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Homilía en la Misa sufragio por Juan Pablo II, Basílica Vaticana (2-IV-2007)

Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;

queridos hermanos y hermanas:

Hace dos años, un poco más tarde de esta hora, partía de este mundo hacia la casa del Padre el amado Papa Juan Pablo II. Con esta celebración queremos ante todo renovar a Dios nuestra acción de gracias por habérnoslo dado durante veintisiete años como padre y guía seguro en la fe, pastor celoso, profeta valiente de esperanza, testigo incansable y servidor apasionado del amor de Dios. Al mismo tiempo, ofrecemos el sacrificio eucarístico en sufragio de su alma elegida, con el recuerdo imborrable de la gran devoción con que celebraba los sagrados misterios y adoraba el Sacramento del altar, centro de su vida y de su incansable misión apostólica.

Deseo expresaros mi agradecimiento a todos los que habéis querido participar en esta santa misa. Dirijo un saludo particular al cardenal Stanislaw Dziwisz, arzobispo de Cracovia, imaginando los sentimientos que se agolpan en este momento en su alma. Saludo a los demás cardenales, a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y las religiosas presentes; a los peregrinos que han venido desde Polonia para esta celebración; a los muchos jóvenes a quienes el Papa Juan Pablo II amaba con singular afecto; y a los numerosos fieles que, procedentes de todas las partes de Italia y del mundo, se han dado cita hoy aquí, en la plaza de San Pedro.

El segundo aniversario de la piadosa muerte de este amado Pontífice se celebra en un contexto muy propicio al recogimiento y a la oración, pues ayer, con el domingo de Ramos, hemos entrado en la Semana santa, y la liturgia nos hace revivir los últimos días de la vida terrena del Señor Jesús. Hoy nos conduce a Betania, donde, precisamente «seis días antes de la Pascua», como anota el evangelista san Juan, Lázaro, Marta y María ofrecieron una cena al Maestro.

El relato evangélico confiere un intenso clima pascual a nuestra meditación: la cena de Betania es preludio de la muerte de Jesús, bajo el signo de la unción que María hizo en honor del Maestro y que él aceptó en previsión de su sepultura (cfr. Jn 12, 7). Pero también es anuncio de la resurrección, mediante la presencia misma del resucitado Lázaro, testimonio elocuente del poder de Cristo sobre la muerte.

Además de su profundo significado pascual, la narración de la cena de Betania encierra una emotiva resonancia, llena de afecto y devoción; una mezcla de alegría y de dolor: alegría de fiesta por la visita de Jesús y de sus discípulos, por la resurrección de Lázaro, por la Pascua ya cercana; y amargura profunda porque esa Pascua podía ser la última, como hacían temer las tramas de los judíos, que querían la muerte de Jesús, y las amenazas contra el mismo Lázaro, cuya muerte se proyectaba.

En este pasaje evangélico hay un gesto sobre el que se centra nuestra atención, y que también ahora habla de modo singular a nuestro corazón: en un momento determinado, María de Betania, «tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos» (Jn 12, 3). Es uno de los detalles de la vida de Jesús que san Juan recogió en la memoria de su corazón y que contienen una inagotable fuerza expresiva. Habla del amor a Cristo, un amor sobreabundante, pródigo, como el ungüento «muy caro» derramado sobre sus pies. Un hecho que, sintomáticamente, escandalizó a Judas Iscariote: la lógica del amor contrasta con la del interés económico.

Para nosotros, reunidos en oración para recordar a mi venerado predecesor, el gesto de la unción de María de Betania entraña ecos y sugerencias espirituales. Evoca el luminoso testimonio que Juan Pablo II dio de un amor a Cristo sin reservas y sin escatimar sacrificios. El «perfume» de su amor «llenó toda la casa» (Jn 12, 3), es decir, toda la Iglesia. Ciertamente, resultamos beneficiados nosotros, que estuvimos cerca de él, y por esto damos gracias a Dios, pero también pudieron gozar de él todos los que lo conocieron de lejos, porque el amor del Papa Wojtyla a Cristo era tan fuerte e intenso que rebosó, podríamos decir, a todas las regiones del mundo.

La estima, el respeto y el afecto que creyentes y no creyentes le expresaron a su muerte, ¿no son acaso un testimonio elocuente? San Agustín, comentando este pasaje del evangelio de san Juan, escribe: «La casa se llenó de perfume; es decir, el mundo se llenó de la buena fama. El buen olor es la buena fama... Por mérito de los buenos cristianos, el nombre del Señor es alabado» (In Io. evang. tr., 50, 7). Es verdad: el intenso y fecundo ministerio pastoral, y más aún el calvario de la agonía y la serena muerte de nuestro amado Papa, dieron a conocer a los hombres de nuestro tiempo que Jesucristo era de verdad su “todo”.

La fecundidad de este testimonio, como sabemos, depende de la cruz. En la vida de Karol Wojtyla la palabra “cruz” no fue sólo una palabra. Desde su infancia y su juventud experimentó el dolor y la muerte. Como sacerdote y como obispo, y sobre todo como Sumo Pontífice, se tomó muy en serio la última llamada de Cristo resucitado a Simón Pedro, en la ribera del lago de Galilea: «Sígueme... Tú sígueme» (Jn 21, 19. 22). Especialmente en el lento pero implacable avance de la enfermedad, que poco a poco lo despojó de todo, su existencia se transformó en una ofrenda completa a Cristo, anuncio vivo de su pasión, con la esperanza llena de fe en la resurrección.

Su pontificado se desarrolló bajo el signo de la “prodigalidad”, de una entrega generosa y sin reservas. Lo movía únicamente el amor místico a Cristo, a Aquel que, el 16 de octubre de 1978, lo había llamado con las palabras del ceremonial: «Magister adest et vocat te», «el Maestro está aquí y te llama». El 2 de abril de 2005, el Maestro volvió a llamarlo, esta vez sin intermediarios, para llevarlo a casa, a la casa del Padre. Y él, una vez más, respondió prontamente con su corazón intrépido, y susurró: «Dejadme ir al Señor» (cfr. S. Dziwisz, Una vita con Karol, p. 223).

Desde mucho tiempo antes se preparaba para este último encuentro con Jesús, como lo atestiguan las diversas redacciones de su Testamento. Durante los largos ratos de oración en su capilla privada hablaba con él, abandonándose totalmente a su voluntad, y se encomendaba a María, repitiendo elTotus tuus. Como su divino Maestro, vivió su agonía en oración. Durante el último día de su vida, víspera del domingo de la Misericordia divina, pidió que se le leyera precisamente el evangelio de san Juan. Con la ayuda de las personas que lo acompañaban, quiso participar en todas las oraciones diarias y en la liturgia de las Horas, hacer la adoración y la meditación. Murió orando. Verdaderamente, se durmió en el Señor.

«Y toda la casa se llenó del olor del perfume» (Jn 12, 3). Volvamos a esta anotación, tan sugestiva, del evangelista san Juan. El perfume de la fe, de la esperanza y de la caridad del Papa llenó su casa, llenó la plaza de San Pedro, llenó la Iglesia y se difundió por el mundo entero. Lo que aconteció después de su muerte fue, para quien cree, efecto de aquel “perfume” que llegó a todos, cercanos y lejanos, y los atrajo hacia un hombre que Dios había configurado progresivamente con su Cristo.

Por eso, podemos aplicarle a él las palabras del primer canto del Siervo del Señor, que hemos escuchado en la primera lectura: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu, para que traiga el derecho a las naciones» (Is 42, 1). “Siervo de Dios”: es lo que fue, y así lo llamamos ahora en la Iglesia, mientras se desarrolla con rapidez su proceso de beatificación: precisamente esta mañana se ha clausurado la investigación diocesana sobre su vida, sus virtudes y su fama de santidad.

“Siervo de Dios” es un título particularmente apropiado para él. El Señor lo llamó a su servicio por el camino del sacerdocio y le abrió poco a poco horizontes cada vez más amplios: desde su diócesis hasta la Iglesia universal. Esta dimensión de universalidad alcanzó su máxima extensión en el momento de su muerte, acontecimiento que el mundo entero vivió con una participación nunca vista en la historia.

Queridos hermanos y hermanas, el Salmo responsorial ha puesto en nuestros labios palabras llenas de confianza. En la comunión de los santos, nos parece escuchar la viva voz del amado Juan Pablo II, que desde la casa del Padre —estamos seguros— no deja de acompañar el camino de la Iglesia: «Espera en el Señor, sé valiente; ten ánimo, espera en el Señor» (Sal 26, 14).

Sí, tengamos ánimo, queridos hermanos y hermanas; que nuestro corazón esté lleno de esperanza. Con esta invitación en el corazón prosigamos la celebración eucarística, vislumbrando ya la luz de la Resurrección de Cristo, que brillará en la Vigilia pascual después de la dramática oscuridad del Viernes santo.

Que el Totus tuus del amado Pontífice nos estimule a seguirlo por la senda de la entrega de nosotros mismos a Cristo por intercesión de María, y nos lo obtenga precisamente ella, la Virgen santísima, mientras encomendamos a sus manos maternales a este padre, hermano y amigo nuestro, para que en Dios descanse y goce en paz. Amén.

Romana, n. 44, Enero-Junio 2007, p. 75-78.

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