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En la inauguración del año académico, Universidad Pontificia de la Santa Cruz, Basílica de San Apolinar , Roma 8-X-2007

Queridos profesores, alumnos y personal no docente:

Al inicio de un nuevo año académico, en la celebración de esta Santa Misa votiva del Espíritu Santo, invocamos al Paráclito para que ilumine nuestros corazones e interceda por nuestros proyectos.

La renovación estructural del Palacio, que nos ofrece muchas posibilidades nuevas para desarrollar nuestro trabajo, se convierte en un motivo de agradecimiento a Dios y nos invita a renovar también nuestra vida con el deseo de alabar al Señor a través de nuestro quehacer. Si me permitís esta imagen, podemos entender el refuerzo de los muros y cimientos, la renovación de las ventanas, como figura de nuestro trabajo, que cada año deseamos cumplir con mayor amor y perfección. Muchas personas envían, desde todas las partes del mundo, sus oraciones y sus generosas contribuciones, pensando en el trabajo que tratamos de realizar aquí, en nuestra universidad, por el bien de la Iglesia. Se trata de una responsabilidad grande, que excede las capacidades simplemente humanas y que requiere un empeño total y decidido.

En este sentido, pensando en la actividad de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, me viene una jaculatoria que a San Josemaría le gustaba repetir: «Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam», «todos con Pedro a Jesús por María»[1]. Estas palabras nos pueden servir para considerar hoy, en la presencia de Dios, la necesidad de renovar nuestra vida académica y espiritual, recorrido necesario para cumplir la misión que el Señor nos ha encomendado.

El Omnes cum Petro comporta, en nuestro caso, ser conscientes de estar en Roma, de haber venido a la ciudad donde reposan los restos de San Pedro, donde reside su sucesor, cabeza de la Iglesia universal, el «dulce Cristo en la tierra», como le llamaba Santa Catalina de Siena. Roma es la ciudad donde los primeros cristianos oyeron el eco de la voz de Pedro y de Pablo, escucharon la palabra de Dios directamente de uno de los Apóstoles, que había vivido con Jesús por tres años; una ciudad que se ha convertido en motor para la evangelización de todo un imperio. Probablemente —y con razón—, queridos alumnos y profesores, vuestros familiares y amigos os miran con santa envidia porque tenéis la oportunidad de estar tan cerca del lugar donde reside el Papa, como demuestran gráficamente los diversos puntos de este Palacio del Apolinar desde los que se vislumbra la cúpula de San Pedro. Habéis venido de todos los continentes y sentís en esta ciudad el aliento y la vitalidad de la Iglesia universal. Una manifestación de la unidad de la Iglesia universal es la de considerar al Santo Padre como un verdadero padre, presente en nuestros corazones, un padre al que debemos acompañar con amor filial, con nuestra oración, con nuestro trabajo. Esta actitud debe manifestarse a través de hechos concretos: la oración por él en la Santa Misa; el ofrecimiento a Dios de nuestras pequeñas dificultades por sus intenciones; la atención a su palabra de pastor; la obediencia filial a sus disposiciones.

«Omnes cum Petro, ad Iesum per Mariam».

Ad Iesum. Jesús debe ser el centro de nuestra vida. Él es el motivo por el que trabajamos aquí. Nuestra vida sobre la tierra está circunscrita en el tiempo, un tiempo que debemos hacer rendir, precisamente porque, si es vivido con intensidad y visión sobrenatural, nos enlaza con la eternidad. Cada año, inevitablemente, se marchan a la morada eterna personas queridas a través de las cuales el Señor nos recuerda que estamos de paso en esta vida. Algunos de ellos han estado en nuestras aulas, como profesores, alumnos, empleados, benefactores, padres. Los recordamos en nuestras plegarias, y esta oración nos ayuda a levantar la vista hacia la eternidad, hacia Jesús, nuestro Salvador: Jesús es el fin de nuestra vida, Él es el objeto de nuestro estudio, Él es la razón de nuestro trabajo. Sin Él, sin nuestro deseo de ponerle siempre en el centro de nuestra existencia, faltaría un elemento esencial.

Benedicto XVI ha querido que en el año 2008 se celebre, de modo especial, el bimilenario del nacimiento de San Pablo, recordando su celo por las almas y su amor por Jesús, que se manifestaba en la Epístola que escribió a los Romanos de aquel tiempo, y a todos nosotros que habitamos en Roma dos mil años más tarde. Decía San Pablo: «estoy persuadido de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni las cosas presentes, ni las futuras, ni las potestades, ni la altura ni la profundidad, ni criatura alguna podrá separarnos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8, 38-39).

Anunciar a Jesucristo, reconocer su amor y darlo a conocer, es tarea que nos corresponde a todos: cada uno a su manera, pero todos sabiendo que el trabajo que se desarrolla aquí ayudará a dar alimento a millones de almas, hambrientas de verdades eternas. Jesús está verdadera y substancialmente presente en la Eucaristía. Él, en el Sacrificio de la Misa, se entrega del todo, y nosotros debemos corresponder a su amor, si queremos anunciarlo y difundir su mensaje. Él nos espera en el Sagrario y busca nuestra intimidad, nuestra amistad, nuestro amor.

«Omnes cum Petro, ad Iesum per Mariam».

Per Mariam. A lo largo de los siglos los fieles cristianos han vivido el mes de octubre con especial amor a María, buscando a Jesús a través de ella, en los misterios del Santo Rosario. La mirada amable y gozosa de nuestra Madre Santa María se posará sobre nosotros durante todo el año académico, como ha hecho a lo largo de nuestra vida, como una madre con su hijo. Cuando la miramos y la buscamos en esas imágenes que presiden las aulas, junto al crucifijo, María acepta con agrado nuestro amor y guía nuestra mirada hacia Aquel que la ha hecho bendita ante todas las generaciones. Que ella nos guíe hacia Jesús, para que se convierta en el centro de nuestra vida y sepamos encontrar en Él todo lo que necesitamos. Amén.

[1] Es Cristo que pasa, n. 139.

Romana, n. 45, Julio-Diciembre 2007, p. 275-276.

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