los mandamientos está en el camino de Dios.

Sin embargo, no basta conocerlos. El testimonio vale más que la ciencia, o sea, es la ciencia aplicada. No se nos imponen desde afuera, ni disminuyen nuestra libertad. Por el contrario, constituyen fuertes impulsos interiores, que nos llevan a actuar en cierta dirección. En su base están la gracia y la naturaleza, que no nos dejan inmóviles. Debemos caminar. Nos impulsan a hacer algo para realizarnos nosotros mismos. En realidad, realizarse por la acción es volverse real. Desde nuestra juventud somos, en gran parte, lo que queremos ser. Por decirlo así, somos obra de nuestras manos.

5. En este momento me dirijo nuevamente a vosotros jóvenes, pues quiero oír también de vuestros labios la respuesta del joven del Evangelio: «Todo eso lo he guardado desde mi juventud». El joven del Evangelio era bueno; cumplía los mandamientos; andaba por el camino de Dios. Por eso, Jesús lo miró con amor. Al reconocer que Jesús era bueno, demostró que también él era bueno. Tenía experiencia de la bondad y, por tanto, de Dios. Y vosotros, jóvenes de Brasil y de América Latina ¿habéis descubierto ya lo que es bueno? ¿Cumplís los mandamientos del Señor? ¿Habéis descubierto que este es el camino verdadero y único hacia la felicidad?

Los años que estáis viviendo son los años que preparan vuestro futuro. El “mañana” depende mucho de cómo estéis viviendo el “hoy” de la juventud. Mis queridos jóvenes, tenéis por delante una vida, que deseamos sea larga; pero es una sola, es única: no la dejéis pasar en vano, no la desperdiciéis. Vivid con entusiasmo, con alegría, pero sobre todo con sentido de responsabilidad.

Muchas veces sentimos temblar nuestro corazón de pastores, constatando la situación de nuestro tiempo. Oímos hablar de los miedos de la juventud de hoy, que nos revelan un enorme déficit de esperanza: miedo de morir, en un momento en que la vida se está abriendo y busca encontrar su propio camino de realización; miedo de fracasar, por no descubrir el sentido de la vida; y miedo de quedar desconcertado ante la impresionante rapidez de los acontecimientos y de las comunicaciones. Constatamos el alto índice de muertes entre los jóvenes, la amenaza de la violencia, la deplorable proliferación de las drogas, que sacude hasta la raíz más profunda a la juventud de hoy. Por eso, a menudo se habla de una juventud perdida.

Pero mirándoos a vosotros, jóvenes aquí presentes, que irradiáis alegría y entusiasmo, asumo la mirada de Jesús: una mirada de amor y confianza, con la certeza de que vosotros habéis encontrado el verdadero camino. Sois los jóvenes de la Iglesia. Por eso yo os envío a la gran misión de evangelizar a los muchachos y muchachas que andan errantes por este mundo, como ovejas sin pastor. Sed los apóstoles de los jóvenes. Invitadlos a caminar con vosotros, a hacer la misma experiencia de fe, de esperanza y de amor; a encontrarse con Jesús, para que se sientan realmente amados, acogidos, con plena posibilidad de realizarse. Que también ellos descubran los caminos seguros de los Mandamientos y recorriéndolos lleguen a Dios.

Podéis ser protagonistas de una sociedad nueva si os esforzáis por poner en práctica una conducta concreta inspirada en los valores morales universales, pero también un compromiso personal de formación humana y espiritual de vital importancia. Un hombre o una mujer que no estén preparados para afrontar los desafíos reales de una correcta interpretación de la vida cristiana de su ambiente serán presa fácil de todos los asaltos del materialismo y del laicismo, cada vez más activos en todos los niveles.

Sed hombres y mujeres libres y responsables; haced de la familia un foco que irradie paz y alegría; sed promotores de la vida, desde el inicio hasta su final natural; amparad a los ancianos, pues merecen respeto y admiración por el bien que os han hecho. El Papa también espera que los jóvenes traten de santificar su trabajo, haciéndolo con competencia técnica y con diligencia, para contribuir al progreso de todos sus hermanos y para iluminar con la luz del Verbo todas las actividades humanas (cfr. Lumen gentium, 36).

Pero el Papa espera, sobre todo, que sepan ser protagonistas de una sociedad más justa y fraterna, cumpliendo sus obligaciones ante el Estado: respetando sus leyes; no dejándose llevar por el odio y por la violencia; siendo ejemplo de conducta cristiana en el ambiente profesional y social, y distinguiéndose por la honradez en las relaciones sociales y profesionales. Tengan en cuenta que la ambición desmedida de riqueza y de poder lleva a la corrupción personal y ajena; no existen motivos que justifiquen hacer prevalecer las propias aspiraciones humanas, tanto económicas como políticas, con el fraude y el engaño.

En definitiva, existe un inmenso panorama de acción en el cual las cuestiones de orden social, económico y político adquieren un relieve particular, siempre que tengan su fuente de inspiración en el Evangelio y en la doctrina social de la Iglesia: la construcción de una sociedad más justa y solidaria, reconciliada y pacífica; el compromiso por frenar la violencia; las iniciativas que promuevan la vida plena, el orden democrático y el bien común y, especialmente, las que buscan eliminar ciertas discriminaciones existentes en las sociedades latinoamericanas y no son motivo de exclusión, sino de enriquecimiento recíproco.

Tened, sobre todo, un gran respeto por la institución del sacramento del matrimonio. No podrá haber verdadera felicidad en los hogares si, al mismo tiempo, no hay fidelidad entre los esposos. El matrimonio es una institución de derecho natural, que fue elevado por Cristo a la dignidad de sacramento; es un gran regalo que Dios ha hecho a la humanidad. Respetadlo, veneradlo. Al mismo tiempo, Dios os llama a respetaros también en el enamoramiento y en el noviazgo, pues la vida conyugal, que por disposición divina está destinada a los casados, solamente será fuente de felicidad y de paz en la medida en la que sepáis hacer de la castidad, dentro y fuera del matrimonio, un baluarte de vuestras esperanzas futuras.

Os repito aquí a todos vosotros que «el eros quiere remontarnos (...) hacia lo divino, llevarnos más allá de nosotros mismos, pero precisamente por eso necesita seguir un camino de ascesis, renuncia, purificación y recuperación» (Deus caritas est, 5). En pocas palabras, requiere espíritu de sacrificio y de renuncia por un bien mayor, que es precisamente el amor de Dios sobre todas las cosas. Tratad de resistir con fortaleza a las insidias del mal existente en muchos ambientes, que os lleva a una vida disoluta, paradójicamente vacía, al hacer que perdáis el bien precioso de vuestra libertad y de vuestra verdadera felicidad. El amor verdadero «buscará cada vez más la felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará “ser para” el otro» (ib., 7) y, por eso, será cada vez más fiel, indisoluble y fecundo.

Para ello contáis con la ayuda de Jesucristo que, con su gracia, lo hará posible (cfr. Mt 19, 26). La vida de fe y de oración os llevará por los caminos de la intimidad con Dios y de la comprensión de la grandeza de los planes que tiene para cada uno. «Por amor del reino de los cielos» (ib., 12), algunos son llamados a una entrega total y definitiva, para consagrarse a Dios en la vida religiosa, «eximio don de la gracia», como lo definió el concilio Vaticano II (Perfectae caritatis, 12).

Los consagrados que se entregan totalmente a Dios, bajo la moción del Espíritu Santo, participan en la misión de Iglesia, testimoniando ante todos los hombres la esperanza en el reino de los cielos. Por eso, bendigo e invoco la protección divina sobre todos los religiosos que dentro de la mies del Señor se dedican a Cristo y a los hermanos. Las personas consagradas merecen verdaderamente la gratitud de la comunidad eclesial: monjes y monjas, contemplativos y contemplativas, religiosos y religiosas dedicados a las obras de apostolado, miembros de institutos seculares y de sociedades de vida apostólica, eremitas y vírgenes consagradas. «Su existencia da testimonio del amor a Cristo cuando se encaminan por su seguimiento, tal como se propone en el Evangelio y, con íntima alegría, asumen el mismo estilo de vida que él escogió para sí» (Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, instrucción Caminar desde Cristo, n. 5).

Espero que, en este momento de gracia y de profunda comunión en Cristo, el Espíritu Santo despierte en el corazón de muchos jóvenes un amor apasionado en el seguimiento e imitación de Jesucristo casto, pobre y obediente, dirigido completamente a la gloria del Padre y al amor de los hermanos y hermanas.

6. El Evangelio nos asegura que aquel joven, que salió al encuentro de Jesús, era muy rico. No sólo entendemos esta riqueza en sentido material, pues la misma juventud es una riqueza singular. Es necesario descubrirla y valorarla. Jesús la apreciaba tanto, que invitó a este joven a participar en su misión de salvación. Tenía todas las condiciones para una gran realización y una gran obra.

Pero el Evangelio nos refiere que ese joven, al oír la invitación, se entristeció. Se alejó abatido y triste. Este episodio nos hace reflexionar una vez más sobre la riqueza de la juventud. No se trata, en primer lugar, de bienes materiales, sino de la propia vida, con los valores inherentes a la juventud. Proviene de una doble herencia: la vida, transmitida de generación en generación, en cuyo origen primero está Dios, lleno de sabiduría y de amor; y la educación que nos inserta en la cultura, hasta el punto de que, en cierto sentido, podemos decir que somos más hijos de la cultura, y por tanto de la fe, que de la naturaleza. De la vida brota la libertad que, sobre todo en esta etapa se manifiesta como responsabilidad. Es el gran momento de la decisión, en una doble opción: la del estado de vida y la de la profesión. Responde a la pregunta: ¿qué hacer de la propia vida?

En otras palabras, la juventud se presenta como una riqueza porque lleva al redescubrimiento de la vida como un don y como una tarea. El joven del Evangelio percibió la riqueza de su juventud. Acudió a Jesús, el Maestro bueno, buscando una orientación. Pero a la hora de la gran opción no tuvo valentía para apostar todo por Jesucristo. En consecuencia, se marchó triste y abatido. Es lo que pasa cada vez que nuestras decisiones vacilan y se vuelven mezquinas e interesadas. Sintió que le faltaba generosidad, y eso no le permitió una realización plena. Se replegó sobre su riqueza, convirtiéndola en egoísta.

A Jesús le dolió mucho la tristeza y la mezquindad del joven que había acudido a él. Los Apóstoles, como todos vosotros hoy, llenaron el vacío que dejó ese joven que se retiró triste y abatido. Ellos y nosotros estamos felices porque sabemos en quién creemos (cfr. 2 Tm 1, 12). Sabemos y damos testimonio con nuestra propia vida de que solo él tiene palabras de vida eterna (cfr. Jn 6, 68). Por eso, como san Pablo, podemos exclamar: «Estad siempre alegres en el Señor» (Flp 4, 4).

7. La invitación que os hago a vosotros, jóvenes que habéis venido a este encuentro, es que no desaprovechéis vuestra juventud. No intentéis huir de ella. Vividla intensamente. Consagradla a los elevados ideales de la fe y de la solidaridad humana.

Vosotros, los jóvenes, no sólo sois el futuro de la Iglesia y de la humanidad, como si fuera una especie de fuga del presente. Al contrario, sois el presente joven de la Iglesia y de la humanidad. Sois su rostro joven. La Iglesia necesita de vosotros, como jóvenes, para manifestar al mundo el rostro de Jesucristo, que se dibuja en la comunidad cristiana. Sin este rostro joven, la Iglesia se presentaría desfigurada.

(En español) Queridos jóvenes, dentro de poco inauguraré la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe. Os pido que sigáis con atención sus trabajos; que participéis en sus debates; que recéis por sus frutos. Como ocurrió con las Conferencias anteriores, también esta marcará de modo significativo los próximos diez años de evangelización en América Latina y en el Caribe. Nadie debe quedar al margen o permanecer indiferente ante este esfuerzo de la Iglesia, y mucho menos los jóvenes. Vosotros con todo derecho formáis parte de la Iglesia, la cual representa el rostro de Jesucristo para América Latina y el Caribe.

(En francés) Saludo a las personas de habla francesa que viven en el continente latinoamericano, invitándolos a ser testimonios del Evangelio y protagonistas de la vida eclesial. Rezo en particular por vosotros, los jóvenes, llamados a construir vuestra vida sobre Cristo y sobre los valores humanos fundamentales. Sentíos todos invitados a colaborar en la edificación de un mundo de justicia y de paz.

(En inglés) Queridos jóvenes amigos, como el joven del Evangelio, que preguntó a Jesús: «¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?», todos vosotros buscáis el modo de responder generosamente al llamado de Dios. Rezo para que escuchéis su palabra salvífica y seáis sus testigos entre los hombres de hoy. Que Dios derrame sobre todos vosotros sus bendiciones de paz y alegría.

(En portugués) Queridos jóvenes, Cristo os llama a ser santos. Él mismo os invita y quiere caminar con vosotros, para animar con su Espíritu los pasos de Brasil en este inicio del tercer milenio de la era cristiana. Pido a Nuestra Señora Aparecida que os guíe con su ayuda materna y os acompañe a lo largo de la vida.

¡Alabado sea nuestro Señor Jesucristo!

Romana, n. 44, Enero-Junio 2007, p. 81-88.

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