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En la inauguración del año académico, Universidad Pontificia de la Santa Cruz , Roma 8-X-2007

Excelentísimas e ilustrísimas Autoridades, Profesores, alumnos y todos los que trabajáis en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz. Señoras y señores.

Nos encontramos aquí, una vez más, con la intención —grata al Señor— de dar inicio a un nuevo año académico, el vigésimo cuarto, de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz. La gratitud se hace palpable viendo la Basílica de San Apolinar y el Palacio que nos acoge, cargado de una secular tradición de estudios eclesiásticos, ahora que han concluido felizmente los trabajos de restauración que lo han restituido a su sobrio y solemne esplendor. Igualmente está casi terminado el acondicionamiento de los edificios que albergan la Biblioteca. Mi pensamiento va a todos aquellos que, de muy diversas maneras, han permitido alcanzar este logro: a los numerosos benefactores dispersos por el mundo entero y a su generoso apoyo, y a todos vosotros, docentes, personal administrativo y alumnos, que habéis trabajado en estos años con las inevitables molestias que el desarrollo de las obras ha causado. Todo este esfuerzo permite hoy a nuestra Universidad llevar a cabo, del mejor modo posible, su misión de servicio a la Iglesia a través de las actividades docentes y de investigación en las diversas disciplinas sagradas, en sincero diálogo con la cultura y la sociedad contemporáneas. Una sociedad oprimida, como recordaba el Santo Padre Benedicto XVI, «por una crisis de cultura e identidad, que estos decenios sitúan, no sin dramatismo, ante nuestros ojos. Y la Universidad es uno de los lugares más cualificados para intentar encontrar los caminos oportunos para salir de esta situación»[1].

Esta apertura al mundo, a todas sus problemáticas y a sus esperanzas, que caracteriza el perfil específico de la institución universitaria, y con mayor razón en una universidad dedicada a los estudios eclesiásticos —conexos por naturaleza propia a la Revelación divina—, me lleva a recordar con emoción la Santa Misa que, hace exactamente cuarenta años —el 8 de octubre de 1967—, San Josemaría Escrivá celebró en el campus de la Universidad de Navarra. En ella, el Fundador del Opus Dei pronunció una inolvidable homilía publicada más tarde con el significativo título de Amar al mundo apasionadamente, en la que trazó, de modo penetrante e incisivo, el ilimitado panorama de la santidad en medio del mundo, en y a través del propio trabajo profesional vivido como auténtica vocación cristiana.

A esta homilía quiero referirme ahora brevemente, para llamar vuestra atención sobre una realidad que toca muy de cerca el compromiso cotidiano de cada uno de vosotros, docentes, alumnos y personal administrativo y técnico, que prestáis, con dedicación y esfuerzo, vuestras energías para dar vida a esta comunidad académica que ve confluir en Roma personas de los cinco continentes, movidas por el deseo de profundizar en la propia fe para comunicarla después a otros con pasión y generosidad.

En un conocido pasaje de la homilía, San Josemaría recordaba con fuerza que: «hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir»[2]. Esta fascinante y apremiante invitación nos intrepela, ahora que estamos a punto de comenzar un nuevo año académico, porque abarca directamente todo el trabajo de quienes, por diferente título, participan en la realización de esta iniciativa. Si esta invitación es válida para toda profesión o actividad que una persona pueda desempeñar —como verdadero camino de unión con Dios y con los hombres—, con un título especial resulta necesaria allí donde el objeto del estudio, de la investigación y de la enseñanza es Dios mismo y su Revelación. Ese algo divino escondido en la cotidianidad requiere un ánimo atento y dócil a la acción del Espíritu Santo, un deseo sincero de abrirse al misterio de Dios en su integridad, el esfuerzo personal de identificarse con Jesucristo y con su Palabra de salvación. Esto permite descubrir panoramas insospechados que despuntan ante vosotros y que delinean el papel y la tarea que la universidad está llamada a desarrollar en la Iglesia y en la sociedad.

Ciertamente no faltarán momentos en los que la investigación de lo divino puede hacerse más ardua por la monotonía de un trabajo que parece repetitivo, por las dificultades propias del desarrollo de las distintas tareas, por la aparente esterilidad del esfuerzo desplegado. Ante estos escollos, el empeño tenaz —mantenido por la gracia de Dios— os permitirá experimentar lo que prometió San Josemaría: «Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día»[3].

Por eso os animo, profesores, a alcanzar un apasionado compromiso de estudio y de investigación que, con original creatividad, sepa hacerse cargo de las apremiantes cuestiones que plantea la cultura contemporánea, manteniendo un diálogo constructivo con vuestros colegas, conscientes de ser guías y maestros de las nuevas generaciones que se formarán en estas aulas.

Dirigiéndome ahora a vosotros, alumnos, que provenís de todas las partes del mundo, os exhorto a procurar que los años que transcurriréis en Roma —lugar privilegiado para experimentar la catolicidad de la Iglesia—, sean una ocasión, no sólo para un serio aprendizaje de las disciplinas de vuestro plan de estudios, sino también, y a través de ello, para abriros a los horizontes de la Iglesia que vive en todos los rincones de la Tierra y para llenaros de la caridad de Cristo, que os ayudará a ser auténticos servidores de todos los hombres.

En cuanto a quienes desempeñáis encargos administrativos y técnicos, bien sabéis que vuestro trabajo precioso y frecuentemente escondido hace posible la ordenada y eficaz actividad docente, de estudio y de investigación. Llevando a cabo vuestras tareas con profesionalidad y entereza, unida a un estilo cordial y atento, permitiréis a quienes frecuentan estos edificios sentirse, por así decir, “en su propia casa”.

Por último, querría recordaros que, siguiendo la enseñanza evangélica, ese algo divino lo encontraremos sobre todo en la caridad que nos hará descubrir el rostro de Cristo en las personas que tendremos a nuestro lado y que compartirán con nosotros las fatigas, el trabajo y las alegrías que nos acompañarán en este año académico 2007-2008 que, confiado a la intercesión de María Santísima, declaro inaugurado.

[1] BENEDICTO XVI, Discurso a los estudiantes de la Pontificia Universidad Lateranense, 21-X- 2006.

[2] SAN JOSEMARÍA, Conversaciones n. 114.

[3] Idem, n.116.

Romana, n. 45, Julio-Diciembre 2007, p. 280-282.

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